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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (18 page)

BOOK: El mercenario de Granada
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—Señor, has bebido mucho, vuelve abajo antes de que te echen de menos.

Yusuf ibn Aiax dejó de perseguirla. Se irguió, ofendido y se compuso el cuello de la chilaba ligera.

—Está bien— concedió—. Lo dejaremos para otro día, pero este desaire no se me olvidará fácilmente.

La mujer se dirigió hacia la puerta, aliviada. Entonces ibn Aiax saltó sobre ella y la agarró fuertemente por las muñecas.

—¡Ya eres mía! ¿Creías que te ibas a salir con la tuya o simplemente me rehuías para excitarme?

¡Mira cómo me tienes!

Se le arrimó y le hizo sentir contra los muslos su verga enhiesta y dura.

—¡Señor, te lo suplico!— dijo ella sollozando.

Le cerró la boca con un beso feroz y la arrastró hasta el camastro, allí la tumbó como el pastor tumba a la oveja que va a esquilar, le desgarró la túnica y se solazó un momento con la contemplación del pubis depilado. Aspiró el aroma.

Ella se resistía, pero la presa era firme y los músculos poderosos de ibn Aiax la mantenían inmovilizada. El moro la montó, le separó los muslos introduciendo entre ellos una rodilla y extrajo la verga de los zaragüelles, erecta, turgente y oscura. La deslizó por los muslos de la muchacha, para hacerle sentir su potencia y golpeó con ella el sexo femenino antes de penetrarlo. Lastimada, ella emitió un sordo quejido. Jadeaba y se removía intentando zafarse. Eso excitaba los ardores de ibn Aiax, que prefería una violación a una entrega. En medio de la brusca cabalgada, el moro cambió de postura y liberó las manos de la muchacha para amasarle los pechos. Isabel intentó apartarlo empujándolo. Un objeto duro se interponía: el cuchillo curvo en su funda repujada, ceremonial. La mano de la mujer se crispó en torno a la empuñadura sintiendo los adornos nielados sobre la palma. Silbó la hoja con un rumor serpentino al abandonar la funda de cobre. En el momento en que el moro alcanzaba el orgasmo, la afilada cuchilla le seccionó la carótida y la tráquea. Muerte y placer se confundieron en un único espasmo.

XXI

Isabel asistió horrorizada a los últimos estertores del moribundo. Tendido boca arriba, Yusuf ibn Aiax se desangraba a borbotones por la garganta abierta, las piernas sacudidas por un temblor espasmódico.

La mujer se miró las manos ensangrentadas y el espanto sucedió al terror. ¿Qué había hecho?

Acudió a la jofaina y se frotó con tanta vehemencia que se lastimó la piel. Había asesinado a uno de los notables de la ciudad. El crimen de una esclava se castigaba con la muerte. ¿Qué hacer?

Abrió la puerta y se asomó a la escalera. No había nadie. Los criados estaban en la cocina o atendían a los invitados. Descendió unos peldaños. Uno de los cocineros pasaba por el vestíbulo.

—¡Mohamed, avisa al amo, que venga a verme!— le dijo—. Es muy urgente.

—¡Oír es obedecer!

Orbán estaba en el extremo del jardín, conversando con los hijos de Alí Dordux. Había bebido vino especiado, pero no estaba borracho. Cuando recibió el recado miró la terraza del dormitorio y la encontró a oscuras. Un presentimiento funesto lo alarmó.

—Permitidme que me ausente— se excusó.

Subió y se encontró el horrendo panorama. El muerto despatarrado en un baño de sangre que empapaba las frazadas del lecho, el cartílago de la tráquea asomando en la garganta seccionada.

Isabel, presa de un ataque de nervios, se le abrazó llorando.

—¡Quería violarme y lo he matado!

—Cálmate, mujer.

—¡Lo he matado, lo he matado…!— no cesaba de sollozar—. ¿Qué hacemos ahora?

—¡Cálmate!

Orbán meditó un momento. Una esclava cristiana que había degollado a un noble musulmán, uno de los prohombres de la comunidad, no tenía muchas posibilidades de escapar con vida. Los atenuantes que pudiera esgrimir a su favor no iban a librarla de la muerte. La condenarían a ser lapidada en la plaza del mercado.

Respiró profundamente. En las circunstancias apuradas de la vida, Orbán se conducía con absoluta frialdad. Después de una intensa vida entrenándose para controlar sus sentimientos, era capaz de actuar calmosamente.

Primero se vio ajeno al asesinato. Su esclava no era él. En aquel crimen pasional no había nada que lo implicara. Después se vio desde otra perspectiva, en su relación con Isabel. "¿Podré soportar la vida sin ella?"

Tomó su decisión.

—¡Vamos, mujer, no podemos perder ni un instante! Cálzate las sandalias y toma ese manto. Nos vamos.

—¿Dónde iremos?

—A salvarte.

—Pero ¿y tú?

—¡Yo me salvo o me condeno contigo! No estorbes. Déjame hacer.

Ella se dejó guiar dócilmente. Bajaron al patio del huertecillo y ganaron la calle por la puerta falsa que servía a las cuadras. Sin equipaje, solo con lo que llevaban puesto. Era ya noche cerrada y no había nadie en la calle. Por callejones oscuros, bajaron al puerto.

En la garita de vigilancia, tres cenetes se aburrían mortalmente.

Orbán los sobresaltó saliendo de las tinieblas de la noche. Lo reconocieron y le hicieron la zalema con el respeto debido.

—Voy al molino de la pólvora— explicó—. ¡Que Alá os acompañe!

Dejaron pasar al hombre de confianza del Zegrí que extremaba su celo hasta el punto de bajar a los almacenes de noche en compañía de su esclava.

Los polvorines disponían de su propia guardia, los aprendices de las herrerías, que dormían dentro, con las puertas cerradas. Orbán pasó de largo como una sombra, con Isabel de la mano. A aquella hora los guardias roncaban al pie de las garitas confiados en la vigilancia de los centinelas del espigón.

Detrás de los almacenes estaban las barcas confiscadas a los contrabandistas. Orbán desató una pequeña que le pareció más rápida y manejable. La impulsó dentro del agua. Insertó los remos en las chumaceras. Isabel, medrosa, se acomodó en el asiento, frente a él.

—¡Allá vamos!

Isabel apretaba en la mano el talismán del artillero, la joya de puntería. El filo se le clavaba en la palma y ella apretaba más, redimiéndose por el dolor.

Bogando de espaldas, Orbán se apartó del muelle. La marea decreciente los ayudaba a salir del puerto. En la noche negra como la pez los fanales de los navíos de Aragón lucían a lo lejos.

Los fugitivos remaron por espacio de una hora. En el mar abierto se orientaron hacia las naves cristianas.

—¿Vamos con los cristianos?— reconoció por fin Isabel.

—Sí. Vas a ser libre.

—Pero ¿y tú?

—Ya me las arreglaré.

—No quiero ser libre si no estoy contigo.

—¡Mujer, no había otra opción! Te iban a matar. Ahora ya veremos lo que pasa.

Sollozó en silencio la mujer y Orbán arreció con el remo. Ya habrían descubierto su fuga. Los cenetes declararían que los vieron pasar. Echarían de menos la barca. Podrían perseguirlos con remeros expertos y darles alcance antes de que se pusieran a salvo con los aragoneses.

Orbán bogó en medio de la niebla cada vez más espesa hasta que el dolor de los brazos se tornó insufrible. Entonces aseguró los remos y se acomodó para descansar. Le ardía la espalda.

—¿Por qué te detienes?— urgió Isabel.

—Porque no puedo más. Descansaré un poco y seguimos.

Una mole oscura se definió detrás de la pantalla de niebla, un buque de alto bordo. En el combo muro de la madera las velas recogidas golpeaban rítmicamente el cordaje. Orbán husmeó los familiares olores a brea y a algas podridas.

Los del buque también habían descubierto la barca. Asomó un farol en el extremo de una pértiga e iluminó el interior de la embarcación reconociendo a los pasajeros.

—¡Un moro y una mora, capitán!— gritó el que accionaba la pértiga.

Lanzaron un cabo, afirmaron la barquichuela y ayudaron a subir a bordo a la pareja. Uno de los marineros, antiguo desertor de Málaga, reconoció a Orbán.

—¡Es el turco! El artillero que enseña a los moros a tirar.

Lo maniataron y lo condujeron ante el oficial del navío, Carlos de Valera y Arriarán, capitán mayor de los Reyes Católicos. Era un hombre joven y membrudo, con los hombros algo caídos, como abrumado de las responsabilidades que lo aplastaban al frente de la armada castellana.

—La mujer es una cautiva cristiana— informó Orbán.

Carlos de Valera asintió.

—¿Y tú eres Orbán, el turco?

Orbán asintió.

—Fernando querrá conocerte— dijo Valera.

XXII

El alguacil Lope de Herrera recibió al prisionero, y, tras comprobar la firmeza de los grilletes que le inmovilizaban las manos, lo tomó del brazo y lo introdujo en la tienda del rey.

—El herrero turco, señor— anunció.

Le sorprendió a Orbán el ambiente adusto que rodeaba a Fernando. No había adornos regios en aquella impersonal oficina de campaña: dos mesas plegables y una cantarera en la que una alcarraza de barro blanco de Andújar goteaba sobre un lebrillo. Detrás de la cortina del fondo se adivinaban un estafero con la armadura del rey y un sencillo catre de campaña.

Fernando, en camisa y calzas, con una pelliza sobre los hombros, estaba sentado en una jamuga morisca de cuero y dictaba una carta a su secretario. Ignoró la presencia de Orbán hasta que terminó de dictar. Después se volvió y contempló al prisionero con expresión severa. Tenía la mirada penetrante de un hombre acostumbrado a tasar a las personas.

—Así que tú eres el herrero búlgaro que tanto trabajo nos da.

El tono del rey parecía amistoso, aunque la fijeza de su mirada intimidaba.

—Sí, señor— asintió Orbán.

Fernando se levantó de la silla. Era un hombre de mediana estatura, la cara de rasgos agradables, algo mofletuda, calvo hasta media cabeza.

—¿Hablas en cristiano?— preguntó a Orbán

—Sí, señor.

El rey asintió brevemente.

—En ese caso no necesitamos trujamán. Déjanos solos, Simuel.

El traductor judío de Fernando titubeó antes de abandonar la tienda.

—Estaré fuera, señor.

Cuando quedaron solos, Fernando regresó a su jamuga, se sentó y contempló brevemente a Orbán.

—Tengo entendido que te envió el gran sultán turco para ayudar a los moros.

—Así es, señor. El propio Bayaceto me envió.

—Pero me han dicho que no eres musulmán ni cristiano. ¿Qué eres entonces?

—Tengo otras creencias, señor, las de los búlgaros antiguos.

Pensó que Fernando se iba a interesar por sus creencias, pero el rey no insistió. Permaneció callado un buen espacio de tiempo, mientras meditaba.

—¿Dónde has aprendido el Arte Regia?

—En Estambul, señor. En las herrerías de mi abuelo.

—¿Cómo son los cañones turcos?— se interesó Fernando con un tono despreocupado—. ¿Son tan buenos como dicen?

—Son normales, señor, los ligeros hacen cuatro disparos a la hora y los gruesos diez disparos al día, como aquí.

—Sin embargo tengo entendido que tú has mejorado los cañones de los moros.

—Hice mi trabajo, señor.

Fernando asintió. Miró el cúbete del mástil, donde una golondrina había anidado, y pareció distraído. Reflexionaba.

—¡Un buen trabajo!— murmuró. Miró francamente al prisionero—. No podemos consentir que los moros te rescaten por ningún precio, porque volverías a servir al Zagal y eso no nos conviene. Mis caballeros creen que debo ajusticiarte por el daño que nos has hecho, pero, ¿de qué serviría eso?

El daño ya está hecho y no tiene remedio. Por otra parte, sería una lástima desaprovechar a un cañonero tan experto. No abundan mucho los maestros en el Arte Regia.

Orbán no replicó. ¿Qué podía decir? Cuando estaba en campaña sabía que la muerte puede llegar en cualquier momento. Desde que cayó en manos de los cristianos había pensado que ese momento estaba próximo. Educado en el fatalismo que considera a la muerte compañera del oficio, el herrero la aceptaba con aparente indiferencia.

Fernando se miró la punta de los pies. Calzaba cómodos zapatos moriscos, de tafilete, con un adorno dorado en el empeine. A Orbán le pareció que el rey cristiano tenía los pies desusadamente pequeños.

—¿Es cierto que has abandonado a los moros, tus señores, por salvar a una cautiva cristiana?

—Así es, señor.

—¿La amas? Quiero decir, como un hombre ama a una mujer.

Orbán asintió.

Fernando meditó nuevamente sobre los misterios de la vida. "He aquí un hombre que arriesga su vida por salvar a una mujer. Lo contempló con interés. Cada día mueren hombres en esta guerra abominable por causas menos nobles, por un sueldo, por una promesa de ganancias, por cuatro palmos de tierra en los que apacentar ovejas en la enfadosa vejez, para malvivir. Y este hombre que disfrutaba del privilegio de los moros, al que habían concedido honores y riquezas, expone su vida por una esclava, por amor".

—No gano nada con matarte— concluyó Fernando—, pero necesito una razón poderosa para mantenerte vivo. ¿Estarías dispuesto, a cambio de mi perdón, a trabajar para mí? Percibirías el mismo sueldo que mis herreros.

—¿Tengo otra opción, señor?

—No lo creo— repuso Fernando—. Eso o la muerte.

—Trabajaré para ti, señor.

—Si trabajas honradamente, te recompensaré— advirtió—. Si no quedo satisfecho, te haré degollar.

El rey agitó una campanilla de plata. Al instante apareció Alonso de Perales, el armador de las tiendas reales.

—El herrero búlgaro es ahora mi criado. Quítale los grilletes, dale ropa decente y llévalo con Francisco Ramírez de Madrid para que le asigne tienda y tarea.

Alonso de Perales era un hombre de pocas palabras. Llevó a Orbán a las tiendas de la intendencia y le entregó tres camisas, dos calzas, un buen jubón de cuero y varias mantas, todo usado. Una vez ataviado con ropas castellanas, lo condujo hasta el cerro de san Cristóbal, al otro lado del campamento. Detrás de los terraplenes y manteletes los artilleros ociosos jugaban a los dados, dormitaban, cosían sus fatigadas ropas de campaña o aguzaban sus armas pasando por el filo una piedra negra que de vez en cuando remojaban en agua. Entre los artilleros reinaba una gran mezcolanza de atuendos, pues muchos eran extranjeros atraídos a la guerra de Granada por las excelentes pagas y por las oportunidades de promoción. Algunos lo vieron pasar con extrañeza, creyéndolo moro a causa de la barba. Fernando había prohibido la presencia de buhoneros moros en el campamento cristiano, con mucha más razón en el lugar donde concentraba su artillería.

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