El misterio de Sittaford (22 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
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—Su marido no conocía muy bien al capitán Trevelyan, ¿verdad, señora?

Jennifer Gardner meneó la cabeza.

—Ni le conocía ni se preocupó nunca por él. Si he de ser sincera, yo tampoco puedo pretender que me haya causado mucha pena su muerte. Mi querida Emily, era un hombre cruel y avaro. Le constaba el problema que teníamos: la pobreza. Sabía que si nos prestaba alguna cantidad de dinero en el momento oportuno, Robert podría someterse a un tratamiento especial que hubiera representado una gran diferencia. En fin, lo que le ha pasado lo tenía merecido.

La dama hablaba con voz profunda, que demostraba su odio reconcentrado.

«¡Que mujer tan extraña! —pensó Emily—. Hermosa y terrible, como la heroína de una tragedia griega.»

—Puede que aún no sea demasiado tarde —continuó Mrs. Gardner—. He escrito hoy mismo a los abogados de Exhampton preguntándoles si pueden adelantarme alguna suma de dinero. El tratamiento del que hablo es, en algunos aspectos, lo que podríamos llamar un recurso de curandero, pero ha dado buen resultado en un gran número de casos. ¡Oh, Emily, qué maravilloso sería que Robert pudiese volver a andar!

Su rostro resplandecía iluminado como por una lámpara.

Emily estaba fatigada. El día había sido largo y pesado para ella, no había comido casi nada y se sentía agotada a fuerza de reprimir sus emociones. Le pareció que la habitación se alejaba y volvía a acercarse.

—¿No se encuentra bien, querida?

—Me encuentro perfectamente —balbució Emily. Y con gran sorpresa suya se le saltaron las lágrimas, cosa que le produjo rabia y humillación.

Mrs. Gardner no intentó animarla ni consolarla, cosa que Emily agradeció mucho. Se limitó a permanecer en silencio hasta que las lágrimas de Emily cesaron. Entonces, murmuró con voz comprensiva:

—¡Pobre niña! Es muy desagradable que Jim Pearson haya sido detenido, muy desagradable. Me gustaría que se pudiera hacer algo para arreglar ese asunto.

Capítulo XXI
 
-
Conversaciones

Abandonado a su propia iniciativa, Charles Enderby no cejó en sus esfuerzos. Para familiarizarse por sí mismo con la clase de vida que se hacía en Sittaford, no tenía más que poner en marcha a Mrs. Curtis del mismo modo que se abre un grifo de agua corriente.

Escuchando, no sin un ligero aturdimiento, aquel chorro de anécdotas, reminiscencias, rumores, suposiciones y detalles minuciosos, se esforzaba con valentía en separar el grano de la paja. Mencionó otro nombre e inmediatamente otro chorro de agua brotó en aquella dirección. Así se enteró de todo lo referente al capitán Wyatt: su temperamento tropical, su típica rudeza, sus disputas con los vecinos y la asombrosa gracia con que en algunas ocasiones trataba a las muchachas bonitas. La vida que llevaba su criado indio, las extrañas horas en que tomaba sus comidas y la dieta exacta que las componían. Oyó describir la biblioteca de Mr. Rycroft, los tónicos que se aplicaba al cabello, su exigente insistencia en cuestiones de limpieza y puntualidad, la extraordinaria curiosidad sobre lo que pudiesen hacer los demás, su reciente venta de unos pocos y antiguos objetos personales a los que tenia en gran aprecio, su inexplicable afición a los pájaros y la obstinada idea de que Mrs. Willett quería conquistarlo. Tampoco quedó detalle que contar acerca de miss Percehouse, de su incansable lengua, del modo como hacía bailar a su sobrino y de los rumores que corrían acerca de la vida alegre que éste llevaba en Londres. Enderby volvió a escuchar la descripción completa de la amistad del comandante Burnaby con el capitán Trevelyan, sus añoranzas del pasado y su gran afición por el ajedrez. Oyó todo lo que se sabía acerca de las Willett, incluyendo la creencia de que miss Violet se había fijado en Ronnie Gardfield, pero que no sentía el menor cariño por él. Conoció el rumor de que dicha joven hacía misteriosas excursiones por el páramo y que había sido vista paseando por allí con un joven. Indudablemente, era ésta la razón, a juicio de Mrs. Curtis, de que aquellas mujeres hubiesen venido a vivir a tan desolado rincón. La madre se había tomado en serio lo de que a su hija le gustaba mucho aquello. Pero ya se sabía lo que pasaba: las muchachas son mucho más ladinas de lo que pueden pensar sus madres. En cuanto a Mr. Duke, resultaba curioso lo poco que se sabía de él. Estaba allí desde hacía poco tiempo y sus actividades parecían dedicadas tan sólo a la horticultura.

Eran las tres y media y, con la cabeza hecha un bombo a causa de la conversación con Mrs. Curtis, el joven Enderby salió para dar un paseo. Tenía la intención de cultivar la amistad con el sobrino de miss Percehouse. Un prudente reconocimiento alrededor del chalé de la anciana señorita, no dio resultado alguno. Pero, por una racha de buena suerte, topó de bruces con el joven a quien buscaba, quien en aquel preciso instante salía desconsolado por la puerta de la mansión de Sittaford. A juzgar por su aspecto, acababan de enviarle a paseo con una seria amonestación.

—Hola —le dijo Charles—, ¿no es ésta la propiedad del capitán Trevelyan?

—Sí que lo es —contesto Ronnie.

—Tenía la esperanza de poder sacar una fotografía de ella esta misma mañana. Es para mi periódico, como se puede figurar —añadió—. Pero este tiempo es desesperante para un fotógrafo.

Ronnie aceptó esa explicación con la mejor buena fe sin pensar que, si la fotografía fuese sólo posible en días de sol brillante, las ilustraciones que aparecen en los periódicos serían muy escasas.

—Debe de ser un trabajo muy interesante el de ustedes —comentó el joven Gardfield.

—Es una vida de perros —replicó Charles, fiel al clásico sistema de no entusiasmarse nunca con el trabajo que a uno le ha tocado en suerte. Después, miró por encima del hombro, hacia la mansión de Sittaford—. Parece una casa un poco sombría.

—Pues no parece la misma desde que las Willett viven en ella —dijo Ronnie—. Estuve en este pueblo el año pasado, aproximadamente por esta época, y puedo asegurarle que con dificultad reconocería usted la casa si la hubiera visto entonces; sin embargo, no sé qué pueden haberle hecho. Tal vez han cambiado los muebles de sitio, supongo yo, o le han puesto almohadones y cosas bonitas por todas partes. Ha sido como una bendición del cielo para mí que se hayan instalado aquí, se lo aseguro.

—Supongo que este rincón de la tierra no puede ser un lugar muy alegre que digamos —comentó Charles.

—¿Alegre, dice usted? Si yo tuviese que vivir aquí dos semanas seguidas, me moriría de asco. Lo que más me llama la atención es cómo se las arregla mi tía para aguantar esta vida como lo hace. Usted no ha visto todavía a sus gatos, ¿verdad? Esta mañana tuve que peinar a uno de ellos, y fíjese cómo me arañó el muy bruto —Se arremangó un brazo y se lo mostró al periodista.

—Tiene usted mala suerte con ellos —dijo este último.

—Seguramente es eso. Dígame, ¿está haciendo alguna investigación por aquí? Si es así, ¿puedo ayudarle? En el caso de que usted sea Sherlock Holmes, yo podría ser su doctor Watson o algo por el estilo.

—¿Puede haber alguna pista en la mansión de Sittaford? —preguntó Charles sin darle importancia—. Quiero decir que el capitán Trevelyan dejaría dentro alguna de sus cosas.

—No lo creo. Mi tía me contó que antes de dejar la casa, sacó y trasladó a Exhampton todos sus cachivaches. Se llevó consigo sus colmillos de elefante, sus dientes de hipopótamo y todos sus rifles y sabe Dios qué.

—Como si hubiera previsto que no iba a volver —comentó Enderby.

—¡Caramba, ésa es una idea! Dígame, ¿cree que se trata de un suicidio?

—Un hombre capaz de golpearse a sí mismo en la nuca con un saco de arena sería un verdadero artista del suicidio —indicó Charles.

—Es verdad, ya pensé que eso no encajaba. Sin embargo, se diría que hubiera tenido un presentimiento —el rostro de Ronnie reflejó su satisfacción general—. Veamos, ¿qué me dice a esto? Suponga que él tuviera enemigos tras él, se entera de que estaban a punto de descubrirlo y entonces se larga a otro sitio y traspasa su covachuela, sea como fuere, a las Willett.

—¡Ya salieron las Willett! Esas mujeres son algo así como un milagro por ellas mismas —dijo el joven periodista.

—Sí, ahí hay algo que no logro descifrar. Es muy raro ese capricho de venirse a vivir a un país como éste. A Violet parece que no le importa, incluso dice que le gusta mucho. No sé qué demonios le pasa hoy a esta muchacha; supongo que será el problema doméstico. No me entra en la cabeza eso de que las amas de casa se molesten tanto por las sirvientas. Si las criadas se ponen insoportables, pues se las despide y asunto concluido.

—Eso es precisamente lo que han hecho, ¿verdad? —preguntó Charles.

—Sí, lo sé; pero el caso es que están la mar de preocupadas y ansiosas por tan nimio motivo. La madre se ha acostado y no deja de lanzar exclamaciones histéricas o algo por el estilo, mientras la hija se arrastra por la casa como una tortuga. Ahora mismo acaba de ponerme lindamente en la puerta.

—¿Sabe si han recibido la visita de la policía?

Ronnie se quedó mirándolo.

—¿La policía? ¿Por qué tenían que venir?

—Bueno, me habré equivocado. Como he visto por aquí esta misma mañana al inspector Narracott.

Ronnie dejó caer su bastón con gran estrépito y se detuvo a recogerlo.

—¿Quién dice que estaba en Sittaford esta mañana? ¿El inspector Narracott?

—Sí.

—¿Es el... es el hombre que se encarga del caso Trevelyan?

—Exactamente.

—¿Y qué hacía en Sittaford? ¿Dónde lo vio usted?

—Supongo que habrá venido a meter sus narices en todo —contestó Enderby—, a conocer la vida que hacía aquí el capitán Trevelyan por ejemplo.

—¿Cree que eso es todo?

—Me imagino que sí.

—¿No pensaría ese hombre que en Sittaford puede haber alguna persona que está implicada en el caso?

—Eso sería muy improbable, ¿no le parece?

—¡Oh, claro! Pero ya sabe como son los de la policía, siempre andan dando palos de ciego. Por lo menos, eso pasa en las novelas de detectives.

—Pues yo creo que, en realidad, son gente inteligente —replicó Charles—. Desde luego que la prensa hace mucho por ayudarles —añadió—. Pero si usted se entretuviera en leer con todo cuidado el desarrollo de un caso, se asombraría del modo como capturan a criminales sin apenas pruebas que los señale.

—Bueno, debe de ser muy interesante saber esas cosas, ¿no es así? Lo cierto es que han tardado muy poco en detener a ese hombre, a Pearson. Parece un asunto bastante claro.

—Claro como el cristal —digo el periodista—. Ha sido una verdadera suerte que no nos haya tocado la china a usted o a mí, ¿eh? Bien, tengo que enviar algunos telegramas. Parece que en este pueblo no están muy acostumbrados a los telegramas. Si usted se gasta más de media corona en un telegrama, lo miran como si se tratase de un loco que se ha escapado del manicomio.

El joven Enderby expidió dos telegramas, compró un paquete de cigarrillos, unos bombones de dudosa apariencia y dos novelitas de cubiertas muy ajadas. Después volvió a su alojamiento, se tumbó en la cama y al poco rato dormía apaciblemente, ignorando que él y sus asuntos, en particular lo que se refería a miss Emily Trefusis, se discutían con acaloramiento en no pocas de las casas que le rodeaban.

Se puede afirmar que en Sittaford sólo había tres temas de conversación: el asesinato, la fuga del presidiario y miss Emily Trefusis y su primo. En efecto, cuatro diferentes conversaciones se sostenían en ese momento y su tema principal era la joven.

La primera de estas conversaciones se mantenía en la mansión de Sittaford, donde Violet Willett y su madre acababan de lavar ellas mismas el servicio del té a causa de la partida de la servidumbre.

—Fue Mrs. Curtis quien me lo contó —decía Violet.

La joven estaba aún pálida y descolorida.

—La charlatanería de esa mujer es casi peor que la peste —replicó su madre.

—Sí, tienes razón. Pues parece ser que la muchacha se hospeda actualmente allí con un primo o pariente suyo. Ella misma mencionó esta mañana que estaba en casa de Mrs. Curtis, pero yo pensé que eso era debido tan sólo a que miss Percehouse no tenía una habitación disponible. Y ahora resulta que esa joven no había visto nunca a esa mujer hasta hoy.

—Es una mujer que me desagrada mucho —dijo Mrs. Willett.

—¿Mrs. Curtis?

—No, no, miss Percehouse. Esa clase de mujeres son siempre peligrosas. Sólo sirven para chismorrear acerca de lo que hacen los demás. ¡Enviarnos aquí a esa chica para pedirnos la receta del pastel de café! Me hubiese gustado haberle puesto un poco de veneno. ¡Así se hubiese acabado de una vez su manía de entrometerse en todo!

—Supongo que debía de haberme dado cuenta... —empezó a decir Violet, pero su madre la interrumpió.

—¿Cómo podías adivinarlo, querida? Y al fin y al cabo, ¿nos ha hecho algún daño?

—¿A qué crees tú que ha venido aquí?

—Supongo que no tenía un propósito definido. Sólo trataba de espiar el terreno. ¿Está segura Mrs. Curtis de que es la prometida de Jim Pearson?

—Tengo entendido que la joven se lo dijo también a Mr. Rycroft. Mrs. Curtis asegura que ella lo sospechó desde el primer momento.

—Bueno entonces el asunto parece bastante lógico. La muchacha no hace más que buscar a ciegas algo que ayude a salvar a su novio.

—Tú no la has visto, mamá —replicó Violet—. Es muy decidida, no va tan a ciegas como tú supones.

—Me gustaría haberla visto —dijo Mrs. Willett—, pero mis nervios estaban destrozados esta mañana. Debe de ser la reacción, supongo yo, a la entrevista que tuve ayer con el inspector de policía.

—Estuviste maravillosa, mamá. Lástima que yo me haya portado de un modo tan tonto, desmayándome de aquella manera... ¡Oh, estoy avergonzada de mí misma por haber dado aquel espectáculo! ¡Y ahí estabas tú, con perfecta calma y tan tranquila, sin pestañear siquiera!

—He tenido un buen aprendizaje —contestó Mrs. Willett con voz seca y dura—. Si tú hubieses pasado por lo que he pasado yo... Pero hablemos de otra cosa, querida, porque espero que nunca tendrás que sufrir tanto, mi niña. Confío en que serás feliz y que ante ti se abrirá una vida de paz y tranquilidad.

Violet meneó la cabeza dubitativa.

—Tengo miedo, tengo mucho miedo...

—¡No digas tonterías! En cuanto a eso de que dieras un espectáculo al desmayarte ayer, nada de eso. No te preocupes más.

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