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Authors: Edgar Wallace

Tags: #Policíaco

El misterio de la vela doblada (11 page)

BOOK: El misterio de la vela doblada
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—No tardará en volver, señor.

—¡Ah! ¿No está en casa? Entonces no le espero. ¿A quién se le ocurre salir precisamente hoy? ¿No ha tenido tres años para hacerlo?


Mister
Kara le espera, señor. Me dijo que estaría de vuelta a las seis, lo más tarde.

—A las seis, ¿eh? —exclamó el otro, irritado—. ¿Y qué demonios voy a hacer yo hasta las seis?

Se dio un tremendo tirón de la barba.

—¿A las seis? Bueno; dígale a
mister
Kara que vine. Déme esos libros.

—Pero, señor, yo le aseguro... —balbució Fisher.

—Déme esos libros —rugió el otro.

Con gran destreza se sacó la mano izquierda del bolsillo, encorvó el codo, manipulando en algún mecanismo, y colocó en el antebrazo los libros que de muy mala gana le entregó el criado.

—Dígale a
mister
Kara que volveré cuando me convenga, ¿entiende? Cuando me convenga. Buenos días.

—Señor, si quisiera usted esperar un momento...

—¡Al diablo la espera! Le digo que he esperado tres años. Dígale a
mister
Kara que cuando quiera verme me espere él.

Con esto salió, e innecesariamente dio un portazo tremendo. Fisher entró en la biblioteca. La joven estaba cerrando unas cartas y levantó la vista cuando él entró.

—Me temo,
miss
Holland, que me he metido en un lío muy serio.

—¿De qué se trata?

—Ha venido un caballero a quien
mister
Kara tenía mucho interés en ver.


Mister
Gathercole —dijo en seguida la muchacha.

—El mismo, señorita. Pues no he conseguido que se quede.

Ella frunció los labios pensativamente.


Mister
Kara se pondrá muy furioso, pero no veo qué habría podido usted hacer. ¿Por qué no me llamó a mí?

—No me dio ocasión, señorita. Pero si vuelve, le haré pasar aquí en el acto.

—Conforme —dijo
miss
Holland.

—¿Necesita usted algo, señorita? —preguntó Fisher desde la puerta.

—¿A qué hora dijo
mister
Kara que volvería?

—A las seis.

—Tengo aquí una carta importante que hay que llevar.

—¿Quiere que pida por teléfono un botones?

—No, no me parece conveniente. La podría llevar usted mismo.

Kara tenía la costumbre de emplear a Fisher como mensajero confidencial cuando la ocasión lo requería.

—Iré con mucho gusto, señorita.

Era la ocasión anhelada por Fisher, que había estado discurriendo alguna excusa para salir de la casa.
Miss
Holland le entregó el sobre, en el cual Fisher leyó: «
Mister
T. X. Meredith, Squire. Sección de Servicios Especiales. Scotland Yard. Whitehall.» El criado la guardó cuidadosamente en el bolsillo y salió de la biblioteca para cambiarse de ropa. Aunque la casa era grande, Kara no tenia una servidumbre muy numerosa. Una doncella y un criado componían todo su cuerpo de servicio de puertas adentro. El cocinero y los demás domésticos necesarios para la marcha de la casa eran contratados durante el día.

Kara había anticipado su regreso del campo, y aparte de Fisher, la única persona que había en la casa, además de la secretaria, era una doméstica, de edad madura, que servia a la mesa y hacía las funciones de ama de llaves.

Miss
Holland estaba, al parecer, absorta en la lectura de las cartas que había escrito, pero tenía la mente muy lejos de la correspondencia esparcida ante ella. Oyó cerrarse la puerta de la calle, y al asomarse a la ventana vio a Fisher alejarse, y no le perdió de vista hasta que dobló la esquina. Luego atravesó el hall y entró en la cocina.

No era aquélla la primera visita que hacia a la gran habitación subterránea, de techo abovedado, que rara vez se usaba en aquella época, pues Kara no daba ya comidas.

La camarera, que también era cocinera, se levantó al entrar
miss
Holland.

—¡Qué placer verla a usted en la cocina, señorita! —dijo sonriendo.

—Me pareció que estaba usted demasiado sola,
mistress
Beale —contestó la muchacha mirándola con simpatía.

—¡Sola, señorita! No sabe usted lo que yo paso sentada aquí horas y horas. Sólo de ver esa puerta me entran escalofríos...

La mujer señalaba al extremo opuesto de la cocina, a una sólida puerta de madera sin pintar.

—Esa es la bodega de
mister
Kara... Nadie entra ahí más que él. Sé que entra a veces porque mi hermano, que es policía, me ha enseñado un truco, que es pegar un papelito muy pequeño en la puerta, y me lo encuentro roto a la mañana siguiente.


Mister
Kara guarda ahí algunos documentos privados —dijo la joven—. Me lo ha dicho él mismo.

—No sé, no sé —dijo la mujer en tono de duda—. Me gustaría que la tapiara, como tapió el sótano de abajo. Yo sufro aquí angustias del infierno, esperando que de un momento a otro se abra la puerta y salga el espectro del viejo
lord
, que murió en África.

Miss
Holland rió de buena gana.

—Pues ahora va usted a hacerme el favor de salir a la calle —dijo—. No tengo sellos.

Mistress
Beale obedeció con apresuramiento, y la muchacha subió al hall.

De nuevo acechó desde la ventana esta segunda figura, que desapareció al doblar la esquina.

Tan pronto como la hubo perdido de vista,
miss
Holland desplegó una actividad inusitada. Sacó de su bolso un estuche pequeño, que abrió. En su interior había una llavecita de acero, nueva. Pasó rápidamente al pasillo, entró en la alcoba de Kara y marchó en derechura a la caja.

A los dos segundos la tenía abierta y estaba examinando su contenido. Era un arca grande, del tipo corriente, dotada de cuatro cajones de acero. Dos de éstos estaban abiertos, y no había en ellos nada interesante: guardaban cuentas relacionadas con las posesiones de Kara en Albania.

Los dos de arriba estaban cerrados. La joven se había preparado para esta contingencia, y una segunda llave fue tan eficaz como la primera. Un registro del primer cajón no produjo el resultado que ella esperaba. Volvió a colocar los papeles en él, lo cerró y dedicó su atención al segundo. Le temblaba un poco la mano al abrirlo; aquélla era su última esperanza.

Este cajón postrero contenía cierto número de estuches de joyas que casi lo llenaban. Ella los apartó uno tras otro, y al fondo encontró lo que buscaba y lo que le había tenido embargada la atención durante los pasados tres meses.

Era una cajita cuadrada, forrada de cuero rojo. Oprimió con dedo tembloroso el botón del resorte y al abrirla, lanzó un pequeño grito de alegría.

—¡Por fin! —exclamó en voz alta, y entonces una mano la cogió por la muñeca y al volverse, muerta de terror, se encontró con el rostro sonriente de Kara.

CAPÍTULO X

La joven sintió que las piernas se le doblaban, y creyó que estaba a punto de desmayarse. Se dominó con un esfuerzo violento, y si la cara que vio el griego estaba pálida, había en sus ojos negros una firme resolución.

—Permítame,
miss
Holland —dijo Kara en su tono más suave.

Le arrancó, más que le tomó, la cajita de la mano, la colocó cuidadosamente en el cajón, lo empujó, lo cerró y examinó la llave después de sacarla. Luego cerró la puerta del arca.

—Está visto que tendré que comprar una caja nueva.

Kara no había soltado la muñeca de la joven, ni lo hizo hasta que la hubo conducido a la biblioteca. Entonces dejó libre a su secretaria y se situó entre ella y la puerta, con los brazos cruzados y una sonrisa cínica y despectiva en su rostro encantador.

—Puedo adoptar varias resoluciones —dijo silabeando despacio—. Puedo entregarla a la Policía... cuando regresen los criados, a quienes usted ha alejado tan hábilmente. O bien puedo tomarme la justicia por mi mano.

—En lo que a mí respecta —dijo la joven fríamente—, puede usted entregarme a la Policía.

Miss
Holland se apoyó en el borde de la mesa y le miró sin demostrar temor ninguno.

—No me gusta la Policía —observó Kara, y entonces sonó un golpecito en la puerta.

Kara se volvió, entreabrió la puerta, cuchicheó con alguien y al cabo de un momento la cerró y depositó sobre la mesa una hoja de sellos de Correos.

—Decía que no me agrada la Policía, y prefiero mis propios métodos. En este caso particular es evidente que la Policía no me serviría, porque usted no la teme, y probablemente está al servicio suyo. ¿Tengo razón al suponer que es usted cómplice de
mister
T. X. Meredith?

—No conozco a
mister
T. X. Meredith —replicó ella con calma—, y no estoy de ningún modo al servicio de la Policía.

—Sin embargo —insistió él—, no parece que le asusta mucho, y esto me impide caer en la tentación de entregarla a usted en las manos de la ley. A ver, déjeme pensar...

Frunció los labios mientras reflexionaba sobre el problema.

Ella estaba medio sentada, medio en pie, mirándole sin demostrar aprensión, pero con un corazón que empezaba a flaquear. Durante tres meses había representado una comedia, y el esfuerzo había sido mayor de lo que ella misma se confesaba. Ahora había llegado el momento culminante, y he aquí que flaqueaba. Esta idea era lo más enloquecedor de todo. No era el miedo a la detención ni al castigo lo que la atormentaba; era la desesperación del fracaso, juntamente con una sensación de desamparo contra aquel hombre siniestro.

—Si yo mandase detenerla, su nombre aparecería en todos los periódicos, naturalmente, y con toda seguridad las revistas gráficas publicarían su retrato —dijo Kara, y quedó esperando la respuesta en actitud expectante.

Ella se echó a reír.

—Eso no me asusta —replicó.

—Ya lo veo —dijo él, y avanzó hacia ella, pero ligeramente desviado, como si se dirigiera a la ventana.

Llegaba a la altura de la joven, cuando repentinamente dio un cuarto de vuelta y la cogió en sus brazos. Antes que ella se diera cuenta, el hermoso griego se había inclinado y le había dado un beso en plena boca.

—Si grita usted, la besaré otra vez —dijo—. Además perderá el tiempo, porque he mandado a la cocinera a comprar más sellos... a la central de Correos.

—¡Suélteme! —jadeó ella.

Por primera vez él vio el terror pintado en su rostro, y experimentó aquella loca sensación de triunfo, aquella intoxicación de poder que había asociado a los días rojos de su vida accidentada.

—Está usted asustada —le dijo, medio susurrando las palabras—. Ahora es cuando está asustada, ¿verdad? Si grita usted, la besaré más, ¿me entiende?

—Por el amor de Dios, suélteme —murmuró ella.

Kara la sintió temblar entre sus brazos y de pronto, la soltó con una risita burlona. Ella se dejó caer destrozada en la silla que había al lado de la mesa.

—Ahora va usted a decirme quién la envió aquí —dijo con voz dura— y para qué vino. Nunca sospeché de usted. Me pareció una de esas extrañas criaturas que se encuentran en Inglaterra, una mujer que prefiere ganarse la vida a lo más sencillo y vulgar, que es buscarse un marido. Y durante todo este tiempo ha estado usted espiándome... Muy lista, muy lista.

La joven pensaba con rapidez. Fisher volvería al cabo de cinco minutos. Sin saber por qué, confiaba en la capacidad y buena voluntad de Fisher para salvarla de una situación que ella sabía peligrosísima para su seguridad. Estaba horriblemente asustada. Conocía a aquel hombre mucho mejor de lo que él sospechaba, y sabía que no sentía escrúpulos por nada. Nada le detendría, pues carecía del sentido del honor y de la más elemental benevolencia.

Kara debió de adivinarle los pensamientos, pues se acercó a ella y quedó en pie a su lado.

—No se encoja usted, mi joven amiga —dijo sonriendo—. Va usted a hacer lo que yo le diga, y lo primero de todo acompañarme abajo. Vamos, levántese.

La ayudó a ponerse en pie, medio levantándola, medio arrastrándola, y la sacó de la habitación. Juntos bajaron a la cocina subterránea sin pronunciar palabra. Si la joven esperaba zafarse y escapar a la calle, quedó chasqueada. La mano que la sujetaba era una mano de acero, y
miss
Holland comprendió pronto que la salvación no podía venir en aquella dirección.

—¿Adónde me lleva usted? —preguntó al fin cuando llegaron a la cocina.

—La voy a poner a buen recaudo —contestó Kara—. He decidido que, después de todo, la Policía puede intervenir en el caso, y voy a encerrarla a usted en la bodega hasta que venga un agente.

La gran puerta de madera sin barnizar se abrió, descubriendo una segunda puerta, que también abrió Kara. La joven observó que ambas puertas estaban forradas de acero: la exterior por dentro y la interior por fuera. No tuvo tiempo de hacer más observaciones, porque Kara la empujó a la oscuridad. Luego encendió una luz.

La muchacha hizo una frenética tentativa para escapar y recibió un fuerte empujón. Kara abrió la segunda puerta en el momento en que ella lanzaba un penetrante alarido, y el griego se volvió y cogiéndola por el cuello con una mano, le tapó la boca con la otra.

—Esto no la puede coger de sorpresa —le siseó al oído.

Ella vio su cara contorsionada de rabia. Vio a Kara transfigurado por una cólera demoníaca, vio aquel rostro encantador, casi divino, hendido de arrugas y con la expresión de un odio increíble, y ya no vio más, porque perdió toda conciencia y cayó al suelo desmayada.

***

Cuando recobró el sentido se encontró echada en una superficie plana, una especie de camilla. De un saltó quedó sentada. Kara se había ido y la puerta estaba cerrada. La bodega estaba seca y limpia, y tenía las paredes estucadas. Daban luz dos lámparas eléctricas junto al techo. Había una mesa, una silla y un pequeño lavabo, y era evidente que el aire se renovaba por ventiladores invisibles. Sin duda alguna, aquello era una cárcel, y en sus primeros momentos de pánico la joven se preguntó si Kara habría utilizado anteriormente con este objeto aquel calabozo subterráneo.

En el extremo más distante había otra puerta, que la joven empujó suavemente al principio, y luego con fuerza, sin conseguir moverla un milímetro. Aún conservaba su bolso de muaré negro, que pendía de los barrotes de la cama, y en él no encontró nada más formidable que un cortaplumas, un pequeño bote de sales y unas tijeras. Estas últimas las había estado usando en recortar los párrafos de los periódicos que hablaban de los movimientos de Kara.

BOOK: El misterio de la vela doblada
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