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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (20 page)

BOOK: El mercenario de Granada
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—¿De qué hablas, loco? Un fuelle, ¿cómo va a ser continuo? En el tiempo en que se acciona para inflarlo, se interrumpe el flujo. Eso lo sabe hasta un niño. ¿Qué paparrucha es esa del fuelle continuo?

—Mi bisabuelo trajo un fuelle continuo de China. Es fácil de hacer.

—¡Tendremos que verlo!

Francisco Ramírez de Madrid y los peritos no sabían qué opinar ni a quién dar la razón. Por un lado les parecía que Ponce era un hombre cauto y realista que, después de saber más de fundiciones que nadie en la cristiandad, consideraba las limitaciones del campamento y prefería recurrir a la forja, dado que no había tiempo que perder y Fernando se impacientaba; pero, por otro lado, Francisco Ramírez de Madrid confiaba en Orbán, al que había visto dominar los secretos de la pólvora y el hierro. Algunos empezaron a murmurar que «el turco», como lo llamaban, estaba saboteando la construcción de cañones y sólo pretendía entorpecer la marcha de la guerra para favorecer a los suyos. Incluso ponían en duda que su huida no hubiera sido una argucia para introducir un agente de al-Zagal entre los cristianos.

—Confiaré en ti una vez más— le dijo Francisco Ramírez de Madrid—. Te voy a facilitar lo necesario para que construyas ese fuelle continuo que dices, pero quiero resultados antes de un mes. Si tu horno va bien, te daré más gente y más material. De lo contrario, volveremos a las forjas con Ponce.

Por la noche, en la tienda, Isabel le masajeaba la espalda y suavizaba los músculos cansados después de un día de faenas y tensiones.

—¿Estás contento?

—Se trabaja más que con los moros, pero no estoy descontento. Nos tratan bien y nos dan un sueldo considerable. ¿Qué más puedo pedir?

—¿Te gusta esta tierra?— preguntó ella suavemente, después de un silencio reflexivo en el que no dejó de masajear.

Orbán intuyó lo que Isabel quería. Retenerlo en Castilla, que se aclimatara a la nueva tierra, prolongar la situación.

—Soy búlgaro, mujer, y mi lugar está con los míos en el Valle del Hierro. No puedo disponer de mí.

Debo enseñar a mis hijos para que sirvan a Bayaceto. Algún día, marcharé.

Quedaron en silencio. Orbán pensó en su regreso, en una audiencia con Bayaceto. Lo informaría cumplidamente sobre la artillería de Fernando y se ganaría su estimación. Iba tomando notas mentales de los cañones, los herreros y los artilleros.

—No sé si podría vivir lejos de ti— murmuró Isabel. Había dejado de acariciarlo y parecía compungida.

Orbán se volvió. Tomó a la mujer por la barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos. Besó con suavidad los labios gordezuelos, sensuales.

—Podrías venir conmigo— susurró.

—¿Contigo? ¿A la tierra de los turcos?

—Claro. Allí hay cristianos, griegos, que tienen iglesias, curas, imágenes y todo eso. Los turcos son tolerantes y viven en la ciudad más hermosa del mundo, Estambul.

Isabel, que oía por vez primera aquella palabra mágica, Estambul, soñó con una ciudad que pudiera contener su felicidad al lado de Orbán.

—Estambul— repitió—. Suena bien.

—Lo primero que te llama la atención es la música— rememoró Orbán—. En Estambul siempre escuchas música y gente cantando. Todo el mundo sabe tocar algún instrumento: tambor, tamboril, timbales, flauta, violín estrecho o cítara. Hay cantoras que entonan bellas canciones de amor, de melancolía, de exasperación amorosa, canciones de ausencia, de añoranza, de gozo. Las encuentras en la calle, en las bodas, en los entierros, en las fiestas de los barrios, en las cocinas… incluso en las oficinas del Gran Señor, como allí llaman al rey. También hay monjes que en lugar de rezar danzan, los derviches, porque piensan que la danza es también un modo de alabar a Dios por las gracias que derrama sobre sus criaturas. En las fiestas se organizan luchas de habilidad entre forzudos depilados y untados de aceite para que las manos del contrario resbalen y no hagan presa.

Cuando llega el Ramadán adornan las calles con farolillos y ollas de luz.

Evocando Estambul se quedaban dormidos. Orbán prefería atraerla con las bellezas y las delicias de la capital del imperio antes de explicarle cómo era el Valle del Hierro, donde la vida era mucho más monótona.

Aquel mes trabajaron intensamente de sol a sol en los talleres artilleros. Orbán apenas salía de las herrerías. Los que antes lo llamaban el turco comenzaron a apodarlo el martillo porque era infatigable. Se pasaba el día en los hornos y por la noche en su choza, a la luz de un candil de aceite, seguía haciendo sus cálculos sobre el cuaderno forrado de piel de cabra que contenía las tablas y logaritmos de su abuelo.

Ramírez de Madrid lo dejaba hacer. El jefe de los artilleros reales estaba a la sazón muy ocupado excavando cinco minas con las que proyectaba volar la muralla de Málaga. No obstante cada tarde sacaba unos minutos para visitar a Orbán e inspeccionar sus trabajos.

—¿Crees que lo conseguirás?— preguntaba.

—No tengo duda alguna. Para fundir el hierro no hay necesidad de altos hornos— le decía el búlgaro—: el secreto está en añadir tierra negra
[4]
. Si se añade media medida de piedra luz
[5]
a diez medidas de hierro, el punto de fusión se reduce hasta alcanzarse con un horno normal.

Un mes después hicieron las pruebas del horno. Funcionaba. Le metieron cargas de fusión, con carbón de calidad y respondió bien, sin fisura alguna. Ardía el aire a varios metros de distancia y los carboneros lo atizaban vestidos con delantales de cuero.

—¡Un horno tan vivo nunca se ha visto en Castilla!— exclamaba el vasco Arriarán, entusiasmado.

En su horno que no valía una mula coja, Orbán comenzó a fundir cañones. Trajo al mejor carpintero del campamento y le dibujó un esquema detallado de lo que quería, el fuelle de pistón doble, un ingenio hasta entonces desconocido en Castilla que los turcos usaban en las acerías del Valle del Hierro.

No fue la única innovación que impuso Orbán. Contra la costumbre, el herrero búlgaro fundía sus cañones de hierro boca arriba, para que los gases se escaparan por donde menos daño hicieran a la infraestructura de la fundición. Como la solidificación del hierro es lenta, calentaba el molde alrededor de la brecha para expulsarlos de la zona crítica.

Quedaban los defectos del hierro fundido, pero Orbán también conocía técnicas para volverlo maleable: lo templaba manteniéndolo a alta temperatura una semana y de este modo dejaba de ser quebradizo y resistía a los golpes. Cuando el horno funcionó la primera vez y dio a luz un pasavolante de caña larga que, una vez probado, resultó excelente, Orbán supo que había triunfado.

—¡Ahí lo tienes!— dijo satisfecho golpeándolo con un mazo—: la misma elasticidad del forjado, pero mayor resistencia.

Micer Ponce lo golpeó en varios lugares con un mazo de madera y con un martillo de hierro. Comprobó que era verdad.

—Jamás lo creí posible!— reconoció—. A pesar de tu juventud eres un maestro, digno de tus antepasados.

—No hay misterio alguno: el hierro fundido es quebradizo porque contiene una elevada proporción de cola negra, quizá media parte de cada diez. Si se elimina la cola negra, resulta acero; si sólo una parte, hierro forjado.

Mientras Orbán trabajaba en su horno de fundición, vivió ajeno al cerco de Málaga, que proseguía con creciente ensañamiento por ambas partes.

El Zegrí puso a los muhaidines a excavar contraminas y a ahondar los fosos frente a las defensas de Gibralfaro. Levantó parapetos avanzados con la tierra y las rocas que obtenía en la excavación.

—¡La guerra moderna!— se indignaba el frontero Ibrahim al Hakim—. Hemos cambiado la espada y el escudo por el pico y la espuerta.

Sitiadores y sitiados mantenían patrullas en campo abierto para estorbar los trabajos del contrario, de lo que se derivaban continuas escaramuzas y un reguero de muertes.

El tiempo obraba a favor de Fernando: el bloqueo de la flota aragonesa era tan riguroso que apenas llegaban pateras de muhaidines norteafricanos. La mayoría eran interceptadas y hundidas por los aragoneses. La mar depositaba en las playas cadáveres de voluntarios que habían encontrado entre las olas el camino del Paraíso.

A estas alturas el hambre que afligía a los malagueños era tal que muchos comían cuero cocido y hojas de árboles. Una rata llegó a valer medio dirham en el mercado de las Parras. Por si el hambre fuera poca calamidad, todo julio sopló el terral, con su calor sofocante y su fino polvo amarillo que lo cubría todo y resecaba gargantas y narices.

Por dos veces el consejo de Fernando aplazó un asalto a la francesa, con escalas y torres, sobre el arrabal de la puerta de Granada, donde los espías aseguraban que la resistencia sería débil.

—¡El terral! ¡Todo lo que viene de África es malo!— comentaba Fernando a la puerta de su tienda, mirando el cielo turbio de polvo sahariano que condenaba a sus tropas a una forzosa inactividad.

Sin embargo, los suministros llegaban puntualmente, harina, tocino, tasajo y bastimentos menudos tanto para los hombres como para los animales.

Por el contrario, los sitiados se hallaban en una situación calamitosa. En los almacenes de la alcazaba sólo quedaba comida para los combatientes, y ésta severamente racionada: cuatro onzas de pan por la mañana y dos por la tarde. El pueblo murmuraba abiertamente. Cada día, el Zegrí degollaba a algún alborotador para que sirviera de advertencia a los insumisos.

En Málaga, una madre desesperada tendió un bebé moribundo en el suelo ante el caballo del Zegrí.

—¡Pisotéalo, con los cascos de tu caballo, capitán— le dijo—, que mejor eso que verlo morir de hambre!

El Zegrí desvió su caballo y no dijo nada. Luego mandó buscar a la mujer y le entregó su propia ración de pan de aquel día.

A principios de agosto los acontecimientos se precipitaron. Cesó el viento africano y se pudo realizar el asalto a la francesa, Fernando consiguió capturar las torres que defendían el puente de cuatro arcos sobre el Guadalmedina. Las mesnadas del conde de Cifuentes penetraron en el arrabal y ocuparon una torre medio derruida. Cuando vieron ondear sobre las almenas el pendón del conde, los muhaidines y los cenetes que defendían la muralla desampararon el arrabal y se refugiaron en la ciudad.

XXIV

Desde su huida de Málaga, los dos enamorados se veían mucho menos de lo que hubieran deseado. Isabel pasaba el día en el hospital de la reina, donde Beatriz Galindo y otras damas y mujeres de los caballeros y sargentos de la mesnada real cuidaban de los heridos y preparaban pócimas, vendas y remedios bajo la supervisión de los físicos de las llagas y de los boticarios del rey.

El campo de las fundiciones, donde vivía Orbán, quedaba demasiado lejos. Por otra parte, el herrero estaba tan atareado que no tenía horas.

Un día preguntó por Isabel una vieja remediadora llamada Gertrudis, que suministraba hierbas y remedios al hospital.

—¿Usted me conoce, madre?— preguntó Isabel, extrañada.

—Sí, hija, yo te he visto en la cuna, en Samboal, y le di a tu madre algunos remedios cuando estaba preñada de ti. Ya murió, la pobre, ¿lo sabías?

—Lo sabía, madre. Murió estando yo en Segovia.

—Te has quedado solica en el mundo— prosiguió la vieja—. Tus dos hermanos se hicieron bandidos y no se volvió a saber de ellos. ¡Desagradecidos!

Isabel se imaginó que habían huido de la aldea, a buscarse la vida fuera de la sombra explotadora del obispo y del deán.

—Ahora tú solica en el mundo, ¿qué va a ser de ti?— repitió la vieja.

—No estoy tan sola, madre.

—El deán me ha preguntado por ti.

La mención del deán produjo un escalofrío en la muchacha.

—¡No quiero saber nada del deán!— advirtió, e hizo ademán de marchar, pero la vieja correveidile la sujetó del brazo con su garra sarmentosa.

—Mirar para otro lado no te va a salvar de él— le advirtió, persuasiva—. ¿No es mejor que sepas lo que quiere y veas lo que te conviene?

Isabel se calmó un poco.

—¿Qué quiere?

—Está en las tiendas de su tío, el obispo. Convalece de una mala herida en el muslo. Más de dos meses ha estado con fiebres, entre la vida y la muerte, llamándote en su delirio y pronunciando tu nombre.

—¡Un hombre de iglesia no debería decir el nombre de una mujer!

—A lo mejor no, pero eso es lo que decía: Isabel, ¿dónde está mi Isabelilla? Un hombre es un hombre, por mucha tonsura que lleve. Deberías sentirte honrada por merecer el amor de tan alto caballero. Te llamaba en medio de la fiebre. Ese hombre está loco por ti. Si fueras lista volverías con él ahora que te necesita, que está débil y comería en tu mano. Nunca te verías tan señora y tan cumplida de todo lo que desees porque su tío el obispo no cesa de favorecerlo y es honrado y rico como pocos.

—¡No me interesa, madre!— dijo Isabel—. ¡No quiero verlo!

—Tú eras criada suya. A las malas, te reclama y te llevan a él— advirtió la vieja.

—Y tú, ¿que sacas de partido con que yo vuelva a él?— se encaró la muchacha.

—¡Ay, hija! Me recompensará si vuelves a las buenas. A las malas no habrá ganancia para nadie, ni para ti ni para mí. No es hombre que se conforme con un no, tú ya lo conoces.

—Dile que, si en algo me aprecia, me deje en paz, que soy feliz como estoy y que no quiero volver con él.

La vieja emitió un suspiro resignado.

—En fin, hija, tú verás. Ya sabes dónde me tienes. Si cambias de opinión, llámame y veremos lo que más te conviene.

XXV

El pasavolante recién salido del molde refulgía al claro sol mañanero. Orbán y dos operarios, embutidos en sus delantales de cuero, manchados de grasa y carbón, rascaban la nueva pieza con cepillos de alambre.

—¡Veo que no te das tregua!— comentó jovial Ramírez de Madrid.

Orbán interrumpió el cepillado.

—¡Hola, amigo!— saludó al jefe de la artillería real—. ¿Qué te trae tan temprano a las herrerías?

Ramírez de Madrid descabalgó y entregó las riendas a su criado.

—He venido a comunicarte personalmente las buenas noticias— dijo sentándose en la jamuga que el herrero le ofrecía—. ¡El Zegrí rinde Málaga! A estas horas Alí Dordux está tratando las condiciones con Fernando.

—Es una buena noticia— comentó Orbán—. Al final estos cañones se quedarán sin guerra— añadió, melancólico.

—No te preocupes, que guerra no les va a faltar. Nos iremos con la música a otra parte. Quedan ciudades por tomar y la última, Granada, va a ser hueso duro de roer.

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