El mercenario de Granada (35 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: El mercenario de Granada
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Unas casas más abajo, a prudente distancia de los soldados, aguardaba Jándula. Ya conocía las malas noticias.

—No he querido decírtelo, amo. Isabel me avisó de que te dejaban libre para que fuera a buscarte, pero no quiso acompañarme. Me dijo que no quería verte nunca más, que le daba miedo ir contigo al otro cabo del mundo, que te olvidaras de ella y siguieras tu camino.

Orbán asintió.

Se sentía físicamente mal. La cabeza le daba vueltas. Se sentó en el sardinel de una casa.

—Déjame solo, Jándula.

El criado dudaba.

—¡Que me dejes solo!

L

Los soldados que lo detuvieron le habían confiscado la faltriquera, pero la dobla de oro que llevaba cosida en el forro del pellote había pasado desapercibida. En la plaza de Bibarrambla la soldadesca había instalado una taberna donde solían estar los talleres de los orfebres. Orbán llevaba dos años sin emborracharse. Isabel lo había apartado de la bebida. Ahora, sin Isabel y sin futuro, Jándula lo encontró arrecido de frío, lejos de las hogueras de los soldados, en un callejón de la alcaicería, tendido en su propio vómito.

—Amo, ¿cómo puedes quererte tan poco?— le reprochó mientras intentaba incorporarlo—. ¿Otra vez borracho, un hombre como tú?

El callejón estaba oscuro. El borracho hizo un esfuerzo para distinguir al que le hablaba.

—Soy Orbán, el turco, herrero de Bayaceto, perdido en la inmensidad del mundo— dijo con la lengua trabada—. ¿Dónde está el Kalindros? ¿Tú quién eres?

—Soy Jándula, amo. Vámonos donde te puedas lavar un poco.

La noche era heladora. En la Rambla, los hornos y las fraguas permanecían apagados, pero todavía conservaban el calor de la última carga. Jándula arrimó a su amo a un cobertizo. Otros herreros estaban agrupados al calor de la pared, arrebujados en sus capas.

—Han dicho que habrá trabajo para todos, que podemos seguir con la industria— dijo Alí el Cojo.

—Sí, pero Orbán tiene que irse— replicó Jándula—. Tiene quince días para salir de los dominios del rey. Lo destierran.

—Bueno. Él por lo menos tiene a donde ir— dijo Alí el Cojo—. Nosotros no tenemos más que nuestra tierra, que ya no es nuestra.

—Mi tierra era Isabel— murmuró Orbán, en su borrachera—. ¿Vosotros habéis visto el misterio de la mujer? Un día, daría la vida por ti; al día siguiente te rechaza y no quiere verte.

—Sí que son difíciles— comentó un herrero—. Hieren sin sangre y la herida no se cura. Yo llevo la mía.

—La mujer se vuelve de espaldas como desentendiéndose, pero en ese mismo movimiento está el ofrecimiento pasivo de su encanto, el trasero— dijo otro.

En los vapores de la borrachera, el herrero búlgaro recordaba aquel furor que había en la ternura de Isabel, aquel desgarro en su abrazo, con uñas y dientes, aquella fiera abrasada de deseo que era a veces, sentada sobre él, dominante en su trono, sobre su boca, su sexo abierto para que bebiera de él y aspirara el jugo de la vida.

—El día es nada— murmuró—. Pasa el día y, en cuanto te descuidas, ya es de noche.

—Muy cierto, Orbán— corroboró Alí el Cojo.

—Este corazón ansioso que atormenta el espíritu con vanas angustias. Demócrito dice que el coito es una pequeña apoplejía: un hombre sale de un hombre y se separa como si lo arrancaran de un golpe. El orgasmo funde cuerpo y alma y nos acerca a los dioses, nunca estamos más cerca de ser dioses.

—Es el simulacro de la muerte— convino Alí el Cojo.

Los otros herreros roncaban, cada cual en su tono, pero Alí el Cojo velaba por conversar con su amigo, el borracho Orbán. Aquella noche se dijeron confidencias que no habían tenido en los años de estrecha amistad.

—¿Cuál es la finalidad de la vida, el hambre, el sueño, el espasmo?— filosofaba Alí—. La única verdad, el orgasmo, el fin último, la medida de todas las dichas. El corazón es la tumba de aquéllos a los que has amado. El hombre ha nacido para la muerte.

—Yo tuve un preceptor griego, ¿sabes? Un hombre sabio que me enseñó muchas cosas. Las había olvidado y desde que me hago mayor las recuerdo. Orbán el terrible, ahora, vuelve a la sabiduría de Androcles, su preceptor. Sófocles el trágico murió con mi edad más o menos: dijo, antes de morir, finalmente soy libre de un amo furioso y salvaje, la libido. Pero ¿quién nos libera de ese otro amo, aún más furioso y terrible, el amor?

—De eso, a esta edad, deberíamos ser libres— convino Alí el Cojo—, pero tú te has abrazado a ella, aunque te aparejaba la muerte. Yo te he visto morir día a día, herrero, te he envidiado y te he compadecido.

Conversaron hasta que clareó el día. Entonces Orbán se adormeció, la cabeza apoyada en el regazo de Jándula.

Cuando despertó, ya estaba el sol en lo alto y atemperaba algo el aire purísimo y helado que soplaba desde las nieves.

—Tengo que ver a Isabel— dijo Orbán, ya repuesto de la resaca de la víspera, después de lavarse la cara con agua helada.

—Ya no está en la casa de Aixa la Horra— informó Jándula—. Ayer tarde partió para Castilla con el séquito de Beatriz Galindo que regresa a Toledo.

Granada sin Isabel. El mundo sin Isabel.

Cruzaron la ciudad en silencio, hasta la puerta de Elvira.

—El mayordomo real me indicó que te acompañara hasta aquí, amo. Y que te entregara esto, para el viaje.

Le dio una bolsa con un puñado de monedas, suficiente para llegar hasta la costa y pagarse un pasaje. El salvoconducto de Fernando Arias le otorgaba un plazo máximo de quince días para abandonar los reinos de Castilla.

Orbán y Jándula se abrazaron.

—¿Qué harás ahora?— le preguntó Orbán.

—Tengo entendido que Musa Ibn Hasin ha regresado a Málaga. No sé si ponerme nuevamente a su amparo, o si continuar al lado de Alí el Cojo, en las herrerías de Fernando. En cualquier caso, te echaré de menos. ¿Dónde voy a encontrar un amo que se deje sisar como tú?

Orbán sonrió.

—¡Ea, es hora de marchar!— dijo—. Te deseo suerte.

—Yo también te la deseo, Orbán.

Orbán tomó el camino de Málaga. Aunque estaba atestado de familias que se dirigían a la costa para embarcar hacia África, Orbán rehuyó el contacto humano, e hizo el camino solo.

La primera noche pernoctó en la alquería de Pinillos arrebujado en su capa, sobre un lecho de paja. Brillaban las estrellas en la alta noche de enero. El herrero búlgaro, contemplando aquella belleza a través de sus lágrimas, volvió a sentir, como antaño, la amargura de la soledad.

EPÍLOGO

Veinticinco años después

La pesada galera genovesa, El Interés Compuesto, atracó en el muelle de Pera, Estambul, con una carga de algodón, seda, higos y melocotones secos. Aquélla sería la última misión de Centurione. Tenía ya sesenta y ocho años, padecía de gota y había decidido retirarse a su residencia de la Strada Nuova y dejar que sus sobrinos Fabrizio y Renzo administraran sus acciones en la compañía.

—Todavía me queda algo por hacer aquí— le confió a su sobrino Renzo.

—Si lo deseas puedo acompañarte, tío— ofreció Renzo.

—Prefiero hacerlo solo. Es un asunto mío particular— dijo—. Cuando termine regresaré a Génova y esperaré tranquilamente el fin de mis días frente a la chimenea de mi biblioteca. Ya he trabajado bastante.

Unos días antes Centurione le había preguntado al cónsul armenio:

—¿Vive todavía Orbán, el herrero búlgaro?

—Está retirado ya. El que ahora dirige el Valle del Hierro es su hijo Mircea.

Eran dos días de camino, en etapas fáciles, desde Estambul. Centurione fue aplazando la visita, sin saber muy bien por qué, dado que ya nada lo retenía en Estambul, hasta que, finalmente, se decidió cuando faltaba una semana para que llegara la nao El cuerno de la abundancia de su compañía, en la que pensaba regresar a Génova.

Hizo el camino en una litera de mano alquilada, con un séquito de nueve criados. En el Valle del Hierro, un aprendiz les indicó la casa de Orbán al otro lado de las colinas.

Orbán se asomó a la puerta cuando le avisaron de que una litera se acercaba. Centurione vio en el umbral de la casa a un anciano vigoroso de más de sesenta años apoyado en un bastón. Estaba casi ciego, después de una vida socarrándose los ojos en el infierno de las fundiciones, pero cuando su visitante se detuvo a pocos pasos de distancia, lo reconoció, sonrió y dijo:

—¡Ennio! ¡Ennio Centurione! ¡Tan elegante como siempre!

—Me he puesto mi mejor traje para visitarte— dijo Centurione—. ¿Cómo estás, viejo amigo?

Los dos hombres se fundieron en un abrazo largo y cordial que Orbán prolongó para respirar un par de veces profundamente tratando de aguantar el llanto que desbordaba sus ojos llagados.

—¡Firuz— requirió a su criado—, trae agua y una túnica fresca, haz los honores de la casa a mi mejor amigo, a mi padre! ¡Apresúrate!

—¡Oír es obedecer!— dijo Firuz.

Centurione recordó, emocionado, que «padre» era el máximo tratamiento que los búlgaros daban a un amigo.

Se acomodaron en la sala baja, frente al brasero en el que ardía un tronco de encina. Una muchacha dejó una bandeja con frutos secos y dos tazas de vino fuerte.

—¿Cuándo nos vimos por última vez?

—El día que entraron los cristianos en Granada, ¿recuerdas? Intenté interceder por ti, pero no admitían rescate. Estabas condenado a muerte.

Orbán lo recordó con gratitud. Brindaron y comieron.

—Me acuerdo muy a menudo de Granada— confesó Orbán.

Centurione asintió, comprendiendo.

—Después de la entrega, a los pocos años, los moros se sublevaron.

—Algo oí de esa guerra.

—Murieron muchos, entre ellos tu amigo Francisco Ramírez de Madrid, el artillero.

—¡Era un buen hombre!— murmuró—. Y un gran herrero.

Quedaron callados un rato, cada cual abismado en sus pensamientos. Titubeaba Centurione.

—¿No me preguntas por Isabel?— dijo al fin.

Orbán asintió.

—Desde que te vi entrar pensé que me traerías noticias de ella. Su recuerdo amargo me acompaña. No me volví a casar, aunque Bayaceto me quiso recompensar con un matrimonio ventajoso.

—Te traigo algo más que recuerdos— dijo Centurione con pesar.

El genovés hurgó en su faltriquera y extrajo un extraño medallón en forma de media luna. Lo depositó sobre la bandeja, delante de Orbán.

—¡La joya de puntería!— exclamó Orbán—. Esta placa perteneció a mi bisabuelo. Yo se la di a Isabel.

—Isabel la llevó al cuello durante todo este tiempo. Hace un mes murió, pero antes me escribió una carta encomendándome que te la hiciera llegar.

—¿Muerta?

Centurione asintió.

Orbán miró por la ventana hacia los cerros lejanos, el tupido robledo donde un día soñó pasear con aquella mujer. Las lágrimas le corrieron silenciosas por las mejillas morenas.

—Antes de morir— prosiguió Centurione— quiso que supieras que nunca había dejado de amarte.

—No quiso saber de mí cuando cayó Granada.

—El obispo de Segovia le prometió salvarte del verdugo si aceptaba volver con su hijo, el deán. No le fue difícil conseguir que la reina te indultara. Aquella muchacha cambió tu vida por su libertad.

Todos estos años ha vivido en la casa de deán y ha sido su barragana.

Orbán tomó la joya de puntería, aquella pieza de metal cálido que ella había llevado al cuello, sobre el limpio y palpitante corazón, tanto tiempo.

Sintió una congoja creciente en el pecho. La sangre se le agolpó en las sienes. ¿Cómo había estado tan ciego? Por eso lloraba tanto cuando lo rechazó, el último día.

—Un par de veces la vi en Málaga, donde el deán era administrador eclesiástico— prosiguió Centurione—. Me pareció que vivía como una señora. Compraba buenos paños en el comercio de los Lardi, pero tenía la mirada abatida y triste de las mujeres que no son felices. El deán la quería, tengo entendido, pero también la maltrataba. Era un hombre complicado, un clérigo adusto obsesionado por la culpa.

—¡Todo este tiempo…— murmuró Orbán—, me había esforzado por olvidarla!

—Ella nunca te olvidó— suspiró Centurione. Orbán cerró la mano y apretó la pieza de chapa pulimentada. De sus ojos atormentados se deslizaron dos gruesas lágrimas que recorrieron las mejillas surcadas de arrugas y se perdieron en la barba.

—Ahora debo regresar— dijo el genovés, incorporándose—. Mis hombres me esperan.

Orbán lo acompañó hasta la silla de manos. Los dos amigos se abrazaron en silencio, mientras caía la tarde y el mundo se teñía de violeta. Partió Centurione y cuando su comitiva desapareció en la vuelta del camino, el herrero búlgaro, con la joya de puntería apretada en su mano, siguió mirando con sus ojos torpes la nubécula de polvo que dejaban los caballos, abstraído en sus pensamientos, sintiendo que la brisa cálida de las montañas le secaba las lágrimas.

Arjona, enero, 2004

Mar de Sicilia, octubre, 2006

Notas

[1]
De este modo los tres componentes se unen de forma más estable: el azufre humedecido impregna las partículas por carbón. El grano grande favorece la circulación del oxígeno y permite que la ignición alcance 2.000 grados, una combustión desconocida hasta entonces. (N del a.)

[2]
Los antiguos fundidores llamaban el punto a la temperatura de fusión del hierro puro, 1.535 grados, para un hierro con un uno por ciento de carbono. (N. del a.)

[3]
La cola negra es el carbono. (N. del a.)

[4]
Elevado porcentaje de fosfato de hierro. (N. del a.)

[5]
Fósforo. (N. del a.)

[6]
Palabras del sabio Suyiti, citado en Bouhdiba, Abdelwahab, La sexualité en Islam, París, 1975, pp. 95-96.

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