El misterio de Sittaford (27 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
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—¿Crees tú que ella estaba enterada? —preguntó Charles.

—Ella o su madre, la una o la otra.

—Hay una persona a la que no has mencionado —indicó Charles—: Mr. Duke.

—Ya lo sé —replico Emily—. Es muy extraño, pero no sabemos absolutamente nada acerca de este caballero. Dos veces he intentado visitarlo y en ambas he fracasado. En apariencia, no existe ninguna relación entre él y el capitán Trevelyan, o entre él y alguno de los parientes del asesinado. No hay el menor indicio para incluirlo entre los sospechosos, se mire como se quiera, y sin embargo...

—¿Qué? —insistió el periodista al ver que su amiga se callaba.

—Y sin embargo, recordarás que nos encontramos al inspector Narracott cuando salía del chalé de Mr. Duke. ¿Qué sabe el inspector acerca de ese hombre que no sepamos nosotros? Me gustaría saberlo.

—¿Crees que...?

—Supongamos que Duke es un individuo sospechoso y que la policía lo considera así. Supongamos que el capitán Trevelyan hubiese descubierto algo que se refiriera a Duke. Como recordarás, al capitán se interesaba mucho por todo lo que se refería a sus arrendatarios, por lo que podemos también suponer que pensara acudir a la policía a contarles lo que sabía. Y Duke concierta entonces con un cómplice el asesinato de su presunto delator. Bueno, ya sé que todo esto suena muy melodramático, puesto de esta forma, pero, no obstante, después de todo, algo por el estilo puede haber ocurrido.

—Ciertamente, es una idea —comentó Charles con lentitud.

Y ambos permanecieron silenciosos, cada uno de ellos sumergido en sus propias reflexiones.

De repente, Emily dijo:

—¿Conoces esa extraña sensación que a veces te invade cuando una persona te está mirando, sin haberte dado cuenta antes de su presencia? Pues ahora a mí me ocurre una cosa así: siento como si los ojos de alguien me estuvieran quemando en la espalda. ¿Es pura imaginación o es que en realidad alguien me mira en este momento?

Charles movió su silla una o dos pulgadas y miró alrededor suyo con aire de indiferencia.

—Hay una mujer sentada ante una de las mesas que están junto a la ventana —explicó—. Es alta, morena y elegante. Te está mirando fijamente.

—¿Joven?

—No, no muy joven. ¡Hola!

—¿Qué pasa?

—Veo a Ronnie Gardfield. Acaba de entrar y está estrechando la mano de esa señora. Ahora se sienta con ella a la mesa. Me parece que la dama le está diciendo algo que se refiere a nosotros.

Emily abrió su bolso. De un modo bastante ostensivo se empolvó la nariz y ajustó el espejito de bolsillo en un ángulo conveniente.

—Es tía Jennifer —dijo en voz baja—. Ahora se levantan.

—Parece que se van —replicó el periodista—. ¿Quieres hablar con ella?

—No —contestó Emily—, creo que será mucho mejor para mí fingir que no la he visto.

—Después de todo —dijo Charles—, ¿por qué no puede conocer la tía Jennifer a Ronnie Gardfield e invitarlo a tomar el té?

—¿Y por qué lo habría de invitar? —preguntó Emily.

—¿Y por qué no?

—¡Oh, por Dios, Charles, no vayamos ahora a enfrascarnos en un inútil juego de palabras!
Por qué sí, por qué no, por qué sí y por qué no
. Desde luego, eso es una tontería y no sacaremos nada. Estábamos precisamente diciendo que ningún otro de los asistentes a aquella famosa
séance
tenía relación con la familia del muerto, y apenas transcurren cinco minutos cuando vemos a Ronnie Gardfield tomando el té con la hermana del capitán Trevelyan.

—Lo que demuestra —indicó Charles— que nunca sabe uno a que atenerse.

—Lo que demuestra —replicó Emily— que siempre tiene uno que volver a empezar.

—Y por más de un camino —contestó el periodista.

—¿Qué quieres decir?

—Por el momento, nada —contestó él.

Y puso su mano sobre la de la joven. Ella no retiró las suyas.

—Bien, este asunto ya está bastante discutido —dijo Charles—. Ahora...

—Ahora... ¿qué? —preguntó su amiga muy dulcemente.

—Haría cualquier cosa por ti, Emily —explicó el joven—. Cualquier cosa...

—¡Ah! ¿Sí? —dijo miss Trefusis—. Eres un compañero encantador, mi querido Charles.

Capítulo XXVI
 
-
Robert Gardner

Veinte minutos después, ni uno más ni uno menos, Emily llamaba a la puerta de Los Laureles. Aquella visita se debía a un repentino impulso de la joven.

La visitante obsequió con su más radiante sonrisa a Beatrice cuando ésta le franqueó la entrada.

—Aquí me tiene usted otra vez —dijo Emily—. Ya sé que la señora está ausente, pero ¿podría ver en estos momentos a Mr. Gardner?

Semejante petición no era corriente en aquella casa. Beatrice parecía dubitativa.

—Bien, no sé qué decir. Subiré a ver si es posible, ¿me permite?

—Sí, vaya —contestó miss Trefusis.

Beatrice se marchó escalera arriba, dejando a Emily sola en el vestíbulo. Al cabo de unos instantes, regresó para rogarle a la joven dama que hiciese el favor de subir con ella.

Robert Gardner estaba acostado en un canapé, junto a la ventana de una gran habitación del primer piso. Era un hombre robusto, de ojos azules y hermosa cabellera. Su mirada recordaba, pensó Emily, a la de Tristán en el tercer acto de
Tristán e Isolda
, aunque ningún tenor wagneriano haya sabido aún mirar así.

—¡Hola! —dijo al entrar la joven—. Usted es la futura esposa de ese criminal, ¿no es así?

—En efecto, tío Robert —contestó Emily—. Supongo que puedo llamarle tío Robert, ¿verdad?

—Si Jennifer lo consiente... ¿Qué tal resulta eso de tener al novio pudriéndose en la cárcel?

Decididamente, aquel hombre era cruel, pensó Emily, como todo aquel que se divierte hurgando donde a uno le duele. Pero había encontrado una digna adversaria. La joven respondió, sonriendo.

—Es conmovedor.

—No le parecerá tan conmovedor al amigo Jim, ¿eh?

—Bueno... —replicó Emily—. Eso contribuye a aumentar su experiencia de la vida, ¿no le parece?

—Así aprenderá que, en este mundo, no todo consiste en beber cerveza y jugar a los bolos —dijo Robert Gardner, rebosando malicia—. Ese muchacho es demasiado joven para haber luchado en la guerra europea; ¿verdad que no estuvo? Será de esos a quienes les gusta la vida fácil. Bien, bien... ¡Habrá sido para él un buen golpe inesperado!

Y miró a su visitante con cierta curiosidad.

—¿Y por qué diablos quería verme? ¿Se puede saber?

En su voz se notaba un ligero matiz de sospecha o algo por el estilo.

—Cuando una va a entrar en una familia, es muy normal que antes quiera conocer a los que van a ser sus parientes —contestó la muchacha.

—Comprendo, hay que conocer lo peor antes de que sea demasiado tarde. De modo que usted cree que se va a casar con el joven Jim, ¿verdad?

—¿Por qué no?

—¿A pesar de la acusación de asesinato?

—Sí, a pesar de esa acusación.

—Muy bien —comentó Mr. Gardner—. Nunca había visto a nadie tan despreocupado. Cualquiera pensaría que le resulta muy divertido todo esto.

—Lo es. Perseguir a un criminal es terriblemente emocionante.

—¿Cómo?

—Digo que perseguir a un criminal es un deporte terriblemente emocionante —repitió Emily.

Robert Gardner se la quedó mirando y después dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre la almohada.

—Estoy cansado —murmuró con voz displicente—. No puedo hablar ni una palabra más. ¡Enfermera! ¿Dónde se ha metido esa enfermera? ¡Enfermera, estoy cansado!

Miss Davis acudió rápidamente ante aquella llamada desde una habitación contigua.

—Mr. Gardner se cansa con gran facilidad al menor esfuerzo —explicó la enfermera—. Creo que será mejor que se vaya, si no le importa, miss Trefusis.

Emily se puso de pie y asintió.

—Adiós, tío Robert. Tal vez vuelva otro día.

—¿Qué quiere decir eso?


Au revoir
—replicó Emily.

Ya estaba saliendo por la puerta de la casa cuando se detuvo de repente.

—¡Oh! —exclamo dirigiéndose a Beatrice—. Me he olvidado los guantes.

—Yo se los traeré, señorita.

—¡Oh, no! Ya iré yo por ellos —y echó a correr con gran ligereza escalera arriba, entrando sin llamar en el cuarto del enfermo.

—Dispénseme —dijo Emily—. Le pido mil perdones, tío, he vuelto por mis guantes.

Y los recogió de un modo ostentoso, dedicándoles una dulce sonrisa a los dos ocupantes de la habitación, que estaban sentados muy juntitos. Después, bajó corriendo la escalera y abandonó aquella casa.

«Este olvido de los guantes es un sistema terrorífico —se dijo la joven—. Es la segunda vez que me da resultado. ¡Pobre tía Jennifer! Me gustaría saber si está enterada de lo que ocurre. Probablemente, no. Bien, tengo que apresurarme porque Charles se aburrirá esperándome.»

El joven Enderby la aguardaba sentado en el viejo Ford de Elmer, como habían convenido de antemano.

—¿Has tenido suerte? —le preguntó él mientras la abrigaba con la manta.

—En cierto modo, sí. Aunque no estoy segura.

Charles la miró de un modo interrogativo.

—No pongas esa cara —dijo Emily, en respuesta a la inquisitiva actitud de su compañero—, porque no pienso contártelo. Te diré: es un asunto que tal vez no tenga nada que ver. Y si es así, no sería correcto.

Enderby lanzó un suspiro.

—Eso es muy duro —observó.

—Lo siento mucho —dijo la muchacha con firmeza—, pero las cosas son así.

—Haz lo que mejor te parezca —replicó Charles glacialmente.

Y ambos continuaron su viaje, sumidos en un silencio absoluto, en un silencio ofendido, por parte del periodista, mientras que el de Emily era más bien de abstracción.

Ya estaban cerca de Exhampton cuando ella rompió a hablar, preguntando una cosa totalmente inesperada:

—Charles, ¿sabes jugar al bridge?

—Sí que sé. ¿Por qué lo preguntas?

—Por algo que estaba pensando. Ya debes saber lo que se le acostumbra a aconsejar a un jugador cuando valora su mano: si vas a defender, cuenta las posibles ganadoras, pero si vas a atacar, cuenta las perdedoras. Pues bien, nosotros hemos estado atacando en este asunto que nos ocupa, y tal vez lo hicimos hasta ahora del modo erróneo.

—¿Quieres explicarme eso?

—Es muy sencillo, hemos estado examinando los «ganadores», ¿no es así? Me refiero a que todos nuestros pasos se han dirigido hacia las personas que
podían
haber matado al capitán Trevelyan, por improbable que eso pareciese. Y por eso nos ahogamos en un terrible mar de dudas.

—Yo no me ahogo en ese mar —replicó Charles.

—Bueno, pues yo sí. Estoy tan embotada que no sé qué pensar de todo esto. Cambiemos de táctica y empecemos a trabajar por el camino opuesto. Pasemos revista a los que podríamos llamar «perdedores» en este juego, es decir, a las personas que de ningún modo pueden haber matado al capitán Trevelyan.

—Bien. Vamos a ver —Enderby reflexionó—; para empezar, citaremos a las Willett, a Burnaby y a Rycroft y a Ronnie... ¡Ah! Y a Duke.

—Sí —admitió Emily—. Sabemos que ninguno de ellos pudo matarlo porque a la hora en que se cometió el asesinato, todas estas personas estaban en la mansión de Sittaford y cada una vio a las demás y es imposible que todos mientan. Sí, hemos de descartarlos a todos.

—Realmente, todos los de Sittaford están libres de sospecha —siguió diciendo Charles—. Incluso Elmer —añadió bajando la voz, en atención a la posibilidad de que el conductor los oyese—, porque el pasado viernes la carretera de Sittaford estaba intransitable para toda clase de vehículos.

—Pero podía haber ido a pie —indicó la joven en voz igualmente baja—. Si el comandante Burnaby fue capaz de hacer por la noche semejante recorrido, muy bien pudo Elmer haber salido a la hora de comer, llegar a Exhampton a las cinco, cometer el asesinato y volver.

Enderby meneó la cabeza.

—No creo que pudiese volver andando. Recuerda que la gran nevada empezó a caer hacia las seis y media. De todos modos, supongo que no acusarás a Elmer, ¿verdad?

—No —contestó Emily—, aunque, como es natural, pudiera ser un maníaco homicida.

—¡Bah! —replico Charles—. Todo lo que conseguirás es herir sus sentimientos si te oye.

—De todos modos —indicó la joven—, tú no puedes asegurar definitivamente que él haya podido matar al capitán Trevelyan.

—Pero casi, casi —dijo el periodista—. No es posible que fuera a pie de Exhampton y regresara del mismo modo sin que todo Sittaford se enterara del caso y lo comentase por su rareza.

—Ciertamente, es un pueblecito en el que cada habitante se entera de todo lo que ocurre —asintió Emily.

—Exacto —afirmó Enderby—. Y por eso he dicho antes que los vecinos de Sittaford deben quedar descartados por completo. Los únicos que no estaban de visita en casa de las Willett, Mrs. Percehouse y el capitán Wyatt, son inválidos. De ningún modo podrían aventurarse en una tormenta de nieve. Y el simpático y viejo Curtis y su esposa están en el mismo caso. Si cualquiera de ellos lo hubiese hecho, habría tenido que instalarse confortablemente en Exhampton durante el fin de semana y regresar cuando el tiempo hubiera mejorado.

La joven se rió

—Desde luego, es difícil ausentarse de Sittaford durante el fin de semana sin que los demás se den cuenta.

—Curtis hubiese notado cierto silencio, si era su mujer la que se iba —comentó en broma el periodista.

—Naturalmente, la única persona que puede estar en este caso es Abdul —recordó Emily—. Sería digno de una novela. El actual criado habría sido en sus tiempos un fiero soldado y el capitán Trevelyan habría arrojado a su hermano favorito por la borda durante un motín. ¡Qué argumento más bonito!

—Me resisto a creer —dijo Charles— que ese miserable y deprimente individuo sea capaz de matar a nadie.

Y al cabo de un instante de silencio, añadió de repente:

—¡Ya lo sé!

—¿Quién? —pregunto Emily ansiosamente.

—La esposa del herrero. Esa mujer que está esperando su octavo hijo. La intrépida aldeana, a pesar de su estado, recorrió a pie toda la carretera de Sittaford y golpeó al viejo con el saco de arena.

—¿Y por qué motivo, si se puede saber?

—Porque aunque el herrero era padre del séptimo y anterior retoño, el capitán Trevelyan lo iba a ser del que estaba en camino.

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