El misterio de Sittaford (21 page)

Read El misterio de Sittaford Online

Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Sittaford
10.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Ahora, mi querida Emily, nos encontramos con que no podremos impedir de ningún modo que estos hechos se hagan públicos. La policía ha desenterrado ya el asunto. ¿Se da cuenta de que eso constituye un verdadero motivo para a cometer el crimen? En el momento en que el capitán Trevelyan estuviera muerto, Pearson podría obtener la cantidad necesaria para solucionar su problema, anticipada por Mr. Kirkwood, salvándose así de un desastre y de un posible proceso criminal.

—¡Oh, qué idiota! —exclamó Emily desalentada.

—Sí que lo es —replicó secamente Mr. Dacres—. Mi opinión es que nuestra única posibilidad consistiría en probar que Jim Pearson no sabía nada acerca de las disposiciones testamentarias de su tío.

Se produjo una larga pausa durante la cual la joven consideró sobre aquella idea. Finalmente, dijo con tranquilidad:

—Me temo que eso es imposible. Los tres hermanos estaban enterados del testamento, tanto Sylvia como Jim y Brian. Con frecuencia lo comentaban y bromeaban sobre el tío ricachón que vivía en Devonshire.

—Oh, vaya —comentó Mr. Dacres—, eso es muy desafortunado.

—Usted no creerá que es culpable, ¿verdad, Mr. Dacres? —preguntó Emily.

—Curiosamente no —contestó el abogado—. En algunos aspectos, Jim Pearson es el joven más transparente que he conocido. No posee, si me permite que se lo diga, Emily, un elevado nivel de honestidad profesional, pero no creo ni por un momento que con su mano golpeara a su tío.

—Bien, eso es una buena señal —dijo la muchacha—. Quisiera que la policía pensase lo mismo.

—Estamos de acuerdo, pero nuestras impresiones e ideas personales no sirven para nada práctico. La acusación en su contra es desgraciadamente importante. No tengo por qué ocultar, querida, que el aspecto del asunto es francamente malo. Le recomendaría a Lorimer como defensor; le llaman «el abogado de los desesperados» —añadió sonriente.

—Hay una cosa que me gustaría saber —dijo Emily—: usted debe de haber visto, como es natural, a Jim, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Necesito que me diga honradamente si usted cree que él ha dicho la verdad en otros detalles —y la muchacha le explicó la idea que Enderby le había sugerido.

El abogado estudió, la cuestión con todo cuidado antes de dar su opinión.

—A mí me da la impresión —dijo Mr. Dacres— de que cuenta la verdad cuando describe la entrevista que tuvo con su tío. Sin embargo, no cabe la menor duda de que el crimen lo perturbó en gran manera, y si dio una vuelta hasta encontrar la ventana, entró por allí y encontró allí el cadáver de su tío... es muy posible que se asustara demasiado para confesar el hecho y hubiera urdido esta otra historia.

—Eso es lo que yo pensé —dijo Emily—. La próxima vez que lo vea, Mr. Dacres, ¿querrá usted presionarle para que le cuente la verdad? Podría representar una tremenda diferencia.

—Lo haré tal como desea. De todos modos —dijo el abogado tras una pausa— pienso que su idea es equivocada. La noticia de la muerte del capitán Trevelyan se extendió por Exhampton hacia las ocho y media de la noche. A esa hora ya había partido el último tren para Exeter, pero Jim Pearson salió en el primero que salía por la mañana. Por cierto, que era lo peor que podía haber hecho, pues así llamó la atención acerca de sus pasos, los cuales, de otro modo, no hubiesen sido advertidos de haberse marchado en un tren que partiera a una hora menos intempestiva. Ahora, si como supone, hubiese descubierto el cadáver de su tío poco después de las cuatro y media, yo creo que se hubiera marchado de Exhampton inmediatamente. Hay un tren que sale algunos minutos después de las seis y otro a las ocho menos cuarto.

—Ahí lo tiene —admitió la joven—. No había pensado en eso.

—Yo le he hecho mil preguntas acerca de cómo entró en casa de su tío —siguió diciendo Mr. Dacres—. Él me ha explicado que el capitán Trevelyan le hizo quitarse las botas y dejarlas junto a la puerta, lo cual explica que no se encontrasen señales húmedas en el vestíbulo.

—¿Y no le dijo nada de que hubiese oído algún ruido... nada de nada... algo que le demostrara que podía haber alguien más en la casa?

—No mencionó nada por el estilo, pero se lo preguntaré.

—Muchas gracias. Si yo le escribo una carta, ¿podría usted llevársela?

—Tenga en cuenta que será leída, como es natural.

—¡Oh, será muy discreta!

La muchacha se dirigió al escritorio y trazó unas breves líneas:

«Queridísimo Jim:

Todo va perfectamente, de modo que alégrate. Estoy trabajando como una negra para aclarar la verdad de lo ocurrido. Vaya idiota que estás hecho.

Te quiere,

Emily»

—Ya está —dijo la joven.

Mr. Dacres la leyó, pero no hizo ningún comentario.

—Me he esmerado todo lo posible —explicó Emily— para que las autoridades de la prisión puedan leerla con toda facilidad. Y ahora tengo que marcharme.

—¿Me permitirá que le ofrezca una taza de té?

—No, muchas gracias, Mr. Dacres. No puedo perder tiempo. Tengo que ir a ver a tía Jennifer, la tía de Jim.

En Los Laureles, informaron a la joven de que Mrs. Gardner había salido, pero que no tardaría en regresar.

Emily dedicó una afectuosa sonrisa a la doncella.

—Entonces entraré y la esperaré.

—¿Quiere ver a la enfermera Davis?

La decidida joven estaba siempre dispuesta a hablar con todo el mundo.

—Sí, por favor —contestó.

Pocos minutos después, la enfermera Davis, muy tiesa y llena de curiosidad, se presentó ante ella.

—¿Cómo está usted? —dijo la visitante—. Yo soy Emily Trefusis, casi sobrina de Mrs. Gardner. Es decir, voy a ser sobrina suya, pero mi novio, Jim Pearson, ha sido detenido, como ya debe saber.

—¡Oh, qué desagradable! —exclamó la enfermera Davis—. Ya nos hemos enterado de todo por los periódicos de esta mañana. ¡Qué terrible asunto! Parece que usted lo soporta de un modo admirable, miss Trefusis, realmente maravilloso.

En la voz de aquella mujer se notaba una ligera nota de desaprobación. En su opinión, las enfermeras de los hospitales podían aguantar bien cualquier adversidad gracias a su gran fortaleza de carácter, pero los demás mortales tenían que desmoralizarse.

—Bien, hay que saber superar los malos tiempos —dijo Emily—. Espero que no se sentirá molesta por ello... quiero decir, que debe de ser embarazoso estar relacionada con una familia en la que se ha cometido un asesinato.

—Es muy desagradable, naturalmente —replicó la enfermera Davis, mostrándose más afable ante aquella prueba de consideración—, pero los deberes que tengo con mi paciente están antes que cualquier cosa.

—Magnífico —comentó miss Trefusis—. Debe de ser una gran tranquilidad para tía Jennifer saber que tiene alguien en quien poder confiar.

—¡Oh, así es! —exclamó la enfermera que añadió con un susurro—: Es usted muy amable. Aunque como es natural, a mí me han ocurrido casos muy curiosos antes de éste. Por ejemplo, en el último caso que atendí...

Emily tuvo que escuchar pacientemente una larga y escandalosa historia en la que figuraban un complicado divorcio y numerosas discusiones acerca de una paternidad dudosa. Después de elogiar a la enfermera Davis por su buen tacto, discreción y
savoir faire
, miss Trefusis orientó la conversación hacia los Gardner.

—No conozco al marido de tía Jennifer —dijo—. Nunca lo he visto. Se ve que jamás sale de casa ¿no es así?

—¡No, pobre hombre!

—¿Qué le pasa exactamente?

La enfermera Davis emprendió la explicación del tema con una satisfacción profesional.

—Por lo que dice, en realidad, este hombre puede restablecerse en el momento menos pensado —murmuró Emily pensativa.

—Pero se encontraría muy débil —replicó la enfermera.

—Oh, por supuesto. Pero su caso tiene esperanzas, ¿verdad?

La enfermera meneó la cabeza, con un desaliento muy profesional.

—No creo que este caso tenga curación posible.

Emily había anotado en su pequeño cuaderno de notas la cronología de lo que ella llamaba
la coartada de tía Jennifer
. Luego murmuró intencionadamente:

—¡Qué extraño resulta pensar que tía Jennifer se estaba divirtiendo en el cine mientras asesinaban a su hermano!

—Es muy triste, ¿verdad? —comentó la enfermera Davis—. Naturalmente, ella no lo dice, pero eso debe de haber representado para ella un buen golpe.

Emily empleó su mejor diplomacia para enterarse de lo que quería saber sin hacer preguntas directas.

—¿Y no sintió ninguna sensación extraña o presentimiento de lo que ocurría? —le preguntó a la enfermera—. ¿No fue usted la que se la encontró en el vestíbulo cuando regresaba, y que no pudo por menos de decir que tenía un aspecto extraño en su semblante?

—¡Oh, no! No fui yo. No la vi hasta que nos sentamos juntas a la mesa para cenar y entonces no observé en ella nada extraño. ¡Qué interesante es eso que usted dice!

—Supongo que lo estoy mezclando con alguna otra cosa —dijo Emily.

—Tal vez se trate de una de sus amigas —indicó miss Davis—. Yo regresé a casa un poco tarde. Hasta cierto punto, es culpa mía haber abandonado a mi paciente durante tanto rato, pero él mismo insistió mucho para que saliese.

Mientras decía esto, lanzó una mirada hacia un reloj.

—¡Oh, querida! Ahora recuerdo que me pidió una botella de agua caliente cuando venía hacia aquí. No tengo más remedio que ocuparme de eso. ¿Me dispensa, miss Trefusis?

Emily la disculpó, se acercó a la chimenea y tocó el timbre.

La doncella acudió en seguida, mostrándose un tanto alarmada.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntó Emily.

—Beatrice, señorita.

—Pues bien, Beatrice, me parece que no podré esperar hasta que llegue mi tía, mejor dicho, Mrs. Gardner. Quería preguntarle acerca de algunas tiendas en las que ella estuvo el viernes. ¿Sabe si regresó a casa con un gran paquete?

—No, señorita, no la vi entrar.

—Tengo entendido que regresó hacia las seis de la tarde.

—Sí, señorita, así debió ser. Yo no me di cuenta de cuándo entraba, pero hacia las siete de la tarde fui a su dormitorio a dejar allí una botella de agua caliente, y me llevé un gran susto al encontrarla en la oscuridad, echada en la cama. «¡Caramba, señora! —le dije—. Qué susto me ha dado!» Y ella me contestó: «Pues ya hace mucho rato que estoy en casa. Llegué a las seis.» No vi por ninguna parte ese gran paquete del que me habla —explicó Beatrice, haciendo todo lo posible por corresponder a la pregunta de la visitante.

«Es más difícil de lo que parece —pensó Emily—. Cuántas cosas tiene una que inventar; pero he ideado el cuento del presentimiento y luego lo del gran paquete, pero ahora hay que inventar alguna otra cosa si no quiero inspirar sospechas.» Sonrió dulcemente y dijo:

—Muy bien, Beatrice, no tiene importancia.

La doncella se retiró de la habitación y dejó sola a Emily. Esta sacó de su bolso una pequeña guía local de ferrocarriles y la consultó:

«Salida de Exeter, de la estación de Saint David, a las tres y diez», murmuró para sí misma. «¡Llegada a Exhampton a las tres cuarenta y dos! Tuvo tiempo de ir a casa de su hermano y asesinarlo, pero... ¡qué bestial y cuánta sangre fría haría falta!, y además suena tan absurdo... bueno, digamos media hora o cuarenta y cinco minutos. ¿En qué tren pudo regresar? Hay uno a las cuatro y veinticinco, y luego a las seis y diez sale el que mencionó Mr. Dacres, que llega aquí a las siete menos veintitrés. Sí, en realidad, resulta posible. Es una lástima que no se pueda sospechar de la enfermera, porque esta mujer estuvo fuera de casa toda la tarde y nadie sabe adonde fue. Pero no se comete un asesinato sin ningún motivo. Por supuesto que yo no creo en realidad que fuera uno de los habitantes de esta casa el que asesinara al capitán Trevelyan, aunque hasta cierto punto sea consolador saber que pudieron hacerlo. ¡Hola...! Parece que abren la puerta de entrada.»

Se oyó un murmullo de voces en el vestíbulo, tras el cual se abrió la puerta de la sala y entró Jennifer Gardner.

—Soy Emily Trefusis —dijo la joven—. Ya sabe, la prometida de Jim Pearson.

—De modo que usted es Emily —exclamó Mrs. Gardner dándole la mano—. ¡Esto sí que es una sorpresa!

De repente, la joven se sintió muy débil e insignificante; algo así como lo que sentiría una niñita en el momento de hacer alguna travesura. Tía Jennifer era una persona extraordinaria. Todo un personaje con el que, si no estuviera concentrado en una sola persona, habría bastante para dotar a dos o tres.

—¿Ha tomado ya el té, querida? ¿Todavía no? Entonces lo tomaremos aquí. Espere un momento, primero tengo que subir a ver cómo está Robert.

Una extraña expresión se reflejó por un instante en su rostro al mencionar el nombre de su marido. Aquella voz agradable y potente se dulcificó. Fue como si un faro iluminase en plena noche las oscuras olas del mar.

«Lo adora —pensó Emily, que se había quedado sola en la habitación—. Sin embargo, me parece notar algo extraño y amedrentador en tía Jennifer. Me gustaría saber si a tío Robert le gusta verse tan adorado como al parecer lo es.»

Cuando Jennifer Gardner regresó, ya se había quitado el sombrero. Emily admiró la abundante y sedosa cabellera de la dama, peinada hacia atrás.

—¿Quiere que hablemos de lo sucedido, Emily, o prefiere otro tema? Si no quiere hablar de ello, lo comprenderé perfectamente.

—No es muy agradable ese asunto, ¿no le parece?

—Sólo nos queda esperar —replicó Mrs. Gardner— que encuentren pronto al verdadero asesino. ¿Quiere hacer el favor de tocar el timbre, Emily? Pediré que le suban el té a la enfermera. No quiero que nos moleste aquí abajo con su charla. Como odio a esas enfermeras.

—¿Es buena?

—Supongo que sí. Robert dice que lo es en todos los aspectos. La aborrezco con toda mi alma y siempre lo haré; pero Robert afirma que, desde cualquier punto de vista, es la mejor enfermera que hemos tenido.

—Por lo menos tiene muy buen aspecto —dijo Emily.

—Tonterías. ¿Se ha fijado en sus feas y carnosas manos?

La joven observó los largos y blancos dedos de su tía, que en aquel momento manipulaban la jarrita de la leche y las pinzas del azúcar.

Beatrice se presentó, recogió de la mesita una taza de té y un plato y volvió a salir.

—A Robert le ha trastornado mucho todo esto —dijo Mrs. Gardner—. A veces, se excita y cae en estados muy extraños. Supongo que en realidad es parte de su enfermedad.

Other books

Home is the Hunter by Helen Macinnes
Arresting God in Kathmandu by Samrat Upadhyay
The Accidental Keyhand by Jen Swann Downey
Forever by Opal Carew
La zapatera prodigiosa by Federico García Lorca
Just for the Summer by Jenna Rutland
Paradise City by C.J. Duggan