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Authors: Agatha Christie

El misterio de Sittaford (25 page)

BOOK: El misterio de Sittaford
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Le había dicho a Evans que le esperase allí a las doce en punto y, al llegar, encontró al fiel criado aguardándole en el umbral de la puerta. Con el rostro un tanto ceñudo, el comandante Burnaby introdujo la llave en la cerradura de la puerta principal y entró en la deshabitada casa, con Evans pisándole los talones. No había entrado en ella desde la noche de la tragedia y, a pesar de su férrea determinación de no demostrar el menor rasgo de debilidad, sintió un ligero escalofrío al atravesar el salón.

Evans y el comandante trabajaron juntos, en amistoso silencio. Cuando alguno de ellos hacía cualquier breve observación, el otro la comprendía en seguida y la atendía sin replicar.

—Este trabajo no es muy agradable, pero no hay más remedio que hacerlo —comentó el comandante Burnaby.

Evans, clasificando calcetines en ordenados montoncitos y contando pijamas, replicó:

—Parece una cosa poco natural, pero, como usted dice muy bien, señor, no tenemos más remedio que hacerlo.

Evans era diestro y eficiente en su trabajo. Todos los objetos fueron debidamente clasificados y dispuestos en ordenados montones. A la una de la tarde se trasladaron a Las Tres Coronas para tomar allí un frugal almuerzo. Regresaron después a la casa y, cuando iba a reanudar su trabajo, el comandante agarró de repente a Evans por el brazo en el momento en que este último cerraba la puerta principal tras de él.

—Chiss... —murmuró, haciéndole una señal para que guardase absoluto silencio—. ¿Oye esos pasos en el piso de arriba? Parece que... sí, es en el dormitorio de Joe.

—¡Dios mío, señor! Así es.

Una especie de terror supersticioso les invadió a ambos durante un instante, pero después, sacudiendo el miedo que le paralizaba y con airado encogimiento de hombros, el comandante se adelantó hacia el pie de la escalera y allí gritó con voz estentórea:

—¿Quién anda ahí? ¡Salga inmediatamente quienquiera que sea!

Ante su intensa sorpresa y disgusto, aunque, preciso es confesarlo, con cierto alivio, Ronnie Gardfield apareció ante ellos en el descansillo superior de la escalera. El joven tenía aspecto de estar muy azorado y su actitud era sumisa.

—¡Hola! —le dijo al comandante—. Le estaba buscando.

—¿Qué quiere decir con eso de «buscándome»?

—Pues que necesitaba avisarle de que no podré reunirme con usted a las cuatro y media. Tengo que irme a Exeter. De modo que no me espere. Alquilaré un automóvil aquí, en Exhampton.

—¿Cómo ha entrado en esta casa? —le preguntó Burnaby.

—La puerta estaba abierta —explicó Ronnie—. Naturalmente, yo pensé que ustedes estaban dentro.

El comandante se volvió hacia Evans severamente:

—¿No la cerró cuando salimos?

—No, señor, yo no tenía la llave.

—¡Qué estúpido soy! —murmuró el viejo soldado.

—Supongo que no se molestará por ello, ¿verdad? —dijo Ronnie—. Como no vi a nadie en la planta baja, subí al piso superior y eché un vistazo por ahí.

—Desde luego, no tiene importancia —replicó el comandante—. Me sorprendió, eso es todo.

—Bien —dijo el joven alegremente—, entonces ya puedo marcharme ahora. Hasta la vista.

El comandante contestó con un gruñido, mientras Ronnie bajaba la escalera.

—Me gustaría —dijo infantilmente al llegar abajo—, si no tiene inconveniente, que me enseñase el... el sitio donde... bueno, donde ocurrió la desgracia.

El comandante, sin moverse, señaló con el pulgar en dirección al salón.

—¡Oh! ¿Podría asomarme a esa habitación?

—Si tanto le interesa... —refunfuñó el comandante.

Ronnie abrió la puerta del salón y, tras una ausencia de algunos minutos, regresó al vestíbulo.

El comandante, entretanto, había subido la escalera. El criado tenía todo el aire de un bulldog al acecho, con los profundos ojillos clavados en Ronnie con una mirada hasta cierto punto maliciosa.

—Estaba pensando —dijo el joven Gardfield— en lo difícil que es limpiar las manchas de sangre. Por más que uno las lave, siempre reaparecen. Oh, por supuesto que el pobre viejo fue golpeado con un saco de arena, ¿no es cierto? ¡Qué tonto soy! Era uno como éste, ¿verdad?

Y se dirigió a recoger un largo y estrecho burlete que estaba tendido en el suelo, junto a una de las puertas. Lo sopesó con aire calculador y lo blandió después en el aire.

—Bonito juguete, ¿verdad? —Y continuó dando mandobles con él en el aire.

Evans lo observaba en silencio.

—Bien —dijo Ronnie, dándose cuenta de que aquel mutismo significaba lo poco que se apreciaban sus habilidades—. Lo mejor será que me marche ya. Me temo que he sido un poco impertinente, ¿eh? —Dirigió la mirada al piso superior—. Me olvidé de que el comandante y el muerto eran tan buenos amigos. Dos tipos muy parecidos, ¿verdad que sí? Bueno, ahora sí que me voy. Dispénseme si he dicho algo que no debiera decir.

Atravesó el vestíbulo y salió a la calle por la puerta principal. Evans permaneció impasible en el vestíbulo, y sólo cuando oyó que el pestillo de la puerta se cerraba tras Mr. Gardfield, se decidió a subir la escalera y reunirse con el comandante Burnaby. Sin el menor comentario, reanudó su trabajo donde antes lo había dejado, se encaminó directamente al otro lado del dormitorio y se arrodilló frente al armario del calzado.

A las tres y media de la tarde, su tarea estaba terminada. Un baúl lleno de trajes y ropa interior le fue adjudicado a Evans, mientras el otro quedó preparado para ser enviado a un orfelinato de marineros. Los papeles y las facturas fueron empaquetados en una gran caja y Evans recibió instrucciones de que se ocupase de almacenar en un guardamuebles los diferentes trofeos deportivos y cabezas disecadas, pues de momento no había sitio para ellos en el chalé del comandante Burnaby. Como Hazelmoor había sido alquilado con muebles, no hubo ningún otro problema.

Cuando todo este trabajo quedó listo, Evans se aclaró nerviosamente la garganta un par de veces y dijo:

—Le pido mil perdones, señor, pero... necesito trabajo como criado de otro caballero, igual que con el capitán.

—Bueno, bueno... puede citarme como referencia a quien quiera, y puede estar seguro de que lo recomendaré bien.

—Dispénseme, señor, no era eso exactamente lo que quería decirle. Rebeca y yo, señor, hemos hablado mucho de este asunto, y habíamos pensado que... usted, señor, tal vez querría hacer una prueba con nosotros.

—¡Oh! Pero... bueno, el caso es que yo me basto para cuidarme solo, como sabe. Esa vieja... nunca me acuerdo de cómo se llama... viene a limpiarla una vez al día y me cocina algunas cosillas. Eso es todo... bueno, más o menos, a lo que puedo llegar.

—No nos importa mucho el dinero, señor —replicó Evans rápidamente—. Como sabe, señor, yo quería mucho al capitán; y... bueno, si yo pudiese seguir ahora al cuidado de usted, señor, igual que le servía a él... bueno, me parecería que nada había cambiado, no se si me entiende, señor.

El comandante se aclaró la garganta y desvió la mirada hacia un rincón.

—Eso le honra mucho, Evans, le doy mi palabra. Yo.... lo pensaré.

Y para escapar con celeridad de aquella escena, salió tan aprisa de la casa que por poco se cayó en la calle al bajar los escalones de la entrada. Evans se quedó mirándolo con una comprensiva sonrisa.

—Se parece al pobre capitán como una gota de agua a otra —murmuró.

Y después, una expresión perpleja se reflejó en su rostro.

—¿Dónde las habrán metido? —murmuró—. Es un poco extraña esta desaparición. Le preguntaré a Rebeca, a ver que piensa ella.

Capítulo XXIV
 
-
El inspector Narracott discute el caso

—No estoy completamente satisfecho de este asunto —afirmó Narracott.

El inspector jefe de la policía se le quedó mirando con aire interrogativo.

—No, señor —repitió Narracott—. Ahora no estoy tan satisfecho como antes.

—¿No cree que hayamos detenido al verdadero asesino?

—No estoy satisfecho. Verá, para no citar más que un detalle, todas las cosas señalaban una dirección, pero ahora... ¡ahora es diferente!

—Las pruebas que acusan a Pearson siguen siendo las mismas.

—Sí, señor, de acuerdo; pero, entretanto, han salido a relucir otras evidencias. Ahora tenemos al otro Pearson, Brian. Creímos que no había que buscarlo, al aceptar la declaración de que estaba en Australia. Ahora resulta que todo el tiempo residía en Inglaterra. Según parece, regresó a este país hace dos meses y viajó a bordo del mismo barco que las Willett. Creo que durante la travesía se enamoró de la hija. Sea como fuere, el caso es que, por alguna razón que aún no conocemos, no avisó de su llegada a su familia. Ni su hermana ni su hermano tenían la menor idea de que hubiese regresado a Inglaterra. El jueves de la semana pasada salió del Hotel Ormsby, en la plaza Russell, y se hizo llevar a la estación de Paddington. Desde ese momento hasta el martes por la noche, cuando Enderby se topó con él, rehúsa contarnos absolutamente nada de lo que hizo.

—¿Ya le ha indicado usted la gravedad y las posibles consecuencias de su comportamiento?

—Me contestó que no le importaba un comino. Dijo que él no tenía nada que ver con el asesinato y que a nosotros no nos hacía falta comprobar lo que pudiera haber hecho. Que el modo como empleara su tiempo era cosa suya y no nuestra, y rehusó rotundamente explicar dónde había estado y a qué se había dedicado.

—Es de lo más extraordinario —comentó el jefe.

—Sí, señor, es un caso extraordinario. Como ve, no conseguirá nada hurtándonos los hechos y ese hombre es mucho más apropiado que el otro para ser acusado del crimen. Siempre me ha parecido algo incongruente suponer que James Pearson pudiera ser el que golpeó la nuca del viejo con el saco de arena; y ahora, por decirlo así, creo que eso encaja muy bien con Brian Pearson. Es un muchacho de temperamento apasionado, muy fuerte y corpulento, y que va a beneficiarse de la herencia exactamente en la misma proporción, recuérdelo.

—Sí. Esta mañana vino aquí con Mr. Enderby y me pareció un muchacho muy vivo e ingenioso, muy entero y con perfecto dominio de sí mismo, al menos a juzgar por su actitud. Pero todo esto no le disculpa, señor, no le disculpa de nada.

—Hum... ¿Quiere decir que...?

—Que los hechos no demuestran nada. ¿Por qué no ha dado antes señales de vida? La muerte de su tío se publicó en todos los periódicos del sábado. A su hermano lo detuvieron el lunes. Y él no da señales de vida. Y así seguiría, tal vez, si ese periodista no hubiese tropezado con él en el jardín de la mansión de Sittaford la pasada noche.

—¿Qué estaba haciendo allí? Me refiero a Enderby.

—Ya sabe cómo son los periodistas —dijo Narracott—, siempre están husmeándolo todo. Son hombres misteriosos.

—Son una verdadera molestia —opinó el jefe—. Aunque también tengan a veces su utilidad.

—Me figuro que se metió en esa aventura empujado por su joven amiga —indicó Narracott.

—¿Su joven amiga?

—Sí, miss Emily Trefusis.

—¿Cómo sabía ella lo que iba a pasar?

—Estaba en Sittaford haciendo infinitas investigaciones. Y es lo que se dice una mujer lista y despierta. No se le escapa nada.

—¿Cómo explica sus movimientos el joven Brian Pearson?

—Dice que iba a la mansión de Sittaford para ver a su novia, miss Willett. Ella salió sola de la casa para reunirse con él mientras todo el mundo dormía, porque la muchacha no quería que la madre se enterase. Eso cuentan.

La voz del inspector Narracott expresaba desconfianza. Tras una pausa, siguió diciendo:

—Yo creo que si Enderby no se hubiese tropezado con él, nunca se le habría ocurrido presentarse públicamente. Hubiese regresado a Australia y reclamado su herencia desde allí.

Una tenue sonrisa cruzó por los labios del inspector jefe.

—¡Cuántas maldiciones les habrá echado a esos pestilentes y entrometidos periodistas! —murmuró.

—Pues aún hay algo más que ahora ha salido a relucir —continuó relatando Mr. Narracott—. Los Pearson son tres, como usted recordará, y Sylvia está casada con Martin Dering, el novelista. Pues bien, este último declaró que el día del crimen había comido con un editor americano, pasando luego con él toda la tarde, y que después fue a una cena literaria; y ahora parece ser que no estuvo en aquel banquete.

—¿Quién dice eso?

—También lo dice Enderby.

—Me parece que tendré que entrevistarme con ese periodista —comentó el inspector jefe—. Al parecer es uno de los elementos vitales de esta investigación. Sin duda alguna, el
Daily Wire
cuenta con algunos brillantes jóvenes entre su personal.

—Bien, pues tal vez no signifique nada o tenga muy poca importancia —continuó diciendo Narracott—. El caso es que el capitán Trevelyan fue asesinado antes de las seis, de modo que no tiene mucha importancia saber a ciencia cierta dónde pasó Dering aquella tarde; pero, ¿por qué ha mentido deliberadamente cuando se le ha preguntado acerca de ello? No me gusta.

—Por supuesto —concedió el inspector jefe—. Parece algo innecesario.

—Le hace a uno pensar que todo lo que ha dicho es falso. Y me hago cargo de que lo que voy a decir es una suposición muy entusiasta, pero
bien pudiera ser
que Dering saliera desde la estación de Paddington en el tren de las doce, llegara a Exhampton poco después de las cinco, asesinara al viejo, alcanzara el tren de las seis y diez y volviera a su casa antes de la medianoche. Sea como fuere, creo que vale la pena tener en cuenta esta hipótesis. Debemos enterarnos de su posición económica, ver si estaba desesperadamente apurado. En ese caso, cualquier dinero que su mujer heredase y del que él pudiera disponer... y sólo hay que ver la cara de su mujer. Por eso debemos asegurarnos de que la
coartada
de ese escritor es cierta.

—Todo el caso es extraordinario —comentó el inspector jefe—. De todos modos, yo sigo creyendo que las pruebas que se han acumulado contra Jim Pearson son concluyentes. Ya veo que no está de acuerdo conmigo, tiene el presentimiento de que ha detenido a un inocente, ¿no es así?

—Las pruebas son claras —admitió el inspector Narracott—, circunstanciales y evidentes, y estoy seguro de que cualquier jurado las consideraría suficientes para condenarlo. No obstante, lo que usted dice es bastante cierto: yo no veo a ese joven como un asesino.

—Y su novia se dedica activamente a su caso —dijo el jefe.

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