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Authors: Juan Eslava Galán

El mercenario de Granada (8 page)

BOOK: El mercenario de Granada
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—Se llama Isabel de Hardón— informó entre dos sorbos—. Es una esclava cristiana.

—¿Una esclava?— se extrañó Jándula—. Iba vestida como una mujer libre, y de posibles.

Bagadadi se rió como si hubiera oído algo gracioso.

—Es que es la concubina favorita de Ubaid Taqafi— hizo un gesto obsceno—. La capturaron hace cuatro años, cuando la madre de todas las batallas en la Ajarquía. Ella tenía veinte años y era la barragana de un obispo. La llevaron a Gibralfaro, con el resto de los prisioneros, y fue la primera persona por la que preguntaron los alfaqueques que vinieron al rescate, pero Ubaid Taqafi se había encaprichado de ella y rechazó todas las ofertas. El obispo envió varias veces al alfaqueque, siempre con una oferta más sustanciosa, doscientas doblas creo, pero a Ubaid Taqafi le sobra el dinero y siempre dijo que nones.

—Razonable— dijo Jándula—. Es que es muy hermosa.

—Hermosa, sí, pero bastante arisca. A Ubaid Taqafi le gusta que sea así y la tiene en tanto aprecio que un día la matará a palos.

—¿Cómo es eso?

Bagadadi apuró de un trago el ajoblanco del fondo de la taza. Eructó apreciativamente.

—¡Qué rico estaba el jodido!

—¿Por qué la va a matar a palos?— insistió Jándula.

—Le ha salido rebelde y él se enfada de vez en cuando y le da una buena tunda de correazos cuidando de no dejar señales. Ubaid Taqafi es muy rico y le sobran las esclavas más jóvenes y sumisas que ella, pero Isabel es su favorita. Cuando uno se acostumbra a un coño, eso es lo que pasa, que a los demás parece que les falta algo.

Aquella noche Jándula informó a Orbán. El búlgaro no hizo ningún comentario. Sólo repitió un par de veces el nombre de la mujer: Isabel.

—Es un nombre bastante corriente entre las cristianas— le dijo Jándula—. Así se llama la mujer de Fernando, la reina de Castilla, y así se llamaba, cuando era cristiana, Aixa, la mujer de Muley Hacen, que Alá tenga en su gloria, antes de hacerse musulmana.

Conversaron de otras cosas, pero la conversación regresaba indefectiblemente a Isabel y a su entorno.

—Ese Ubaid Taqafi pertenece al grupo de Alí Dordux, el cabecilla de los mercaderes que quieren pactar con Fernando— dijo Jándula—. Al-Zagal no se atreve a atacarlos porque dominan las reservas de grano de la ciudad, y si no fuera por ellos ya nos habríamos muerto de hambre, pero es del dominio público que ellos preferirían pactar con Fernando para conservar sus propiedades. Son todos muy ricos y les da igual que los gobierne un cristiano o un musulmán, con tal de conservar sus negocios.

IX

Las siete hermanas Jimenas tronaron tres veces a lo largo de la mañana. Los veintiún impactos se concentraron en una de las barreras exteriores de Gibralfaro, en la que produjeron graves destrozos. Desde las almenas, los guardas céneles veían llegar los bolaños de granito con su zumbido característico, parecido al que produce un manto de seda al desgarrarse.

—Todos aciertan en el mismo lienzo, con poca variación— comentó Jándula, como para asegurarse de que se encontraba a salvo, a cincuenta pasos del blanco.

Estaban en la terraza almenada de una de las torres de la alcazaba. Cuando se disipaba la nube de humo en el cerrete de los Lirios veían hormiguear a los artilleros de Fernando detrás de los cestones, obedeciendo las órdenes del artillero jefe, un hombre alto, de perpunte dorado, con plumas en la cimera y un bastón de mando en la mano.

Él personalmente acercó la vara de hierro con la punta al rojo vivo al oído de la bombarda principal.

Rugió el cañón escupiendo un chorro de fuego y humo.

Tembló la muralla al impacto. El muro quedó reducido a un montón de escombros.

Orbán asistía a la actuación de la artillería cristiana con distante interés. Al primer disparo se apostó en una torre lateral desde la que se observaba mejor al enemigo.

El Zegrí no tardó en aparecer con cara de haber dormido mal y su habitual escolta de cenetes. Se situó junto a Orbán.

—Aquél más alto que lleva un bastón en la mano es Francisco Ramírez de Madrid— lo señaló.

El jefe de los artilleros de Fernando era un guerrero experimentado y buen conocedor de su oficio.

Dirigía a sus hombres con autoridad, señalándolos con el bastón. Orbán podía adivinar sus palabras: tú limpia la caña, tú cubre con mantas el cañón.

—Los abrigan para que no se resfríen— bromeó Alí el Cojo—. ¡Con el calor que hace!

Orbán lo miró, sorprendido.

—¿No sabes por qué hacen eso?

—No, no lo sé— admitió el Cojo encogiéndose de hombros.

—Porque si no abrigas las bombardas gruesas se enfrían demasiado rápidamente y acaban por agrietarse a los pocos disparos.

—Lo que le pasa a algunas de las nuestras— comentó el Cojo—. Si hubieras llegado antes tendríamos más bombardas.

Lo había dicho en presencia del Zegrí. Las reservas del primer momento habían desaparecido.

Ahora Alí el Cojo se había convertido en el más fiel colaborador de Orbán. Incluso a veces rivalizaba con Jándula por servirlo.

El resto de la mañana Orbán estuvo más atento a cómo dirigía el fuego Ramírez de Madrid que al fuego mismo y a sus efectos sobre las defensas de Gibralfaro. Esa parte parecía no importarle. Intentaba conocer a su oponente.

Cuando cayó la noche, el Zegrí convocó al herrero.

—¿Qué te ha parecido la artillería de Fernando?

—Tienen bombardas potentes y saben usarlas— dijo Orbán.

—¿Qué necesitas para construir una bombarda igual de potente que las pueda alcanzar?

—Eso llevaría unos cuantos meses, y quizá para cuando las tengamos sea tarde.

El Zegrí lo fulminó con la mirada.

—¿Tarde?— rezongó—. ¿Por qué va a ser tarde? ¿Quién te ha contado que nos vamos a rendir?

¡Funde tus bombardas lo antes posible y no te preocupes de ninguna otra cosa! Yo he tomado este cargo con la obligación de morir defendiendo mi ley y la ciudad y la honra del que me lo entregó.

Orbán asintió.

—En ese caso, primero tendré que construir los hornos y acopiar mucho carbón y el metal, varios quintales de cobre y mucho estaño.

—Pide todo lo que necesites. Hazme una lista. Pero no quiero dilaciones ni pretextos. Ninguna cabeza está segura aquí y la tuya es como las demás.

Orbán no dijo nada, pero le sostuvo la mirada al Zegrí durante unos segundos.

—Si no tienes otra cosa que decirme, regresaré a la faena.

El Zegrí hizo un gesto displicente con la mano. Estaba furioso y lo enfurecía aún más la aparente indiferencia del búlgaro.

A la mañana siguiente, el Zegrí envió al herrero una hermosa sandía. Era su manera de disculpar-se por la brusquedad de la víspera.

Orbán organizó un equipo de trabajo para construir los hornos, junto al puerto, según las trazas que él mismo dibujó con ayuda del maestro de obras Ahmed Qasi. Otro equipo fabricaría carbón de buena calidad. Afortunadamente disponían de abundante leña en las atarazanas y en otros depósitos de la ciudad. El tercer grupo congregó a quince herreros de Málaga, el gremio al completo.

Tras unos días de prácticas, para que comprendieran su método de trabajo, los puso a fabricar espingardas. Orbán había diseñado una espingarda más ligera que la que se estilaba entonces, sin armazón de madera, con la caña algo más larga. También instruyó a nuevos espingarderos en el manejo del arma y rescató muchas espingardas cristianas, de las tomadas al enemigo en el descalabro de la Ajarquía, que estaban oxidándose en los depósitos del arsenal.

Le parecía un atraso que todavía los musulmanes usaran honderos en tiempos de la ballesta y de la pólvora.

En cuanto a los metales, Orbán envió un par de cartas al Zagal solicitando más cobre, todo el que se pudiera allegar. A pesar del bloqueo, las pateras continuaban llegando al puerto, las noches sin luna, con vituallas y muhaidines zarrapastrosos y hambrientos, deseosos de inmolarse frente a los cristianos para convertirse en mártires de la fe.

Las noches de Orbán se habían vuelto inquietas. A pesar de que se acostaba agotado por un día de intenso trabajo, no conciliaba fácilmente el sueño. Hacía esfuerzos por beber menos, casi siempre fallidos. Algunas noches le daban las tantas de la madrugada bajo el manto de estrellas, en su camastro, las manos bajo la nuca pensando en la cautiva cristiana, en Jana, en la misteriosa identidad que creía descubrir entre las dos mujeres. ¿Era un milagro del amor que se hubiera encarna-do en Isabel de Hardón? Había oído, una vez, a un juglar griego, en la plaza de Yenikapi, en Estambul, que cada persona tiene en el mundo un doble exacto porque la naturaleza gusta de los juegos especulares y de las simetrías. Pero el mundo es tan vasto que raramente uno se encuentra con su doble. ¿Quizá fue designio de los providentes dioses que el rey de Almería solicitara ayuda de Bayaceto y que Bayaceto decidiera enviarlo a él en lugar de su padre y que finalmente al-Zagal lo empleara en Málaga, todos propiciando el ciego destino que había dispuesto que él, que lloraba cada noche la pérdida de su amada, volviera a encontrarse con ella, en la misma forma, aunque en muy distinto lugar y en medio de adversas circunstancias?

Una mañana, mientras desayunaba su tazón de leche de cabra y tostadas de pan con aceite, le preguntó a Jándula:

—¿Tú crees que podría comprarle la esclava a Ubaid Taqafi?

Jándula le dirigió una mirada conmiserativa.

—¿Tanto te ha trastornado esa mujer, amo? ¡Verdaderamente estás loco! Ubaid Taqafi no se desprenderá de ella por todo el oro del mundo. Oro es lo que le sobra y, como ves, en las presentes miserias, no tiene dónde gastarlo.

Parecía conformarse Orbán, pero seguía rumiando sus pensamientos, pensando maneras de acercarse a la esclava, imaginando trazas para conseguirla y llevarla al Valle del Hierro, cuando terminara su misión en Occidente.

Orbán era un hombre de método y rutinas. Se despertaba a la misma hora, desayunaba y se iba al arsenal a vigilar las herrerías y la casa de la pólvora. A media mañana cruzaba la ciudad, siempre a pie, y se dirigía a la muralla. Regresaba al arsenal a la hora de la siesta y a media tarde inspeccionaba de nuevo las herrerías y subía a Gibralfaro. Cada día, en un momento u otro, informaba al Zegrí de la marcha de los trabajos que tenía encomendados. Después de aquel encuentro con la esclava cristiana cambió su costumbre. El paseo del arsenal a la muralla se alargó para incluir los lugares donde podía tropezarse con ella y la rutina se alteró para amoldarse a las horas en que ella solía salir, a media mañana o a media tarde.

Desde entonces menudearon los encuentros fugaces, sin ponerse previamente de acuerdo. Él sabía dónde podía encontrarla y ella sabía dónde podía buscarla su desconocido admirador. Isabel se había informado sobre la identidad del herrero turco que la seguía por mercados y callejas.

Un día Jándula regresó del mercado alborozado.

—¡Amo, noticias frescas! Anoche huyeron en un bajel cristiano Ubaid Taqafi y otros pocos traidores de los de Alí Dordux, el rico.

—¿Y Alí Dordux?

—Ése no, aunque es el jefe, se ha quedado, haciendo protestas de fidelidad a al-Zagal. No se quiere despegar de sus almacenes.

—¿Ubaid Taqafi se ha marchado, dices?

—Ha desertado.

—¿Con…?— titubeó Orbán.

—No. ¡Ahí está lo bueno! ¡A su esclava la ha dejado atrás! Dicen que después de embarcar su tesoro regresaba por ella, cuando dieron la alarma, el puerto se llenó de antorchas y, viendo el peligro que corría, prefirió regresar al barco.

No se hablaba de otra cosa en Málaga. El Zegrí hizo decapitar a cinco mercaderes atrapados cuando pretendían abandonar Málaga y encarceló a una docena de sospechosos. Alí Dordux no se atrevía a salir de su palacio, guardado por una escolta de mercenarios negros. Aunque no había pruebas contra él, todos los huidos eran gente de su cuerda. Se rumoreaba que estaban en tratos secretos con Fernando, que una comisión se había entrevistado con el rey cristiano en Tordesillas.

Aquella noche, Orbán soñó que él e Isabel se encontraban. Él la había seguido por las galerías cubiertas de la alcaicería. Entre el gentío, la perdió de vista. La buscó en un par de tiendas donde podía haber entrado, sin encontrarla. Le había perdido la pista. De pronto, al girarse, se dio de bruces con ella.

—¿Por qué me sigues, hombre?— le preguntó la muchacha mirándolo directamente a los ojos.

Orbán se sonrojó tan violentamente que le pareció que las orejas le iban a estallar.

—Te llamas Isabel— balbució—. No sé por qué te sigo. Me desvelo por las noches pensando en ti.

—Te llamas Orbán, el herrero. Me han dicho que has venido de muy lejos para construir cañones.

Vistes como un pordiosero pero en tu tierra eres un gran señor.

—¿De verdad visto como un pordiosero?— preguntó Orbán casi aliviado por el giro frívolo de la conversación.

—No, no es cierto— concedió ella con una sonrisa—, lo que pasa es que se nota que no tienes una mujer a tu lado. Vas un poco desaliñado. Y ese turbante de la cabeza te envejece, aunque supon-go que lo llevas para parecer más alto.

—Es que en mi tierra todos lo usamos.

Pasó algún conocido y la mujer se alteró visiblemente.

—¡Tengo que marchar!— dijo, cortante.

—¿Podremos vernos otro día?

—No sé. Ahora tengo que irme.

Fue todo. Cuando despertó del sueño se sintió feliz. Le parecía que era premonitorio de un próximo encuentro. Quizá ella era así, tan dulce, la voz ligeramente ronca, como arenosa, hablando árabe con un fuerte acento de Castilla.

Estuvo unos días sin verla. Ella apenas salía. Cuando reapareció llevaba puesta la túnica azul añil del primer día.

X

Sucedieron unos cuantos días tranquilos. Los cristianos estaban fortificando su campamento, sin prisa. En medio de esos preparativos, el Zegrí se impacientaba por ver actuar a su artillero jefe.

Quería probar la famosa pólvora graneada.

A primeros de agosto, cuando rompen los huevos de la culebra y saltan de sus nidos los pollos del águila real, Orbán apareció una mañana recién afeitado y con el pelo recortado, bajó al polvorín y escogió un barrilete de pólvora. Lo destapó, introdujo una mano en él y se tiznó la cara.

—¿Y eso, amo?— preguntó Jándula.

—Te guarda de la acidez del humo, pero no te guarda de las preguntas de los bobos.

—Ya veo que estás de humor— dijo Jándula. Y se alegró de corazón de que el artillero hubiera cambiado su natural melancólico.

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