El misterio de Sittaford (15 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
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—¡Ah! ¿Es usted? —preguntó con no excesiva amabilidad, y estuvo a punto de decir algo más desagradable cuando, al darse cuenta de la presencia de Emily, aumentó la congestión de su rostro.

—Le presento a miss Trefusis —dijo Charles, con el mismo acento con que anunciaría la sota de bastos—. Estaba muy ansiosa por verle.

—¿Puedo entrar? —preguntó la joven, ensayando su más dulce sonrisa.

—¡Oh! Sí, por supuesto. Desde luego, ¡no hay inconveniente!

Tropezando varias veces mientras hablaba, el comandante retrocedió hacia la salita de su chalé, donde empezó a correr sillas y a empujarlas junto a una mesa.

Emily, siguiendo su costumbre, fue directa a la cuestión.

—Verá, comandante Burnaby, yo soy la prometida de Jim... Jim Pearson, ya sabe. Y como es natural, estoy muy preocupada por él.

El comandante, que estaba cambiando de sitio una mesa, se detuvo con la boca abierta.

—¡Oh, querida! —exclamó—. Es un mal asunto. Mire, mi querida jovencita, lo siento mucho más de lo que pueda imaginar.

—Comandante Burnaby, le ruego que me conteste con sinceridad: ¿Cree que él es culpable? ¡Oh! Contésteme aunque lo crea. Prefiero cien veces que las personas que hablan conmigo no me engañen.

—No, yo
no
lo creo culpable —contesto el comandante en voz alta y con tono enfático. Después, dio una o dos vigorosas sacudidas a un almohadón para esponjarlo y se sentó delante de Emily—. Ese muchacho es un buen tipo. Tal vez... tal vez sea un poco débil de carácter. No se ofenda si le digo que es de esos jóvenes que con facilidad toman un mal camino, si se le presenta la tentación. Pero un asesinato... ¡eso no! Y tenga en cuenta que yo sé bien de lo que estoy diciendo, porque en mis tiempos una buena cantidad de subalternos han servido bajo mis órdenes. Ahora está de moda burlarse de lo que opinan los viejos oficiales retirados del ejército, pero la verdad es que nosotros podemos hablar de algunos asuntos con bastante conocimiento de causa, miss Trefusis.

—Yo estoy convencida de que así es —dijo Emily—. Le quedo muy reconocida por las palabras de aliento que me ha dirigido.

—¿Quieren tomar...? ¿Quieren tomar un whisky con soda? —preguntó el comandante—. Me temo que no tengo otra cosa —lamentó en tono de excusa.

—No, muchas gracias, comandante Burnaby, pero no podría tomarlo.

—Entonces, ¿quiere un vaso de soda?

—No, muchas gracias —contestó Emily.

—Debería prepararles un poco de té —continuó el comandante con alguna ansiedad.

—Acabamos de tomarlo —replicó Charles— en casa de Mrs. Curtis.

—Comandante Burnaby, ¿quién cree que lo hizo? ¿Tiene usted alguna idea? —preguntó Emily.

—No. ¡Que me condene si... si la tengo! —exclamó el comandante—. Pueden estar seguros de que eso lo ha hecho algún maleante que irrumpió en la casa, pero la policía opina que eso no es posible. Bien, ése es su oficio y yo he de suponer que lo conocen bien. Aseguran que nadie entró en la casa de un modo violento y habré de admitir que así fue. Pero al mismo tiempo puedo decir que me extraña, miss Trefusis, porque mi amigo Trevelyan no tenía un solo enemigo en todo el mundo, que yo sepa.

—Y usted lo sabría si alguien... —comentó Emily.

—Sí, señorita, puedo afirmar que yo sabía más cosas acerca de Trevelyan que la mayor parte de sus parientes.

—¿Y no sospecha de algún detalle, de algo que pudiera orientarnos de algún modo? —preguntó Emily.

El comandante se atusó los bigotes.

—Ya sé lo que está pensando. Como ocurre en las novelas, aquí podría haber un pequeño incidente que yo recordase, que pudiera servir de pista. Bueno, pues lo siento mucho, pero no hay nada de eso. Trevelyan llevaba una vida ordenada y normal. Recibía muy pocas cartas y escribía menos. No había complicaciones femeninas en su vida, puedo asegurarlo. En fin, este asunto me tiene confundido, miss Trefusis.

Los tres guardaron silencio.

—¿Qué sabe usted de su criado? —preguntó Charles.

—Pues que había estado a su servicio durante muchos años. Absolutamente fiel.

—Se ha casado hace poco, ¿verdad?

—Ha contraído matrimonio con una mujer perfectamente respetable y decente.

—Comandante Burnaby —dijo Emily—, perdone que le hable del asunto, pero ¿no es cierto que tuvo noticias del asesinato con cierta anticipación?

El comandante se restregó la nariz con aquel aire de incomodidad que siempre le invadía cuando alguien mencionaba la sesión de espiritismo.

—Sí, no tengo por qué negarlo, así fue. Ya sé que esas experiencias son estúpidas, pero, sin embargo...

—Sin embargo, en cierto modo tiene usted sus dudas —concluyó Emily para ayudarle.

El comandante asintió.

—Por eso mismo me gustaría saber... —empezó a decir Emily.

Los dos hombres se la quedaron mirando.

—No puedo expresar con exactitud lo que yo quisiera saber —concluyó Emily—. Lo que quiero decir es que usted dice que no cree en espíritus ni en mesas oscilantes y, sin embargo, a pesar del terrible tiempo y de que la noticia le parecía tan absurda como toda aquella sesión de espiritismo, se sintió tan inquieto que no tuvo más remedio que salir de Sittaford, sin hacer caso del mal tiempo, para cerciorarse por sí mismo de que al capitán Trevelyan no le ocurría nada. Bien, ¿no cree que la causa de esa inquietud estaba en algo que flotaba en la atmósfera? Quiero decir —continuó la joven, desesperada al ver que el rostro del comandante no presentaba la menor señal de comprensión— que debía de haber algo anormal en el ambiente, algo que influyó sobre la mente de los demás al igual que sobre la suya. Porque esta influencia extraña u otra cosa por el estilo la sintió usted de un modo indudable.

—Bien, no sé qué contestarle —dijo el comandante, y se restregó otra vez la nariz—. Desde luego —añadió procurando mostrarse más comprensivo—, ya sé que las mujeres se toman esas cosas muy en serio.

—¡Las mujeres! —contestó Emily—. Sí —murmuró para sus adentros—, yo creo que hay algo, una cosa u otra en todo eso.

Después se volvió con un brusco ademán hacia el comandante Burnaby.

—¿Qué piensa de esas Willett?

—¡Oh, bien! —exclamó el comandante Burnaby mientras rebuscaba en su mente las palabras para contestar, pues sabía muy bien que sus descripciones personales no resultaban muy claras—. Bueno, son muy amables, como ya sabe, están muy dispuestas ayudarle a uno en todo...

—¿Por qué tuvieron que alquilar una casa como la mansión de Sittaford en esta época del año?

—No puedo imaginármelo. —contestó el comandante. Y añadió—: Nadie lo consigue.

—¿No le parece que es muy extraño? —insistió en preguntar Emily.

—Claro que sí, es raro. Sin embargo, en cuanto a gustos no hay nada escrito. Eso es lo que el inspector dijo.

—Pues me parece una tontería —replicó Emily—. La gente no hace nada sin tener una razón.

—Bueno, pero yo no la conozco —concluyó el comandante Burnaby cautamente—. Algunas personas hacen las cosas porque sí. Tal vez usted no, miss Trefusis, pero hay gente que... —y lanzó un suspiro al mismo tiempo que hacía oscilar la cabeza.

—¿Está seguro de que no se habían encontrado en alguna ocasión con el capitán Trevelyan anteriormente?

El comandante rechazó con desdén semejante idea. Trevelyan le hubiese contado algo. No, no era posible, él estaba tan asombrado como cualquiera.

—Así pues, el capitán también debió encontrarlo extraño.

—Naturalmente, ya le he dicho que todos opinábamos lo mismo.

—¿Cuál era la actitud de Mrs. Willett hacia el capitán Trevelyan? —preguntó Emily—. ¿Hacía lo posible por evitar el trato con él?

Un ligero cloqueo salió de la boca del comandante.

—Nada de eso, sino todo lo contrario. Le fastidiaba ver la clase de vida que hacía mi amigo y siempre estaba invitándole a visitarla.

—¡Oh! —exclamó Emily muy pensativa, y se detuvo unos segundos, al cabo de los cuales continuó diciendo—: Así pues, pudiera ser... es muy posible que hayan alquilado la mansión de Sittaford con el decidido propósito de hacerse amigas del capitán Trevelyan.

—Bueno —replicó el comandante como dándole vueltas a aquella idea—. Sí, supongo que puede haber sido así. Sólo que el procedimiento me parece un poco caro.

—No estoy segura —dijo Emily—. Tengo entendido que el capitán Trevelyan no era una persona muy accesible de otro modo.

—No, ciertamente que no —aceptó el viejo amigo del capitán.

—Me gustaría saberlo—comento Emily.

—El inspector piensa como usted —declaró Burnaby.

Emily sintió en su interior una repentina animosidad contra el inspector Narracott. Todo lo que a ella se le ocurría acerca del crimen parecía haber sido discurrido antes por el inspector. Y eso era mortificante para una joven que se enorgullecía de ser más astuta que nadie.

La muchacha se puso de pie y le tendió la mano al comandante.

—Muchísimas gracias por todo —le dijo con sencillez.

—Me hubiera gustado poder ayudarla en algo más —replicó el comandante—. Tal vez soy una persona demasiado brusca y parca en palabras, siempre lo he sido. Si fuese más hábil, puede que ya hubiera encontrado algún detalle que pudiera ser una pista. De todos modos, señorita, puede contar conmigo para todo aquello en que pueda servirle.

—Muchas gracias —le dijo Emily—, así lo haré.

—Adiós, señor —añadió Enderby—. Mañana por la mañana volveré con mi cámara fotográfica, como ya le he indicado.

Burnaby dejó escapar un gruñido.

Emily y Charles desandaron el corto camino hasta la inmediata casa de Mrs. Curtis.

—Ven a mi habitación, quiero hablar contigo —le dijo la joven.

Ella se acomodó en una silla, mientras Charles se sentaba en la cama. Después, la desenvuelta muchacha se arrancó el sombrero y lo arrojó a un rincón del cuarto.

—Ahora, escucha —empezó diciendo—: me parece que ya tenemos algo así como un punto de partida. Puede ser que esté equivocada o que no, pero, de todos modos, es una idea. Se me ocurren infinidad de cosas acerca de esa curiosa sesión de espiritismo. ¿Has asistido tú a alguna sesión?

—¡Oh, sí! De vez en cuando, nunca en serio, como puedes suponer.

—Claro, por supuesto. Y es de las cosas que se hacen para pasar una tarde de lluvia y que todo el mundo acaba acusándose de empujar la mesa. Bien, pues si has participado en ese juego, ya sabrás lo que ocurre: la mesa empieza a oscilar, deletreando a veces un nombre que, naturalmente, conoce alguno de los presentes. Muy a menudo lo reconocen antes de que la mesa indique todas sus letras y, con la esperanza de que no se confirmen sus sospechas, lo empuja, aunque sea de un modo inconsciente. Quiero decir que en cierto modo el reconocimiento les hace a algunos provocar movimientos involuntarios que alteran la letra siguiente y lo bloquean todo. Y cuando menos uno quiere hacerlo, más a menudo ocurre.

—Sí, eso es cierto —admitió el joven Enderby.

—Yo no creo ni por un momento en los espíritus ni en nada que se les parezca; pero supongamos que alguna de las personas que participaba en la sesión de las Willett supiese que el capitán Trevelyan estaba siendo asesinado en aquel preciso momento...

—¡Oh, ya comprendo! —gritó Charles—. Pero es una explicación muy rebuscada.

—Bueno, tal vez la realidad no sea tan cruda como todo esto, aunque creo que sí lo es. De todos modos, ahora no hacemos sino establecer una hipótesis, nada más. Estamos suponiendo que alguien sabía que el capitán Trevelyan había sido asesinado y le fuera del todo imposible guardar su secreto. La mesa le traicionó sin poderlo él evitar.

—¡Es una explicación terriblemente ingeniosa! —comentó Charles—. Pero no creo ni por un segundo que sea cierta.

—Supondremos por el momento que lo sea —replicó Emily con firmeza—. Estoy segura de que, para descubrir al autor del crimen, no debes tener miedo de hacer algunas suposiciones.

—¡Oh! Estoy muy de acuerdo —afirmó el joven Enderby—. Admitamos que tu suposición es la pura verdad, y asimismo estoy dispuesto a admitir que es cierto todo lo que tú quieras.

—Entonces, lo que ahora tenemos que hacer —explicó Emily— es analizar con todo cuidado a las personas que participaron en el juego. Empecemos por el comandante Burnaby y Mr. Rycroft. Bien, parece muy poco probable que ninguno de ellos tuviera un cómplice que cometiera el asesinato. Después tenemos a ese Mr. Duke; por el momento, no sabemos nada de él. Acaba de llegar al pueblo en estos últimos tiempos y, como es natural, nada impide que se trate de una siniestra persona, miembro de alguna banda criminal o algo por el estilo. Pongamos una X frente a su nombre. Y ahora les llega el turno a las Willett. Charles, alrededor de esas mujeres flota algún terrible misterio.

—¿Quieres decirme qué sacan en limpio ellas con la muerte del capitán Trevelyan?

—Bien, a primera vista confieso que nada; pero si mi teoría es correcta, habrá alguna relación entre ellas y él. Tenemos que buscar en qué consiste esa relación.

—Muy bien —admitió Enderby—. Supongamos ahora que todo esto sea agua de borrajas.

—Bueno, pues tendremos que empezar otra vez —dijo Emily.

—¡Escucha! —gritó Charles de repente.

Acababa de levantar una mano. El joven se dirigió hacia la ventana y la abrió; y junto con la muchacha, ambos oyeron el ruido que había despertado su atención: era el lejano y profundo toque de una gran campana.

Cuando estaban ensimismados escuchando aquel campaneo, oyeron la excitada voz de Mrs. Curtis, quien les llamaba desde el piso inferior:

—¿Oye la campana, señorita, la oye usted?

Emily abrió la puerta.

—¿La oye usted? Se distingue muy claramente, ¿verdad? Bueno, ¡sólo faltaba eso!

—¿De qué se trata? —requirió Emily.

—Es la campana de Princetown, señorita, que está a unas doce millas de aquí. Anuncia que se ha escapado un preso. ¡George, George! ¿Dónde se ha metido este hombre? ¿No oyes la campana? ¡Algún preso anda suelto por ahí!

Su voz se amortiguó a medida que entraba en la cocina. Charles cerró la ventana y se sentó de nuevo en la cama.

—Es una lástima que las cosas estén tan mal organizadas —comentó sin apasionamiento—. Si este preso hubiese tenido el acierto de escaparse el viernes, podría muy bien ser el asesino que buscamos. No habría que buscar más lejos. Un hombre hambriento, un criminal desesperado entra en su casa. El capitán Trevelyan defiende su castillo. El desesperado criminal lo derriba de un golpe. ¡Qué sencillo hubiera sido todo eso!

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