El mercenario de Granada (4 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: El mercenario de Granada
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—Creo que les va mal. A los moros— dijo Orbán.

—Mal es decir poco, amigo mío. La guerra contra los cristianos es la lucha del cántaro contra la piedra, sólo puede terminar con el cántaro hecho añicos. Además, son tan torpes que pelean entre ellos, lo que favorece más aún al cristiano. Muchos notables de Granada partidarios de Aixa la Horra, la reina, que pertenece a una antigua familia, decidieron deponer a Muley Hacen y entronizar a Boabdil, el hijo mayor de Aixa.

—¿Y qué ocurrió?

—Muley Hacen descubrió el pastel y encarceló a Aixa la Horra y a Boabdil. Boabdil escapó, descolgándose con una sábana, levantó un ejército de descontentos y obligó a Muley Hacen a refugiarse en Málaga, al amparo de su hermano el Zagal, el jefe de sus tropas.

—¿Es un buen capitán ese Boabdil?— sugirió Orbán.

—Se deja guiar. Sabe más de palomas, de caza y de harenes que de batallas. De hecho, se le subió la victoria a la cabeza y pensó que podría derrotar a los cristianos, pero Fernando aniquiló su ejército y lo apresó. Muley Hacen aprovechó esta circunstancia para recuperar Granada.

—¿Qué ha sido de Boabdil?

—El zorro de Fernando negoció con Aixa la Horra su liberación, a condición de que se reconociera vasallo de Castilla. También acordaron que Boabdil y los suyos se mantendrían al margen de la guerra entre Granada y Castilla.

Asintió Orbán, comprendiendo.

—Hace unos meses, Muley Hacen, viejo y desanimado, abdicó en su hermano el Zagal. Mientras tanto los cristianos, cada día más fuertes, prosiguen sus conquistas. Ya se han apoderado de gran parte de la costa occidental. Ahora asedian Málaga, la perla del reino.

—¿Disponen de muchos cañones?

—No entiendo mucho de esos asuntos, pero sé que los agentes de Fernando compran salitre y cobre en los reinos cristianos y también sé que contratan artilleros franceses y tudescos.

—Supongo que por eso solicitó el Zagal artilleros al Gran Señor, para tratar de equilibrar las fuerzas.

Asintió Centurione.

—¿Y el Zagal? ¿Dónde está?

—¿El Zagal? Quizá esté en Almería, nuestro puerto de destino.

—Almería…— repitió Orbán.

—Te gustará. Es una ciudad azul y blanca, luminosa, un espejo de plata que refleja la mar tranquila.

V

Navegaron muchos días sin avistar tierra, hasta que aparecieron, verdes y grises, los promontorios de Sicilia. Nicéforos, el capitán, no ocultaba su preocupación.

—¡No te duermas, bribón!— le gritaba al grumete de la cofa.

—No me duermo, jefe.

—Ahí arriba, todo el día meneándosela, y en cuanto me descuido se me duerme— se quejaba Nicéforos.

Aquellas aguas, tan próximas a Túnez, estaban infestadas de piratas. La Golondrina enarbolaba en su palo mayor la enseña de Génova, que disponía de capitulaciones y tratados secretos con casi todos los poderes del mar, pero, a pesar de ello, nadie podía garantizar que no fueran atacados por algún pirata rebelde a cualquier obediencia.

Orbán se mostraba más comunicativo que en los primeros días, al menos con Centurione. El mercader y el artillero pasaban las horas bajo la toldilla de popa, a veces charlando, a veces leyendo.

Centurione poseía un gastado ejemplar de los viajes de Marco Polo.

—Un antepasado mío viajó también a China— comentó Orbán.

—¿A China?— se sorprendió el genovés—. ¿Era mercader?

—No sabemos bien lo que era. Quizá solamente herrero, como todos los de la familia. Él trajo de Oriente los conocimientos de la pólvora.

Hasta entonces Orbán se había mostrado reservado en lo tocante a la familia. Aquella tarde habló francamente. Quizá necesitaba abrir su corazón.

—Hubo un tiempo en que el Arte Real se consideraba cosa del diablo-dijo, mirando al mar—. ¿Qué otra cosa podía pensarse de un polvo negro que, metido en un tubo de hierro, produce un estampido formidable, capaz de romperte los tímpanos, y lanza por el aire una bola de piedra o de hierro dejando tras de sí un hediondo olor a azufre?

—¡El perfume del infierno!— comentó Centurione.

—En otra circunstancia los reyes y los predicadores nos habrían quemado por brujos— prosiguió Orbán—, y hasta es posible que los primeros artilleros terminaran sus días en la hoguera, pero hoy los reyes nos necesitan y nos miman porque su poder depende enteramente de nuestra capacidad para derruir los muros y los castillos.

—La Ultima ratio regís— dijo Centurione—, el Arma del Rey, como la llaman los españoles.

—El primer rey que comprendió el valor del cañón fue Mohamed II, el Grande, el sultán de los turcos— prosiguió Orbán.

Centurione conocía la historia. El Gran Mohamed. Un hombre de veintitrés años, pálido y de aspecto enfermizo, pero sus decretos no se discutían y los poderosos temblaban en su presencia. En una ocasión convocó en plena noche a su anciano visir, Chalil. Asustado por aquel requerimiento intempestivo, el visir se apresuró a reunir sus oros y llenó con ellos una bandeja con la que esperaba aplacar la cólera del joven sultán. Pero Mohamed II rechazó airadamente el obsequio. El visir se excusó aludiendo a la antigua costumbre de hacer regalos al sultán. «¡Yo no quiero monedas de oro!— replicó el sultán—. ¡Quiero Constantinopla!»

Mohamed soñaba con conquistar Constantinopla, la nueva Roma, la ciudad más bella, la más rica del mundo. De noche paseaba, sin séquito, por la ribera de Anadolu Hisar, vestido modestamente, con un junco en la mano. Pasaba las horas contemplando las luces de la ciudad, al otro lado del Bósforo. La deseaba como se desea a una mujer.

Constantinopla había sufrido muchos asedios a lo largo de su historia, pero era inexpugnable. Sus murallas eran más fuertes que las de Babilonia.

—¡Las murallas de Constantinopla!— recordó Orbán—. Las he recorrido muchas veces con mi padre.

Mi padre es maestro mayor de las obras del Muro: siete kilómetros de doble muralla, la primera de veinte metros de altura, la segunda de quince, las dos jalonadas por imponentes torres y precedidas por un amplio foso de veinte metros.

—Creía que vuestro oficio, el de los Orbán, era destruir muros, no arreglarlos— se extrañó Centurione.

—El que sabe matar sabe dar la vida— sonrió Orbán—. Los artilleros saben lo que hace fuerte un muro y lo que lo debilita.

Centurione se interesó por la hazaña del primer Orbán, el que entregó Constantinopla al Gran Señor.

—Mohamed disponía de treinta bombardas de recámara, los cañones de entonces— explicó el herrero—, pero no conseguía acercarlas a menos de cien metros de la muralla. Los tiros se quedaban cortos y los proyectiles llegaban sin fuerza. No le servían de nada. Entonces un mercader varego de los que vendían yeguas frisonas a los turcos, le habló de mi abuelo, Orbán el Quemado.

»—Conozco un hombre que te fabricará cañones tan grandes que con pocos tiros abrirás una brecha en esa muralla.

»—Si eso que dices es cierto te cubriré de oro. Tráemelo"— respondió el sultán.

»—El hombre está en Bulgaria. Pertenece a una casta de herreros que adoran a Satán— advirtió el varego.

»—No me importa. Tráemelo. Si puede demoler estas murallas lo tomaré bajo mi amparo y lo haré rico. A él y a su descendencia.

»El mercader varego regresó a Bulgaria con una embajada cargada de regalos. No le resultó fácil convencer a mi abuelo Orbán el Quemado, que nunca había salido de su valle, donde poseía minas de salitre y de sal, bosques tupidos, arroyos y caza, todo lo que él ambicionaba en el mundo.

"Sólo necesito siete palmos de tierra"— solía decir.

»Le llamaban Orbán el Quemado por la quemadura que le cubría desde la cabeza, calva y grande, hasta la cintura debido a una explosión de pólvora. Eso le ocurrió de mozo, cuando trabajaba con su padre. La pólvora había penetrado bajo la piel y esa parte la tenía más oscura, como un tatuaje azulado. Era tuerto, a consecuencia del accidente, pero el ojo sano, siempre inflamado, despedía fuego. Sus hijos lo obedecían al instante, sin rechistar, y si algo no salía debidamente temblaban en su presencia.

»En mi familia todos los primogénitos nos llamamos Orbán y los segundos suelen llamarse Mohamed, en memoria del Grande que nos sacó de la servidumbre del kan búlgaro y nos trajo a Constantinopla. No somos musulmanes ni somos cristianos, aunque creo recordar a una abuela mía poniendo lamparillas de aceite a un santo barbudo pintado en una tabla. Los herreros no debemos adorar a ningún dios porque la creencia perjudica el Arte. Eso lo había establecido el primer Orbán, el abuelo o el bisabuelo del Quemado, el que viajó a Oriente y aprendió el Arte. Sus descendientes lo hemos observado hasta hoy.

»Mi abuelo Orbán el Quemado se estableció en Adrianápolis, en las herrerías del Gran Señor. Allí fue donde fundió la Apofonía, una bombarda de bronce como no se había visto antes. La llamó así en memoria de una mujer que había quedado en Bulgaria. El sultán emplazó la bombarda en el fuerte de Anadolu Hisar. A los pocos días una nave veneciana de las que llevaban víveres a la ciudad sitiada se aventuró por el Estrecho. Mi abuelo hizo los cálculos, apuntó, disparó la bombarda y la nave se partió en dos.

—¿Se fue a pique?

—En un parpadeo. Entonces Mohamed le ordenó que fundiera otra bombarda el doble de grande.

»—No sé si resistirá, Gran Señor— advirtió mi abuelo.

»—Tengo fe en ti, búlgaro. La nueva bombarda llevará el nombre del Profeta.

»—Eso no es posible, señor— replicó mi abuelo con firmeza—. Las bombardas tienen nombre de mujer.

»—En ese caso se llamará La Mahometa. Con ella me ayudarás a demoler los muros de Constantinopla, La Mahometa.

»Mi abuelo regresó a Adrianápolis y tardó cuatro meses en hacer una bombarda como jamás se había visto en el mundo: cincuenta palmos de largo y cuatro de calibre. El grosor del bronce era un palmo. La probaron y era capaz de arrojar un bolaño de doce quintales a quinientos metros de distancia. Entre tiro y tiro la cubrían con mantas aceitadas, para evitar que se resquebrajara si se enfriaba bruscamente. Hacía ocho disparos al día.

»El Gran Señor se impacientaba. "¿No puedes disparar a menudo, por lo menos diez veces al día?" Los turcos lo miden todo por decenas, los dedos de las manos. Orbán el Quemado intentó aumentar la cadencia. Entonces La Mahometa reventó y mató a veintidós hombres, entre ellos al propio Orbán. La bombarda se perdió, pero ya la gran muralla se había desplomado y los jenízaros se precipitaron por la brecha gritando: "¡Yagma, yagma!" (¡Botín, botín!). Así fue como la ciudad de los mil años vino al poder de los otomanos.

En la toldilla Centurione leía un librito de versos. Orbán, con amistosa familiaridad, se inclinó para ver la portada.

—Los sonetos de Petrarca.

—¿Los conoces?

Titubeó Orbán antes de responder. Luego asintió y dijo:

—Un capitán veneciano a sueldo del conde Válaco los llevaba en su equipaje.

A Centurione le pareció que no era ésa toda la historia.

—¿Y qué fue de ese capitán veneciano, si puede saberse?

—Perdió los versos— dijo Orbán.

Se quedó mirando al mar infinito. Era la hora de la tarde en que desaparecen las gaviotas. Hubiera dado cualquier cosa por un trago, pero el capitán controlaba férreamente la bodega.

Orbán regresó a la historia del capitán veneciano.

—Los hombres de Mohamed lo empalaron. Tardó dos días en morir. Yo me quedé con los sonetos, pero hacía tiempo que no los veía. Debieron de perderse en casa de mi padre.

Se produjo un silencio profundo, incómodo, entre los dos hombres.

—¡Cuánto hemos visto!— comentó Centurione—. Si alguna vez envejezco tranquilo en la casa de la calle de Poniente, quizá escriba lo que he visto, como hizo Marco Polo.

—Yo, sin embargo, nunca escribiré lo que he visto— dijo Orbán—. Por otra parte no creo que el sultán lo consintiera. Mejor que los recuerdos mueran con uno.

—¡Seamos optimistas! Quizá algún día se acaben las guerras. El mundo es cada vez más de los mercaderes y los mercaderes abominamos las guerras.

Orbán lo miró de hito en hito.

—¿De veras lo crees? Yo más bien creo que los mercaderes provocan las guerras, los mercaderes y los predicadores. Por otra parte, las guerras no pueden acabarse. Los musulmanes sólo dejarán de guerrear cuando todos los cristianos se hayan convertido a la fe de Mahoma.

—¡Eso es imposible!— objetó Centurione—. Quizá algún día los creyentes comprendan que las religiones deben convivir pacíficamente.

—¿Convivir pacíficamente?— repitió Orbán con sorna—. Yo no soy musulmán, pero he nacido bajo el Islam y llevo toda la vida combatiendo a sueldo de los turcos. En ese tiempo he aprendido algo. El Islam es ecuménico, o sea, aspira a imponer su verdad en el mundo. Para estos efectos el mundo se divide en islámico o dar-al-Islam, «la casa del Islam», y dar-al-harb, «la casa de la guerra». Esta «casa en guerra» pertenece por derecho al Islam, al que la comunidad musulmana está obligada a incorporarla en cuanto las circunstancias lo permitan. Luego está un tercer territorio en el que los musulmanes son minoría y han establecido una especie de tregua con el entorno, como sucede en algunos estados cristianos que toleran comunidades musulmanas. En cuanto se crean fuertes, se sublevarán contra sus anfitriones. La religión los obliga.

En estas conversaciones pasaban los días Orbán y el genovés. Se anudaba entre ellos una sólida amistad basada en la mutua admiración y en la coincidencia de muchos juicios.

Terminando el mes de julio, con mucho sol y grandes calores, llegaron al puerto de Cagliari, en Cerdeña, donde los genoveses tienen almacenes. Cagliari no era gran cosa. Había poca gente, las mujeres estaban guardadas en sus casas y evitaban salir si no era con escolta masculina. Había un mercado junto a la iglesia, con algunos puestos de repollos y pepinos, pero las verduleras eran viejas y feas. A las putas del berreadero las administraba un síndico y había que pagar sólo por verlas. Jándula merodeó por el puerto y encontró una galera ruin, de las que comerciaban en salazón, en la que faenaba un compatriota, uno de los Dubyan de Loja recientemente emigrado a África. Fue conocer a un paisano y empezar a contarle miserias. Jándula lo llevó a La Golondrina para que comunicara las últimas novedades a Orbán y a Centurione.

—¡Malos tiempos para los creyentes!— dijo el hombre—. ¡Que Alá, el clemente, el misericordioso, se apiade de nosotros! Fernando ha sitiado Málaga con más de treinta mil hombres. El Zagal le ha confiado la defensa a Ahmed el Zegrí y se ha establecido en Almería.

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