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Authors: Agatha Christie

El misterio de Sittaford (24 page)

BOOK: El misterio de Sittaford
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Probablemente, tendría que escuchar algunas cosas desagradables por parte de ella. No, él no quería correr semejante riesgo. Pero si ocurría algo aquella noche...

Aunque, por otra parte, ¿cuándo y dónde iba a ocurrir? No podía estar al mismo tiempo en todas partes. Lo más probable era que lo que sucediese tuviese lugar dentro de la mansión de Sittaford y nunca se enteraría de nada.

—¡Así son las mujeres! —refunfuñó para sus adentros—. Ella se larga a Exeter y el trabajo sucio me lo deja a mí.

Y una vez más, resonó en sus oídos la voz de Emily cuando la joven expresaba su confianza en él, lo que le hizo avergonzarse de su indecisión.

Terminó de arreglarse hasta conseguir el aspecto de un saco de ropa y salió de la casa con la máxima discreción.

La noche era aún más fría y desagradable de lo que había pensado. ¿Se daría cuenta Emily de lo que iba a sufrir él por complacerla? Esperaba que sí.

Introdujo la mano suavemente en un bolsillo, donde acarició un frasco que se había guardado antes de salir.

—El mejor compañero —murmuró—, sobre todo en una noche como ésta.

Con las debidas precauciones, se introdujo en los terrenos pertenecientes a la mansión de Sittaford. Las Willett no tenían ningún perro, de modo que no era de temer una alarma por ese lado. En la casita del jardinero una luz demostraba que alguien se encontraba en ella. La mansión se encontraba en la oscuridad, salvo por una ventana iluminada del primer piso.

«Las dos mujeres están solas en la casa —pensó Charles—. No tendré que tomar muchas precauciones. Un poco siniestro todo esto.»

Quería suponer que Emily había logrado entender bien aquella frase oída desde lejos:
«¿Es que nunca llegará esta noche?»
¿Que significaría, en realidad?

«Me gustaría saber —pensaba el periodista— si esas palabras se referían a una fuga preparada. Bien, sea lo que sea, aquí está el pequeño Charles para verlo.»

Empezó a dar la vuelta a la casa a prudente distancia de ésta. Como esa noche la niebla era espesa, no tenía miedo de que lo descubriesen. Todo lo que observaba parecía normal. Revisó sigilosamente las construcciones auxiliares, pero las halló cerradas con llave.

«Espero que ocurra algo —se dijo Charles mientras el tiempo transcurría lentamente y tomaba un prudente sorbo del frasco que llevaba—. Nunca he sentido un frío tan intenso como el de esta noche. El frío durante la guerra europea, no podía ser peor que éste.»

Echó una mirada a su reloj y se sorprendió al saber que no eran más de las doce menos veinte. Estaba convencido de que debía faltar poco para el amanecer.

Un sonido inesperado le hizo aguzar el oído, al mismo tiempo que le producía cierta excitación. Era el ruido de un cerrojo al ser descorrido con mucho cuidado y procedía de la mansión. Charles se acercó silenciosamente y se ocultó entre los arbustos. Sí, no se habla equivocado, la puertecilla de servicio se abría muy despacio. Una oscura figura apareció en el umbral y atisbó ansiosamente a su alrededor antes de decidirse a salir.

«Mrs. Willett o su hija —se dijo el joven periodista—. Me parece que es la hermosa Violet.»

Después de una espera de un par de minutos, la misteriosa figura bajó al sendero, cerró sigilosamente la puerta tras ella y empezó a alejarse de la casa en dirección al camino que pasaba por delante de la misma. El camino que seguía atravesaba los terrenos posteriores de la mansión, cruzaba una pequeña arboleda y llevaba al páramo.

El sendero quedaba junto al arbusto donde Charles estaba oculto, de modo que el joven pudo reconocer a la misteriosa mujer cuando pasó por su lado. No se había equivocado, era Violet Willett. Llevaba un largo abrigo oscuro y se cubría la cabeza con una boina.

La muchacha proseguía su camino y Charles empezó a seguirla tan silenciosamente como le era posible. No tenía miedo de ser visto, pero tenía que estar alerta contra el peligro de que oyera sus pasos. Deseaba vivamente no alarmar a la joven. Debido a sus precauciones, ella le ganó demasiada delantera. Durante un instante, el periodista temió haber perdido el rastro de la perseguida, pero cuando se lanzaba ansiosamente a través del plantel de árboles, la vio parada pocos pasos delante de él. Allí, en el muro de poca altura que rodeaba el terreno de la mansión, había una puerta que lo franqueaba. Violet Willett estaba de pie junto al portillo, apoyada en él y tratando de ver algo en la oscuridad.

Charles avanzó tanto como le permitió su temor a ser descubierto y esperó allí a ver lo que pasaba. El tiempo transcurría. La muchacha llevaba consigo una pequeña linterna de bolsillo, de la que hacía uso de vez en cuando para consultar la hora en el reloj de pulsera, según pensó el periodista. Después, volvía a apoyarse en el portillo, en la misma actitud de expectante atención. De repente, Charles pudo oír un ligero silbido que se repitió dos veces.

Observó que la joven escuchaba con creciente atención. Se inclinó hacia fuera sobre el portillo y de sus labios brotó la misma señal: un tenue silbido repetido dos veces.

Entonces, con alarmante rapidez, se destacó en la noche la figura de un hombre. A la muchacha se le escapó una sorda exclamación. Retrocedió un paso o dos, el portillo giró hacia dentro sobre sus goznes y el hombre se reunió con ella. Violet le hablaba en voz baja y apresurada. Incapaz de descifrar lo que se decían, Charles avanzó imprudentemente. Una ramita crujió bajó sus pies. El compañero de la joven se volvió instantáneamente.

—¿Qué es eso? —exclamó.

Y pudo vislumbrar la fugitiva silueta de Charles.

—¡Eh, usted, deténgase! ¿Qué hace aquí? —y dando un brinco, se lanzó tras el periodista.

Enderby se volvió y le hizo frente de una manera franca, agarrándolo en cuanto lo tuvo a su alcance. Al momento, ambos luchaban con todas sus fuerzas y rodaban por el suelo sin soltarse.

La pelea no fue muy larga. El contrincante del periodista era mucho más fuerte y de mayor peso que él, y logró levantarse y mantener cautivo a su enemigo.

—Enciende esa linterna, Violet —ordenó—. Vamos a verle la cara a este pajarraco.

La muchacha, que permanecía petrificada por el terror a pocos pasos de distancia, se adelantó y encendió la linterna, obediente.

—Debe ser el joven forastero que vive aquí cerca —dijo Violet—. Es periodista.

—Un periodista, ¿eh? —exclamó el otro—. No me gusta la gente de su ralea. ¿Qué hacía aquí, señor entrometido, husmeando en terreno privado a estas horas de la noche?

La linterna temblaba en las manos de Violet. Por primera vez, Charles pudo ver bien a su antagonista. Durante algunos segundos, se había dejado convencer por la estúpida idea de que el nocturno visitante fuese el presidiario fugado; pero la primera mirada que dirigió a su enemigo disipo sus fantásticas sospechas. Se trataba de un joven que no tendría más de veinticuatro o veinticinco años. Era alto, de muy buen aspecto y resuelto, que no podía ser confundido con el criminal a quien se buscaba.

—Bien, vamos a ver —dijo el amigo de Violet de un modo autoritario—, ¿Cómo se llama?

—Yo soy Charles Enderby —contestó el periodista—, pero usted no me ha dicho todavía su nombre —concluyó.

—¡Qué desfachatez!

Un repentino relámpago de inspiración iluminó la frente de Charles. En más de un caso le había salvado su imaginación. Lo que entonces se le ocurría era bastante atrevido, pero creía que estaba en lo cierto.

—No obstante —dijo con gran tranquilidad—, supongo que puedo adivinar quién es usted.

—¿Eh? ¿Cómo?

Era evidente que su contrincante se había alarmado.

—Creo —indico Charles— que tengo el placer de hablar con Mr. Brian Pearson, de Australia. ¿No es así?

Su pregunta fue seguida de un silencio, un silencio bastante largo. El periodista se dio cuenta de que su posición mejoraba.

—No puedo imaginarme cómo demonios sabe eso —dijo por fin el otro joven—. Pero no se equivoca. Me llamo Brian Pearson.

—Entonces —replicó Charles—, ¿qué le parece si vamos a la casa y aclaramos las cosas?

Capítulo XXIII
 
-
En Hazelmoor

El comandante Burnaby repasaba sus cuentas o, para usar una frase más propia de Dickens, se cuidaba de sus negocios. El comandante era un hombre metódico en extremo. En un libro encuadernado en piel de becerro, llevaba un perfecto registro de las acciones que compraba, de las que vendía, y de las correspondientes pérdidas o ganancias que le dejaba cada operación, normalmente pérdidas, porque, como suele ocurrirles a la mayoría de los militares retirados, al comandante le atraían más los tipos altos de interés que aquellos modestos porcentajes que van asociados con una mayor seguridad.

—Estos pozos de petróleo parecían muy prometedores —murmuraba—. Hubiera dicho que haría una fortuna con ellos. ¡Y han resultado casi tan malos como aquella mina de diamantes! Lo único sólido son las tierras canadienses.

Sus meditaciones fueron interrumpidas por la aparición de la cabeza de Ronnie Gardfield que asomaba por la abierta ventana.

—Hola —dijo el muchacho amistosamente—. Supongo que no vengo a molestarle.

—Si quiere entrar, dé la vuelta hasta la puerta principal —dijo el comandante Burnaby—. Cuidado con las plantas. Me imagino que en este momento las está pisoteando.

Ronnie se retiró con una disculpa y se dirigió hacia la puerta principal.

—Límpiese los pies en la esterilla, hágame el favor —le gritó el comandante.

Éste opinaba que los jóvenes eran demasiado molestos. En realidad, el único muchacho hacia el cual había sentido cierto interés por algún tiempo era el periodista Charles Enderby.

«Ése sí que es un chico simpático —se decía el comandante—. Daba gusto ver su interés cuando le hablaba de la guerra con los boers.»

No sentía la misma simpatía hacia Ronnie Gardfield. En realidad, todo lo que el desgraciado Ronnie hacía o decía enojaba de mala manera al comandante. Sin embargo, la hospitalidad era la hospitalidad.

—¿Quiere beber algo? —preguntó el comandante fiel a esta tradición.

—No, muchas gracias. A decir verdad, sólo he venido aquí para saber si podíamos salir juntos. Necesito ir a Exhampton y me he enterado de que usted ha contratado a Elmer para que le lleve allí.

Burnaby asintió.

—Tengo que ir a ocuparme de las cosas de Trevelyan —explicó—. La policía ha terminado sus investigaciones allí.

—Bien —dijo Ronnie algo incómodo—. El caso es que yo necesito ir hoy a Exhampton y había pensado que podría acompañarle y compartir los gastos por partes iguales, ¿eh? ¿Qué le parece?

—Ciertamente —contestó el comandante—, me gusta la propuesta; pero sería mejor que fuera usted a pie —añadió—. ¡Ejercicio! Ningún joven hace el menor ejercicio hoy en día. Un paseíto de seis millas de ida y otras tantas de vuelta le sentaría muy bien. Si no fuese porque necesito el automóvil para traerme a casa algunas de las cosas de Trevelyan, yo también iría a pie. Nos ablandamos, ésa es la calamidad de los tiempos actuales.

—Oh, bueno —replicó Ronnie—. No creo que me sentara bien esa caminata. Por el contrario, me encanta que nos pongamos de acuerdo. Elmer dice que usted saldrá a las once; ¿es correcto?

—Así es.

—¡Magnífico! Aquí estaré.

Ronnie no hizo honor a su palabra. A pesar de que se había propuesto ser puntual, llegó con diez minutos de retraso y encontró al comandante Burnaby muy incomodado y renegado, poco dispuesto a dejarse aplacar con la primera disculpa.

«¡Qué jaleo arman estos viejos inútiles! —pensó Ronnie—. No tienen ni la menor idea de lo que fastidian a todo el mundo con su manía de la puntualidad; lo quieren todo al minuto exacto y siempre predican el maldito ejercicio para ponerse en forma.»

Su espíritu se distrajo agradablemente durante unos instantes con la idea de lo que sería un matrimonio entre el comandante Burnaby y su tía. ¿Cuál de los dos, reflexionó, le sacaría mayor partido? No dudaba de que siempre sería su tía. Le resultaba muy divertido pensar en cómo palmotearía ella, lanzando agudos gritos para llamar a su lado al comandante.

Ahuyentando estas reflexiones de su mente, procuró entablar una agradable conversación.

—Sittaford se ha convertido en un lugar muy alegre y acogedor, ¿no le parece? Eso se lo debemos a miss Trefusis y al simpático Enderby, y a ese muchacho de Australia. A propósito, ¿cuándo apareció en el pueblo? Parece que haya vivido aquí toda la vida, pero el caso es que nadie sabe de dónde ha llegado. Es una cosa que le preocupa mucho a mi tía.

—Vive con las Willett, en su casa —indicó el comandante agriamente.

—Sí, ya lo sé, pero, ¿por dónde ha venido? Ni siquiera las Willett tienen todavía un aeródromo particular. Mire, yo creo que hay algo muy misterioso en ese joven Pearson. Tiene en los ojos lo que yo llamo «un fulgor tempestuoso». ¡Ya lo creo, unos destellos tormentosos! Me da la impresión de que es el tipo que despachó al pobre Trevelyan.

El comandante no contestó.

—Yo lo veo —continuó diciendo Ronnie— de la siguiente manera: los tipos que emigran a las colonias son, por lo general, malas piezas. Sus parientes no los quieren y, por esa razón, los echan fuera. La cosa está bien clara, ya lo ve usted. El día menos pensado, el mala pieza regresa no muy sobrado de dinero y visita a su rico tío por Navidad; el pariente afortunado no quiere favorecer al sobrino pobretón y el sobrino pobretón le da un buen golpe. Ésta sí que es una buena teoría.

—Explíquesela a la policía —comentó el comandante Burnaby.

—Se me ocurre que eso podría hacerlo usted —replicó Gardfield—. Creo que usted es amigo de Narracott, ¿verdad? Y por cierto, no parece que haya vuelto a meter sus narices en Sittaford, ¿verdad?

—No que yo sepa.

—¿No le ha visitado hoy a usted?

La brevedad de las respuestas del comandante pareció molestar por fin a Ronnie.

—Bueno —dijo con cierta vaguedad—, ¡qué le vamos a hacer! —y se sumergió en un pensativo silencio.

Al llegar a Exhampton, el automóvil los dejó delante de Las Tres Coronas. Ronnie descendió y, después de concertar con el comandante que volverían a encontrarse en aquel mismo sitio a las cuatro y media para el viaje de regreso, partió en dirección a las mejores tiendas que el pueblo ofrecía a los compradores.

El comandante fue primero a visitar al señor Kirkwood. Tras una breve conversación con él, recogió las llaves y salió en dirección a Hazelmoor.

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