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Authors: Agatha Christie

El misterio de Sittaford (26 page)

BOOK: El misterio de Sittaford
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—Sí, señor, miss Trefusis es una muchacha única y de las que no se equivocan. ¡Una mujer de verdad, a fe mía! Y está totalmente decidida a librarlo de la acusación. Se ha hecho dueña de ese periodista, Charles Enderby, y lo hace bailar a su antojo como a ella le interesa. En fin, que la joven es mucho mejor de lo que se merece James Pearson. Porque, aparte de su buen aspecto y elegancia, yo no me diría que el novio tenga personalidad suficiente.

—Pero si esa chica es una mandona, será eso lo que le gusta.

—¡Oh, claro! —replicó Narracott—. En cuestión de gustos no hay nada escrito. Bien, de modo que está de acuerdo en que lo mejor que puedo hacer es aclarar esa coartada de Dering sin más dilación.

—Sí, ocúpese inmediatamente. ¿Y qué hay del cuarto interesado en la herencia? Porque hay una cuarta persona beneficiada, ¿no es así?

—Sí, señor, la hermana. Pero todo está correcto. Ya he hecho las correspondientes averiguaciones. Ella estaba en su casa a las seis de la tarde. Voy a ocuparme del asunto de Dering.

Unas cinco horas más tarde, el inspector Narracott estaba de nuevo en el pequeño gabinete de El Rincón. En esta ocasión, encontró en casa a Mr. Dering. La doncella dijo en el primer instante que no consentía que le molestaran cuando estaba escribiendo, pero el inspector sacó una tarjeta suya y le ordenó que se la llevase a su amo sin perder un momento. Mientras estaba esperando, recorría la habitación arriba y abajo, cogía algún pequeño objeto de una mesa o de cualquier mueble, lo miraba sin apenas verlo y volvía a dejarlo en su sitio. La caja de cigarrillos era australiana, de madera barnizada, acaso un regalo de Brian Pearson. También encontró un viejo libro bastante deteriorado que se titulaba
Orgullo y prejuicio
. Levantó la cubierta y observó que, en una de las esquinas de la misma, había unas palabras garabateadas en una tinta ya casi descolorida que decían: Mary Rycroft. Sin saber porqué el nombre de Rycroft le pareció familiar, pero no pudo recordar dónde lo había oído. Narracott fue interrumpido en aquel instante, pues la puerta se abrió y Martin Dering entró en el gabinete.

El novelista era un hombre de mediana estatura, con una espesa cabellera de color castaño oscuro. Tenía muy buena presencia, aunque un aspecto un tanto macizo, y sus labios eran gruesos y rojos.

El inspector Narracott no se sintió predispuesto en ningún sentido por su apariencia.

—Buenos días, Mr. Dering, siento mucho tener que molestarlo otra vez.

—¡Bah! No se preocupe por eso, inspector. Lo malo es que, en realidad, yo no puedo decirle nada más de lo que ya sabe usted.

—Nosotros habíamos creído entender que su cuñado, el joven Brian Pearson, estaba en Australia. Ahora nos encontramos con que ha vivido en Inglaterra durante los últimos dos meses. Bien podían haberme insinuado algo de eso, creo yo. Su esposa me dijo bien claramente que su hermano estaba en Nueva Gales del Sur.

—¡Brian en Inglaterra! —exclamó Dering, demostrando un asombro que parecía sincero—. Yo puedo asegurarle, inspector, que no tenía la menor noticia de eso, ni tampoco mi esposa.

—¿No se había puesto en comunicación con ustedes de algún modo?

—No, señor, de verdad que no. Sólo sé, y por casualidad, que Sylvia le ha escrito dos veces a Australia durante todo este tiempo.

—Bien, en ese caso, le presento mis excusas, caballero. Pero, como es natural, yo pensé que él se lo habría comunicado a sus parientes y amigos, y estaba un poco molesto con ustedes por habérmelo ocultado.

—Pues, como le acabo de decir, nosotros no sabíamos nada. ¿Quiere un cigarrillo, inspector? Por cierto, creo que han conseguido capturar al presidiario que se fugó.

—Sí, lo detuvimos el martes pasado por la noche. Tuvo la mala suerte de que la niebla se hiciese demasiado espesa. Estaba dando vueltas en un círculo vicioso. Caminó unas veinte millas para ir a parar, después de tanto andar, a un lugar que sólo distaba media milla de Princetown.

—Es extraordinario cómo uno empieza a dar vueltas en la niebla. Suerte tuvo de no haberse escapado el viernes, porque, en ese caso, supongo que el asesinato se le hubiera achacado a él con certeza.

—Es un hombre peligroso. Acostumbraban a llamarle «El terrible Freddy». Está condenado por robo con violencia y asalto. Llevaba una doble vida extraordinaria. Entre la buena sociedad pasaba por ser un hombre rico, educado y respetable. Casi estoy convencido de que el manicomio de Broadmoor es el sitio más indicado para él. De vez en cuando, le acometía una especie de manía criminal y entonces le gustaba desaparecer y relacionarse con lo más bajo del hampa.

—Supongo que no se escapan muchos de Princetown.

—Es una hazaña casi imposible, pero esta fuga estaba extraordinariamente bien planeada y realizada. Todavía no hemos llegado al fondo de este raro asunto.

—Muy bien —dijo Dering, levantándose y echando una mirada a su reloj—. Si no tiene nada más que decirme, inspector... ya sabe que yo soy un hombre bastante atareado.

—¡Oh, es que hay algo más, Mr. Dering! Necesito saber por qué me dijo que había asistido a una cena literaria que se dio en el Hotel Cecil el viernes por la noche.

—Yo... no le comprendo bien, inspector.

—Pues a mí me parece que sí, caballero. Usted no estuvo en esa cena, ¿verdad, Mr. Dering?

Martin Dering dudaba. Sus ojos pasaban alternativamente de la cara del inspector al techo del gabinete, desde allí a la puerta y luego al suelo.

El inspector esperaba tranquilo y sereno.

—Bien —dijo Martin Dering al cabo de un buen rato—, supongamos que no hubiera asistido. ¿Qué demonios le importa eso a usted? ¿Qué va a sacar usted, ni nadie, de lo que yo hice cinco horas después de haber sido asesinado mi tío?

—Usted efectuó cierta afirmación y yo, Mr. Dering, necesito comprobarla punto por punto. Ya hemos podido probar que una buena parte de ella no es cierta. Y ahora me han encargado expresamente que compruebe la veracidad del resto. Usted dijo que había almorzado con un amigo y que después pasó la tarde con él.

—Sí, señor, mi editor norteamericano.

—¿Su nombre?

—Rosenkraun, Edgar Rosenkraun.

—¿Y su dirección?

—Ya no está en Inglaterra. Se marchó el sábado pasado.

—¿A Nueva York?

—Sí, señor.

—Entonces, en este momento debe de estar navegando. ¿En qué barco va?

—Pues, realmente, no puedo acordarme de cuál es.

—¿Sabe, al menos, la compañía? ¿Es de la Cunard o de la White Star?

—No, no lo recuerdo bien.

—Perfectamente —replicó el inspector—. Cablegrafiaremos a su editorial en Nueva York. Ellos lo sabrán.

—¡Era el
Gargantúa
! —exclamó Dering de muy mala gana.

—Gracias, Mr. Dering. Sabía que lo recordaría si lo intentaba. Prosigamos. En su declaración dijo que, después de almorzar con Mr. Rosenkraun, le dedicó toda la tarde. ¿A qué hora se separó de él?

—Hacia las cinco de la tarde.

—¿Y después?

—Me niego a contestar a eso. No es asunto suyo. Seguro que con lo dicho basta.

El inspector Narracott asintió pensativo. Si Rosenkraun confirmaba la declaración de Dering, caerían por el suelo todas las sospechas contra este último. Cualesquiera que hubiesen sido sus misteriosas actividades aquella noche, no afectarían al caso.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó Dering bastante inquieto.

—Enviaré un telegrama a Mr. Rosenkraun, a bordo del
Gargantúa
.

—¡Maldita sea! —gritó el novelista—. Me complicará usted con una publicidad indeseable. Mire esto...

Y se fue hacia su escritorio, donde trazó unas pocas líneas sobre un trozo de papel, que enseñó después al inspector.

—Supongo que hará de todos modos lo que se proponía —dijo Dering en áspero tono—, pero al menos puede hacerlo de la forma que a mí me conviene. No es de recibo que molesten a un ciudadano por cualquier cosa.

En el trozo de papel había escrito:

«Rosenkraun. Vapor Gargantúa. Ruego confirme mi declaración de que yo estuve con usted a la hora de almorzar y hasta las cinco de la tarde del viernes catorce. Martin Dering.»

—No me importa que pida que le envíen directamente a su casa la respuesta, pero no pida que se la manden a Scotland Yard o a una comisaría de policía. Usted no sabe cómo son estos americanos. A la menor sospecha de que yo pueda estar mezclado en un asunto criminal, el nuevo contrato que he negociado con ese señor, se lo llevará el viento. Le ruego que trate este asunto en privado, inspector.

—No veo ningún inconveniente en acceder a lo que me pide, Mr. Dering. Yo sólo necesito la verdad. Enviaré este telegrama con la respuesta pagada, indicando que se envíe la respuesta a mis señas particulares de Exeter.

—Muchas gracias, es usted muy amable. No se crea que es tan fácil ganarse la vida con la literatura, inspector. Ya verá como recibe una respuesta afirmativa. Pero le mentí respecto a esa cena literaria, pues el caso es que yo le había contado a mi esposa que asistí a ella y pensé que muy bien podía endosarle a usted el mismo cuento. De otro modo, me hubiese metido por mí mismo en un buen lío.

—Si Mr. Rosenkraun confirma su declaración, amigo Dering, no tendrá nada que temer.

«Un carácter bastante desagradable —pensó el inspector mientras salía de aquella casa—, pero estoy casi seguro de que el editor americano confirmará la verdad de sus palabras.»

Un repentino recuerdo le vino a la memoria al policía mientras esperaba el tren que había de conducirle de nuevo a Devon.

—Rycroft —murmuró—. ¡Naturalmente! Es el nombre de aquel viejecito que vive en uno de los chalés de Sittaford. ¡Qué coincidencia tan curiosa!

Capítulo XXV
 
-
En el café Deller

Emily Trefusis y Charles Enderby estaban sentados ante una mesita del café de Deller, en Exeter. Eran las tres y media, y a esa hora reinaba allí una relativa paz y quietud. Algunos escasos clientes tomaban con toda tranquilidad una taza de té, pero el restaurante estaba prácticamente desierto.

—Bien —le decía Charles a su compañera—. ¿Qué piensas de él?

Emily frunció el entrecejo antes de contestar.

—Es difícil opinar.

Después de declarar ante la policía, Brian Pearson había almorzado con ellos. Se mostró extremadamente educado con Emily, demasiado educado en su opinión.

Para la astuta joven, esto era poco natural. Al fin y al cabo, aquel muchacho mantenía un romance clandestino y un extraño se entrometía en sus asuntos.

Pero Brian Pearson se lo había tomado con la resignación de un cordero, pues había aceptado la sugerencia que Charles le hizo de alquilar un automóvil e ir juntos a ver a la policía.

¿Cómo se explicaba semejante actitud de dócil aquiescencia? A Emily le parecía completamente opuesta a la naturaleza de Brian Pearson, a juzgar por su carácter.

Estaba segura de que la verdadera actitud se hubiese resumido mejor en una frase como, por ejemplo: «¡Primero iremos juntos al infierno!»

Tanta mansedumbre le resultaba sospechosa. Y la joven intentaba convencer de sus ideas a Enderby.

—Ya te comprendo —decía Charles—. Nuestro simpático Brian oculta alguna cosa y por eso no puede dejarse llevar de su carácter.

—Eso es exactamente.

—¿Crees posible que él haya matado al viejo Trevelyan?

—Brian —contestó Emily pensativamente— es... bueno, una persona de la que se puede esperar cualquier cosa. Tal vez poco escrupuloso, me parece a mí. Y cuando se le antoja algo, creo que es de aquellos que no tienen inconveniente en apartarse de las normas sociales. En resumen, no es un tipo inglés.

—Dejando aparte toda clase de consideraciones personales, me parece un muchacho más despierto que Jim —contestó Enderby.

Emily asintió.

—Mucho más. Es capaz de llevar a feliz término cualquier proeza, pues nunca perdería la cabeza.

—Sinceramente, Emily, ¿le crees culpable del crimen?

—Yo no sé, lo dudo. Reúne las condiciones. Es la única persona que las reúne todas.

—¿Qué entiendes tú por reunir todas las condiciones?

—Muy sencillo. Primero:
motivo
. —Contó con los dedos mientras enumeraba sus razonamientos—: tiene el mismo que Jim, o sea, las veinte mil libras de la herencia. Segundo:
oportunidad
; nadie sabe dónde se encontraba el viernes por la tarde y, si hubiese estado en algún sitio que se pudiera mencionar... bueno, seguro que ya lo hubiera dicho, ¿no te parece? De modo que podemos deducir de su actitud que, en realidad, la tarde del crimen andaba por las inmediaciones de Hazelmoor.

—La policía no ha encontrado a nadie que lo viese en Exhampton —señaló Charles—, y es una persona bastante notable.

Emily meneó la cabeza desdeñosamente.

—No estaba en Exhampton. ¿No te das cuenta, Charles, de que si él hubiese cometido el asesinato lo tendría ya planeado de antemano? Sólo a ese pobre inocente de Jim se le ocurre presentarse con su cara de bobo y permanecer aquí. No muy lejos de Exhampton está Sittaford, y también Chagford, y asimismo Exeter. Bien pudo ir a pie desde Sydord. Hay una carretera de primer orden, de ésas que no se obstruyen con la nieve. Para él no sería sino un agradable paseíto.

—Me parece que tendremos que hacer algunas averiguaciones por los alrededores.

—Ya las está haciendo la policía —replicó Emily—, y ellos las harán bastante mejor que nosotros. Todos los hechos públicos los averigua mejor la policía que un particular. Los investigadores privados se deben dedicar a detalles reservados o personales como, por ejemplo, a escuchar lo que dice Mrs. Curtis y las insinuaciones de miss Percehouse, y vigilar los movimientos de las Willett; ahí es donde les ganamos.

—O no, como muy bien puede ocurrir —comentó Charles.

—Continuaremos enumerando las condiciones que, a mi juicio, reúne Brian Pearson —dijo Emily—. Ya hemos mencionado dos: motivo y oportunidad, y vamos ahora con la tercera, una condición que, en cierto modo, me parece la más importante de todas.

—¿Cuál es?

—Desde el principio, nos hemos dado cuenta de que no podía descartarse del caso esa extraña sesión de velador que tuvo lugar en la mansión de Sittaford. Por mi parte, yo he hecho toda clase de intentos para considerarla desde el punto de vista más lógico y claro que sea posible. Y he llegado a la conclusión de que sólo admite tres soluciones. Primera: que fuese un fenómeno sobrenatural; desde luego, no puede rechazarse por completo que lo sea, aunque personalmente descarto esta hipótesis. Segunda: que fuera algo intencionado. Alguien movió la mesa a propósito, pero como no podemos encontrar una razón para ello, también podemos rechazar esta solución. Tercera: que se tratara de un hecho accidental. Alguien movía la mesita sin querer hacerlo, es decir, contra su voluntad. Un caso inconsciente de autorevelación. Si es así, alguna de aquellas seis personas sabía con certeza que el capitán iba a ser asesinado a cierta hora de la tarde o que alguien tendría con él una entrevista de la que pudiera resultar una escena violenta. Ninguna de aquellas seis personas pudo haber sido el verdadero asesino, pero una de ellas estaba en combinación con el criminal. No hay ningún relación entre el comandante Burnaby con algún otro, y lo mismo puede decirse de Mr. Rycroft o de Ronald Gardfield. Pero, si pensamos en las Willett, la cosa cambia. Existe una relación personal entre Violet y Brian Pearson. Esos dos jóvenes son amigos muy íntimos y la muchacha estaba sobre ascuas después del asesinato.

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