Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
—¡Bendito sea Dios! —gritó—. ¡Voy a perder mi tren! Creo que la estación no está muy lejos de aquí, ¿verdad?
—La estación de St. David está sólo a tres minutos de aquí, si es ésa a la que usted ha de ir. ¿O se refiere a la de Queen Street?
—Tendré que darme prisa —contestó el inspector sin dar más explicaciones—. Dígale a Mrs. Gardner que siento mucho tener que marcharme sin despedirme de ella. Ha sido un placer haber tenido con usted esta charla, enfermera.
La aludida se irguió con cierta satisfacción.
«Un caballero muy simpático», se dijo la enfermera después de cerrar la puerta principal tras haber salido el inspector. «Muy simpático. ¡Qué modales tan agradables!»
Y tras lanzar un ligero suspiro, empezó a subir la escalera hacia el dormitorio de su paciente.
El siguiente paso del inspector Narracott fue visitar a su jefe, el superintendente Maxwell, para informarle.
Este último escuchó con gran interés lo que le contaba el inspector.
—Va a resultar un caso célebre —dijo el jefe pensativamente—. Ya lo veo con grandes titulares en los periódicos.
—Estoy de acuerdo con usted, Mr. Maxwell.
—Hemos de andar con pies de plomo. Es necesario no cometer ninguna equivocación. Aunque yo creo que va por el buen camino. Ahora debe buscar a ese James Pearson con la mayor rapidez posible e investigar dónde estaba ayer por la tarde. Como usted mismo dice, ese apellido es bastante vulgar, pero ya no lo resulta tanto acompañado del nombre de pila. Desde luego, firmar con su nombre y apellidos completos sin la menor abreviación, demuestra que no había ninguna premeditación por su parte. De otro modo, es poco presumible que hubiese cometido semejante locura. Me parece que aquí ha habido una discusión familiar y un arrebato repentino. Si ese joven es nuestro hombre, tuvo que haber oído hablar de la muerte de su tío esta noche pasada. Y en ese caso, ¿por qué escurrió el bulto largándose en el tren de las seis de la mañana sin decirle una sola palabra a nadie? Nada, eso tiene mal aspecto. Desde luego, siempre que nos aseguremos de que no fue una mera coincidencia. Usted debe aclararlo tan rápidamente como le sea posible.
—Eso pensaba hacer, señor. Lo mejor será que me vaya a la capital en el tren de la 1.45. Antes o después he de hacerle unas cuantas preguntas a esta Mrs. Willett que alquiló la mansión del capitán. Ahí se encierra algún misterio. Por ahora no puedo dirigirme a Sittaford porque los caminos están intransitables con tanta nieve. Y por otra parte, esa mujer no puede estar relacionada directamente con el crimen. A la hora que éste se cometió, ella y su hija estaban enfrascadas en... bueno, en una sesión de espiritismo. Por cierto, que ocurrió una cosa bastante extraña...
El inspector le narró a su jefe la historia que había oído de labios del comandante Burnaby.
—¡Caramba, eso sí que es raro! —exclamó el superintendente—. ¿Cree que ese viejo soldado le ha contado la verdad? Ahí tiene una dé esas historias que tanto gustan a los que creen en fantasmas y fantasías por el estilo.
—En mi opinión, lo que me contó ese hombre es la pura verdad —dijo Narracott con una mueca—. ¡Buen trabajo me costó sacárselo!
Él
no cree en esas cosas del espiritismo. Precisamente es contrario a él, cosa natural en un viejo soldado que desprecia cualquier tontería poco seria.
El superintendente asintió con un ademán de comprensión.
—Bien, es un caso raro, pero no nos conduce a ninguna parte —fue su conclusión.
—En fin, me voy a la estación para tomar el tren de la 1.45 para Londres —dijo Narracott.
Su jefe asintió.
Al llegar a la ciudad, Narracott se encaminó directamente al 21 de Cromwell Street. Mr. Pearson, le dijeron allí, estaba en su oficina. Con toda seguridad regresaría a su casa hacia las siete de la tarde.
Narracott acogió aquellas noticias sin gran interés, pues no le resolvían ninguno de sus problemas.
—Volveré por aquí si me es posible —dijo—. No se trata de nada importante —añadió, y partió a paso ligero sin dejar su nombre.
Había decidido no ir a la oficina de la compañía de seguros donde trabajaba el joven, sino, en lugar de esto, dirigirse a Wimbledon para celebrar una entrevista con Sylvia Pearson, señora de Martin Dering.
No se apreciaban muestras del menor abandono en el aspecto general de la villa The Nook.
«Todo nuevo y moderno», fue la descripción que el inspector Narracott se hizo a sí mismo.
Mrs. Dering estaba en casa. Una doncella de aspecto un tanto descocado, vestida con un traje de color lila, le guió hasta un salón recargado de muebles. El policía le entrego su tarjeta para que se la llevara a la dueña de la casa.
Mrs. Dering se presentó casi inmediatamente con la tarjeta en la mano.
—Supongo que viene por lo del pobre tío Joseph —fueron sus palabras de bienvenida—. ¡Es terrible, realmente espantoso! Yo estoy siempre asustada de esos vagabundos. La semana pasada hice poner dos cerrojos más en la puerta de servicio y unos pestillos de un modelo nuevo en todas las ventanas.
Sylvia Dering tenía sólo veinticuatro años, según le había contado al inspector Mrs. Gardner, pero cualquiera le hubiese echado treinta o más, a juzgar por su aspecto. Era pequeñita y bien formada, aunque de aspecto anémico, y con una expresión en el rostro que denotaba grandes preocupaciones y un intenso cansancio. En su voz se destacaba ese desmayado tono de débil queja que es casi el más triste sonido que una voz humana puede producir. Sin dejarle al inspector pronunciar una sola palabra, continuó diciendo:
—Si hay algo que yo pueda hacer para ayudarle a usted de cualquier modo, naturalmente me sentiré muy complacida, pero el caso es que apenas veía de tarde en tarde al tío Joseph. No era un hombre muy agradable... estoy segura de que no podía serlo. No era de esa clase de personas a las que una puede acudir cuando se encuentra en un apuro porque siempre estaba censurándolo y criticándolo todo. Tampoco era de esos hombres que tienen algún conocimiento de lo que la literatura significa en nuestra vida. El éxito, el verdadero éxito, no se debe medir siempre en dinero, inspector.
Finalmente, tuvo que hacer una pausa para respirar y el policía, a quien aquellas observaciones habían servido para llegar a algunas conjeturas, aprovechó su turno para hablar.
—Parece ser que se enteró muy pronto de la tragedia, Mrs. Dering.
—Tía Jennifer me telegrafío.
—¡Ah! ¡Está bien!
—Supongo que se habrá publicado en los periódicos de ayer noche. ¡Horrible! ¿No le parece?
—Deduzco que no había visto a su tío en estos últimos años.
—Lo vi sólo dos veces desde el día de mi boda. En la segunda de ellas, la escena fue verdaderamente desagradable para Martin. Mi tío era, desde luego, un hombre rico, muy aficionado a los deportes, pero no apreciaba para nada la literatura, como acabo de decirle.
«Se nota que el marido fue a pedirle un préstamo y el viejo rehusó dárselo», comentó para sus adentros el inspector Narracott definiendo la situación.
—Por puro formulismo, Mrs. Dering, ¿tendría la bondad de decirme lo que hizo usted ayer por la tarde?
—¿Quiere saber dónde estuve? Me extraña un poco su pregunta, inspector. La mayor parte de la tarde la pasé jugando al bridge y un amigo me hizo compañía el resto de la tarde, pues mi marido había salido.
—¿Había salido? ¿Y estuvo toda la tarde fuera de casa?
—Tenía que ir a una cena literaria —explicó Mrs. Dering dándose importancia—. Al mediodía, comió con un editor americano y por la noche, tenía que acudir a ese banquete.
—Comprendo.
Todo aquello parecía muy natural e indiscutible. El inspector continuó:
—Su hermano pequeño está en Australia, según creo, ¿no es verdad, Mrs. Dering?
—Así es.
—¡Tiene su dirección?
—¡Oh, sí! La puedo encontrar si desea saberla. Son unas señas un poco raras, por eso no puedo recordarlas de memoria en este momento. Se trata de un lugar en Nueva Gales del Sur.
—Y ahora, Mrs. Dering, ¿me permite que le pregunte por su hermano mayor?
—¿Por Jim?
—Sí, necesitaría ponerme en contacto con él.
Mrs. Dering se apresuró a suministrarle la correspondiente dirección, idéntica a la que Mrs. Gardner le había dado ya.
Entonces, considerando que no quedaba ninguna nueva pregunta u observación que hacer, el policía dio por terminada aquella entrevista de un modo rápido.
Echó una mirada a su reloj y calculó que, mientras regresaba a la ciudad, darían las siete de la tarde, la hora más conveniente para encontrar a Mr. James Pearson en su casa.
La misma mujer de mediana edad y respetable aspecto que en su primera visita le había abierto la puerta del número 21, le recibió en esta segunda ocasión. Ahora Mr. Pearson estaba ya en casa, según le dijo la buena mujer, y lo encontraría en el segundo piso, si el caballero era tan amable de subir hasta allí.
Ella le precedió, llamó a la puerta con los nudillos y gritó en tono declamatorio:
—El caballero que vino a verle antes, señor —y echándose hacia atrás, dejó el paso libre al inspector.
Un joven en traje de etiqueta estaba de pie en medio de la habitación. Su aspecto era distinguido, verdaderamente elegante, si no se tenía en cuenta el gesto más bien indeciso de sus labios y la mirada vacilante y oblicua de sus ojos. Su aspecto general acusaba en él a un trasnochador preocupado con el aire de no haber dormido mucho en los días anteriores.
Dirigió una inquisitiva mirada al policía mientras éste se le acercaba.
—Soy el detective inspector Narracott... —empezó a decir el recién llegado, pero no pudo terminar su frase.
Con un ronco grito, el joven se desplomó en una silla, dejó caer los brazos sobre una mesa que tenía enfrente de él, apoyó la cabeza sobre ellos y musitó:
—¡Oh, Dios mío! ¡Lo que yo esperaba!
Tras un minuto o dos de silencio, el joven alzó la cabeza y dijo:
—Bien, ¿por qué no lo suelta ya, hombre?
El inspector Narracott le miró impasible e indiferente.
—Estoy investigando la muerte de su tío, el capitán Joseph Trevelyan. ¿Puedo preguntarle, Mr. Pearson, si tiene algo que decirme?
El joven se levantó poco a poco y contestó con voz baja:
—¿Va a... detenerme?
—No, señor, no he venido a eso. Si hubiera pensado en tal cosa, le habría anunciado la fórmula habitual. Sólo le pregunto si le es posible darme cuenta de todos sus pasos durante la tarde de ayer. Usted puede contestar o no a mis preguntas, como mejor le parezca.
—¿Y si no contesto a ellas, será eso un argumento en mi contra? ¡Oh, sí, ya conozco los procedimientos de ustedes! Han descubierto que estuve allí ayer tarde, ¿verdad?
—Usted firmó con su nombre en el registro de la fonda, Mr. Pearson.
—¡Oh, supongo que no sirve de nada negarlo! Sí, en efecto, estuve allí. ¿Por qué no podía estar?
—¿Por qué no? —replicó el inspector, indulgente.
—Pues fui a Exhampton para ver a mi tío.
—¿Citado?
—¿Qué quiere decir con eso de citado?
—Si su tío sabía que usted iría.
—Yo... no, él no sabía nada. Mi viaje fue un impulso repentino.
—¿Sin razón que lo justificara?
—¿Razón...? Yo... No, ¿por qué había de haber una razón? Yo... yo sólo quería ver a mi tío.
—Perfectamente bien, Mr. Pearson. ¿Y consiguió verlo?
A esa pregunta siguió una pausa, una pausa muy larga. La indecisión más profunda estaba grabada en las facciones del joven. El inspector sintió cierta pena al observar la angustia de aquel hombre. ¿Acaso no se daba cuenta el pobre muchacho de que su culpable vacilación equivalía a confesarse autor del crimen?
Finalmente, James Pearson lanzó un profundo suspiro.
—Yo... yo supongo que hubiese sido mucho mejor empezar por confesarlo todo. Sí, logré ver a mi tío. En la estación de Exhampton pregunté cómo podía ir a Sittaford. Me contestaron que eso era del todo imposible. Los caminos estaban intransitables para cualquier vehículo. Les dije que me llevaba allí un asunto muy urgente.
—¿Muy urgente? —murmuró el inspector.
—Yo... yo necesitaba ver sin falta a mi tío.
—Así parece, Mr. Pearson.
—Pues bien, el portero de la estación continuó meneando la cabeza negativamente y diciendo que lo que yo pretendía era imposible. Entonces mencioné el nombre de mi tío y, de repente, su rostro se alegró y me dijo que Mr. Trevelyan residía actualmente en Exhampton. Después me dio instrucciones para encontrar la casa que había alquilado.
—¿A qué hora ocurría esto, Mr. Pearson?
—Alrededor de la una de la tarde, si no recuerdo mal. Entonces me fui a la fonda de Las Tres Coronas, reservé una habitación y comí allí. Después yo... salí para ir a ver a mi tío.
—¿Inmediatamente después de comer?
—No, mi salida no fue tan inmediata.
—¿A qué hora era?
—Bueno... no puedo recordarlo con certeza.
—¿Hacia las tres y media? ¿O eran ya las cuatro? ¿Acaso las cuatro y media?
—Yo... yo... —su voz era más balbuceante que nunca—, no creo que fuese tan tarde.
—Pues Mrs. Belling, la propietaria de la fonda, me ha dicho que usted salió a las cuatro y media.
—¿Es posible? Yo... creo que se equivoca. No podía ser tan tarde como eso.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Encontré la casa de mi tío, hablé con él y regresé a la fonda.
—¿De qué modo entró en la casa de su tío?
—Llamé al timbre de la entrada y él mismo me abrió la puerta.
—¿No se sorprendió al verle?
—Sí... sí, me pareció que se sorprendía un poco.
—¿Cuánto tiempo permaneció con él, Mr. Pearson?
—Un cuarto de hora, tal vez veinte minutos; pero le aseguro que estaba perfectamente bien cuando yo le dejé, perfectamente bien, lo juro.
—¿Y a qué hora se separó de él?
El joven bajó la vista y de nuevo se hizo patente la indecisión de sus palabras.
—No lo sé con exactitud.
—Pues yo creo que si lo sabe, Mr. Pearson.
El seguro tono de voz con que el inspector dijo esto produjo su efecto. El muchacho replicó en voz baja:
—Eran las cinco y cuarto.
—Usted regresó a Las Tres Coronas a las seis menos cuarto. Como máximo, sólo podía necesitar de siete a ocho minutos para ir allí desde la casa de su tío.