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Authors: Edgar Wallace

Tags: #Policíaco

El misterio de la vela doblada (7 page)

BOOK: El misterio de la vela doblada
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Le habían trasladado al penal de Dartmoor, después de pasar tres meses en Wormwood Scrubbs. Unos veteranos le dijeron que tenia suerte; otros, que era un desgraciado. Lo corriente era pasar doce meses en Scrubbs, antes de entrar en el presidio. Creyó oír una conversación de la que dedujo que le enviarían a Parkhurst, y en esto apreció la influencia que podía ejercer T. X., pues Parkhurst era el paraíso de los condenados.

En este momento oyó a su espalda la voz del vigilante:

—Vuelta a la derecha, cuarenta y tres, de prisa.

Juan echó a andar delante del armado funcionario, salió por las grandes y lúgubres puertas del penal, volvió bruscamente a la derecha y se encaminó hacia los marjales, atravesando la aldea de Princetown. En el camino de Tavistock había dos o tres casas recientemente alquiladas por funcionarios del penal, y era para la decoración de una de éstas para lo que se había mandado buscar al penado número cuarenta y tres.

La casa estaba todavía deshabitada.

Un papelista, vigilado por otro guarda armado, estaba esperando la llegada del pintor. Los dos vigilantes cambiaron saludos, yéndose el primero y quedando el segundo encargado de los dos penados.

Durante una hora trabajaron en silencio bajo la mirada del vigilante. Al cabo de este tiempo, el funcionario salió, y Juan Lexman tuvo ocasión de examinar a su compañero de desgracia.

Era un joven de veinticuatro o veinticinco años, delgado y alerta. Bastante bien parecido, no infundía esa indefinible sugestión de animalismo que distingue a la mayoría de los habitantes de Dartmoor.

Esperaron hasta que dejaron de oírse los pasos del vigilante en el sendero enarenado que conducía a la puerta del jardín, y entonces habló el segundo de ellos.

—¿Por qué estas aquí? —preguntó en voz baja.

—Por asesinato —contestó Juan Lexman lacónicamente.

Ya en otras ocasiones había contestado a esta pregunta, y le había hecho un poco de gracia la cara de respetuoso asombro que ponían los preguntones.

—¿Cuántos años? —siguió preguntando el papelista.

—Quince.

—Eso quiere decir once años y nueve meses. Supongo que nunca habrás estado aquí antes.

—Nunca —contestó Lexman secamente.

—Yo entré aquí cuando era todavía un niño —confesó el papelista—. Me soltarán la semana próxima.

Juan Lexman le miró con envidia. Si el hombre le hubiera dicho que había heredado una gran fortuna y un título aún mayor, su envidia no habría sido más genuina.

Salir de aquel infierno, tomar el tren para Londres, vestirse con ropas confortables, ser libre como el aire, estar en libertad para acostarse y levantarse a la hora que se le antojara, elegir su comida, no obedecer otras órdenes que las de la propia conciencia.

—Y tú, ¿por qué estas aquí? —preguntó a su vez.

—Complot y estafa —contestó el otro jovialmente—. Me mandó detener una mujer cuando nosotros tres habíamos escapado con doce mil libras. Mala suerte, ¿verdad?

Era curiosa la simpatía que Lexman experimentaba por aquellos exponentes del crimen. Con la mayor naturalidad, adopta uno su punto de vista y ve la vida a través de su pervertida visión.

—Pero, lo que es otra vez, no me cogerán —continuó el presidiario—. Tengo una de las más grandes ideas del mundo, y cuento con la ayuda de un verdadero hombre.

—¿Quién? —preguntó Juan, sorprendido.

El hombre señaló el penal con la cabeza.

—Larry Green —explicó brevemente—. También sale el mes que viene, y ya tenemos pensado lo que vamos a hacer. Daremos el golpe, nos marcharemos a América del Sur y no se volverá a ver ni el polvo de nosotros.

Aunque empleaba expresiones familiares y de argot, su tono era el de un hombre educado, y sin embargo, había algo en él que indicó claramente a Juan que el individuo nunca había ocupado una posición social en la vida.

Los pasos del vigilante que se acercaba los redujeron al silencio. De pronto, sonó su voz desde la escalera.

—¡Baja, cuarenta y tres! —gritó ásperamente.

Juan cogió el bote de pintura y la brocha y bajo los escalones.

—¿Dónde está el otro? —preguntó el vigilante en voz baja.

—Arriba, en la habitación.

El vigilante se asomó a la puerta y miró a la derecha e izquierda. De la dirección de Princetown venía un gran automóvil gris.

—Deje el bote de pintura —dijo el funcionario con voz que temblaba de excitación—. Yo me vuelvo arriba. Cuando llegue ese «auto» a la altura de la puerta, no haga ninguna pregunta y salte dentro. Échese en el suelo, tápese con un saco que encontrará allí y no se mueva hasta que el coche se pare.

Juan Lexman sintió una oleada de sangre en la cabeza y se tambaleó.

—¡Dios mío! —murmuró.

—Haga lo que le digo —siseó el guarda.

Como un autómata, Juan dejó en el suelo el bote y la brocha y se encamino a la puerta del jardín. La camioneta gris subía trabajosamente la cuesta, y el rostro del conductor estaba medio oculto por unas gafas de automovilista. A través de los dos grandes cristales, Juan no pudo ver gran cosa que le ayudara a identificarle. Cuando la camioneta aflojó la marcha, al llegar a la altura de la puerta, Lexman cayó en ella de un salto y se aplastó contra el suelo. En aquel momento el vehículo dio un bote y continuó con marcha acelerada, balanceándose a medida que ganaba velocidad. Lexman sintió que bajaba y subía cuestas, y en una ocasión oyó el ruido sordo y prolongado que produjo al pasar un puente.

Desde su escondite no podía precisar la dirección en que marchaban, pero supuso que habrían ido hacia la izquierda, hacia una de las partes más silvestres de los marjales. No había notado que el vehículo aflojara la marcha, cuando, de pronto, con un crujir de frenos, se paró en seco.

—Salga —dijo una voz.

Juan Lexman arrojó su envoltura y saltó a tierra, y en aquel momento el coche dio la vuelta y se marchó en la dirección por donde había venido.

Por un momento el libertado creyó que estaba solo, y paseó la vista por su alrededor. Muy difuso en la lejanía, vio el edificio del penal de Dartmoor.

¡Estaba solo en los pantanos! ¿Adonde podría ir por allí?

Se volvió al oír una voz. Estaba en la pendiente de un pequeño tolmo, a cuyos pies se extendía una superficie de césped. Era a aquella pradera donde la gente de Dartmoor traía a pastar a los potros de carreras en los meses de verano. No se veía rastro alguno de caballos, sino sólo una gran máquina parecida a un murciélago con alas tensas de lona blanca, y al lado de aquella máquina un hombre vestido de pies a cabeza con un mono pardo.

Juan bajó corriendo la pendiente. A1 acercarse a la máquina se detuvo, como fulminado.

—¡Kara! —exclamó, y el hombre del mono pardo sonrió.

—Pero no me lo explico. ¿Qué va usted a hacer? —preguntó Lexman cuando se hubo recobrado de su sorpresa.

—He venido a llevarle a un lugar seguro —contestó el otro.

—Hasta ahora no tengo motivos para estarle agradecido, Kara. Una palabra de usted podría haberme salvado.

—Yo no podía mentir, mi querido Lexman. Y además, con franqueza, había olvidado la existencia de la carta, si es a esto a lo que se refiere usted; pero voy a tratar de hacer todo lo posible por usted y por su esposa.

—¿Por mi esposa?

—Le está esperando.

El griego volvió la cabeza y escuchó con aire de ansiedad.

Por sobre los pantanos se extendió el estampido de un disparo.

—No tenemos tiempo para discutir. Ya han descubierto la fuga. Suba aquí.

Juan trepó a la frágil carlinga del aeroplano, y Kara le siguió.

—Es de arranque automático; uno de los nuevos modelos de monoplanos.

Tiró hacia sí de la palanca, y la gran hélice de tres palas empezó a girar con enorme estruendo.

El aeroplano dio un salto, corrió con creciente velocidad durante unas cien yardas, y de pronto perdió contacto con tierra, cesando las sacudidas. La máquina onduló suavemente de un lado a otro, y el pasajero, al inclinarse, vio que el suelo huía por debajo de ellos.

Siguieron ascendiendo con rapidez a tiempo que avanzaba, hasta que la máquina planeó como un pájaro sobre el mar azul.

Juan Lexman distinguió los accidentes de la costa, y reconoció la hilera de casas blancas de Torquay —pero en un espacio de tiempo increíblemente corto quedaron borrados todos los vestigios de costa

Era imposible conversar. Lo impedía el ruido de los motores.

Evidentemente, Kara era un hábil piloto. De cuando en cuando consultaba la brújula que tenia delante, y alteraba ligeramente el rumbo de la aeronave. Al cabo de cierto tiempo soltó una mano del volante, escribió en un pequeño bloc de cuartillas que tenía al lado y lo pasó al pasajero que iba detrás.

Juan Lexman leyó: «Si no sabe usted nadar, hay un cinturón salvavidas debajo de su asiento.» Kara iba registrando el mar en busca de algo, que pronto encontró. Visto desde la altura a que se hallaban no era más que una manchita blanca en un gran campo azul. La máquina empezó a descender, adquiriendo en seguida una velocidad terrorífica, que dejó sin aliento al hombre, que con las dos manos se sujetaba frenéticamente a la carlinga.

Lexman sentía en las sienes el frío de la muerte, pero apenas reparaba en ello. Todo era increíble, imposible. Esperaba despertarse de un momento a otro, y se preguntaba si el penal no formaría también parte de su sueño.

Entonces vio el punto adonde se dirigía Kara.

Un blanco yate de vapor, largo y estrecho, se encaminaba despacio en dirección Oeste. Mientras el aeroplano bajaba, desde el yate echaron al agua un bote. Luego el avión llegó a la superficie del agua, y sus motores se detuvieron.

—Podemos mantenernos a flote diez minutos —dijo Kara—, tiempo sobrado para que nos recojan.

Su voz sonó fuerte y áspera en el silencio casi doloroso que siguió a la detención de los motores.

En menos de cinco minutos la barca botada desde el yate llegó al lado del aeroplano, tripulada por griegos, según observó Lexman a la primera ojeada. Otros cinco minutos después el escritor pisaba la cubierta inmaculada del yate, desde la que vio desaparecer en el agua la cola del aeroplano. Kara estaba a su lado.

—Ahí se hunden mil quinientas libras —dijo, sonriendo, el griego—, que unidas a las dos mil que he tenido que dar al vigilante, hacen una bonita suma. ¡Pero hay cosas que valen todo el oro del mundo!

CAPÍTULO VII

Una noche, T. X. llegó a Downing Street a las once, con el corazón lleno de alegría y gratitud. Subió corriendo la escalera de su despacho y encontró a Mansus, que estaba leyendo el periódico nocturno.

—Mi pobre amigo —le dijo T. X—, temo haberle hecho esperar demasiado, pero mañana tenemos que hacer usted y yo un pequeño viaje a Devonshire.

El detective sacó del bolsillo interior de su chaleco un gran sobre azul que contenía el papel que tanto le había costado conseguir.

—El hallazgo del revólver fue un golpe maestro de usted, Mansus.

El inspector enrojeció de placer, pues una palabra de alabanza de T. X. equivalía para sus subordinados a un ascenso. Siguiendo la opinión de Mansus, se había registrado cuidadosamente la carretera de Londres a Lewes y todos los arroyos que pasaban por debajo de ella.

A la tercera tentativa se encontró el revólver entre Gatwick Horsley. Facilitó su identificación el hecho de que en la culata tenía grabado el nombre de Vassalaro. Era más bien un objeto de adorno, pues había sido plateado y la culata tenia incrustaciones de madreperla.

—Evidentemente, regalo de un bandido a otro —comentó T. X.

Armado con aquella prueba, su labor habría sido bastante fácil; pero cuando a aquélla se agregó un borrador de la carta amenazadora, que sé encontró entre los papeles de Vassalaro, y que, evidentemente, había sido escrita al dictado, pues algunas palabras estaban mal escritas y habían sido corregidas por otra mano, el caso quedó completo.

Pero lo que decidió la cuestión fue el hallazgo de un taco de aquellas hojas de papel químico, cierto número de las cuales hizo T. X. arder en presencia del jefe superior y el ministro del Interior, simplemente exponiéndolas unos segundos a la luz de una lámpara eléctrica. Aquella combustión llenó el despacho del ministro de un humo acre y muy desagradable, que le valió a T. X. las maldiciones de sus dos jefes. Pero el argumento era incontrovertible.

T. X. miró al reloj.

—Me parece demasiado tarde para ver a
mistress
Lexman —dijo.

—A mí ninguna hora me parece demasiado tarde —insinuó Mansus.

—Usted me acompañará.

Pero le esperaba un desencanto.
Mistress
Lexman no estaba en casa, y ni la llamada continua de su timbre eléctrico ni los golpes vigorosos dados en la puerta obtuvieron ninguna respuesta. El portero, que en aquel momento iba a acostarse, creía que
mistress
Lexman había ido al campo. Con frecuencia marchaba el sábado, y no volvía hasta el lunes, y algunas veces el martes.

Resultaba que aquella noche era lunes, y el detective se vio ante un dilema. Despertado el empleado del ascensor, pudo dar más detalles que el portero.
Mistress
Lexman había salido el domingo, día inusitado para una excursión de fin de semana, y había llevado consigo sus dos maletas. El empleado aventuró la opinión de que iba algo excitado, pero cuando el detective le pidió que definiera los síntomas de la excitación, se perdió en una maraña de «¿Sabe usted?» y «Quiero decir», de todo lo cual nada se pudo deducir en consecuencia.

—No me gusta esto —dijo T. X.—. ¿Sabe alguien que hemos hecho estos descubrimientos?

—Nadie ajeno a la sección —contestó Mansus.

—¿Qué quiere usted decir?

—Pensaba yo si el casero de la calle Great James estará enterado. Sabe que hemos hecho un registro.

—En seguida podemos salir de dudas —decretó T. X.

Un taxi los condujo a la calle Great James. Esta respetable arteria estaba envuelta en los cendales del sueño, y transcurrió algún tiempo hasta que pudo levantarse el casero. Al reconocer a T. X. se tragó la rociada de palabras inconvenientes que se disponía a soltar, creyendo que se trataría de algún inquilino sin llave, y condujo a sus visitantes a la sala.

—Usted no me encargo el secreto,
mister
Meredith —dijo, algo dolido—; pero, además, lo cierto es que yo no he hablado con nadie más que con el caballero que vino aquel mismo día.

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