Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
—No sabe cuanto lo siento —dijo entonces Emily—, que todo les haya salido mal.
—Mamá está materialmente deshecha —respondió miss Willett—. Suerte que Brian es estupendo. No todo el mundo está dispuesto a casarse con la hija de un presidiario. Aunque, en mi opinión, el pobre papá no tiene la culpa de lo ocurrido. Hace cerca de quince años, un caballo le dio una terrible coz en la cabeza y desde entonces, presentaba síntomas un poco raros. Brian dice que si mi padre hubiese tenido a su lado un buen abogado, habría salido bien librado. Pero no hablemos más de mis cosas.
—¿Puedo hacer algo por usted?
Violet meneó la cabeza.
—¡Está muy enfermo! Todo lo que pasó en la huida, ya sabe lo que pasa en esos casos. Ese frío espantoso... Sufre una neumonía. Aunque no esté bien que yo lo diga, si muriese... bueno, creo que en realidad sería lo mejor para él. Es espantoso que una hija hable así de su padre, pero espero que comprenda a qué me refiero.
—¡Pobre Violet! —exclamó Emily—. ¡Qué situación más bochornosa!
La muchacha meneó la cabeza.
—He conocido a Brian —dijo al cabo de un instante—. Y usted ha conseguido...
Se detuvo muy incómoda.
—Sí, sí —asintió Emily meditabunda—. Tiene razón.
Diez minutos después, Emily salía disparada por el camino hacia abajo. El capitán Wyatt, apoyado en la cerca de su chalé, intentó detener a la joven.
—¡Eh! —le gritó—. ¡Miss Trefusis! ¿Qué es todo eso que he oído contar?
—Todo es cierto —contestó la interpelada sin detener su rápida marcha.
—¡Caramba, pero espere un poco! ¡Venga aquí a tomar un vaso de vino o una taza de té. Lo que más sobra es tiempo. No hay que apresurarse. ¡Ése es el peor vicio de las personas civilizadas como usted!
—Sí, somos terribles, ya lo sé —replicó Emily, y siguió su camino a mayor velocidad.
Y se precipitó dentro del chalé de miss Percehouse con la vehemencia de una bomba explosiva.
—Vengo a contárselo todo —dijo al entrar.
Y sin divagaciones ni rodeos, vertió allí la historia completa, interrumpida tan sólo por exclamaciones como «¡Dios nos asista!», «¡No me diga!», «¡Nunca lo hubiera creído!» que a veces lanzaba miss Percehouse.
Cuando Emily terminó su relato, miss Percehouse se incorporó, apoyada sobre uno de sus codos, y señaló hacia la joven con el dedo índice.
—¿Qué le dije? —exclamó—. Recuerde que le dije que Burnaby era un hombre envidioso. ¡Y amigo de su víctima! Trevelyan se había pasado más de veinte largos años haciendo siempre las cosas un poco mejor que Burnaby. Esquiaba mejor, escalaba más rápido, tiraba con más puntería y pulso más firme, y era más hábil resolviendo jeroglíficos y crucigramas. Burnaby no era hombre suficiente como para soportarlo. Además, Trevelyan era riquísimo y él pobre. Ya duraba demasiado tiempo. Le digo que es difícil seguir soportando a un hombre que lo hace siempre todo un poco mejor que uno. Además, Burnaby tiene una mente rastrera, muy obtusa. Se dejó llevar por sus nervios.
—Creo que tiene razón —comentó Emily—. Bueno, tenía que venir a explicárselo todo. Me parecía mal que usted ignorase los últimos acontecimientos. ¡Ah, ahora que me acuerdo! ¿Sabía que su sobrino conoce a mi tía Jennifer? El miércoles pasado estuvieron juntos tomando el té en Deller.
—Ella es su madrina —explicó miss Percehouse—. De modo que éste era el pájaro a quien él tenía que ver en Exeter? Si conozco bien a Ronnie, le pediría dinero prestado. Ya le diré yo cuántos son dos y dos.
—Le prohíbo que moleste a nadie en un día tan feliz como éste —exclamó Emily—. Adiós, me marcho volando. Tengo muchas cosas que hacer.
—¿Qué tiene usted que hacer, jovencita? Me parece que ya ha hecho bastante.
—Pero aún no he terminado. Ahora debo volver a Londres y visitar a los directores de la compañía de seguros en que trabajaba Jim para convencerlos de que no le denuncien por esa insignificancia del dinero que tomó prestado.
—¡Hummmm! —murmuró la anciana.
—De todos modos, le está bien empleado —dijo Emily—. Así andará más derecho en el futuro. Le convenía esta lección.
—Quizá. ¿Y cree que será capaz de convencerlos?
—Sí —contestó Emily con convicción.
—Bueno —replicó miss Percehouse—. Quizá lo consiga. Y después de eso, ¿qué hará usted?
—Después de eso, habré terminado. Habré hecho por Jim todo lo que podía.
—De acuerdo, pero... supongamos que yo le pregunte ¿y luego qué? —insistió la anciana.
—¿Qué quiere decir?
—¿Y luego qué? O si quiere que hable más claro:
¿cuál de los dos?
—¡Señora! —exclamó la joven.
—Exacto. Eso es lo que me gustaría saber: ¿cuál de ellos será el afortunado?
Emily sonrió y besó a la inválida en la mejilla.
—¡No se haga la tonta! —dijo—. De sobra sabe quién será.
Miss Percehouse hizo chascar la lengua repetidas veces.
Emily salió de la casa corriendo con ligereza y llegó a la cerca al mismo tiempo que Charles aparecía subiendo por el camino.
Él la detuvo cogiéndole ambas manos.
—¡Mi querida Emily!
—¡Charles! ¿No te parece maravilloso?
—¡De buena gana te besaría! —exclamó el joven, y puso en práctica su idea—. Soy un hombre feliz, querida mía. Ahora dime, querida, ¿qué me dices?
—¿De qué asunto?
—¡Caramba! Me refiero a... bueno, como es natural, yo no podía decir ni una palabra, mientras estuviera ese Pearson en la cárcel y todo eso... Pero ahora ya lo han liberado, y... bueno, creo que le ha llegado la hora de tomar su medicina como cualquier otro.
—¿Quieres decirme
de qué
estás hablando?
—Tú sabes muy bien que estoy loco por ti —dijo el periodista— y que te gusto. Jim no ha sido sino una equivocación. Lo que yo quiero decirte es que... bueno, que tú y yo hemos nacido el uno para el otro. Durante todos estos días lo hemos averiguado, lo hemos descubierto los dos, ¿verdad? Veamos, pues: ¿prefieres el juzgado o pasar por una iglesia...?
—Si te refieres a que nos casemos —contestó Emily—, te diré que no hay nada que hacer.
—¿Cómo? Pero si yo diría que...
—Ni hablar —replicó la joven.
—Pero Emily...
—Si lo quieres más claro: quiero a Jim y le quiero apasionadamente.
Charles se quedó mirándola mudo de asombro.
—¡Tú no puedes quererle!
—¡Ya lo creo! ¡Y le quiero de verdad! ¡Y nunca he dejado de quererle! ¡Y le querré siempre!
—Pero tú... tú me dejaste pensar...
—Yo sólo te dije —aclaró Emily con cierta gazmoñería— que me parecía maravilloso tener a mi lado a alguien en quien poder confiar.
—De acuerdo, pero yo pensé que...
—¿Y qué culpa tengo yo de lo que tú pensases?
—Eres un demonio sin escrúpulos, Emily.
—Ya lo sé, mi querido Charles, ya lo sé. Estoy dispuesta a ser todo lo que tú quieras, pero no te preocupes tanto. Piensa en que estás llamado a ser un gran hombre. Has conseguido tu exclusiva, una exclusiva para el
Daily Wire
. Ya eres todo un señor periodista. ¿Qué puede significar para ti una mujer? Menos que un grano de polvo del camino. Ningún hombre verdaderamente fuerte necesita a una compañera que sólo se colgaría de él como la yedra. Dondequiera que encuentres a un gran hombre, podrás comprobar que es uno que es independiente de las mujeres. Una carrera, nada hay que sea tan importante, tan absolutamente satisfactorio para un hombre como lograr una gran carrera en su profesión. Y tú eres de los fuertes, Charles, uno de los pocos que saben andar solos.
—¡Déjate de discursos, Emily! Esto parece una de esas charlas que se dedican en la radio a los jovencitos. Me has destrozado el corazón. ¡No te imaginas lo encantadora que estabas cuando apareciste con Narracott, triunfante y vengadora como una diosa!
Se oyeron unos pasos que crujían en la arena y ante ellos se presentó Mr. Duke.
—¡Ah! ¿Es usted, Mr. Duke? —empezó la joven—. Charles, te voy a decir un secreto: este señor es el ex inspector jefe Duke, de Scotland Yard.
—¿Cómo? —gritó el periodista, reconociendo un nombre famoso—. ¿Usted es el célebre inspector Duke?
—Exacto —contestó Emily—. Cuando se jubiló, vino a vivir a este pueblecito y, como es un caballero muy agradable y modesto, no quiso traerse consigo su fama. Ahora comprendo por qué pestañeaba tanto el inspector Narracott cuando yo le pedía que me explicase qué clase de crímenes había cometido el misterioso Mr. Duke.
El aludido sonrió.
Charles vacilaba. En su interior se producía una breve lucha entre el amor y el periodismo, de la que pronto saldría vencedor el último.
—No sabe cuánto me complace este encuentro, inspector —dijo al fin—. Ahora me gustaría saber si lograremos convencerle de que nos haga un pequeño artículo, digamos de unas ochocientas palabras nada más, sobre el caso Trevelyan.
Emily aprovechó la ocasión para escabullirse a toda prisa por el camino y meterse en el chalé en que se alojaba. Subió corriendo a su dormitorio y sacó su maleta, que abrió sobre la cama. Mrs. Curtis la había seguido.
—¿Ya se va, señorita?
—Sí, me marcho. Tengo muchas cosas que hacer. He a de ir a Londres, he de ocuparme de mi novio.
Mrs. Curtis se acercó a ella.
—Sólo dígame, señorita, ¿cuál de los dos es su novio?
Emily estaba embutiendo sus vestidos en la maleta.
—Pues el que está en la cárcel, naturalmente. Nunca ha habido otro.
—¡Oh! ¿Y no le parece, señorita, que quizá se equivoca? ¿Está bien segura de que el otro joven caballero vale tanto como éste?
—¡Oh, claro que no! —exclamó Emily—. ¡Ni por asomo! Éste es de los que triunfan —Y la joven se asomó a la ventana echando una mirada hacia el lugar donde Charles seguía entreteniendo con su charla al ex inspector jefe Duke—. Es de esos muchachos que han nacido predestinados para triunfar en la vida. Pero, en cambio, no sé qué sería del otro si no estuviese yo para cuidar de él. ¡Piense en lo que le habría sucedido de no ser por mí!
—¿Y no se le ocurre decir más que eso, señorita? —exclamó Mrs. Curtis.
Sin esperar respuesta, Mrs. Curtis se fue escalera abajo, donde su esposo ante la ley estaba sentado y contemplaba las musarañas en beatífica tranquilidad.
—No me cansaré de repetir que es la viva imagen de mi tía abuela Sarah Belinda —le contó Mrs. Curtis—. Se enterró voluntariamente con aquel miserable George Pluket, allí abajo, en Los Tres Bueyes. ¡Pocas hipotecas que tenía! Y en sólo dos años, las hipotecas estaban pagadas y todo marchaba como una seda.
—¡Ajá! —exclamó filosóficamente Mr. Curtis, que dio una ligera chupada a su pipa.
—George Pluket era también un chico guapo —añadió la mujer, recordando tiempos pasados.
—¡Ajá! —repitió Mr. Curtis.
—Después de casarse con tía Belinda, no volvió a poner nunca más los ojos en ninguna mujer.
—¡Ajá! —volvió a exclamar Mr. Curtis.
—Claro que ella no le dio oportunidad —comentó Mrs. Curtis.
—¡Ajá! —replicó Mr. Curtis.
[1]
Una guinea tenía 21 chelines, es decir, un chelín mas que una libra esterlina. (N. del T.).
[2]
Título de un periódico que podríamos traducir por Telegrama Diario. (N. del T.)
[3]
Sahib
significa «señor». Es un tratamiento persa o indio. (N. del T.)