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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (24 page)

BOOK: El mercenario de Granada
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El sultán de Egipto había despachado otras dos embajadas con el mismo mensaje al Papa y al rey de Nápoles. En Jaén las fondas estaban abarrotadas de comerciantes y proveedores del ejército.

Los embajadores se hospedaron en el convento de san Francisco, cerca de la catedral y de los palacios en los que residían la reina y su corte. El deán Maqueda, Centurione y la escolta encontraron alojamiento en las casas del obispo, en la calle Maestra.

La reina había alquilado quince mil acémilas y adquirido todo el trigo y toda la cebada de Andalucía y Castilla, además del Maestrazgo y el priorato de san Juan. Agotadas las rentas del tesoro y las de la bula de Cruzada, la reina Isabel empeñó sus joyas y la vajilla de oro heredada de su padre y emitió un empréstito con ayuda de ciudades, prelados, magnates y mercaderes para comprar en el extranjero más bastimentos, metales, grano y caballos.

Aquella noche, después de bañarse en la sala de tablas del obispo, con una criada negra frotándole la espalda con estropajo y aceite, el deán invitó a Centurione a un asado de choto en la taberna del Gorrión, regado con una jarra de aloque de la bodega episcopal.

Centurione dio un paseo por la ciudad y la encontró poblada de mujeres bellas que, debido a las cuestas, desarrollan notables piernas y muslos, y no digamos qué nalgas.

Un escudero del conde de Arcos, que paraba en la vecina posada de la Parra, les trajo noticias del sitio de Baza. Cañoneos diarios, trabajos de los esportilleros y cavadores para rehacer lo que las bombardas deshacían y alguna que otra escaramuza. Fernando no arriesgaba. Quería rendirla por hambre y resarcirse de los gastos vendiendo los cautivos.

Cansados de la inacción, Hernando Pérez del Pulgar, alcaide del castillo de Salar; Francisco de Bazán, Antonio de la Cueva, hijo del duque de Alburquerque y otros jóvenes caballeros, reunieron por su cuenta trescientos jinetes y doscientos peones e hicieron una cabalgada nocturna contra las aldeas de Guadix, en las mismas narices de al-Zagal. Llevaban robadas media docena de alquerías y cautivados varios rebaños con sus pastores y parecía que la empresa iba a salirles a pedir de boca cuando al-Zagal los atajó con más de mil jinetes. Viéndose cercados, el alférez, que iba en vanguardia, dudaba si levantar el estandarte contra los moros. Entonces Hernando Pérez del Pulgar, que iba a la zaga, se quitó la sudadera de la cabeza, la ató en la punta de su lanza y gritó:

—¡Ya tenemos bandera! ¡Ahora, a los moros!

Cargaron contra los que cerraban el paso y los tomaron tan de sorpresa que no les dio tiempo a ordenar sus haces, para desesperación de al-Zagal. Murieron muchos y otros huyeron, mientras los cristianos salían del apuro.

Al regreso, Fernando dudaba entre ajusticiarlos por abandonar el campamento sin su permiso o recompensarlos por una hazaña que levantaba la moral de la tropa. Optó por lo segundo, disimuló su encono, armó caballero a Hernando Pérez del Pulgar y le concedió el privilegio de atar un pañuelo en la lanza en memoria de su hazaña.

El relato del paje, a la vacilante luz de los candiles, con la jarra de aloque sobre la mesa, encendía en el deán los deseos de volver a la milicia, las cabalgadas, las ocasiones heroicas, el combate, la gloria. Bajo los ropajes eclesiásticos latía el guerrero, al estímulo de la sangre.

—¡La saliva que sabe a sangre, que te llena la boca cuando te pones en ocasión de muerte!— le confió a Centurione—. Ese licor, una vez que se ha probado, no se puede dejar: su recuerdo te acompaña toda la vida y cada cierto tiempo lo necesitas. A veces se mitiga en la emoción de la caza cuando persigues al oso o al jabalí y sabes que en un mal encuentro pueden vaciarte las tripas con las cuchillas o con las garras.

Bebía el deán un vino melancólico, la mirada absorta en las llamas de la chimenea, en la que chisporroteaba un tronco de olivo. Echaba de menos el fuego de acampada, las canciones salaces de los escuderos, los relinchos, la piedra que afila la espada, la arena que limpia de herrumbre las mallas, el aroma de la grasa sobre los arreos, el grito «¡Eia velar!» del centinela, los mil menudos rumores de la milicia.

Pero su tío había decidido dedicarlo a la administración. Cambiaba el mundo y los secretarios tenían más porvenir que los capitanes.

—A la reina Isabel le sobran guerreros. ¿No ves que ha dejado de conceder permisos para edificar torres? Viene un mundo nuevo en el que no hay lugar para los caballeros. La guerra la harán los peones, los espingarderos y los artilleros del rey. Lo que la reina quiere son funcionarios y secretarios, gente de cuentas, gente que sepa escribir, que administre justicia, que haga rendir los campos, que recaude impuestos, que críe lana o carne o trigo, gente que levante puentes, que construya molinos, gente que sepa, gente que le llene las arcas reales.

Durmió mal aquella noche el deán. En aquella ciudad, entre las damas de Beatriz Galindo, estaba Isabel, la mujer que colmaba sus vigilias de deseo y desesperanza. Desde que la perdió, seis años atrás, no había pasado ningún día sin añorarla.

Quizá había llegado la hora de recuperarla. Había meditado muchas veces sobre la extraña fascinación que esta mujer ejercía sobre él. Había descartado, no sin trabajo, que fuese una prueba que Dios ponía en su camino. Dios no puede tentar tan cruelmente a sus criaturas. No es una hechura del infierno para atraerme al pecado y a la perdición. Es más bien una hechura del cielo, pensaba, es mi penitencia y mi salvación.

Isabel era una hechura del deán. La había rescatado de su deplorable vida de campesina, sin más horizonte que envejecer ordeñando vacas, guardando ovejas, abriéndose de piernas para el gañán que se casara con ella y pariendo un hijo cada año hasta que perdiera los dientes y estuviera vieja y achacosa antes de cumplir los treinta. De ese espantoso destino la había rescatado él, el deán.

La había llevado a Segovia, a las calles enlosadas y a los palacios de piedra y reja. La había puesto a vivir en una mansión, servida de criados, respetada como si fuera hija suya. Le había enseñado a leer y a escribir, a tocar la vihuela y a recitar romances con clara voz. Allí, gracias a él, había aprendido a bordar y a comportarse como una dama. Le había enseñado los caminos y las tretas del amor, en el lecho perfumado de membrillos y sahumerios de palosanto. Le había dado placer, tan intenso que a veces se quedaba como muerta en sus brazos. Había sido feliz a su lado y seguramente la había hecho más feliz de lo que ella misma podía recordar o comprender. Y la había perdido, en manos de los moros, el mayor fracaso de su vida, la espina lacerante en su costado.

Ahora, estaba dispuesto a rescatarla. A cualquier precio. Tenía que mostrarle el nuevo hombre en que se había transformado. Si antes no se había enamorado de él, sin duda que se enamoraría ahora.

Templado por el sufrimiento, el carácter del deán había experimentado un cambio desde que la herida del muslo lo obligó a convalecer largos meses. Había descubierto la bondad humana, la había descubierto en él mismo. El hombre de guerra que siempre fue, había dado paso, como la oruga a la mariposa, al hombre de paz. En nombre del amor y de la nueva concordia nacida en su alma, el nuevo deán quería recuperar a Isabel. Quería devolverla a su casa, no como el objeto de placer que antes fue, el que le alegraba y atormentaba sus noches, sino como una compañera con

la que compartir las alegrías y asperezas de la existencia. Quería compensarla por las sevicias, los desprecios y las humillaciones, por los sufrimientos que había traído a su vida. A menudo se re-creaba imaginándola a su lado en calidad de ama libre, dueña de lo suyo, un ama que rigiera criados y mayordomo, una mujer a la que confiar sus íntimos temores, una compañera como la que tenían muchos clérigos, consejera, amiga y, a ratos, amante. Esperaba que ella entendiera y aprobara el cambio que se había operado en él. Estaba determinado a ofrecerle cualquier cosa con tal de recuperarla.

XXXI

Un paje del deán siguió a Isabel durante varios días. El mejor momento para abordarla era a la caída de la tarde, cuando Isabel, acompañada de una criada, inspeccionaba el trabajo de los telares en los Adarves Bajos. Al tercer día, el deán la abordó bajo los soportales, al final de la calle, cerca de la Alcantarilla, donde la escasez de transeúntes, debido a la hora avanzada, le garantizaban cierta reserva.

—¡Isabel!

La mujer sintió un sobresalto. Se llevó la mano a la garganta.

—¡Señor!

—¡No sabes el tormento que me causa tu ausencia!— dijo plantándose delante de ella, cerrándole el paso. Con una mano apartó bruscamente a la criadita como el que espanta una mosca.

Era él, menos compacto, menos seguro, más delicado, más cortesano. Incluso la voz parecía haberse afinado, la voz acostumbrada a mandar sin que nadie osara contrariarlo.

—¡Señor, déjame en paz, te lo pido por Dios!

—¿Que te deje en paz?— La voz se endureció, hasta adquirir el timbre de los viejos tiempos—.

¿Cómo puedo dejarte en paz si tú no me dejas a mí, si te tengo viva y candente en mis pensamientos, si no duermo pensando en ti…?

—¡Señor…!

La había abrazado y ella se sentía desmayar rodeada de aquellas palancas de acero que eran los brazos del deán. Un sofoco le subió a la garganta. El rostro se perló de sudor. Él insistió en el abrazo, la tomó en volandas y la empujó al interior de un zaguán, un cuchitril enlosado que apestaba a letrina.

—¡Isabel, apiádate de mí! ¡No puedo vivir sin ti! ¡Eres mi tormento! ¡No puedo vivir sin ti! ¡Te necesito a mi lado! ¡He maldecido mil veces mi torpeza al llevarte a la Ajarquía! De eso proceden todos nuestros males. Cuando todo esto pase volveremos a estar juntos.

—¡No, mi señor, ya nunca volveremos a estar juntos!— intentaba razonar la muchacha—. ¡Antes me quito la vida! Os sobran mujeres. Seguid vuestro camino.

—¡La única mujer que deseo eres tú! ¡La única que sacia mi sed, mi látigo y mi consuelo, mi pecado, mi cielo…!

La mención del látigo despertó en Isabel recuerdos que tenía medio olvidados. Después del amor, el deán, desnudo en medio de la sala, contemplaba la talla de Cristo crucificado de su capilla particular mientras Isabel lo azotaba con un látigo.

—¡Más fuerte, más fuerte, puta, si no quieres probarlo en tus carnes!— le gritaba el deán, sudoroso, medio sofocado por el dolor.

Isabel lo azotaba con todas sus fuerzas, levantándole verdugados de sangre en los blancos lomos, en los glúteos, en los muslos.

Luego, calmado el deán, lo cubría con un lienzo limpio y lo curaba, pinchaba las ampollas con un cristal, restañaba la sangre y el agua con un paño mojado, untaba las heridas con aceite templado, las vendaba. El deán se dejaba hacer, los ojos entrecerrados, como una nueva experiencia placentera. El castigo y la cura le producían tanto placer como el pecado mismo.

Algunas veces la maltrataba a ella, la desnudaba brutalmente, rasgándole la saya, la maniataba a una columna, o encima de un arcón, pasando las ligaduras por las asas, le golpeaba las nalgas con la parte gruesa del látigo, cuidando de no hacer sangre. Cuando ella lloraba suplicando clemencia le decía:

—¿Látigo o palo?

Ella se callaba. Volvía a golpearla hasta que con voz débil cedía.

—Palo.

El palo era el sexo. Entonces el deán la montaba de nuevo de espaldas, acaso analmente, sobre el arcón en el que guardaba sus casullas y ornamentos.

En un pebetero de bronce ardía incienso. La habitación del deán olía siempre a incienso cuando llamaba a su esclava.

Ahora estaba abrazado a ella en un zaguán oscuro, seis años después, sintiendo el calor de su cuerpo, sus formas, sus tetas firmes, la redondez de sus muslos. Sintió un desvanecimiento de placer. Sangre candente, súbita, le latía en la garganta.

La giró bruscamente y le mordió la nuca con aquellos dientes carniceros, un antiguo gesto de dolor y placer.

Ella se debatió débilmente como el gazapillo en las fuertes garras del águila. Se mareaba, se sumía en una ensoñación voluptuosa, enteramente involuntaria, una lasitud fatal que de pronto la asaltaba con fiebres que creía olvidadas. No tuvo fuerzas, ni ánimos, para resistirse.

Se repitió el ritual de antaño. Desmadejada por el mordisco en la nuca, que la transportaba a la linde misma del orgasmo, Isabel se sintió voltear sin voluntad ni fuerza. Él la besó abarcando con la boca la suya y le introdujo una lengua musculosa y ancha hasta el fondo de la boca. Hurgaba por abajo, levantando las faldas. El miembro del deán regresaba como antaño, duro como un hueso, largo y gordo, surcado de abultadas venas. La llenó toda en una brusca acometida. La cabalgó

brevemente con toda la furia de antaño y eyaculó un chorro de semen candente.

Isabel se arregló las faldas y tomó asiento, aturdida y desmadejada en el escaño del zaguán.

—¿Te ha gustado, amor?

La había llamado «amor».

Era él y al propio tiempo era otro. Era el mismo bárbaro, el pene duro que la violaba, que la mataba de placer, y al propio tiempo era el cortesano que nunca conoció.

—¿Por qué vuelves?

—¡Porque eres mía, porque no puedo vivir sin ti! Dime que te ha gustado.

—De sobra sabes que sí, señor, pero no quiero verte más. Ahora tengo otra vida.

—¡Tú no puedes tener otra vida fuera de la mía!— se enfurecía el deán—. ¡Me perteneces!

—¡Señor, por piedad!

—¡No hay piedad! La única piedad la tendrás a mi lado. Me perteneces.

Sonaron pasos en la calle. Isabel se compuso la ropa, se extendió la toca sobre la cabeza y salió.

La criadita que aguardaba bajo los soportales asomó tímidamente de las sombras. Isabel le tendió una mano.

—Vamos, Aldonza, que se nos hace tarde.

Desde los soportales, el deán miró alejarse a las mujeres. Suspiró profundamente y llevándose la mano a la poderosa nariz aspiró despaciosamente el aroma del sexo femenino prendido en ella.

—¡No renunciaré a ti, mujer, aunque mi alma inmortal se condene!— exclamó mostrándole los puños a la noche.

XXXII

Centurione refrenó su caballo y contempló el campamento, una sucesión de chozas tejadas y de tiendas de lona que se extendía ordenadamente por el llano formando calles por las que discurrían carros y soldados. Las fumarolas blancas de las cocinas de campaña se elevaban en la clara mañana.

Hasta sus oídos llegaba un rumor distante, familiar. Todos los campamentos se parecen, pensó.

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