Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
—Como es natural, queda por comprobar lo del editor que estuvo con él —indicó Emily—. Me refiero al que pasó la tarde con Dering. Sin embargo, me parece recordar que ese editor estaba a punto de embarcarse para regresar a América y, si eso es cierto, parece muy sospechoso. Quiero decir que parece como si Mr. Dering hubiese escogido a alguien que no pudiera ser interrogado sin tomarse muchas molestias.
—¿Crees, en realidad, que con estos datos ya lo tenemos? —preguntó Charles Enderby.
—Por lo menos, así lo parece. Creo que lo mejor que se puede hacer es ir directamente a ver al simpático Narracott y contarle, sin omitir detalles, los nuevos hechos. Comprenderás que no podemos ponernos en contacto con un editor americano que a estas horas estará en el
Mauritania
o en el
Berengaria
o sabe Dios dónde. Eso es un trabajo para la policía.
—¡Vaya un éxito si resulta ser verdad! ¡Qué noticia! ¡Y sería el único en publicarla! —exclamó el joven periodista—. Si fuera así, me imagino que el
Daily Wire
no me podrá ofrecer menos de...
Emily interrumpió cruelmente aquellos sueños de fantásticos adelantos.
—No conviene que perdamos la cabeza —dijo ella— y tiremos ya cohetes al aire. Tengo que ir a Exeter. No creo que pueda estar aquí de regreso hasta mañana; pero tengo un trabajo para ti.
—¿Qué clase de trabajo?
La muchacha describió su reciente visita a las Willett y la extraña frase que había podido oír poco antes de dejar aquella casa.
—Hemos de enterarnos como sea de qué es lo que va a pasar esta noche. Hay algo en la atmósfera.
—¡Eso es algo extraordinario!
—¿Verdad que sí? Pero como es natural, puede ser una simple coincidencia. Lo sea o no, observa que quitan de en medio a las criadas. Algo raro va a pasar esta noche y tú debes estar presente y alerta para ver de qué se trata.
—¿Quieres decir que me he de pasar la noche tiritando debajo de una mata del jardín?
—Bien, supongo que no te importa, ¿no es así? Los periodistas hacéis cualquier cosa por una buena causa.
—¿Quién te ha contado eso?
—No viene al caso quien me lo dijo. Sé que es así y basta. Lo harás, ¿verdad?
—Oh, claro —contestó Charles—. No voy a perderme detalle. Si esta noche ocurre algo raro en la mansión de Sittaford, yo me enteraré.
Emily le contó entonces lo de la etiqueta del baúl.
—¡Qué curioso! —contestó Enderby—. Australia es precisamente el lugar donde vive el tercero de los Pearson, ¿no es cierto? El más joven de los tres hermanos. No es que eso signifique nada, pero podría existir alguna relación entre ambos hechos.
—¡Hum! —murmuró Emily—. Creo que eso es todo. ¿Tienes tú algo nuevo que contarme?
—¡Ya lo creo! Se me ocurrió una idea.
—¿Sí?
—El único inconveniente es que no sé si te gustará.
—¿Qué quiere decir eso de «si me gustará»?
—Quiere decir que me gustaría que no te enfadases.
—Espero que no. Me explicaré: estoy dispuesta a escuchar tranquila y atentamente cualquier cosa.
—Bueno, pues el caso es... —empezó el joven Charles mirándola con aire dubitativo—... no pienses que quiero ofenderte con mis palabras ni de ningún otro modo, pero ¿estás segura de que tu muchacho te ha contado toda la verdad?
—¿Quieres decir —replicó Emily— que él cometió el asesinato? Pues no me importa que pienses esto si te gusta más. Ya te dije, cuando empezamos, que esa posibilidad era la solución más natural, pero que debíamos trabajar sobre la base de que él no fue el asesino.
—No me has entendido —dijo Enderby—. Estoy de acuerdo contigo en que no se cargó al viejo. Lo que yo quiero saber es hasta que punto la historia que cuenta es lo que sucedió. Él dijo que se trasladó allí, que tuvo una conversación con el viejo, y que cuando se separó de él lo dejó vivo y sano.
—Así es.
—Bien, pues a mí se me ha ocurrido lo siguiente: ¿no crees posible que llegara allí y lo encontrase ya muerto? En ese caso, bien puede ser que huyera aterrorizado por lo ocurrido y no quiera explicar la verdad.
Charles había expuesto esta teoría con cierto humor, pero se tranquilizó al ver que Emily no se mostraba enojada con él. En lugar de eso, la muchacha frunció el entrecejo y se quedó muy pensativa.
—No puedo negarlo —dijo ella—. Tu teoría es muy posible; no se me había ocurrido a mí antes. Ya sé que Jim no sería capaz de asesinar a nadie, pero bien pudo ser que se aturdiera e inventase esta estúpida mentira; y después de decirla, naturalmente, tuvo que sostenerla. Sí, es muy posible.
—Lo malo, en ese caso, es que tú no puedes ir a verlo y pedirle que te lo cuente ahora, porque me parece que esa gente no le dejaría hablar contigo a solas, ¿verdad?
—Pero puedo enviar a Mr. Dacres bien aleccionado —replicó Emily—. Supongo que se entrevistará con su abogado a solas. Lo peor de Jim es que es terriblemente obstinado y, cuando dice una cosa, la mantiene contra viento y marea.
—Bueno, pues ésa es mi teoría y yo también la mantendré contra viento y marea —dijo Enderby sonriendo.
—Sí. Y te agradezco que me hayas expuesto esa posibilidad, Charles. A mí no se me había ocurrido. Hasta ahora hemos estado buscando a alguien que hubiera entrado en la casa del crimen
después
de irse Jim, pero ¿y si fuera
antes...?
La joven se quedó callada, ensimismada en sus pensamientos. Dos teorías muy diferentes apuntaban en direcciones opuestas. Estaba la sugerida por Mr. Rycroft, en la que la pelea entre Jim y su tío era el punto crucial. Sin embargo, en la segunda teoría no se tenía en cuenta la presencia de Jim. Lo primero que debía hacer, pensó Emily, era visitar al doctor que examinó el cadáver. Si fuera posible que el capitán Trevelyan hubiese sido asesinado, pongamos por caso a las cuatro, se establecería una considerable variación en cuestión de coartadas. Y en segundo lugar, conseguir que Mr. Dacres convenciera firmemente a Jim de la absoluta necesidad de que declarase la verdad en este punto.
La muchacha se levantó de la cama en que estaba sentada.
—Muy bien —dijo—, sería conveniente que te enterases de cómo puedo ir a Exhampton. Ese hombre de la herrería tiene un automóvil, según creo. ¿Quieres hacer el favor de ir a verle y convenirlo con él? Me gustaría salir inmediatamente después del almuerzo. A las tres y diez sale un tren para Exeter. Tendré tiempo de visitar al doctor antes de ir a la estación. ¿Qué hora es?
—Las doce y media —contestó Charles consultando su reloj.
—Entonces, vayamos los dos juntos y concretemos lo del coche —dijo la joven—. Además, hay otra cosa que quiero hacer antes de dejar Sittaford.
—¿De qué se trata?
—Tengo que visitar a Mr. Duke. Es la única persona de Sittaford a quien aún no he visto y era uno de los que se sentaron alrededor del velador en la sesión de espiritismo.
—De acuerdo. Pasaremos por delante de su chalé camino de la herrería.
El chalé de Mr. Duke era la última del grupo. Emily y Charles descorrieron el pasador del portillo y recorrieron el sendero. Entonces ocurrió algo sorprendente: se abrió la puerta de la casa y por ella salió un hombre que no era otro que el inspector Narracott.
Él también pareció sorprendido por el encuentro e incluso algo azorado, o eso le pareció a Emily.
La muchacha abandonó su primera intención.
—Me complace mucho encontrarle, inspector —le dijo al policía—. Hay una o dos cosas de las que quería hablarle, si me lo permite.
—Encantado, miss Trefusis —replicó Narracott al tiempo que sacaba del bolsillo su reloj—. Lamento decirle que tendrá que ser muy breve porque me está esperando un automóvil. He de regresar a Exhampton inmediatamente.
—¡Qué suerte más extraordinaria la mía! —exclamó Emily—. ¿Quiere hacerme un gran favor, inspector?
El inspector contestó con voz cavernosa y forzada que se alegraría de serle útil.
—Podrías ir a casa y traerme mi maleta, Charles —se apresuró a ordenar la joven—. Ya está llena y preparada.
El periodista partió inmediatamente.
—Es una gran sorpresa para mí encontrarla aquí, miss Trefusis —dijo el inspector Narracott.
—Yo le dije
au revoir
—le advirtió Emily.
—No me di cuenta en aquella ocasión.
—Pues aún tendrá que verme mucho más —replico la muchacha ingenuamente—. Ya sabe, inspector, que ha cometido un gran error. Jim no es el hombre que buscan.
—¿En serio?
—Y aún hay algo más, creo que está usted de acuerdo conmigo en el fondo.
—¿Qué es lo que le hace pensar de ese modo, miss Trefusis?
—¿Qué hacía en el chalé de Mr. Duke? —preguntó a su vez la atrevida joven, en lugar de contestar al inspector.
Narracott se mostró apurado por la contestación que debía dar a aquella pregunta, pero ella se apresuró a añadir:
—Usted duda, inspector; eso es lo que le pasa, que está perplejo. Pensó que había encontrado al hombre que buscaba y, como sus dudas van en aumento y ahora ya no está tan seguro de su acierto, no me extraña que se dedique a continuar sus investigaciones. Muy bien, pues yo voy a decirle una cosa de la que me he enterado y que puede ayudarle en su trabajo. Se la diré a usted camino de Exhampton.
Se oyeron unos pasos en el camino y apareció Ronnie Gardfield. Tenía el aspecto del muchacho que acaba de hacer una travesura, con su aire de culpabilidad y su respiración entrecortada.
—Quería pedirle un favor, miss Trefusis —empezó a decir—, ¿Qué le parece si nos fuésemos de paseo esta tarde? Mientras mi tía duerme la siesta, nosotros podríamos...
—Imposible —replicó Emily—. Me marcho ahora mismo. Voy a Exeter.
—¿Cómo? ¡No es posible! ¿Y para no volver?
—¡Oh, no! —contestó la muchacha—. Mañana me tendrá aquí otra vez.
—¡Ah, eso es estupendo!
Emily sacó algo del bolsillo de su jersey y se lo entregó al atontado joven, diciéndole:
—Déle esto a su tía, ¿me hará el favor? Es una receta para hacer pastel de café. Dígale que llegamos a tiempo porque la cocinera se marcha hoy, al igual que las demás sirvientas. No se olvide de darle este recado porque a ella le interesará.
Un lejano alarido se oyó a través de la niebla.
—¡Ronnie, Ronnie, Ronnie...! —gritaba aquella voz.
—Es mi tía —explicó Ronnie poniéndose nervioso—. Es mejor que vaya.
—Eso mismo pienso yo —afirmó Emily—. Escuche, se ha manchado de pintura verde el carrillo izquierdo —le gritó cuando el joven se alejaba. Ronnie Gardfield desapareció por el portillo de la casa de su tía.
—Aquí viene nuestro joven amigo con mi maleta —dijo Emily—. Vámonos ya, inspector. Se lo contaré todo en el coche.
A las dos y media, el doctor Warren recibió la visita de Emily. Al doctor le gustó inmediatamente aquella atractiva y eficiente muchacha. Sus preguntas eran concretas y terminantes.
—Sí, miss Trefusis, comprendo exactamente lo que quiere decir. Ya comprenderá que, en contra de la creencia popular en muchas novelas, resulta extraordinariamente difícil fijar con exactitud la hora de la muerte de una persona. Yo vi el cadáver a las ocho de la noche, y puedo afirmar rotundamente que el capitán Trevelyan había sido asesinado, por lo menos, dos horas antes. Pero sería muy difícil precisar cuánto pasaba de las dos horas. Si me dijese que le habían matado a las cuatro, yo le replicaría que sería posible, aunque mi opinión particular se incline más bien a fijar una hora posterior. Por otra parte, lo más seguro es que no hubieran transcurrido mucho más de dos horas desde el momento de su muerte. Cuatro horas y media me parece que es el tiempo máximo que se puede fijar.
—Muchas gracias, señor —dijo la joven—. Eso es todo lo que quería saber.
Tomó el tren de las tres y diez en la estación de Exhampton y, al llegar a Exeter, se encaminó directamente al hotel en el que se alojaba Mr. Dacres.
La entrevista entre ambos fue muy fría y carente de emoción. Mr. Dacres conocía a Emily desde que era una niña y había llevado sus asuntos desde que se hizo mayor.
—Emily —dijo el abogado—, debe prepararse para un buen golpe: las cosas para Jim Pearson están mucho peor de lo que podíamos imaginar.
—¿Peor?
—Sí, no sirve de nada andarse por las ramas. Están saliendo a relucir ciertos hechos que contribuyen a presentarle de un modo de lo más desfavorable. Esos hechos son los que impulsan a la policía a achacarle el crimen. Yo no serviría como debo sus intereses si tratase de ocultarle estas cosas.
—Le agradeceré que me lo cuente —rogó Emily.
La voz de la joven era tranquila y calmada. Cualquiera que fuese la emoción interna que hubiera sentido, trataba de no mostrar externamente sus sentimientos. No serían los sentimentalismos los que ayudarían a Jim Pearson, sino el talento. Ella debía guardarse sus emociones personales en lo más recóndito del alma.
—No hay duda —replicó el abogado— de que ese joven se encontraba ante una urgentísima necesidad de dinero. No voy a entrar en el aspecto moral de su situación. Aparentemente, Pearson ya había tomado dinero prestado... para utilizar este eufemismo... de esta firma, digamos que sin conocimiento de sus superiores. El muchacho es demasiado aficionado a especular en la Bolsa y ya en una ocasión anterior, sabiendo que ciertos dividendos le serían abonados en su cuenta antes de que transcurriera una semana, los empleó anticipadamente, usando el dinero de la firma para adquirir ciertas acciones que, por noticias que tenía, estaban a punto de subir. La especulación resultó por completo satisfactoria en aquella ocasión, el dinero distraído fue repuesto y al joven Pearson parece que no dudó de la perfecta honradez de su operación.
»Por lo visto repitió esta operación hace justamente una semana, pero esta vez le ocurrió una cosa imprevista: los libros de la casa donde trabajaba son inspeccionados en ciertas fechas fijadas de antemano, pero, por alguna razón imprevista, una de las revisiones se anticipó y Jim se encontró frente a un desagradable dilema. No desconocía las consecuencias que se derivarían de su acción, y no veía la manera de conseguir la suma de dinero necesario para arreglar la situación de la caja. Admite que hizo varios intentos en diferentes lugares y que todos le fallaron. De modo que, como último recurso, se precipitó a viajar a Devonshire para exponerle el asunto a su tío y persuadirle de que le ayudase, cosa que el capitán Trevelyan rehusó hacer.