Había llegado el momento de llevar a cabo un cambio radical.
Harry Crosby fue uno de mis ídolos de la adolescencia. Crosby fue un poeta de los años veinte y, aunque lo cierto es que sus poemas no valían nada, su estilo de vida, en cambio, fue legendario. Sobrino y ahijado de J. P. Morgan, se codeó con la jet
set
(fue amigo de Ernest Hemingway y de D. H. Lawrence), fue el primero en publicar partes aisladas del Ulises de Joyce, y pronto se convirtió en símbolo decadente de la generación perdida. Asiduo consumidor de opio, vivió una vida intensa y juró que estaría muerto antes de cumplir los treinta. A los veintidós años se casó con Polly Peabody, la inventora del sujetador sin tirantes, a quien convenció de que se cambiase el nombre por el de Caresse (1). Durante su luna de miel se encerraron en una habitación con una montaña de libros y no hicieron otra cosa que leer. A los treinta y un años, cuando se dio cuenta de que su estilo de vida no lo había matado, Crosby se pegó un tiro.
Aunque no tenía una Caresse que lo hiciera conmigo, yo también me encerré una semana en mi habitación, al estilo Harry Crosby, y leí libros, escuché cintas, vi vídeos y estudié los posts que Mystery había publicado en su foro. En otras palabras, me sumergí en el estudio de la teoría de la seducción. Tenía que desprenderme de la piel de Neil Strauss para convertirme en Style, pues quería estar a la altura de las expectativas de Mystery y de Sin.
Para conseguirlo, no sólo tendría que cambiar las cosas que les decía a las mujeres, sino también mi manera de comportarme. Debía tener más confianza en mí mismo, tenía que resultar más interesante, parecer más resuelto, desenvolverme con más elegancia, convertirme en el macho alfa que nadie me había enseñado antes que podía llegar a ser. Tenía que recuperar todo el tiempo perdido, y tenía que hacerlo en seis semanas.
Compré libros sobre lenguaje corporal y
técnicas
sexuales. Leí antologías de fantasías sexuales femeninas, como Mi jardín secreto, de Nancy Friday. Quería interiorizar la idea de que las mujeres anhelan tanto el sexo como nosotros, si es que no lo anhelan incluso más; lo que no desean es que las presionen, que les mientan ni que les hagan sentirse sucias.
Compré libros de marketing, como el mítico Influencia de David Cialdini, en el que aprendí algunos de los principios básicos que guían las decisiones de la mayoría de las personas. El más importante es la prueba social, que es la noción según la cual si la mayoría de las personas hacen algo entonces ese algo debe de ser bueno. O sea, que resulta mucho más fácil conocer a una mujer en un bar si entras del brazo de una chica guapa (un
pivote
, como lo llaman en la comunidad) que estando solo.
Vi todas las cintas de vídeo que me había dado Grimble, tomando notas, memorizando patrones y frases de afirmación: «Cruzarse conmigo es lo mejor que le puede ocurrir a una mujer». Una frase y un
patrón
no son lo mismo. Una frase es, básicamente, cualquier comentario aprendido de antemano que le hagas a una mujer. Un
patrón
es un guión más elaborado y diseñado específicamente para seducirla.
Los hombres y las mujeres piensan y reaccionan de forma diferente. Para excitarse, a un hombre le basta con ver la portada de un Playboy; de hecho, le basta con ver un aguacate deshuesado. Sin embargo, según los discípulos de la Seducción Acelerada, las imágenes y el lenguaje directo funcionan peor con las mujeres, que son más sensibles a la metáfora y a la sugestión.
Uno de los patrones más famosos de Ross Jeffries se basa en un programa del Discovery Channel sobre el diseño de las montañas rusas como metáfora de la atracción, la confianza y la excitación, que a menudo son requisitos previos al sexo. El
patrón
describe la «atracción perfecta», que proporciona una sensación de excitación extrema al elevarse lentamente hacia la cumbre y después lanzarse velozmente al vacío; además, las montañas rusas están diseñadas para ofrecer esa experiencia, de manera que los que monten en ella se sientan seguros y confiados. El resultado es que, en cuanto acaba el trayecto, quieres volver a subirte y repetir la experiencia una y otra vez. Aunque parece poco probable que un
patrón
como ése sea capaz de excitar a una chica, desde luego es mejor que hablarle del trabajo.
Pero a mí no me bastaba con estudiar las
técnicas
de Ross Jeffries. Dado que sus teorías se basaban en la programación neurolingüística, queriendo saber más, compré libros de Richard Bandler y John Grinder, los dos catedráticos de la Universidad de California que desarrollaron y popularizaron la escuela de hipnopsicología en los años setenta.
Después de la
PNL
llegó el momento de aprender alguno de los trucos de Mystery. Me gasté ciento cincuenta dólares en tiendas de magia, comprando vídeos y libros sobre levitación, aprendiendo a doblar metales y a leer el pensamiento. Mystery me había enseñado que una de las cosas más importantes que podía hacer un hombre al conocer a una mujer atractiva era demostrar su valía. En otras palabras, ¿qué me hace mejor que los veinte tipos que ya se han acercado a la chica antes que yo? Bueno, desde luego doblar un tenedor con la mirada o adivinar cómo se llama ya es algo a mi favor.
Para poder demostrar mi valía me compré libros sobre análisis caligráfico, sobre lectura de runas escandinavas y sobre el tarot. Al fin y al cabo, no hay nada de lo que le guste hablar más a una persona que de sí misma.
Tomé notas sobre todo lo que estudié, inventando frases y tácticas. Y como consecuencia de todo ello, descuidé el trabajo, a mis amigos y a mi familia, pues dedicaba dieciocho horas al día a mi misión.
Una vez almacenada toda la información en mi cerebro, empecé a trabajar en mi lenguaje corporal. Me apunté a clases de swing y de salsa. Alquilé
Rebelde sin causa
y
Un tranvía llamado deseo
para imitar los gestos y las poses de James Dean y Marlon Brando. Estudié cada movimiento de Pierce Brosnan en su versión de
El secreto de Thomas Crown
, de Brad Pitt en
¿Conoces a Joe Black?
, de Mickey Rourke en
Orquídea salvaje
, de Jack Nicholson en
Las brujas de Eastwick
y de Tom Cruise en
Top gun
.
Tuve en cuenta cada detalle de mi comportamiento físico. ¿Balanceaba los brazos al andar? ¿Los sacaba un poco hacia afuera, como lo haría alguien con grandes pectorales? ¿Caminaba con un aire arrogante? ¿Podía sacar más el pecho? ¿Mantener la cabeza más erguida? ¿Caminar con las piernas más separadas, como si éstas intentaran moverse alrededor de unos genitales enormes?
Tras hacer todo lo que pude por mi cuenta, me apunté a un taller de
Técnica
Alexander para mejorar mi postura y deshacerme de la maldición de los hombros estrechos que había heredado de mi familia paterna. Y, dado que nadie entiende nunca nada de lo que digo, también acudí a clases particulares de retórica y de canto.
Me compré chaquetas elegantes y camisas de vivos colores, y me engalané con todos los accesorios que pude. Me compré anillos, una cadena y todo tipo de piercings falsos. Probé a llevar sombreros vaqueros, boas de plumas, collares con luz y hasta gafas de sol en espacios cerrados; todo para ver cómo reaccionaban las mujeres. En mi fuero interno, la mayoría de mis chillones accesorios me parecían una horterada, pero lo cierto era que la teoría del pavoneo de Mystery funcionaba. Llevar una prenda que destacara ofrecía una excusa para entablar conversación conmigo a las mujeres que estuvieran interesadas en conocerme.
Salía prácticamente todas las noches con Grimble, con Twotimer y con Ross Jeffries y, poco a poco, fui aprendiendo a comportarme de manera distinta con las mujeres. Las mujeres están hartas de tratar con tipos corrientes que hacen las mismas preguntas de siempre: «¿De dónde eres? ¿En qué trabajas?». Con nuestros patrones, nuestros trucos y nuestras tácticas, nosotros éramos como héroes caídos del cielo para salvar del hastío a las hembras del planeta.
Aunque, claro, no todas las mujeres sabían apreciar nuestros esfuerzos. Aunque ninguna mujer me diera una bofetada, me gritara ni me tirase la copa a la cara, la posibilidad de un fracaso sonado siempre estaba presente en mi cabeza. Estaba el caso de Jonah, un miembro virgen de la Comunidad al que una chica borracha había golpeado, dos veces, en la nuca al interpretar él mal sus IDI. O el de Little Big Dick
[2]
, un miembro de la Comunidad de Alaska que estaba sentado en un bar, hablando con una chica, cuando el novio de ésta se acercó a él por la espalda, lo tiró al suelo y estuvo pegándole patadas en la cara durante dos minutos, con lo que le fracturó la órbita de un ojo, además de dejarle huellas de las suelas de sus botas por toda la cara.
Pero ésas eran las excepciones; o al menos eso esperaba yo.
Y, aun así, mientras iba a Westwood, el barrio en el que está la universidad de UCLA, dispuesto a llevar a cabo mi primer sargeo diurno, esos dos casos no dejaban de rondarme la cabeza. Al llegar al barrio de la universidad, a pesar de que llevaba una chuleta con mis frases de entrada y mis tácticas favoritas en uno de los bolsillos traseros de mis vaqueros, no podía evitar temblar de miedo mientras recorría las calles a pie, buscando una mujer a la que abordar.
Al pasar por delante de una franquicia de Office Depot, vi a una chica con gafas marrones y una corta melena rubia que le flotaba sobre los hombros. Tenía unas curvas suaves y armoniosas —perfectamente dibujadas por unos vaqueros ajustados, pero sólo lo estrictamente necesario— y una piel preciosa, del color de la mantequilla quemada; parecía un tesoro por descubrir.
Ella entró en la tienda y yo decidí pasar de largo, pero, al hacerlo, volví a verla a través del escaparate. Parecía una fría intelectual cuya bomba interior todavía no había explotado; alguien con quien podría hablar sobre películas de Tarkovsky antes de ir a una exhibición de camiones con ruedas gigantes, una chica digna de convertirse en mi propia Caresse. Sabía que, si no la abordaba, después me arrepentiría de no haberlo hecho. Así que me decidí a llevar a cabo mi primer intento de ligue diurno. Además, me dije, para darme confianza, seguro que de cerca no estaba tan buena.
Entré en la franquicia y la encontré en el pasillo de los sobres.
—Perdona, ¿te importaría ayudarme a resolver un debate interior que me está torturando? —le dije. Mientras pronunciaba las palabras advertí que, de cerca, era todavía más guapa. Estaba ante una verdadera chica 10. Y, aun así, tenía que seguir el protocolo y lanzarle un
nega
—. Quizá no debería decirte esto —balbuceé—, pero crecí viendo dibujos de Bugs Bunny y tengo que decirte que tienes unos dientes adorables; me recuerdan a los de mi conejo favorito.
Quizá me hubiera pasado. Me había inventado el
nega
sobre la marcha y lo más probable era que ella estuviera a punto de darme una bofetada.
Pero, en vez de pegarme, la chica sonrió.
—Si te oyera mi madre, te mataría —me dijo—. ¡Con el dineral que se ha gastado en ortodoncia!
La chica 10 estaba flirteando conmigo.
Llevé a cabo la rutina de adivinar un número y, afortunadamente, ella eligió el siete. Le pregunté en qué trabajaba y me respondió que era modelo y que tenía un programa propio en la TNN. Mientras más hablábamos, más parecía disfrutar ella de mi compañía. Pero, al ver que las cosas funcionaban, empecé a ponerme nervioso. No podía creer que una mujer como aquélla pudiera interesarse por mí. Y, en la tienda, todo el mundo parecía mirarnos. No podía seguir adelante.
—Llego tarde a una cita —le dije, al tiempo que las manos me temblaban por los nervios—, pero debe de haber algo que podamos hacer para continuar esta conversación en otro momento.
Era la rutina del número de teléfono de Mystery. Un maestro de la seducción nunca le da su teléfono a una chica, porque es posible que ella no lo llame. Ni siquiera debe pedírselo, pues ella podría no dárselo. Un MDLS tiene que conseguir que sea la chica quien le dé su teléfono por propia iniciativa.
—Podría darte mi número de teléfono… —se ofreció ella.
Escribió su nombre seguido de un número de teléfono y una dirección de correo electrónico. Yo no podía creerlo.
—La verdad es que no salgo mucho —me advirtió.
Yo pensé que quizá se estuviera arrepintiendo de haberme dado su teléfono.
Al volver a casa, me saqué el pedazo de papel del bolsillo y lo coloqué delante del ordenador. Si de verdad era modelo, seguro que encontraba una foto suya en Internet. Y, aunque sólo me había dado su nombre de pila —Dalene—, su dirección de correo electrónico también incluía su apellido: Kurtis. Escribí las palabras en Google y aparecieron más de cien mil resultados.
Acababa de conseguir el número de teléfono de la Playmate del año.
Todas las tardes me sentaba delante del teléfono y miraba el número de Dalene Kurtis, pero no conseguía llamarla. No tenía la suficiente confianza en mí mismo como para llamar a aquel espécimen perfecto del sexo femenino. ¿Cómo iba a tener yo una cita con una mujer como Dalene?
Todavía recuerdo cuando, con diecisiete años, quedé para comer con una chica que se llamaba Elisa. Estaba tan nervioso que me temblaban la voz y las manos. Y cuanto más nervioso me ponía, más incómoda la hacía sentir a ella. Cuando por fin llegó la comida, yo ni siquiera era capaz de masticar delante de ella. Fue un completo desastre, y eso que ni siquiera era una cita de verdad. ¿Qué no me podría pasar si me citaba con una Playmate?
Hay una palabra que describe cómo me sentía: indigno. Me sentía indigno de una chica como Dalene.
Así que esperé tres días. Después retrasé la llamada un día más y luego pensé que, si la llamaba durante el fin de semana, ella pensaría que no tenía vida social propia, así que sería mejor esperar hasta el lunes. Y, al llegar el lunes, me di cuenta de que hacía una semana que me había dado su teléfono. Lo más probable era que, a esas alturas, ya se hubiera olvidado de mí. Como mucho habríamos hablado diez minutos. Yo no era más que un tipo raro que había conocido en una papelería. No había ninguna razón para pensar que una mujer como ella, que podría salir con cualquier hombre de este hemisferio, quisiera volver a verme. Así que, al final, no la llamé.
Siempre he sido el peor enemigo de mí mismo.