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Authors: Agatha Christie

El misterio de Sittaford (23 page)

BOOK: El misterio de Sittaford
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—Pero el inspector puede muy bien creer...

—¿Que fue por mencionar a Jim Pearson por lo que te desmayaste? Sí, es muy posible que lo piense. El inspector Narracott no tiene un pelo de tonto. Bien, ¿y qué importa? Sospechará que existe alguna relación, la buscará...
y no la encontrará
.

—¿Tú crees que no?

—¡Naturalmente que no! ¿Cómo podría encontrarla...? Créeme, querida Violet, eso está más claro que el agua y, hasta cierto punto, acaso tu desmayo haya sido una ocurrencia afortunada. Pensémoslo así de cualquier modo.

La conversación número dos se sostenía en el chalé del comandante Burnaby. Más que conversación era un monólogo, pues todo el peso de ella lo llevaba Mrs. Curtis, quien hacía más de media hora que se estaba despidiendo para marcharse, después de haber recogido la ropa sucia que había en la casa.

—Es igual que mi tía abuela Sarah Belinda, eso es lo que yo le decía a Curtis esta mañana —explicaba la parlanchina mujer con aire triunfal—. Lista como ella sola... y capaz de hacer bailar a todos los hombres a su alrededor.

El comandante Burnaby dejó oír un sordo gruñido.

—Está prometida a un joven y se entretiene con otro —dijo Mrs. Curtis—. Igual que mi tía abuela Sarah Belinda. Y no lo hace por pasar el rato, ni mucho menos. No se trata de una veleidad suya, no. Ya le he dicho que es más lista que el demonio. Y ahora el joven Mr. Garfield... a ése lo atará corto antes de que usted pueda decir esta boca es mía. Nunca he visto a ningún joven tan parecido a un borrego como el pobre Ronnie esta mañana; y ésa es una señal que no falla.

Se interrumpió un momento para respirar.

—Bien, bien —cortó el comandante Burnaby—, no quiero entretenerla más, Mrs. Curtis.

—Mi marido estará esperando su té y no tengo más remedio que marcharme —replicó Mrs. Curtis sin mover un pie hacia la puerta—. Nunca me ha gustado chismorrear. Cada cual a su trabajo, eso es lo que yo digo siempre. Y ya que hablamos de trabajo, ¿qué le parecería, señor, si le hiciese una limpieza general de la casa?

—¡No! —exclamó el comandante Burnaby casi gritando.

—Hace un mes que hicimos la última.

—Pues no. A mí me gusta saber dónde tengo cada cosa y, después de esas limpiezas suyas, no queda nada en su sitio.

Mrs. Curtis lanzó un profundo suspiro. Era una de esas mujeres que se mueren por fregarlo todo y hacer limpieza general.

—Al que le convendría un buen repaso de su casa antes de que llegase la primavera es al capitán Wyatt —observó la buena mujer—. Ese sucio indio que vive con él... ¿qué sabe de limpieza? Me gustaría ver qué me contestaba a esto. Es un mulato asqueroso.

—Pues no hay nada mejor que un criado indio —replico el comandante Burnaby—. Saben muy bien lo que tienen que hacer y nunca hablan.

Si en las ultimas palabras del viejo soldado se encerraba alguna pulla intencionada, a Mrs. Curtis no le alcanzó. Su pensamiento estaba enfrascado en un nuevo tema de conversación.

—Esa chica recibió dos telegramas. ¡Nada menos que dos telegramas le llegaron en media hora! ¡Casi me dio un ataque! Pues ella los leyó tan fría como la nieve. Y después me dijo que se marchaba a Exeter y que no regresaría hasta mañana.

—¿Se llevó con ella a ese muchacho? —pregunto el comandante con un destello de esperanza.

—No, él anda todavía por aquí. Es un caballero de conversación francamente agradable. Los dos hacen una buena pareja.

Un nuevo gruñido se escapó de la garganta del comandante Burnaby.

—Bueno —dijo Mrs. Curtis—, me tendré que marchar ya.

El comandante contuvo hasta la respiración por temor a distraerla de sus buenas intenciones, pero por esta vez Mrs. Curtis estaba dispuesta a seguir sus palabras. La puerta se cerró tras ella.

Con un suspiro de satisfacción, el comandante se sacó una pipa del bolsillo y empezó a estudiar un prospecto de inversiones en cierta mina que estaba redactado en términos tan brillantemente optimistas que hubiesen despertado justificadas sospechas en cualquier cerebro que no fuese el de una viuda o el de un militar retirado.

—Doce por ciento —murmuró el comandante Burnaby—. Eso suena muy bien.

En la puerta del chalé contiguo, el capitán Wyatt le leía la cartilla a Mr. Rycroft.

—Los tipos como usted —le decía— no saben nada del mundo. Usted no ha vivido nunca, usted no sabe lo que es pasar apuros.

Mr. Rycroft no contestaba nada. Era tan difícil no soltarle cuatro verdades al capitán Wyatt, que resultaba más seguro no abrir la boca.

El capitán se apoyaba sobre uno de los brazos de su silla de inválido.

—¿Dónde se ha metido esa perra? —exclamó, añadiendo luego—: ¡Qué muchacha más encantadora!

La asociación de ideas en su cerebro era más natural de lo que aparentaban sus palabras, pero no lo comprendió así Mr. Rycroft, que se le quedó mirando escandalizado.

—¿Qué hace aquí esa muchacha? Eso es algo que me gustaría saber —añadió el capitán Wyatt—. ¡Abdul!


Sahib
[3]
—contestó el indio presentándose.

—¿Dónde está Bully? ¿Ya se ha escapado otra vez esta maldita perra?

—Estar en cocina,
sahib
.

—Bueno, pues no le des de comer —Dejándose caer de espaldas en su silla de inválido, continuó con su segundo tema—. ¿Qué busca esa chica aquí? ¿Con quién ha de hablar en un lugar como éste? Aquí no hay más que carcamales que aburrirían a cualquier muchacha. Esta mañana charlé un rato con ella. Me figuro que se habrá sorprendido al encontrar a un hombre como yo en semejante pueblucho —Se retorció el bigote.

—Es la novia de Jim Pearson —replicó Mr. Rycroft—. Ya sabe, ese hombre que está detenido por el asesinato de Trevelyan.

Wyatt dejó caer al suelo un vaso de whisky que en aquel momento se llevaba a los labios, el cual se hizo añicos con gran estrépito. Inmediatamente, con un rugido, llamó al fiel Abdul y le colmó de maldiciones e insultos por no haber colocado una mesita a la distancia apropiada de su silla. Después, continuó la conversación.

—De modo que es eso. Me parece demasiado buena para un estúpido como ése. Una muchacha así necesita a un hombre de verdad.

—El joven Pearson tiene muy buena planta —objetó Mr. Rycroft.

—¡Buena planta, buena planta...! Una chica como ella no necesita casarse con un maniquí. ¿Qué sabe de la vida ese joven que se pasa el día trabajando en una oficina? ¿Qué experiencia pueden tener de la realidad?

—Tal vez la experiencia de haber sido acusado de asesinato sea suficiente realidad para que le dure algún tiempo —replicó Mr. Rycroft en tono áspero.

—La policía está segura de que fue él, ¿verdad?

—Bastante seguros deben estar o no lo hubieran detenido.

—¡Valientes bergantes están hechos! —exclamó el capitán Wyatt desdeñosamente.

—No tanto —dijo Mr. Rycroft—. El inspector Narracott, con quien hablé esta mañana, me parece un hombre hábil y activo.

—¿Dónde ha visto a ese hombre esta mañana?

—Me visitó en mi casa.

—No sé por qué no me visitó a mí —comentó el capitán Wyatt con tono insultante.

—¡Caramba! Usted no era amigo íntimo de Trevelyan ni nada por el estilo.

—Ignoro qué quiere decir. Trevelyan era un perfecto avaro y así se lo dije en su propia cara. Así ya no pudo venir por mi casa a dárselas de amo. Yo no le hacía reverencias como el resto de las personas que viven aquí. Siempre se estaba metiendo en casa de todos, dejándose caer por casualidad, demasiada casualidad. Si a mí se me antoja no ver a nadie durante una semana o un mes o un año, eso es cosa mía.

—Pues ahora se ha pasado usted una semana sin ver a nadie, ¿verdad? —le preguntó con sorna Mr. Rycroft.

—Claro. ¿Y por qué no? —Y el airado inválido descargó un puñetazo en la mesa que tenía cerca de su sillón de ruedas. Mr. Rycroft se dio cuenta de que, como de costumbre, había tenido el poco tacto de escoger lo peor que podía decir. El capitán, cada vez más enfadado, seguía gritando—: ¿Y por qué demonios no había de hacerlo? ¡Contésteme a eso!

Mr. Rycroft guardó prudente silencio. La cólera del inválido se fue calmando.

—De todos modos —gruñó—, si la policía quiere saber algo acerca de Trevelyan, yo soy el hombre a quien han de consultar. He dado muchas vueltas alrededor del mundo y he aprendido a juzgar. Puedo medir bien a un hombre por lo que vale. ¿De qué les sirve preguntar a una caterva de carcamales y viejas charlatanas? Lo que necesitan es la opinión de un
hombre
.

Volvió a dar un fuerte puñetazo en la mesa.

—Bien —indicó Rycroft—, supongo que ellos se figuran que ya saben lo que les interesa.

—Le habrán preguntado por mí, ¿no? —dijo el capitán Wyatt—. Sería natural.

—Este.... bueno... pues el caso es que no me acuerdo bien —contestó Mr. Rycroft con cautela.

—¿Y por qué no se acuerda? Todavía no está en edad de chochear.

—Verá, el caso es que yo me sentía... bueno... un poco azorado —replicó Rycroft con su más amable voz.

—¿Azorado? ¿Le da miedo la policía? Pues a mí no me asusta. Déjelos que vengan aquí y verá usted. Es lo que siempre digo: yo les enseñaré lo que les conviene. ¿Sabe que la otra noche le pegué un tiro a un gato desde una distancia de cien yardas?

—¿De veras? —exclamó Rycroft.

La costumbre que tenía el capitán de disparar su revólver sobre gatos reales o imaginarios iba siendo ya algo inaguantable para sus vecinos.

—Bien, estoy cansado —dijo de repente el capitán Wyatt—. ¿Quiere otro vaso antes de irse?

Interpretando debidamente tan franca insinuación, Mr. Rycroft se levantó. Su amigo insistió en que tomase otro vaso con él.

—Valdría usted dos veces más de lo que vale si bebiese un poco más. Un hombre que no disfruta bebiendo no es todo un hombre.

Pero Mr. Rycroft continuó rechazando la oferta. Ya se había tomado un gran vaso de whisky con soda y más fuerte que de costumbre.

—¿Qué clase de té toma usted? —preguntó Wyatt—. No entiendo nada de marcas de té. Le dije a Abdul que me comprase un paquete. Pensé que a esa muchacha le gustaría venir por aquí cualquier día a tomar el té conmigo ¡Malditas chicas guapas! Hay que hacer cualquier cosa por ellas. Y ésta se debe aburrir mortalmente en un pueblucho donde no puede hablar con nadie.

—Hay un joven que viene con ella —dijo Rycroft.

—Los jóvenes de ahora me ponen enfermo —replicó el capitán Wyatt—. ¿Quiere decirme qué hay de bueno en ellos?

Como presentaba ciertas dificultades contestar a esta pregunta a gusto de quien la hacía, Mr. Rycroft renunció a intentarlo siquiera y se despidió. La perra
bull terrier
le acompañó hasta la cerca, con gran alarma suya.

En el chalé número 4, miss Percehouse hablaba con su sobrino Ronald.

—Si a ti te gusta rondar a una chica que no te hace caso, allá tú, ese es tu problema, Ronnie —decía la anciana—. Me gustaría más que le hicieses la corte a la hija de Willett. Ahí puede haber una oportunidad para ti, aunque me parece bastante difícil.

—¡Oh, te diré, tía...! —protestó el joven.

—La otra cosa que quería decirte es que si viene algún oficial de la policía por Sittaford, quiero que me informes en seguida de su llegada. ¡Quién sabe si no seré capaz de darle informaciones valiosas!

—Perdóname, tía, pero no me enteré de su venida hasta que ya se había marchado.

—Lo cual es muy propio de ti, Ronnie, absolutamente típico.

—Lo siento mucho, tía Caroline.

—Y cuando estés pintando los muebles del jardín, no hay necesidad de que te pintes la cara. No te la mejoras por eso y gastas pintura en balde.

—Lo lamento, tía Caroline.

—Y ahora —dijo miss Percehouse cerrando los ojos— no discutas conmigo. Estoy muy cansada.

Ronnie arrastró los pies por el suelo, demostrando cierta inquietud.

—Bien, ¿qué hay? —le preguntó su tía ásperamente.

—¡Oh, nada! Sólo que...

—¿Qué?

—Bueno, es que estaba pensando si le molestaría que bajase a Exeter mañana.

—¿Para que?

—Pues... porque necesito ver allí a un compañero mío.

—¿Qué clase de compañero?

—¡Oh, un compañero de estudios!

—Cuando un joven desea decir una mentira, debe hacerlo mejor —replicó la anciana.

—¡Caramba, tía! Ya le he dicho... pero...

—Nada de excusas.

—Entonces, ¿le parece bien que vaya? ¿Puedo ir?

—No sé a qué viene eso de preguntarme «¿Puedo ir?», como si fueses un niño. Ya has cumplido los veinticinco.

—Sí, tía, pero lo que quería decirle es que no quiero que...

Miss Percehouse volvió a cerrar los ojos.

—Hace un momento que te he pedido bien claramente que no discutieses más conmigo. Estoy fatigada y deseo descansar. Si el «compañero» que te espera en Exeter lleva faldas y se llama Emily Trefusis, peor para ti. Eso es todo lo que tengo que decirte.

—Escucha, tía...

—Estoy cansada, Ronald, basta ya.

Capítulo XXII
 
-
Aventuras nocturnas de Charles

Al joven Enderby no le gustaba mucho la perspectiva de pasar la noche en blanco. En su opinión, le parecía que aquello sería probablemente una cacería absurda. Emily, a su juicio, tenía el defecto de poseer una imaginación demasiado viva.

Estaba convencido de que su amiga había hecho, con las pocas palabras que pudo captar, una interpretación que se originaba en su propia mente. Lo más probable era que un simple agotamiento hubiera inducido a mistress Willett a suspirar deseando que llegase la noche.

Charles se asomó a la ventana y sintió un escalofrío. La noche era terriblemente fría, cruda y con niebla, la menos propicia para pasarla al raso, dando vueltas por aquellos andurriales y esperando que ocurriera un acontecimiento demasiado incierto y problemático.

A pesar de todo, no quiso ceder a su intenso deseo de quedarse en su confortable habitación. Recordó la fluida y melodiosa voz de Emily, cuando le decía: «Es maravilloso tener a alguien en quien poder confiar de verdad.»

La muchacha había puesto su confianza en él y no la había puesto en vano. ¡Vamos! ¿Iba él a fallarle a aquella hermosa y desamparada joven? ¡Eso nunca!

Además, mientras se ponía una encima de otra todas las piezas de ropa interior que tenía, antes de embutirse en dos jerseys y en su gabán, pensó que tendría que aguantar una escena muy desagradable si Emily, a su regreso, se daba cuenta de que él no había cumplido su promesa.

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