Read El misterio de Sittaford Online
Authors: Agatha Christie
—Bueno. Entonces, ¿de qué se trata?
La mesa empezó a balancearse con gran lentitud, pero a un ritmo perfecto. Se mecía tan despacio, que a todos les fue fácil contar las letras: M... una pausa, U... E... R... T... O...
—¡MUERTO!
—¿Alguien ha muerto?
En lugar de contestar «sí» o «no», el velador empezó a oscilar otra vez hasta detenerse en la letra T.
—¡T! ¿Te refieres a Trevelyan?
—¡Sí!
—¿Quieres decir que Trevelyan ha muerto?
—¡Sí!
Esta vez el movimiento fue muy brusco y rotundo. Alguien carraspeó. Un ligero estremecimiento agitó a toda la concurrencia.
La voz de Ronnie, al resumir todas sus preguntas en una sola, sonó muy diferente de como hasta entonces: amedrentada y nerviosa.
—¿Quieres decir que el capitán Trevelyan está muerto?
—Sí.
Hubo una larga pausa. Parecía como si nadie supiese qué nuevas preguntas se le podían hacer a la mesita, ni cómo comportarse ante tan inesperado acontecimiento.
Cuando aún duraba esta pausa, el velador volvió a balancearse. Con toda claridad y lentitud, marcó las letras que Ronnie pronunció en voz alta:
—A... S... E...S... I... N... A... T... O...
Mrs. Willett lanzó un agudo grito y retiró sus manos rápidamente de la mesita.
—No quiero que continuar. Es horrible. No me gusta.
La voz clara y resonante de Mr. Duke atronó la pequeña habitación al preguntar al velador:
—¿Quieres decir que el capitán Trevelyan ha sido asesinado?
Apenas había salido de sus labios la última sílaba de esta pregunta, cuando se produjo la respuesta: la mesita osciló tan violenta y afirmativamente que por poco se cayó al suelo. Y osciló una sola vez:
—¡Sí!
—¡Basta! —exclamó Ronnie retirando sus manos del tablero del velador—. Esta broma es repugnante —Su voz temblaba al decirlo.
—Enciendan las luces —sugirió Mr. Rycroft.
El comandante Burnaby se levantó y accionó el interruptor. El repentino resplandor alumbró una serie de rostros pálidos y descompuestos.
Cada uno de los reunidos miraba a los demás, sin que nadie supiese exactamente qué decir.
—Una sarta de disparates, desde luego —aseguró Ronnie con una sonrisa forzada.
—Tonterías sin sentido —confirmó Mrs. Willett—. Nadie debería... nadie tendría que hacer esta clase de bromas.
—Y menos cuando se refieren a muertes y asesinatos —dijo Violet—. ¡Oh, es muy desagradable... no me gusta nada!
—Yo no movía la mesa —indicó Ronnie, presintiendo que una general y silenciosa crítica estaba recayendo sobre el —. Les juro que no lo he hecho.
—Lo mismo puedo asegurar yo —afirmó Mr. Duke—. ¿Y usted, Mr. Rycroft?
—¡Pues yo tampoco! —exclamó con acalorado acento el interpelado.
—No creerán que yo haría una broma de esa índole, ¿verdad? —refunfuñó el comandante Burnaby—. No tengo tan mal gusto.
—Violet, querida... —empezó a decir Mrs. Willett.
—Yo no he sido, mamá. Te aseguro que yo no lo he hecho. Nunca haría una cosa así.
A la muchacha casi se le saltaron las lágrimas.
Todos se sentían incómodos. Una sombra repentina había descendido sobre aquella alegre reunión.
El comandante Burnaby empujó hacia atrás su silla, se dirigió hacia la ventana, apartó a un lado las cortinas y permaneció allí largo rato mientras daba la espalda a la habitación.
—Son las cinco y veinticinco —dijo Mr. Rycroft echando una ojeada al reloj de la chimenea. Después lo comparó con su propio reloj y todos se dieron cuenta de que aquellas observaciones tenían algún significado relacionado con su actual preocupación.
—Vamos a ver —dijo Mrs. Willett con forzada amabilidad—, me parece que sería mejor que tomásemos ahora un cóctel. Mr. Gardfield, ¿quiere tener la bondad de tocar el timbre?
Ronnie obedeció.
La doncella trajo los ingredientes necesarios y Ronnie fue el encargado de mezclarlos. La tensión de la situación cedió un poco.
—Bueno —dijo Ronnie levantando su vaso—. Esto ya está listo.
Los demás correspondieron a su invitación, todos menos la silenciosa figura junto a la ventana.
—Comandante Burnaby, aquí tiene su cóctel.
El aludido pareció despertar con un brusco respingo. Se volvió lentamente hacia la sala.
—Muchas gracias, Mrs. Willett, pero no cuenten conmigo —Y mirando por última vez hacia el exterior, se acercó de nuevo lentamente al grupo que bebía ante la chimenea—. Les agradezco mucho sus atenciones. Buenas noches.
—¡No puede irse ahora!
—Me temo que debo marcharme.
—¡No se vaya tan pronto! ¡Y con una noche como ésta!
—No sabe cuánto lo lamento, Mrs. Willett, pero no tengo más remedio que hacerlo. ¡Si al menos hubiese algún teléfono por aquí cerca...!
—¿Un teléfono?
—Sí. Para serle franco, yo.... bueno, me gustaría asegurarme de que Joe Trevelyan está bien. Todo eso son estúpidas supersticiones, pero ahí están. Naturalmente, no creo en esas supercherías, pero...
—Pero no podrá telefonear desde ningún sitio porque no hay ningún teléfono en Sittaford.
—Exacto. Como no puedo telefonear, tendré que ir allí.
—Entonces, vaya. Pero no conseguirá que ningún automóvil le lleve por ese camino. Elmer no querrá llevarle en su coche con una noche como ésta.
Elmer era el propietario del único automóvil de la localidad, un viejo Ford que era alquilado a un precio asequible por los que deseaban dirigirse a Exhampton.
—No, no, nada de ir en coche. Mis dos piernas me llevarán allí, Mrs. Willett.
Se levantó un coro de protestas.
—¡Oh! ¡Comandante Burnaby, eso es
imposible!
. Usted mismo acaba de decir que va a nevar.
—Cierto, aunque aún tardará una hora en empezar a caer nieve... tal vez más. Entretanto, habré llegado. No se preocupen.
—¡Oh! No puede hacerlo. No podemos consentirlo.
La señora de la casa estaba alterada e inquieta.
Pero los razonamientos y las súplicas no afectaron al comandante Burnaby más que a una roca. Era un hombre obstinado.
Cuando su mente decidía algo, ningún poder humano era capaz de hacerle desistir.
Estaba resuelto a ir a pie a Exhampton y comprobar por sí mismo que no le ocurría nada a su viejo amigo, y repitió esta simple argumentación media docena de veces.
Finalmente, todos tuvieron que aceptar que lo hiciera. Se envolvió cuidadosamente en su sobretodo, encendió la linterna que había traído y se adentró en la noche.
—Pasaré un momento por mi casa a recoger una botella —dijo con voz alegre—, y entonces ya podré emprender la marcha sin ningún temor. Trevelyan me alojará en su casa por esta noche, sin duda alguna. Todo esto son temores ridículos, ya lo sé. Seguro que no ocurre nada. No se preocupe, Mrs. Willett, nieve o no nieve llegaré en un par de horas. Buenas noches a todos.
Y se alejó. Los demás tomaron asiento delante de la chimenea.
Rycroft se detuvo un instante a contemplar el cielo.
—Sé que va a nevar —murmuró dirigiéndose a Mr. Duke—, y empezará mucho antes de que llegue a Exhampton. Celebraré que llegue sin novedad.
Duke frunció el entrecejo.
—Lo soñé. Creo que debía de haberme ido con él. Uno de nosotros hubiera debido acompañarle.
—Todo esto es muy lamentable —dijo miss Willett muy lentamente—. Muy lamentable. Violet, no quiero que en mi casa se repita nunca más ese estúpido juego. Ahora, el pobre comandante Burnaby será probablemente arrastrado por la ventisca o tal vez muera de frío en medio de la carretera. A su edad... ¡Qué locura partir en estas circunstancias! Desde luego, el capitán Trevelyan estará perfectamente bien.
Todos repitieron: —¡Claro que sí!
Sin embargo, ninguno de ellos se sentía muy tranquilo. Suponiendo que
le hubiese ocurrido algo
al capitán Trevelyan...
Suponiendo...
Dos horas y media después, poco antes de las ocho de la noche, el comandante Burnaby, linterna en mano, la cabeza inclinada hacia delante para no ser cegado por la nieve que caía, encontró por fin el sendero que conducía a la puerta de Hazelmoor, la casa alquilada por el capitán Trevelyan.
La nieve había empezado a caer una hora antes en forma de grandes y densos copos. El comandante Burnaby carraspeaba, emitiendo esos sordos ronquidos característicos en un hombre agotado por el esfuerzo. Estaba entumecido por el frío. Sacudió fuertemente sus pies contra el suelo, resopló, lanzó dos o tres bufidos, resopló de nuevo y aplicó un dedo casi helado al timbre.
El timbre resonó en la noche de un modo penetrante.
Burnaby esperó. Tras un silencio de algunos minutos, y como no se apreciaban señales de vida, volvió a llamar al timbre.
Una vez más no hubo señales de vida.
Burnaby llamó por tercera vez, prolongando esta vez la llamada manteniendo el dedo en el timbre.
Aún repitió los timbrazos muchas veces más, sin obtener la menor señal de vida del interior de la casa.
En la puerta había también un llamador. El comandante Burnaby lo levantó, golpeó con él vigorosamente la puerta y produjo un estrépito atronador.
Aun así, la pequeña casa continuó silenciosa como la muerte.
El comandante desistió. Por un momento permaneció allí, ante la puerta, perplejo e indeciso; luego, muy despacio, desanduvo el sendero de entrada y salió al exterior de la cerca para continuar su marcha por el camino que conducía a Exhampton. Después de haber caminado unas cien yardas, llegó ante el pequeño puesto de policía.
Allí tuvo un nuevo instante de duda; al fin, se decidió a entrar en la oficina.
El agente Graves, que conocía muy bien al comandante, se levantó con verdadero asombro.
—¡Caramba, señor! Nunca hubiese supuesto que usted anduviera de paseo en una noche como ésta.
—Escúcheme —suplicó Burnaby brevemente—, he estado tocando el timbre y golpeando con el llamador en casa del capitán, y no he conseguido ninguna respuesta.
—Bueno, es natural, estamos a viernes —observó Graves, que conocía muy bien las costumbres de los dos—. Pero no querrá hacerme creer que acaba de llegar de Sittaford en una noche como ésta. Seguro que al capitán no le esperaba.
—Tanto si él me esperaba como si no, el caso es que he venido —dijo Burnaby en tono impertinente—. Y como le estaba diciendo, no he conseguido entrar. He tocado repetidas veces el timbre, he aporreado con el llamador y nadie contesta.
Parte de su intranquilidad pareció contagiarse al policía que le escuchaba.
—Es extraño —dijo arrugando el ceño.
—Desde luego, es muy extraño —confirmó Burnaby.
—No es cosa de creer que haya salido de su casa en una noche como esta.
—Naturalmente. No creo que haya querido salir de paseo en una noche como ésta.
—¡Sí que es extraño! —repitió Graves.
Burnaby manifestó su impaciencia ante la inactividad de aquel hombre.
—¿Es que no piensa hacer algo? —le soltó.
—¿Hacer algo?
—Sí, hacer algo.
El policía meditó.
—Supongamos que se haya puesto enfermo —Dicho esto su rostro se animó—. Se me ocurre probar si contesta al teléfono.
Apoyándose en el codo, descolgó el aparato y pidió el número del capitán; pero al teléfono, como al timbre de la puerta, no hubo ninguna respuesta del capitán Trevelyan.
—Parece como si no oyera nuestras llamadas —indicó Graves colgando el auricular—. ¡Con esa manía de vivir solo en la casa...! Creo que lo mejor que podemos hacer es ir a buscar al doctor Warren y llevarlo con nosotros.
La vivienda del doctor Warren estaba casi junto al puesto de policía. En aquel preciso instante el médico se acababa de sentar a la mesa para cenar con su esposa y no pareció gustarle la proposición. Sin embargo, aceptó acompañarles refunfuñando y se envolvió en un viejo abrigo, se calzó un par de botas de goma y se abrigó el cuello con una bufanda de punto.
La nieve seguía cayendo.
—¡Condenada noche! —murmuró el doctor—. Espero que no me habrán llamado para que les acompañe a tomar el aire. Trevelyan es fuerte como un caballo. Nunca ha necesitado mis servicios.
Burnaby no replicó nada.
Cuando llegaron a Hazelmoor, volvieron a tocar el timbre y a golpear con el llamador, sin conseguir la menor respuesta.
Entonces, el doctor propuso que diesen la vuelta a la casa para ver si podían entrar por una de las ventanas posteriores.
—Son más fáciles de forzar que la puerta —explicó.
Graves aceptó la idea y empezaron a dar la vuelta a la casa. Encontraron una puerta lateral e intentaron abrirla, pero estaba atrancada, por lo que tuvieron que continuar la marcha sobre los parterres cubiertos de nieve hasta llegar a las ventanas traseras. De repente, Warren lanzó una exclamación:
—¡Fíjense en la ventana del despacho! ¡Está abierta...!
Era verdad: la ventana, de estilo francés, estaba entornada.
Los tres apresuraron el paso. En una noche como aquella, a nadie que estuviese en su sano juicio se le ocurriría abrir una ventana. En la habitación se veía una luz encendida que proyectaba una estrecha franja amarillenta.
Los tres hombres llegaron simultáneamente al pie de la ventana. Burnaby fue el primero en entrar, ayudado por el agente, quien se mantenía firme sobre sus talones y entró tras él.
Ambos se quedaron paralizados como muertos al contemplar el interior de la habitación, mientras algo así como un ahogado grito salía de la boca del ex soldado. En un instante, Warren se unió a ellos y pudo ver a su vez lo que habían visto.
El capitán Trevelyan yacía en el suelo, boca abajo. Sus brazos estaban extendidos y había un gran desorden en toda la habitación. Los cajones de la mesa de despacho estaban fuera de su sitio y numerosos papeles estaban en el suelo. La ventana inmediata tenía los bordes astillados en el lugar donde había sido forzada, cerca del pestillo. Junto al capitán se veía un burlete de color verde oscuro de unas dos pulgadas de diámetro.
Warren lo apartó de allí para poder arrodillarse junto al cuerpo exánime.
Un minuto fue suficiente. Se levantó de nuevo sobre sus pies con el rostro muy pálido.
—¿Está muerto? —preguntó Burnaby.
El doctor asintió.
Luego se volvió hacia Graves.