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Authors: Edgar Wallace

Tags: #Policíaco

El misterio de la vela doblada (14 page)

BOOK: El misterio de la vela doblada
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T. X. notó que no sonreía, y que cuando hablaba lo hacía lentamente y con cuidado, como si fuera pesando el valor de cada palabra.

—Y ahora he venido a ponerme en manos de ustedes.

—Supongo que no habrá usted visto a Kara —observó T. X.

—No tengo el menor deseo de ver a Kara —contestó el otro secamente.

—Escuche,
mister
Lexman —dijo el jefe—: me parece que no se le sigue a usted proceso por la fuga. Entre paréntesis, ¿se fugó usted en aeroplano?

Lexman hizo un gesto afirmativo.

—Y le ayudaron a usted, ¿verdad?

—Mire,
sir
Jorge: a menos que me obligue usted a lo contrario, preferiría no hablar del asunto durante algún tiempo. Han de ocurrir muchas cosas antes que se haga pública la historia completa de mi fuga.

Sir
Jorge hizo un gesto de simpatía.

—Dejemos, pues, este asunto, y ahora espero que habrá usted regresado para deleitarnos con una de sus maravillosas novelas.

—Por ahora se han terminado para mí las novelas maravillosas —replicó Juan Lexman, hablando siempre en aquel tono lento y casi temeroso—. Espero salir de Londres la semana que viene para Nueva York para recoger las hebras de mi vida que queden. La más importante se ha roto para siempre.

Los tres policías comprendieron.

El silencio que siguió fue interrumpido por el insistente sonar del timbre del teléfono.

—Es el teléfono de Kara —dijo Mansus, levantándose.

En dos zancadas se acercó al aparato y descolgó el receptor.

—¡Diga! —gritó—. ¡Diga! —volvió a gritar.

No recibió respuesta; sólo un zumbido continuo, y cuando colgó el aparato volvió a sonar el timbre.

—Está estropeado —dijo Mansus.

—Pruebe otra vez a ponerse al habla —le elijo T. X. Meredith.

Mansus obedeció, pero con el mismo nulo resultado.

—Me parece que esto no es asunto de mi incumbencia —dijo Juan Lexman, cogiendo su abrigo—. Estoy a sus órdenes,
sir
Jorge. ¿Qué me manda?

—Mandarle, nada. Únicamente le ruego que venga mañana a vernos, Lexman —contestó
sir
Jorge, alargándole la mano.

—¿Dónde se hospeda usted? —preguntó T. X.

—En el Great Midlans. Por lo menos allí ha ido a parar mi equipaje.

—Mañana por la mañana iré a verle. Es curioso que esto haya ocurrido precisamente la noche de su regreso —dijo, oprimiendo afectuosamente los hombros de su amigo.

Juan Lexman tardó en contestar.

—Si algo le ocurre a Kara —dijo lentamente—, si le ocurre lo peor que puede ocurrirle a un hombre, créame usted que no lo sentiré.

T. X. le miró con simpatía.

—Bien le ha perjudicado a usted, pobre amigo mío.

—Sí —contestó Lexman—. ¡Maldito sea!

En la puerta de la calle esperaba el automóvil del jefe superior. En él subieron T. X., Mansus y un sargento de Policía, y el vehículo salió disparado en dirección a la plaza Cadogan. Fisher estaba en el vestíbulo cuando sonó el timbre, y abrió la puerta en el acto.

Quedó francamente sorprendido al ver a los recién llegados.
Mister
Kara estaba en su alcoba, según explicó, dándose ligeramente por ofendido, como debiera saber
mister
Meredith sin necesidad de que se lo dijeran. No le había llamado, y por consiguiente, no había subido a la habitación.

—Tengo que subir a verle a las once —añadió—, y tengo órdenes terminantes de no entrar si no me llaman.

T. X. subió corriendo la escalera y se encaminó en derechura a la alcoba de Kara. Llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamar, y como tampoco le contestaran golpeó fuertemente la puerta con el pie.

—¿Hay teléfono abajo? —preguntó.

—Sí, señor —contestó Fisher.

T. X. se volvió al sargento.

—Telefonee a Scotland Yard y que me envíen a un hombre con un maletín de herramientas. Tendremos que abrir con ganzúa esta cerradura.

—La ganzúa no servirá de nada, señor —observó Fisher, como espectador interesado—.
Mister
Kara ha echado el cerrojo.

—Es cierto; lo había olvidado. Pues diga usted que traiga una sierra, Tendremos que cortar todo el tablero.

Mientras esperaban la llegada del funcionario pedido, T. X. se esforzó en llamar la atención de los habitantes de la casa, pero sin resultado.

—¿Acostumbra tomar opio o alguna droga? —preguntó Mansus.

Fisher negó con la cabeza.

—Jamás le he visto tomar nada por el estilo.

T. X. hizo un rápido reconocimiento de las demás habitaciones de aquel piso. La habitación inmediata a la alcoba de Kara era la biblioteca; más allá había un tocador, que, según Fisher, había usado
miss
Holland, y en el extremo más distante del pasillo estaba el comedor.

Frente al comedor había un pequeño ascensor de servicio, y a su lado un cuarto de trastos que contenía un gran número de baúles, entre ellos uno muy grande, materialmente cubierto de rótulos en tres idiomas, que decían: «Manejadlo con cuidado.» No había nada interesante en aquel piso, y el de arriba y el de abajo podían esperar.

Al cabo de un cuarto de hora llegó el carpintero de Scotland Yard, que trabajó con afán, y en poco tiempo tuvo aserrado un agujero en el grueso tablero de la puerta de la alcoba.

A través de este agujero, T. X. no pudo ver más que la habitación a oscuras, a excepción del resplandor del fuego que ardía en la chimenea. El detective metió la mano, encontró la barra del cerrojo, que ya había examinado disimuladamente en su visita anterior, la descorrió y abrió la puerta.

—Atrás todo el mundo —ordenó.

Buscó el conmutador de la luz; lo encontró, e instantáneamente la habitación quedó inundada de violento resplandor. La cama quedaba tapada por la puerta abierta. T. X. avanzó un paso en la habitación y vio lo suficiente. Kara yacía boca arriba, con la mitad superior del cuerpo en la cama. Estaba completamente muerto, y la mancha de sangre encima de su corazón era lo bastante elocuente.

T. X. se le quedó mirando un momento; vio el horror a la muerte helado sobre la cara del griego; luego retiró la vista y contempló la habitación. Y allí, en el centro de la alfombra, encontró algo que le llamó la atención: una velita doblada y retorcida, exactamente como las que ponen los niños en los árboles de Navidad.

CAPÍTULO XIV

Fue Mansus quien encontró la segunda vela, que era un objeto más resistente. Estaba debajo de la cama. El teléfono estaba derribado sobre la mesa que le servía de soporte, y el receptor yacía en el suelo. En la mesa había también dos libros:
La cuestión balcánica
, de Villari, y
Viajes y política en él Próximo Oriente
, de Miller. Con ellos había una larga plegadera de marfil.

No había nada más en la mesa, a excepción de una caja de plata para cigarrillos. T. X. se puso un par de guantes y examinó la brillante superficie en busca de huellas digitales; pero un examen superficial no reveló semejante indicio.

—Abra la ventana —dijo—. Hace aquí un calor intolerable. Tenga cuidado, Mansus. Por supuesto, la ventana estará cerrada.

—Cerrada y atrancada —contestó el inspector; y después de un cuidadoso examen levantó la falleba, abrió las hojas, y en aquel momento empezó a sonar áspera y repetidamente un timbre en el piso bajo.

—Será el timbre de alarma —dijo T. X.—. Baje y hágalo callar.

Se dirigió a Fisher, que estaba en la puerta con expresión angustiada. Cuando hubo desaparecido, T. X. miró significativamente a uno de sus subordinados, y el hombre salió detrás del criado.

Fisher detuvo el timbre, y al volver al vestíbulo del piso bajo quedó ante la chimenea verdaderamente trastornado. Cerca del fuego había una gran mesa escritorio de roble, y en ella un sobre, en el que no había reparado antes, aunque ya debía de llevar allí algún tiempo, pues el criado había pasado la mayor parte de la noche en la cocina con la cocinera.

Cogió el sobre y estremeciéndose, vio que iba dirigido a él mismo. Lo abrió y sacó una tarjeta. Sólo tenia escritas unas pocas palabras, pero fueron las suficientes para hacerle perder el color de la cara y temblar violentamente las manos. Cogió el sobre y la tarjeta y los echó al fuego.

Resultó que en aquel momento Mansus llamó desde arriba, y el agente encargado de vigilar al criado subió las escaleras en respuesta a la llamada. Fisher vaciló un instante. Luego, sin sombrero y en mangas de camisa como estaba, abrió la puerta, la dejó a medio cerrar detrás de sí, bajó los escalones de la calle y se alejó de la casa corriendo como un gamo.

El médico, que llegó poco después, se condujo muy cautamente al determinar la hora del fallecimiento.

—Si dicen ustedes que empezó el teléfono a sonar a las diez y veinticinco, ésa fue probablemente la hora en que le matarían. Evidentemente, el asesino le cogió por la garganta con la mano izquierda, se ven las señales en el cuello, y le dio de puñaladas con la derecha.

Fue en aquel momento cuando se notó la desaparición de Fisher; pero el interrogatorio de la espantada
mistress
Beale disipó todas las dudas que T. X. tenía respecto a la culpabilidad del hombre.

—Ponga usted una circular ordenando su detención —dijo T. X. a Mansus—. Estuvo con la cocinera desde el momento en que salió el último visitante hasta pocos minutos antes que llamáramos nosotros. Además, es evidentemente imposible para nadie entrar en esta habitación y volver a salir. ¿Ha registrado usted el cadáver?

Mansus trajo una bandeja, sobre la que se habían depositado los objetos pertenecientes a Kara.
Mistress
Beale identificó fácilmente las llaves ordinarias. Había una o dos que no conocía. T. X. reconoció en una de ellas la llave de la caja, pero quedaban dos pequeñitas que le dejaron profundamente perplejo, y fue
mistress
Beale quien vino en su auxilio.

—Señor, lo único que se me ocurre es la bodega —dijo.

—¿La bodega? ¡Ahí Entonces...! Lléveme allí.

La gran tragedia de aquella noche, con todos sus desconcertantes aspectos, no había borrado de su mente el recuerdo de la muchacha..., aquella Belinda Mary que había recurrido a él en la hora del peligro. El detective bajó apresuradamente a la cocina y se encontró ante la puerta sin pintar.

—Más parece una mazmorra que una bodega—comentó.

—Eso es lo que he pensado siempre, señor —dijo
mistress
Beale—, y muchas veces he sentido un miedo horrible al quedarme sola en la cocina.

T. X. cortó la locuacidad de la cocinera metiendo una de las llaves en el orificio vertical de la cerradura; no pudo hacerla girar, pero tuvo mas suerte con la segunda. La cerradura se abrió fácilmente, y el detective empujó la puerta; la interior tenía dos cerrojos corridos, uno arriba y otro abajo. Estos cerrojos corrieron sin dificultad en sus abrazaderas, bien engrasadas. Evidentemente, Kara usaba aquel sitio con bastante frecuencia.

Abrió la segunda puerta y se detuvo en el umbral, lanzando una exclamación de sorpresa. La cámara subterránea estaba brillantemente alumbrada..., pero vacía.

Encima de la mesa había un objeto que relucía. T. X. lo cogió. Era un par de tijeras de hoja larga, que en los ojos tenían arrollado un pañuelo. No fue este hallazgo lo que le hizo estremecerse, sino que las hojas de las tijeras estaban manchadas de sangre, y había sangre también en el pañuelo. El detective deslió el pequeño trozo de batista y contemplo las iniciales marcadas: «B. M. B.» Miró alrededor. Nadie había visto el arma. Se la guardó en el bolsillo del abrigo y salió a la cocina, donde le esperaban Mansus y
mistress
Beale.

—¿No hay también un sótano inferior? —preguntó con voz apagada.

—Lo mandó tapiar
mister
Kara cuando compró la casa —explicó la mujer.

—Bien. Entonces aquí no hay nada mas que ver.

Subió despacio la escalera en dirección a la biblioteca con el cerebro hecho un torbellino. ¡Él, acreditado funcionario policiaco, consagrado a la persecución de criminales, intentando ocultar a una persona que probablemente sería uno de ellos! Inexplicable. Pero si era la muchacha la autora del crimen, ¿cómo había llegado a la alcoba de Kara y por qué había vuelto a la cerrada bodega? Mandó buscar a
mistress
Beale para interrogarla. Esta mujer no había oído nada; había estado toda la noche en la cocina. Pero sí comunicó un hecho: que Fisher había salido de la cocina, había estado ausente un cuarto de hora y había vuelto en un estado de visible agitación.

—Quédese aquí —dijo T. X., y bajó nuevamente al sótano para hacer otro reconocimiento. Probablemente aquel calabozo subterráneo tendría alguna salida, y, en efecto, un examen diligente de las paredes y el suelo pronto la reveló.

Encontró la trampa y la argolla de hierro, la abrió y bajó la escalera de caracol. También a él le asombró el lujoso aspecto de este segundo sótano. Recorrió las habitaciones, y por último, llegó a la cámara interior, donde había luz.

Esta luz, según descubrió, provenía de una lamparita de mesa que estaba al lado de una pequeña cama de bronce. Se apreciaban señales de que esta cama había estado ocupada hacía poco, pero en aquel momento no había nadie. T. X., prosiguiendo sus pesquisas, encontró sin dificultad la puerta tapiada con ladrillos, pero no había otra salida. El piso era de bloques de madera unidos con hormigón, la ventilación excelente, y en uno de los nichos, que evidentemente había albergado en otro tiempo una cuba de vino, había una instalación completa de cocina eléctrica. En una despensa inmediata había cierto número de cestas, que llevaban el nombre de un proveedor muy conocido; una de ellas contenía un excelente conjunto de alimentos crudos y cocidos, conservas, verduras, etc.

T. X. volvió a la alcoba, quitó la lamparita de la mesa de noche y empezó un examen más cuidadoso. Pronto encontró gotas de sangre, y siguió un rastro irregular que le condujo a la segunda cámara. Perdió repentinamente la pista al pie de la escalera de caracol que comunicaba con el sótano superior. Luego la encontró de nuevo. Tuvo entonces que recurrir a su linterna eléctrica.

Había indicios de que algo pesado había sido arrastrado por la habitación, y siguiendo estas indicaciones, el detective entró en un pequeño cuarto de baño. Ya había hecho un somero examen de este cuarto, y ahora decidió hacer una investigación mas estrecha, que dio un resultado muy satisfactorio. El cuarto de baño era la única habitación que poseía algo parecido a una puerta: un biombo doble. Cuando el detective lo empujó hacia atrás sintió algo que impidió moverse más al objeto. T. X. entró en el recinto y proyectó la luz de su linterna por detrás del biombo. Allí, con la rigidez de la muerte, los ojos helados y la lengua colgando, yacía un gran perro, delgado, con sus colmillos amarillos expuestos al aire en un último gesto de amenaza.

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