Read El mercenario de Granada Online

Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (2 page)

BOOK: El mercenario de Granada
12.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Bayaceto escuchó con atención, el rosario de marfil enroscándose y desenroscándose en su dedo índice. Al término de la lectura se quedó pensativo unos instantes. Miró a Ibn Hasin fijamente mientras olisqueaba una bolita de sándalo.

—Veo que tu señor se encuentra en situación apurada— suspiró.

Lo dijo en turco. Junto al Gran Visir había aparecido el trujamán o traductor del Gran Señor, un erudito judío experto en lenguas.

—Así es, Gran Señor— respondió Ibn Hasin, y refirió concisamente las estrecheces que padecían en Granada, desgarrada por una guerra civil al tiempo que tenía que defenderse de los cristianos.

—¿Una guerra civil?— inquirió Bayaceto arqueando una ceja.

—Sí, Gran Señor, el sobrino del rey, Boabdil, la maldición de Alá sobre él, se ha rebelado, vendido al oro cristiano, y quiere entregar el reino a los cristianos.

El trujamán de Bayaceto traducía las palabras del embajador. El Gran Visir asentía lentamente.

—Conozco vuestro conflicto y lo lamento en mi corazón— dijo el Gran Señor llevándose la mano al pecho.

Ibn Hasin comprendió que el Gran Turco estaba informado de los apuros de Granada. No obstante le transmitió el discurso que llevaba preparado:

—Fernando, el rey de los cristianos, tiene más de doscientos cañones con los que arrasa nuestros castillos y destruye los muros de nuestras ciudades. En Granada apenas disponemos de cincuenta cañones. Mi señor el sultán de Granada suplica a su hermano el Gran Señor, que cuenta con la mejor artillería del mundo, que le suministre cañones, técnicos y artilleros para remediar nuestra carestía.

Bayaceto formuló un par de preguntas generales y despidió al embajador con la promesa de una pronta respuesta.

II

Transcurrieron dos semanas antes de que el griego compareciera nuevamente en la fonda.

—¡Alégrate!— le dijo a Ibn Hasin, tras la zalema—: el Gran Señor no puede conceder a su hermano, el rey de Granada, los cañones que solicitaba, ni la cuadrilla de técnicos que imploraba, pero le envía a Orbán, el herrero. Debemos recogerlo en Edirne, que los griegos llamamos Adrianápolis.

—¿Un hombre solamente?— preguntó Ibn Hasin, visiblemente decepcionado.

—¡Será más que suficiente!— respondió Al-Koudi intentando comunicar su oficioso entusiasmo—. Él instruirá a vuestros herreros en los secretos de la tormentaria. Nadie sabe de eso más que Orbán.

Salieron al día siguiente. Al-Koudi llevaba consigo seis mulas y dos criados, uno rubio, grandón, y el otro negro, más menudo.

Edirne, la antigua capital del reino, donde los herreros y artilleros del Gran Señor tenían sus cuarteles, dista dos días de Estambul. El camino era bueno, una antigua calzada bizantina, con firme de losas, que discurría a la sombra de cipreses centenarios. En verano los campesinos instalaban puestos de melones y granadas y de trigo tostado con miel.

Durante el camino, Al-Koudi informaba al embajador de Granada sobre los herreros del Gran Señor.

—Estos herreros búlgaros, el clan de los Orbán, llevan varias generaciones al servicio del Gran Señor, que los trata con deferencia y los incluye en el censo del ejército, con todas sus pagas y privilegios, aunque no dependen del aga de los jenízaros ni de nadie, sino directamente del sultán. En lo tocante a sus creencias, no son musulmanes ni cristianos. Adoran a los dioses de los metales y la naturaleza, el fuego, el agua, la esfera y a antepasados ilustres que protegen a su descendencia desde la otra vida. No se mezclan con nadie para que no se divulguen sus secretos. Se casan con mujeres que traen de Bulgaria, todavía niñas, mirando que tengan la cintura estrecha y los tobillos finos, porque las turcas no les gustan. Las encuentran bisontonas, mucha pechuga y culo escurrido. El Gran Señor los protege y les reconoce sus leyes y sus jueces.

A media mañana llegaron al Valle del Hierro, un poblacho desperdigado en medio de un llano. Los hornos de fundición ardían, dispersos, elevando aquí y allá columnas de humo negro. Una hilera de chopos y álamos señalaba el curso de un río mediano que movía los mazos de las herrerías y los molinos del mineral. Un manto sucio de hollín y herrumbre tapizaba la tierra.

Todo el valle era un inmenso taller donde se fabricaban no solamente cañones sino corazas, capacetes, cotas de malla, lanzas, puntas de flecha, frenos de caballo, ruedas de carro, hachas, azadones, espuelas y todo el material que requerían los ejércitos del Gran Señor. También, en horas libres, sartenes, paletas, asadores, braseros y tenacillas de tocador que vendían en zocos y mercados.

El embajador de Granada lo observaba todo, en especial los famosos cañones turcos. Había muchos en distinto grado de acabado, pero ninguna bombarda de recámara como las que usaban en Granada.

—No las fabricamos ya— dijo Al-Koudi—. La artillería del Gran Señor ha abandonado aquellas antiguallas. Ahora estamos en el tiempo de los pasavolantes, de las cerbatanas y ribadoquines de diferentes calibres. Y falconetes con sus recámaras pulidas de bronce y sus raberas figurando dragones, los dientes temibles de las galeras del Gran Señor.

Había más hierro y más poder en aquel valle del que soñara Ibn Hasin ver en todo el reino de Granada.

Llegaron a una plaza polvorienta. Algunos ancianos conversaban a la sombra de un sicómoro, sentados en poyos de piedra. Guardaron silencio cuando vieron aparecer a los guardias del sultán.

—Que Alá os guarde— los saludó el trujamán negro—. Buscamos a Orbán, el herrero.

—Yo soy Orbán— se presentó uno de los ancianos—. Y tú debes de ser el enviado de Granada que esperamos— le dijo a Ibn Hasin.

Ibn Hasin hizo un signo de asentimiento abriendo los brazos.

Orbán era un hombre de casi sesenta años, de complexión robusta, bien parecido, el cabello pla-teado y abundante.

—No soy yo el que os acompañará a Granada, sino uno de mis hijos-advirtió Orbán—. Este muchacho os llevará a él.

Los amigos del anciano intercambiaron miradas. A Ibn Hasin le pareció sorprender alguna disimulada sonrisa.

—Yo había venido por Orbán, el perito en cañones y pólvoras— observó Ibn Hasin, molesto.

—Mi hijo sabe cuanto yo sé y es más joven para soportar el viaje-replicó Orbán—. Por otra parte, el Gran Señor ha dispuesto que sea él el que os acompañe. Las decisiones del Gran Señor no se discuten.

Ibn Hasin comprendió que Bayaceto rehusaba desprenderse del jefe de sus artilleros. Granada tendría que arreglarse con uno de los hijos.

Se despidieron y siguieron al guía. Al otro lado de la aldea, un sendero polvoriento atravesaba un llanete desarbolado en el que humeaban los chiscos de los carboneros.

—¿Orbán?— señaló un carretero—. Allí lo tenéis, en aquel cuartel.

El herrero vivía en una casa de buenas proporciones aunque deslucida por grandes desconchones que dejaban ver los adobes desgastados.

Salió un criado viejo que renqueaba de una pierna.

—¿Quiénes sois?

—Venimos por Orbán el chico— dijo el trujamán negro. Se sentaron en un poyo, a la sombra del alero, mientras el criado entraba en busca de Orbán. Regresó poco después y cuchicheó algo al oído del trujamán.

—Orbán no puede recibiros— tradujo el negro. Ibn Hasin se levantó impaciente. Sacó del pecho el salvoconducto y lo desplegó ante los ojos del viejo.

—¡Pregúntale a este esclavo cómo osa contrariar una orden del Gran Visir!— le dijo al negro.

El trujamán tradujo. El Cojo miró con severidad al extranjero y se encogió de hombros:

—Lo encontraréis en la primera puerta, pasando esa tapia— dijo apartándose para facilitarle el paso.

Un embajador de Granada no se rebajaba a registrar una casa zarrapastrosa.

—¡Ve a ver si vive alguien ahí dentro!— le ordenó al trujamán.

El trujamán obedeció con presteza. Al cabo de un poco salió.

—No hay nadie, señor. Solamente un borracho tirado en un camastro. Le he preguntado por Orbán, el hijo, y asegura que es él.

Ibn Hasin titubeó antes de aventurarse en aquel antro, pero al final entró seguido por su criado. El inmueble estaba en un lamentable estado de abandono. En un cuarto oscuro, sin ventanas, un hombre yacía sobre un camastro alto de madera. La habitación apestaba a orines rancios, a sudor y a vino.

—¿Eres tú Orbán, el hijo, el herrero?— preguntó Ibn Hasin.

El hombre entornó los ojos y miró de arriba abajo a quien le hablaba. Se dio la vuelta y soltó un sonoro eructo.

—Borracho como una cuba, amo— observó Jándula.

—Te advierto que no me moveré de aquí hasta que hables— advirtió Ibn Hasin.

El criado cojo reapareció con una tisana humeante.

—Esperad fuera, señor— suplicó. Salieron y esperaron. Al cabo del rato apareció Orbán, algo más recompuesto, con grandes ojeras y barba de dos días. Se dejó caer en el poyo de piedra y se sostuvo la cabeza con las manos.

—¡Menuda curda lleva!— murmuró Jándula—. Como para salvar Granada.

Ibn Hasin fulminó a su criado con la mirada.

—Soy Orbán— silabeó el borracho con voz vacilante. Aquél era Orbán, el hombre por el que Ibn Hasin había cruzado el mar, treinta días de mareo en un cascarón veneciano sintiéndose morir y vomitando por la borda hasta el calostro que mamó de su madre.

Orbán tenía entonces cuarenta y dos años. De mediana estatura, de complexión fuerte, con el rostro ancho de los búlgaros, la nariz un poco aguileña y los ojos pequeños, con unos párpados excesivamente carnosos que parecían pesarle y daban a su mirada un aire vagamente melancólico.

Orbán había recibido una comunicación del visir de los jenízaros y estaba al corriente de todo.

Hablaba un árabe sibilante, con aspiraciones suaves, a la manera de los eslavos. Los búlgaros del Valle del Hierro no se relacionan mucho con los turcos y conservan su idioma, pero Orbán sabía algo de latín, de griego y de árabe. Su padre había contratado un preceptor siciliano para sus hijos.

—Un viaje de dos meses me han dicho— murmuró Orbán.

—Poco más de un mes, si hay suerte en los vientos— respondió Ibn Hasin.

Miró a Jándula. El criado se adelantó con una bolsa de monedas, el presente para el artillero.

Orbán sopesó la bolsa en su mano tiznada de herrero como si la estuviera tasando. Se la devolvióa Ibn Hasin.

—No tenéis que pagarme— explicó—. Ya me mantiene la mesa de Bayaceto.

Rechazaba el regalo. Sorprendido, Ibn Hasin comenzó a entender que quizá aquel miserable borracho no era tan despreciable como había pensado en un primer momento.

Notó que Orbán nunca decía Gran Señor, como los otros cortesanos. Él llamaba al sultán por su nombre: Bayaceto.

Ibn Hasin entendió. El herrero era un hombre digno y libre que sólo aceptaba órdenes de su señor natural, el sultán.

A Ibn Hasin le pareció un poco brusco, pero ya le había advertido Al-Koudi que ése era el carácter de los búlgaros.

—Saben más que nadie de metales, de fraguas, de hornos de fundición y de pólvoras, pero, debido a su oficio y a los extraños ritos que practican, viven alejados de las gentes, como una tribu salvaje, y desdeñan el pulimento de la cortesía. Es posible que no le entusiasme la idea de acompañaros-había advertido Al-Koudi—. La misión en Occidente lo apartará de la tumba de su mujer. Los búlgaros son muy obsesivos con los muertos. Creen que el espíritu del difunto permanece en la tierra cuidando de sus deudos mientras éstos realicen las ofrendas y observen los ritos.

Almorzaron al otro lado del valle, en una aldea de casas de piedra en medio de un joven bosque de castaños y encinas que reproducía el lugar búlgaro del que procedían los Orbán. A medida que se le disipaba la borrachera, el herrero se mostraba más comunicativo.

—El sultán Mohamed II plantó estos árboles para complacer a mi abuelo, Orbán el Quemado— explicó.

Dos criados tracios sirvieron un almuerzo sustancioso: kebab, shoarma, imán de berenjenas y kaygana, una especie de buñuelos. Después de comer, Orbán se ausentó, en compañía de su criado cojo, pero antes de mediodía regresó a lomos de un caballo estepario, pequeño y robusto como él.

Lo acompañaban dos muchachos, sus hijos, Orbán, de veintidós años, y Mircea, de dieciocho. Estaba sobrio. Se había bañado y vestía decentemente con túnica, dalmática y botas de viaje. Saludó con la mano en el pecho y dijo:— Podemos partir.

Cruzaron el pueblo hasta la plaza de los sicómoros, donde los viejos proseguían su tertulia. Orbán abrazó a su padre en una breve despedida. Sus hijos y sus criados se habían unido a los curiosos que contemplaban la comitiva desde los soportales de la casa comunal. Se había corrido la voz de que Orbán el joven iba a una guerra distante de la que probablemente no regresaría. Tras los saludos y las despedidas subió a su caballo y agitó las riendas. El animal comenzó a andar. Orbán hizo un ademán de despedida que abarcaba toda la plaza. Su padre, sus hijos y el resto de los presentes levantaron la mano derecha: adiós.

III

Faltaban cuatro días para que el barco zarpara. Los viajeros se hospedaron en el han de los genoveses, al otro lado del estrecho, en el puerto de Pera.

Al día siguiente de la llegada, Al-Koudi se entrevistó con Orbán.

—Intenta no emborracharte esta noche— le dijo—. Mañana vendrás a Topkapi. El Gran Visir quiere verte.

—¿El Gran Visir?— preguntó Orbán desconcertado—. Quizá me confunde con mi padre.

Al-Koudi sonrió debajo de su mostacho griego.

—No. Él te escogió para Granada. Sabe quién eres. Quiere hablar contigo.

Al día siguiente, dos jenízaros acompañaron a Orbán hasta la cancillería de Topkapi, donde el Gran Visir, rodeado de ministros y secretarios decidía sobre los asuntos del imperio.

El Gran Visir era un anciano alto vestido de seda verde, con un turbante rematado en cono, a la manera turca. Levantó la mirada de un documento que estaba examinando y contempló a Orbán con interés.

—¡Ah, Orbán el joven! ¿Cómo está tu padre? ¿Va todo bien por el Valle del Hierro?

—Está muy bien, señor.

—Ven conmigo. Alguien quiere conocerte.

Atravesaron un jardín interior y se internaron por un estrecho pasillo abovedado. Dos jenízaros abrieron una puerta de hierro que comunicaba con una fronda de palmeras, terebintos y árboles de raras especies, además de fuentes de mármol con figuras de mujeres desnudas, esculturas paganas prohibidas por el Libro. Al fondo, en una terraza enlosada de pórfido que se asomaba al mar, había un hombre todavía joven con las manos en jarras. Orbán reconoció a Bayaceto II. El Gran Señor vestía una sencilla túnica blanca. De vez en cuando se llevaba a la nariz una bolita de madera fragante.

BOOK: El mercenario de Granada
12.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Question of Manhood by Robin Reardon
Gold! by Fred Rosen
Fractured by Sarah Fine
The Jewel Of Medina by Jones, Sherry
His Other Wife by Deborah Bradford
The Licence of War by Claire Letemendia
The Summons by John Grisham
When We Fall by Emily Liebert