El mercenario de Granada (16 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

BOOK: El mercenario de Granada
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Los pastoreaban algunos jinetes africanos con coseletes de cuero y la kefiya, el velo muhaidin, cubriéndoles la cara. Los voluntarios se agolparon a lo largo de la muralla, en espera de que los jefes del ejército los ordenaran. Esta vez la soldadesca no competía en fatuas manifestaciones de bravura, ni en chistes, ni en pedos. Había llegado el momento de demostrar la fe y la disposición al martirio, el momento decisivo que esperaban desde hacía meses. Por vez primera a los malagueños no les pareció que aquella horda maloliente de extranjeros había llegado a su ciudad para devorar las escasas vituallas y merodear por calles, plazas y zocos sin dar golpe. Ahora los miraban como a los defensores de la fe que iban a enfrentarse con los cristianos y, con la ayuda de Alá, a quebrantar el orgullo de Fernando.

Detrás de los voluntarios de la fe llegaron los cenetes, en compactos rebaños. Los guerreros del sultán salmodiaban entre dientes el canto monótono con el que sus abuelos invocaban a la muerte en el desierto.

A la luz indecisa del amanecer, la masa de los africanos era una aparición espectral, las caras delgadas y huesudas, de pómulos salientes enmarcados por el velo negro, los ojos febriles pintados con polvo de carbón, con sus coletos reforzados, sus kejiyas blancas con el dibujo negro y flecos, sus adargas arriñonadas.

Detrás de ellos llegó un grupo numeroso de guerreros a caballo, unos montados a mexuar, con el estribo corto y las piernas flexionadas; otros a usanza cristiana, con el estribo largo y las piernas estiradas, sobre caballos frisones de ancho pecho. Unos blandían ligeras jabalinas; otros, fuertes lanzas de fresno con banderola y cintas. Los capitaneaban el Zegrí, Ibrahim Gen y otros miembros de la nobleza armados de bellas adargas de piel de antílope y revestidos de hermosas corazas. El lúgubre sonido de los cascos herrados sobre el empedrado provocaba escalofríos. Olía a hierro húmedo, a cuero viejo, a grasa y a sudor revenido, los olores de la guerra. Sólo faltaba, y no tardaría en llegar, el aroma dulzón de la sangre.

Los veteranos, serios y ensimismados, cada cual en sus pensamientos. Antes de que amaneciera el día muchos fieles llenos de vida y juventud morderían el polvo y morirían, los ojos nublos llenos de moscas. Al llegar al arco de la Antequerana, los portaestandartes tremolaron sus banderas bordadas con citas del Corán. Uno de los alféreces se abrió paso entre la multitud y recibió de manos del predicador la enseña blanca de Ibrahim el Guerbi. Ibrahim Gen la vio ondear entre las otras, más grande, y se encogió de hombros.

—Si los voluntarios creen que ese talismán los conducirá a la victoria, allá ellos.

—¿Dónde se ha metido el Loco?— preguntó el Zegrí aludiendo a Ibrahim el Guerbi.

—Está detrás del ejército, recitando el libro sagrado.

—¡Tiempo tendrá de recitarlo tras la batalla!— exclamó el general con un bufido—. ¡Ahora que acompañe a la bandera de la victoria! ¡Que asista a la batalla victoriosa en vanguardia, animando a los suyos!

Dos adalides fueron a avisarlo.

—¡Lo traéis sin pretexto alguno!— advirtió el Zegrí.

Los capitanes se pusieron la cinta roja en la cabeza, en torno al yelmo, bien visible, y ordenaron sus haces. Los heraldos pregonaron la disposición del combate: primero saldrían los cenetes y se agruparían a los lados del camino, detrás saldrían los voluntarios muhaidines y avanzarían hasta el corralillo del cementerio viejo, precedidos de un grupo de almogávares con la bandera del santón y las enseñas de los príncipes voluntarios. A una señal del Zegrí, atacarían el campamento cristiano detrás de sus enseñas. Cuando trabaran combate con los perros, intervendría la caballería cénete, seguida de sus peones, a dar el golpe de gracia.

Orbán y sus artilleros asistían a los preparativos desde sus posiciones de la muralla. La espera se hacía tensa. Los vendedores ambulantes de buñuelos y los aguadores vestidos de blanco, las cestas en la cabeza, hacían su agosto entre la masa de muhaidines enlutados que se agolpaba a lo largo del muro. La sed que da el miedo.

Comenzaba a clarear el horizonte. Desde las torres no se observaba ningún movimiento en el campamento de Fernando. Las mismas hogueras de todas las noches brillaban distantes en la oscuridad.

Se abrieron las puertas y el ejército de los fieles salió en buena ordenanza, según lo previsto.

Cuando se cornpletó el despliegue, el Zegrí levantó el brazo, lo sostuvo un momento en alto y lo abatió con firmeza. Los adalides picaron espuelas y detrás de ellos se lanzó la tropa voluntaria como una ola negra, poderosa y ciega que, brotando del mar, avanza sobre la playa. En medio de un clamor de gritos y tambores ululaban los africanos con sus ancestrales aullidos tribales, blandiendo sus armas. ¡Al martirio, al martirio!, clamaban los muhaidines en una variedad de dialectos y lenguas que la fe congregaba. Pregonaban los ulemas versículos del libro santo que nadie oía entre el ensordecedor concierto de los tambores.

La vanguardia de los muhaidines, integrada por los adalides más bravos, alcanzó los fosos del campamento y arrolló a los atónitos centinelas. Los muhaidines que llegaban detrás se ensañaban con los cadáveres de los primeros cristianos, con salvaje alegría, indiferentes a los bastonazos que sus oficiales descargaban sobre sus lomos.

—¡Herid a los vivos!— les gritaban—. ¡No perdáis el tiempo con los muertos!

Cuando las primeras trompetas cristianas llamaron al arma, ya habían penetrado en el campamento, ululando con gran algarabía, más de dos mil muhaidines. No obstante, los cristianos reaccionaron con ligereza al toque de sus trompetas y a su campana tañendo a rebato.

El marqués de Cádiz acudió el primero seguido de otras mesnadas señoriales. Lo que parecía simple escaramuza derivó hacia batalla peleada cuando se fueron sumando nuevos efectivos. El Zegrí alimentaba el combate con destacamentos de muhaidines, mera carne de cañón para cansar a los cristianos y enturbiarlos antes de la intervención de los cenetes.

Desde la muralla, Orbán asistía a la batalla. Un caballero cristiano vociferaba en medio del tumulto, ante los lanceros que se replegaban:

—¡Devolveos caballeros, que yo soy Ponce de León, al enemigo, al enemigo! ¡Al que dé un paso atrás le corto los huevos! ¡Castilla por Isabel! ¡Isabel! ¡Santiago, Santiago!

Uno de los cenetes arrebató el estandarte del duque de Cádiz, pero don Diego Ponce de León, hermano del marqués, se lanzó a rescatarlo, decapitó al moro y se lo arrancó de las manos. En ese momento lo alcanzó una flecha. Su yerno don Luis Ponce, se puso a su lado y lo defendió con arrojo hasta que dos de sus hombres consiguieron retirarlo, aferrado a la bandera.

Salían de las tiendas caballeros a medio armar, seguidos por los escuderos que intentaban ajustar-les las correas sueltas de petos y coseletes. Pedro Puerto Carrero, señor de Moguer, su hermano Alonso Pacheco y Lorenzo Suárez de Mendoza peleaban a la puerta de la tienda del maestre de Santiago sobre un montón de cadáveres muhaidines y, aunque recibían pedradas y heridas diversas, de flechas y palos, defendían la posición, como tres colosos, esparciendo la muerte alrededor.

Ellos solos, en aquella jornada, adornaron con la guirnalda del martirio a más de cien muhaidines y los encaminaron al Paraíso.

Pedro de Maqueda dormía cerca del cerro de San Cristóbal, en las tiendas de su padre, el obispo de Segovia. Al rebato, saltó de la yacija y requirió a voces su caballo, mientras se embutía el peto pavonado con la presteza que le daba una larga práctica. Le ardía la sangre ante la perspectiva de un buen combate. El escudero intentó, en vano, encajarle el espaldar de la armadura.

—¡No hay tiempo, Andrés!— lo rechazó—. ¡Al arma!

El deán tomó el escudo y la espada y salió de la tienda impetuosamente. Llegaba su sargento de armas con el caballo de combate ensillado. Cabalgó el deán sin aguardar a que se le unieran sus mesnaderos. Por el pasillo lateral del campamento se precipitó hacia el lugar donde se combatía más enconadamente, atropellando a los peones que se interponían en su camino.

—¡Santiago y Castilla!— gritaba—. ¡Al moro, al moro!

La lucha se había generalizado en la segunda hilera de tiendas, donde una docena de caballeros madrugadores, tan a medio armar como el deán, intentaba contener a una muchedumbre de muhaidines provista de chuzos y estacas ferradas. Favorecidos por la sorpresa y por su abrumadora superioridad numérica, los moros profundizaban la brecha abierta en las tiendas y corrales.

Rugiendo de ira, con la sangre golpeándole en las sienes, el deán Maqueda desenvainó su espada, picó espuelas y se lanzó sobre aquel oleaje humano tajando e hiriendo a diestro y siniestro.

Detrás de su caballo quedaba un rastro de cuerpos mutilados, brazos cortados, cabezas sueltas, intestinos que se descolgaban hasta el suelo, surtidores de sangre humeante que empapaba la tierra.

Brillaba el joven león, tinto en la sangre fresca de las salpicaduras, al primer sol de la mañana. El obispo de Segovia podía sentirse orgulloso de su hijo: no había en el campamento un campeón semejante a él.

En la segunda línea de los moros, Mohamed ben Hazem, el veterano alcaide de Baza, vio la riza que el deán Maqueda causaba en sus huestes y picó espuelas para enfrentársele.

—¡A mí, el perro cristiano!— le gritó desde lejos en perfecto castellano—. ¡A mí el matador de ovejas!

¡Deja a esos desgraciados, carne de buitre, y mídete conmigo si tienes cojones!

—¡Que me place!— le respondió el deán, torciendo las riendas para dirigirse a él.

Todavía tuvieron que abrirse paso entre el peonaje, matando y atropellando a los que se interponían. Los dos campeones se encontraron en el rodal de una tienda abatida. Después de observarse un momento, intercambiando miradas furiosas y palabras de desafío, caracoleando los corceles, arremetieron el uno contra el otro con las espadas en alto. Pararon el primer tajo furibundo y entre-chocaron los escudos empujando e intentando abrir brecha por donde introducir el acero en la guardia del contrario. El alcaide de Baza detuvo dos tajos de la espada del deán, antes de que el tercero le acertara sobre el coselete y le introdujera un palmo en el estómago, sesgado. En lugar de defenderse con el escudo, sabiendo que la herida era de muerte, hirió a su vez a su contrincante en el espacio que dejaba al descubierto su escudo, buscando la arteria femoral, pero la herida no profundizó hasta la ingle y se quedó en la parte alta del muslo. El deán, enfurecido por el dolor, descargó un nuevo golpe sobre ben Hazem, esta vez en la cabeza. La hoja acerada hendió el bello casco cincelado, que rodó por el suelo. De la ancha herida brotaron sesos y sangre. El valeroso alcaide de Baza dirigió una última mirada vidriosa a su matador y aflojó los miembros antes de sumergirse en la nada.

Dos mesnaderos del deán acudían al auxilio de su amo que, como un joven león, intentaba seguir combatiendo, herido y todo.

—Don Pedro, ya has hecho bastante— le rogó Fermín del Palacio—. Ahora debes abandonar para que te vea el cirujano.

El deán comprendió que debía retirarse antes de que la sangre perdida le debilitara la vista y la fuerza. Escoltado por sus hombres, abandonó el combate y se replegó a las tiendas del fondo, atravesando el campamento, donde la reina Isabel había dispuesto un nuevo hospital. Antes de llegar se desplomó, sin sentido. Tuvieron que llevarlo en unas parihuelas. Lloraban sus hombres pensando que se moría porque era un gran sufridor de trabajos que sabía compartir con ellos lo bueno y lo malo.

Mientras tanto, el combate arreciaba con la incorporación de nuevos adalides cristianos. Alí ben Gomar, el joven campeón de Tabernas, se enfrentó a Rodrigo Pérez de Logroño. Le asestó una lanzada en la parte del pecho que no cubría el escudo. La punta de hierro penetró entre las dos placas del peto y asomó, sangrante, por el omoplato. Palideció Pérez de Logroño, las rodillas dejaron de sostenerlo y se desplomó con un sonido sordo de chapa y cuerpo muerto. A Esteban de Andrade, el alférez del duque de Béjar, una piedra le acertó en la cara, le saltó un ojo y cuatro dientes. Yusuf Comixa, el más apuesto de los aliatares, guerrero famoso ya a los veintidós años, cayó atravesado por un virote de ballesta que le entró por la nuca y le asomó por la boca. También murieron Abul Hasán y Ahmed Zalfarga y Mohamed Hakim a manos del adalid Andrés de Cuenca, que se abría camino como un coloso dejando detrás de él un reguero de muertos. Con una daga gruesa, buscaba los intersticios de la coraza y penetraba hondamente en el vientre o en el pecho, entre las costillas, buscando los órganos de la vida.

Desde su alta almena, Orbán contemplaba la batalla con mirada cansada y expresión de hastío.

Se abatían los sables, volaban las saetas, los guijarros impulsados por los honderos acertaban con un confuso rumor sobre hierros o carne, rompiendo huesos. Los lamentos de los heridos se confundían con los suspiros de los moribundos, el espeso olor del cuero se mezclaba con el del sudor, el de la sangre dulzona, espesa y el hedor de los intestinos abiertos. Cuando se levantó la mañana, el turbio sol iluminó un campo sembrado de cadáveres, de miembros cercenados por los filos; de mortales magulladuras causadas por las mazas, que mezclaban en amasijo, anillos de cota, trapos, huesos molidos y músculos desgarrados, candidatos seguros a la gangrena.

Orbán había vivido aquella escena más de cien veces: la muerte sembrando su cosecha, todavía relativamente piadosa, en ese punto de la batalla en el que aún no interviene el cañón para sembrar indiscriminadamente el horror.

Al principio los cristianos llevaron la peor parte y cedieron tres filas de tiendas a la acometividad de los voluntarios de la fe que parecían brotar de la tierra como las hormigas furiosas cuando los niños hurgan en el hormiguero con un palo. Después reaccionaron y se sumaron en gran número a la lucha. Acudían los peones con sus coseletes claveteados y sus largas lanzas, los señores que se habían demorado para armarse cabalgaban en sus percherones de ancho pecho y se lanzaban a la batalla sedientos de sangre y de gloria, celosos de los que se les habían adelantado.

Volaban las flechas, las piedras de las hondas y los virotes de las ballestas con su muerte alada.

Chascaban lanzas, se tronzaban los huesos bajo los caballos derribados, los alaridos de la guerra se mezclaban con los ayes de los heridos y con los lamentos de los moribundos. La tierra temblaba como en un terremoto, batida furiosamente por los cascos de los trotones.

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