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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (23 page)

BOOK: El mercenario de Granada
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Cuando las lluvias interrumpieron la campaña, las tropas regresaron a sus pueblos y a sus castillos. Los herreros del rey continuaron trabajando a buen ritmo todo el invierno. En mayo habían construido más de cien carros con llantas de acero y traviesas tan gruesas como una pierna, para arrastrar las bombardas mayores a través de las montañas. Fernando acumulaba tropas en Quesada, en la frontera de Jaén, para la conquista de Baza. La reina Isabel, instalada en Jaén, organizaba los suministros y recibía a los tratantes de mulas llegados de Francia, de Portugal, de Frisia y de más lejos. Gracias a ella nunca faltaban municiones de boca, ni mantas ni forrajes a los ejércitos de Fernando.

Los vendedores y abastecedores del ejército llenaban las posadas en espera de audiencia. Sonaban los telares y las canciones de taller detrás de las ventanas. Se tejían lienzos de diversas texturas, para las tiendas, para los animales y para los soldados. Se preparaban prendas de abrigo, camisas, saquitos para la pólvora y frazadas para los heridos.

A finales de mayo, Isabel se incorporó al hospital que acompañaría a las tropas hasta Baza. Se encontró con Orbán en Peal de Becerro, a mitad de camino. Cabalgaron juntos hasta Quesada, ella en una mula mansa, él sobre el buen corcel prestado por Ramírez de Madrid.

Quesada estaba abarrotada de tropas. Había tal mezcolanza de mesnadas, mulas, carros y tiendas que era imposible encontrar un lugar donde gozar de cierta intimidad.

Al día siguiente, las tropas remontaron el puerto de Tiscar. Los carros con las bombardas invirtieron todo el día en ascender penosamente por los empinados senderos de recuas, precedidos por los leñadores y picapedreros que ensanchaban el sendero, talando árboles y rompiendo peñas.

En las navas altas las nieblas casi ocultaban el bosque circundante e impedían ver el risco revestido de jaras y romeros sobre el que se asienta el castillo que defiende el paso.

—En el hondón de ese tajo— señaló Jándula— hay una gruta con un manantial. Cuando traía recuas de Musa Ibn Hasin bajaba a llenar las cantimploras. El agua es muy fina.

—Enséñamelo.

Orbán y Jándula descendieron por un sendero resbaladizo de hierba escarchada. La gruta era amplia, capaz de albergar a cien hombres, con un manantial que alimentaba una lagunilla de arenas finas. La luz tamizada se filtraba entre las peñas y la vegetación. El aire era puro y húmedo, como si se respirara el agua que rompía sobre las rocas en una finísima nube. Había en medio de la laguna una tosca Virgen de piedra.

—A Isabel le gustaría este lugar— dijo Orbán.

Jándula subió a avisarla.

Los dos enamorados no tenían muchos momentos de intimidad en el campamento itinerante, ella con las damas de la reina y él con los herreros del rey.

—Me vuelvo arriba a ver cómo van llegando los cañones— dijo Jándula, y los dejó a solas.

Los dos amantes copularon sobre una roca, ella con las manos apoyadas en el agua que le pegaba la saya al cuerpo y la hacía parecer más lozana y hermosa. En el trasteo perdió la cofia. El pelo suelto, mojado, le llegaba casi hasta la cintura. Orbán arreció en sus arremetidas.

—¡Si pudiera morir dentro de ti— le murmuró al oído—, apartarme del mundo, disolverme en la nada!

La señora de piedra los miraba hacer desde sus pupilas de musgo en las que se remansaba la antigua sabiduría.

XXIX

Las bombardas avanzaban con exasperante lentitud debido al barro y al relieve accidentado. Las mulas, agotadas, enfermaban y morían. Aprovechando la abundancia de carne, Isaac de la Cruz, cocinero del duque de Veragua, se inventó el molinillo de picar carne y el salchichón, un embutido que desde entonces aplica una parte de cerdo por cada veinte de mula o asno, entreverado con tocino. La ración de la tropa se instituyó en un palmo de embutido, media hogaza de pan y un cuartillo de vino. A falta de pimienta, le añadían una majoleta verdosa que recogían de los lentiscos.

Que se hunda el cielo lloviendo, decían los cocineros, aliviados por no tener que encender sus candelas.

Al-Zagal había concentrado fuerzas en Baza y estaba reforzando sus murallas. De Tabernas, Purchena, la Alpujarra y otros lugares pertenecientes a Boabdil llegaban cientos de muhaidines fanáticos deseosos de inmolarse en defensa del islam. También muchos moros notables que no soportaban el gobierno colaboracionista de Boabdil.

El 15 de julio, los cristianos llegaron a la vista de Baza. Al doblar un recodo apareció ante ellos un dilatado valle rodeado de montañas.

—¡Ahí la tenemos, Baza y su hoya!— se animó Ramírez de Madrid—. ¡Gracias a Dios que hemos llegado! Mírala: ocho leguas de largo y tres de ancho, con varios ríos que la fertilizan. Un lugar hermoso y rico, poblado por gentes animosas, comerciantes, artesanos, agricultores.

—Gentes que sabrán defender lo suyo— concluyó Orbán.

Al-Zagal había confiado la defensa de Baza a Yayya al Nayyar, y a su lugarteniente a Abulcasim Reduán Venegas. Los campos ofrecían un aspecto desastrado. Los moros habían segado las mieses todavía verdes. Solamente quedaban en pie los huertos en torno a la ciudad, entre los que discurría un intrincado laberinto de caminos y veredas. Los adalides corrían el campo talando árboles, arrasando sembrados, rompiendo norias, incendiando casas y chozas, pisoteando surcos… De la huerta tan hermosa y afamada no quedó más que ceniza, barro y destrucción. Los viejos de Baza, los que toda su vida habían vivido de aquella riqueza, lloraban desde los muros asistiendo a la riza.

Los hedores a cadáver alcanzaban el campamento con el aire cambiante. Quedaron muchos muertos abandonados entre la maleza, lo que atrajo a una plaga de perros asilvestrados y bandadas de buitres.

En los primeros días menudearon las escaramuzas. Se establecieron los puestos de acampada.

Se emprendieron las cavas y los trabajos del cerco. Fernando instaló dos campamentos unidos por bastiones, trincheras y empalizadas y rodeados por sendos fosos llenos de agua.

El rey convocó al Consejo para discutir si valía la pena montar las bombardas, lo que llevaría varias semanas, y abrir una brecha por donde tomar la alcazaba. Decidieron probar primero un asalto con torres de madera y escalas.

—Demasiado precipitado— sentenció Ramírez de Madrid.

A Orbán le extrañó que el artillero mayor no hubiera expuesto sus reservas en el Consejo.

—Yo soy un simple caballero, Orbán. Me invitan porque es la costumbre, pero a los magnates no les gusta que les llevemos la contraria. La decisión, buena o mala, la toman los consejeros del rey, sus parientes, los señores de la guerra.

El asalto resultó un fracaso. Algunos trebuquetes obsoletos hábilmente manejados por el viejo Hubec Addilbar, el antiguo alcaide, incendiaron las torres de asalto castellanas antes de que se aproximaran a los muros. Veían llegar las bolas de cisco ardiendo desde la distancia de una bombarda mediana y estaban inermes ante ellas. Fernando sufrió más pérdidas que si hubiera armado las bombardas, lo que puso de muy mal humor a sus consejeros.

—¡Sacad los hierros!— ordenó Ramírez de Madrid a la vista del desastre—. Me recelo que estamos ante otra Málaga. ¡Estos moros cabrones no escarmientan!

Siguió una semana de trabajo intenso. Los leñadores desbastando árboles, los carpinteros construyendo afustes y manteletes, los peones cavando zanjas y lechos artilleros, los carboneros echando chiscos. Los arrieros traían cargas de mimbres con los que tejer banastas que inmediatamente se llenaban de tierra y piedras y coronaban los terraplenes. Fernando inspeccionaba los trabajos a diario. Las recuas de bastimentos descargaban sin cesar en la plaza del campamento.

Como un hormiguero laborioso, se levantaba la ciudad militar en torno a la plaza.

Cuando todo estuvo listo, el obispo de Toledo dijo una misa con asistencia del ejército y a continuación tronaron las bombardas durante todo el día. Los moros respondieron con las suyas. Olía el aire a humo y a pólvora quemada. En los bastiones avanzados saltaban surtidores de cascotes y tierra, zumbaba la metralla por el aire. Un cascote le arrancó el brazo a Ramiro Cossío, el abanderado del gran cardenal, de veinte años. Su amigo Rodrigo de Mendoza, hijo natural del prelado, recogió el estandarte y lo flameó para que los ánimos no decrecieran.

Contaban los moros con algunas bombardas y más de treinta pasavolantes milaneses y franceses, adquiridos en Bugía. Al-Zagal había contratado a una hermandad de artilleros flamencos, el viejo Vanderroco y media docena de sobrinos, que habían servido antes al sultán de Túnez y se reputaban de lo mejor del oficio.

Fernando, desde un alcor, contempló el estropicio del primer asalto.

—Me parece que los asaltos a la francesa se van a acabar.

—Tenemos arrestos sobrados, señor— lo animó el conde de Cieza.

—No se trata de tener arrestos— observó Fernando—. Se trata de economizar. Esos hombres y esos caballos que han muerto hoy los necesitaré más adelante en otros lugares. El buen ajedrecista preserva sus piezas. Las guerras costosas devoran las rentas y acaban con los reinos.

Al día siguiente Fernando había decidido que los campamentos se convirtieran en poblados permanentes, en verdaderos burgos. Así sabría al-Zagal que no pensaba levantar el real por mal que fueran las cosas.

Un ejército de albañiles construyó calles rectas, cuarteles cercados de tapial, barracas y casas techadas con las tejas que sacaban de las alquerías incendiadas.

Tras una audiencia con Fernando, Francisco Ramírez de Madrid convocó a Orbán, micer Ponce y los maestros herreros.

—Tal como se plantea, parece que este sitio va para largo, pero Fernando quiere acortar el trámite y que la artillería rinda la plaza. Vamos a establecer una fundición que nos provea de truenos. Mañana mismo empezamos a cimentar nuevos hornos y herrerías. Van a reforzaros los maestros fundidores de Málaga y Vasconia.

Mientras el mundo se hundía a su alrededor, atento a su trabajo, introdujo mejoras en la construcción de bocas de fuego. Crecía su prestigio en la colonia de los fundidores y polvoristas, pero también crecía su inquietud por el futuro. «Si me hago indispensable, Fernando podría retenerme para siempre», pensaba.

En las noches insomnes hacía planes. Isabel y él en la borda de una carraca que atraviesa el Mediterráneo. Isabel de su mano en las calles de Estambul, admirando los magníficos palacios. Él en presencia de Bayaceto, que lo colmaría de honores y convocaría a los estrategas del imperio para oír su informe sobre los cañones de Fernando.

Cada lunes los técnicos artilleros se reunían para examinar la marcha de los trabajos y proponer innovaciones. Orbán se atrevió a exponer un proyecto arriesgado que llevaba largo tiempo meditando.

—Uniendo hierro fundido y forjado podríamos obtener el punto intermedio del acero— sugirió a la asamblea.

—¡Dudo que eso sea hacedero!— objetó micer Ponce. Ramírez de Madrid participaba de las mismas dudas.

—Hay una antigua técnica— señaló Orbán—. El hierro fundido muy puro se acumula sobre lingotes blandos de hierro forjado y al mezclar sus cualidades tenemos acero.

—Teóricamente parece factible— convino micer Ponce—, ¿pero qué clase de técnica podemos aplicar?

—Concededme dos semanas para que lo pruebe.

—Está bien. Catorce días a partir de mañana— dijo Ramírez de Madrid—. Ni uno más.

Orbán madrugó al día siguiente y comenzó a trabajar con la primera tongada. Batió el hierro forjado en planchas de un dedo de ancho y tres de largo que introdujo en otras de hierro forjado a las que sometió a presión colocando encima trozos de hierro fundido. Después cubrió el horno con arcilla y aplicó grandes fuelles de pistón.

Ramírez de Madrid se dejó caer por la fundición.

—¿Sale o no sale?

Orbán le mostró el horno.

—Cuando el fuego alcanza la temperatura suficiente— le explicó—, se derrite el hierro fundido que, goteando y calando, penetra en el hierro forjado. Cuando ambos se unen, el metal resultante se forja. Después se vuelve a calentar y se martillea. El proceso se repite cinco veces para homogeneizar la mezcla.

El artillero jefe asintió, pensativo.

—Muchas veces pienso que eres un demonio, Orbán, y otras que eres un ángel. ¿Qué eres realmente?

—Sólo soy un herrero.

XXX

El deán Maqueda refrenó su caballo al remontar el alcor y contempló el panorama. Ante su mirada apareció Jaén en medio de un dilatado paisaje. Las bellas vistas de la ciudad, el caserío extendido como un manto de muchos colores en las faldas del cerro, contrastaban contra la levantada oro-grafía de las montañas del entorno. Los peñascos de la Mella y la Pandera destacaban grises contra el cielo azul, cobijando el cerro de santa Catalina, tapizado de higueras y olivos, que coronaba la alcazaba. Por la falda del monte se desparramaba la ciudad blanca. El deán se extasió contemplando los tejados rojos, las manchas verdes de los huertos, con las lanzas de los cipreses apuntando al cielo. Bosques de moreras y de higueras tapizaban los accesos de la ciudad por la puerta de Granada mientras por la de Martos y la Barrera se esparcían, verdes y tupidas, las huertas del Poyo y la Ribera, el agua espejeando en caces y surcos.

Fin de viaje. Jaén, la corte itinerante de la reina Isabel, con su hospital, sus talleres y sus almacenes, el hormiguero laborioso del que puntualmente salían las recuas de bastimentos y provisiones para Fernando.

Un hombre elegantemente ataviado con guardapolvos de viaje y sombrero ancho se unió al deán sobre el alcor.

—Es una bella ciudad, aunque esté en el fin del mundo— comentó.

El deán se volvió. El que había hablado era Ennio Centurione, el armador genovés que había traído a Málaga a los embajadores del Gran Sultán de Egipto. El deán y el genovés habían amistado durante el viaje. Centurione llevaba toda la vida surcando el Mediterráneo y conocía mundo. El deán no había abandonado su áspera Castilla, pero le fascinaban los relatos de países lejanos, de pueblos exóticos, de nuevas costumbres, de formas diferentes de entender la vida.

El deán Maqueda escoltaba la embajada que el Gran Sultán de Egipto enviaba a los reyes Fernando e Isabel. Los embajadores eran dos padres franciscanos, el prior del convento del Santo Sepulcro de Jerusalén, fray Antonio Millán, y fray Juan García, su secretario de cartas. Eran porta-dores de un mensaje del sultán de Egipto a los reyes de España: «Si no dejáis en paz a Granada, yo exterminaré a los cristianos de Tierra Santa y destruiré el Santo Sepulcro.»

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