El mercenario de Granada (15 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: El mercenario de Granada
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XVIII

A la mañana siguiente, en cuanto amaneció, las bombardas de Ramírez de Madrid la emprendieron con la torre sentenciada la víspera, aquella en la que ondearon las banderas cautivas. Dos días seguidos la bombardearon, apuntando a las esquinas con notable acierto, hasta que la torre se desplomó en medio de una espesa nube de polvo.

—¡El fin de los castillos!— comentó melancólicamente Orbán.

Aquella misma escena, en una escala mucho mayor, había sido la gloria de su abuelo Orbán el Quemado cuando entregó Constantinopla en bandeja de plata a Mohamed II.

El Zegrí había seguido con ira contenida la demolición artillera. Contempló despectivamente el montón de escombros:

—¡Nos quedan otras cien torres!— sentenció—. ¡Sus bombardas no resistirán tanto desgaste!

En los días siguientes enmudecieron los cañones y pareció que la guerra quedaba en suspenso, cada cual atento a sus otros menudos menesteres, a restañar las heridas y a preparar los combates venideros.

Se fueron los calores y florecieron los mirtos. En la ciudad asediada cundía el desánimo. Caras tristes y estómagos vacíos. Los moradores, a los que se sumaba una población flotante sin medios de vida ni albergue, vagaban por calles y plazas como almas en pena, murmurando protestas y guardando silencio cuando pasaba una patrulla de cenetes o de muhaidines.

Las raciones de trigo se redujeron a un puñado diario por persona. El hambre se apoderó de los pobres. Se llegó a pagar una pieza de plata por una rata. En la mayor aflicción, hasta las ratas desaparecieron o se volvieron más cautas. No había manera de cogerlas con lazo.

Fernando estaba informado de las penurias de Málaga. Como no era probable que lloviera, dispuso que el trigo del campamento se amontonara en la plaza central, en torno a un cercado de costales, a la vista de la ciudad. Los que morían de hambre podían ver, desde las murallas y las azoteas de la ciudad hambrienta, aquel montón dorado que representaba la potencia de los cristianos. Un ejército bien alimentado no tendría motivos para abandonar el cerco.

Alfonso de Santa Cruz, el alfaqueque, salió del real de Castilla con dos mulas cargadas de pan y un criado que le sostenía el quitasol. Desde las murallas lo vieron llegar.

—Un correo de Fernando— comentó el portero a los cenetes.

El alfaqueque se detuvo a veinte pasos de las barreras, sacó el pañuelo y se enjugó la cerviz sudorosa, más por los nervios que por el calor— todavía no apretaba el sol—. Desde el muro lo observaban más de cien africanos de cara renegrida y gesto agrio, algunos con la ballesta a punto.

Un adalid se asomó al matacán de la torre portera, y preguntó:

—¿Quién eres y qué quieres?

—¡Alfaqueque real de Castilla!— voceó el criado.

—¡Vale!— dijo el adalid—. Voy a comunicarlo.

Al rato se abrió el postigo y el alfaqueque y su criado, que llevaba de reata las mulas con el pan, entraron en la ciudad sitiada. El que salía a recibirlo era Selam Nashiya, alfaqueque moro conocido suyo, bajo cuya custodia quedaba. Rodeados de un tropel de curiosos se dirigieron a la fonda del Laurel, donde el cristiano se instaló en dos aposentos bajos con derecho a cocina.

—Los panes son para los huérfanos— dijo Santa Cruz a su colega—, pero tú quédate con un par de ellos.

Nashiya suspiró con gesto abatido:

—El Zegrí me manda decirte que te vuelvas con los panes, que los huérfanos de Málaga están perfectamente alimentados.— Y mirando que no fuera escuchado por ningún cénete agregó, bajando la voz—: No obstante, como yo soy menos orgulloso me quedaré con los dos que me ofreces. ¿Qué negocio te trae?

—Una cautiva.

—¿Sólo una cautiva? ¿Qué prisa tienes, si dentro de pocos días, al paso que va este negocio, lo tendréis todo?

Se sonrió Santa Cruz ante la franqueza de su colega.

—Mi cliente tiene prisa y no puede esperar. Quiere comprar a Isabel, la que cayó en la Ajarquía, la que pertenecía a Ubaid Taqafí.

—Ubaid huyó al lado de Boabdil, el rebelde.

—Lo sabemos. Y sabemos que la esclava es ahora de otro. Un familiar la quiere rescatar.

—Veremos qué se puede hacer.

El alfaqueque Nashiya fue a ver a Orbán y le comunicó el negocio: un familiar de Isabel, un hombre pudiente, la quería rescatar.

El mundo se ensombreció como si de pronto se hubiera nublado. Isabel nunca le había hablado de familia ni parientes ni él le había preguntado por no evocar recuerdos que pudieran entristecerla.

Ahora aparecía un pariente que la reclamaba. De pronto se vio tan solo y desamparado como en sus días del arsenal, devuelto a la melancólica tarea de emborracharse cada tarde.

—No soy dueño de nadie— dijo encogiéndose de hombros—. Si ella quiere marchar, por mí es libre.

No era la respuesta que el tratante quería oír.

—Te advierto que puedes sacar más de cien doblas de oro, si manejamos este asunto con el cuidado que requiere— dijo Nashiya, atento a su ganancia.

—No importa. Si quiere regresar con sus parientes, por mí es libre de hacerlo.

Aquella tarde, cuando llegó a casa, encontró a Isabel encerrada en su cuarto, llorando. Ya sabía de la llegada del alfaqueque que pretendía redimirla.

Se acercó a ella, que sollozaba en el camastro, abrazada a un cojín, y le puso la mano en el hombro con ternura.

—Isabelilla.

Ella se volvió iracunda, los ojos hinchados.

—¡No pienso separarme de ti!— advirtió—. ¡Si me entregas a los cristianos, me degüello! ¡No volveré con el deán!

—¡Cálmate, mujer!— respondió Orbán abrazándola.

Ella se apretó tan fuerte contra el cuerpo masculino que hacía daño.

—Yo no voy a forzarte a nada ni quiero que te separes de mí —dijo Orbán—. ¿Crees que podría vivir sin ti? Me he limitado a recibir al alfaqueque y decirle que por mí eres libre. Creí que preferirías regresar al lado de tus parientes.

—¡Yo no tengo parientes!

—Bueno, al lado de la persona que quiere recuperarte.

—¡No es ningún pariente! Es mi amo, el deán. ¡No quiero regresar con él!

Se abrazaba a Orbán con la desesperación de una niña atribulada. Él la acariciaba en el cuello, en la espalda, más abajo. Se besaron con la pasión de los primeros días. Orbán le enjugó las lágrimas con el pico de la sábana.

—Júrame que no nos separaremos nunca!— suspiraba ella.

Orbán sentía una dulce congoja en el pecho. A pesar de los golpes del destino, aquella mujer lo amaba y él amaba a aquella mujer.

—¡No nos separaremos nunca!

XIX

Al principio del cerco de Málaga, cuando todavía la marina de Fernando no había bloqueado el mar y llegaban cada día pateras con muhaidines, apareció en las plazas de la ciudad un hombre santo, un profeta iluminado que predicaba la guerra y animaba a los muhaidines a vestir el sudario blanco del martirio. Se llamaba Ibrahim el Guerbi (porque había nacido en Djerba, Túnez). Vestía como un mendigo, y en su rostro enjuto, tostado por el sol y la intemperie, destacaban unos ojos de mirada ardiente, enfebrecidos por las visiones apocalípticas, y una barba rala y gris que le caía hasta la mitad del pecho.

Después de unos meses de predicaciones, el Guerbi se había convertido en el líder religioso de la muchedumbre de muhaidines, huestes zarrapastrosas y mal alimentadas que olían a guano y que, inflamados por sus soflamas, aspiraban al martirio y al paraíso. Lo seguían por plazas y calles pendientes de su palabra. Incluso el Zegrí, a regañadientes, respetaba sus opiniones.

Un día el Guerbi se presentó ante el Zegrí y le dijo:

—¡Alá, el Clemente, el Misericordioso, me ha inspirado un sueño! El profeta en persona me ha traído la señal de una gran victoria y la ha depositado en la cabecera de mi camastro.

—¿Qué señal?— preguntó el Zegrí, mosqueado.

—¡Esta bandera!— Ibahim el Guerbi, le mostró una sábana doblada—. ¡Hoy morirán los malos! De este día entre los días quedará memoria en las generaciones venideras. Veo mucha sangre de los perros vertida, aunque también veo a muchos fieles que ganarán el Paraíso y entrarán a gozar del vino y de las huríes de ubérrimos pechos.

A una señal del visionario, dos muhaidines desplegaron la bandera de la victoria. La sábana estaba toscamente remendada por varios lugares y habían escrito sobre ella, con albayalde, en penosa caligrafía, un versículo del Corán: «Sólo Alá es vencedor.»

En aquella ocasión el Zegrí despidió al profeta con buenas palabras y una bolsa de monedas para limosnas y mantenimiento de sus seguidores y discípulos.

Esta vez no fue suficiente. Al día siguiente Ibrahim el Loco, como también lo conocían las buenas gentes de Málaga, se presentó a la hora de la siesta enarbolando su bandera sagrada ante la puerta del Higuerón, al frente de la muchedumbre de sus seguidores.

—¡Zegrí! ¿A qué esperas?— interpeló a los altos miradores—. ¿No te bastan las señales del cielo?

¿Es que te tiembla la barba a ti que te llamaste un día «la espada del islam, el victorioso»? ¿Es que les temes a los perros de Fernando, aunque tu madre te parió para ser el lobo de los infieles, el látigo de los politeístas, el verdugo de los comedores de puerco, la peste de los trinitarios, la argolla en el pescuezo de los que abominan de Alá? ¡Mal haya el que pisa los huesos de los mártires! ¡Vigila que con tu prudencia excesiva no estés saboteando la sagrada yihad! Alá ha aparejado una gran victoria y los buitres y los cuervos se arremolinan como una negra nube sobre el campamento de los perros anticipando el banquete. ¡Hoy les vaciarán las órbitas de los ojos con sus picos curvos, hoy les desgarrarán con las garras las entrañas! ¿Oyes la voz del profeta que resuena en mi garganta o el pánico te ha sellado los oídos mejor que la cera? ¡Zegrí…! ¡A ti te invoco! Ha llegado la hora de abandonar la molicie y dirigir a los fieles a la Guerra Santa, a la madre de todas las batallas.

Las aclamaciones de la muchedumbre enfervorizada dificultaron al derviche proseguir con el resto del sermón.

El Zegrí lo había estado escuchando desde el lecho, con resignación. Acababa de copular con una admiradora de hermosos muslos y, sudoroso, hubiera preferido un poco de reposo y quietud en la penumbra del cuarto. Cerró los ojos y murmuró:

—¡A ver si se va ese coñazo, porque hoy no estoy para ruidos!

—¡No le hagas caso!— propuso la bella mientras se esforzaba por recuperarle la erección.

La voz destemplada que convocaba a la Guerra Santa volvió a tronar en la solanera.

Cuando el Zegrí comprendió que el predicador no se iría y que, de todos modos, el deseo lo había abandonado ya, emitió un suspiro resignado.

—¡Me cago en la leche!— rezongó—. ¡Que no pueda uno ni echar un casquete tranquilo!

Se levantó y dio una palmada en la puerta. El paje que estaba al otro lado, la oreja pegada a la madera, se sobresaltó.

—¡Sí, mi amo! ¿Mandas algo?

—¡Mis armas! ¡Pronto! ¡Vísteme, antes de que ese grillo nos vuelva locos a todos con su salmodia!

—¡Oír es obedecer!

El Zegrí se metió la coraza sobre el camisón de lino y de esta guisa, desnudo en la parte que no verían desde la calle, se asomó al mirador. En la torre vecina, la de la guardia, levantó la mano brevemente para saludar a Ibrahim Gen, su lugarteniente, que asistía, serio, al sermón. Era un hombre piadoso, pero las manifestaciones de celo excesivo lo disgustaban. El Zegrí levantó los brazos en solicitud de silencio.

Cuando la multitud guardó silencio, arengó:

—¡Musulmanes! Mañana será el día de la victoria. En cuanto amanezca el nuevo día libraremos la batalla de las batallas, romperemos los dientes de los perros cristianos y arrojaremos sus corazones a las alimañas. ¡No alborotéis más, ahora! Volved a vuestras casas, armaos y esperadme una hora antes del amanecer en la puerta de Antequera. ¡Si no flaquea vuestro corazón, mañana humillaremos la soberbia de los perros!

Un criado viejo de Gen transmitió a Orbán las órdenes de Gibralfaro.

—Mi señor ordena que los cañones estén listos, porque mañana atacarán los cristianos.

—¡Somos nosotros los que atacaremos a los perros!— objetó Jándula con vehemencia.

—Este hombre sabe lo que dice— lo reprendió Orbán y dirigiéndose al mensajero lo recompensó con una moneda de cobre—. Vuelve con tu señor y dile que todo estará dispuesto.

—¡Somos nosotros los que vamos a atacar!— insistió Jándula cuando quedaron solos—. ¡No se habla de otra cosa en Málaga!

Orbán asintió.

—Pero Gen sabe que, si fracasa el ataque, los cristianos reaccionarán como leones y perseguirán a los fieles hasta el pie de las murallas— añadió—. Entonces, tendremos que abrir las puertas para acogerlos y es posible que algunos adalides cristianos se cuelen con ellos y rompan las quicialeras de los portones para que los suyos puedan invadir la ciudad. Más de una ciudad se ha perdido por un ataque impremeditado contra los sitiadores.

Jándula comprendió que estaba muy lejos de entender las leyes de la guerra, tan inmutables que los que las saben se entienden calladamente, sin necesidad de grandes explicaciones.

Orbán jamás refería sus experiencias en la guerra, pero siempre las llevaba consigo, las suyas y las de sus predecesores búlgaros.

—No hemos tenido guerras propias, pues somos gente pacífica— aclaró una vez—, pero hemos participado en guerras ajenas desde hace varias generaciones.

Quizá su carácter taciturno era consecuencia de aquello.

Orbán y sus artilleros pasaron aquel día llenando cartuchos de papel con limaduras de hierro y metralla. Orbán había convocado a los artificieros para explicarles el plan.

—Mañana atacan el campamento cristiano. Como las tiendas quedan fuera de nuestro alcance, no tendremos nada que hacer en la primera fase de la batalla, pero si las cosas se tuercen y los nuestros se repliegan perseguidos por el enemigo, cubriremos su retirada rociando a los cristianos con munición suelta en cuanto se pongan a tiro.

Terminaron de distribuir las cargas y durmieron tres horas en camastros extendidos al pie de los cañones. Jándula le había improvisado una tienda a Orbán con dos sábanas cosidas. Veía su silueta recortada contra la linterna sorda que permanecía encendida a su lado, echado en el camastro, mientras repasaba sus tablas de cálculos.

Después de la primera oración, que los fieles siguieron con fervor en las siete mezquitas de la ciudad, los voluntarios de la fe, armados con lanzas, espadas, porras tachonadas de clavos y hondas se congregaron en silencio frente a las puertas del Higuerón y de Antequera, con sus ulemas al frente. Los malagueños los veían pasar desde las celosías de sus casas como un rebaño silencioso que se dirige al matadero, chilabas negras, barbas enmarañadas, muchas con hebras blancas.

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