»Me lo niegas con la cabeza, querida, pero… ¿qué me dices de la gargantilla de diamantes? Supongo que no discutirás que Magnus la compró para ella… y que ella se la llevó. La hipótesis más caritativa es que huyó con la niña, en un ataque de remordimiento… quizá mientras el propio Magnus aún estaba vivo, aunque encerrado… y que sus restos mortales yacen en algún hoyo inaccesible en el corazón de Monks Wood. ¿Es que puedes explicar de otro modo la secuencia de hechos?
—Si Magnus realmente se ocupaba de ella —dije—, ¿por qué permitía que la señora Bryant la insultara, insistiendo en que estuviera presente en la sesión de espiritismo… y dejándola sola en aquella casa maldita? Y no sabemos si ella cogió la gargantilla de diamantes; sólo tenemos la palabra de Magnus, según el cual, al parecer, pensaba dársela a Nell. Quizá la compró para la señora Bryant. Y cuando Magnus y el doctor Rhys irrumpieron en su habitación aquella mañana…
Mi voz se fue apagando al recordar la última «visita» de Nell. Había presentido la muerte de Edward Ravenscroft… y después, su propia desaparición y la de su hija. Volví atrás en las páginas de John Montague:
Y así, el hombre que poder tuviera para domeñar la fuerza de los rayos sería el Ángel vengador del Día del juicio
…
—¿No te extraña, tío —dije con inquietud—, que casi todos los que se acercan a esa especie de armadura acaben por desaparecer o mueran de algún modo inusual? Thomas, Felix y Cornelius Wraxford, la señora Bryant, Nell, el propio Magnus… y Magnus podría haberse equivocado… o haber mentido respecto a la mujer que vio en las escaleras.
—Querida… ¿no estarás invocando a los espíritus malignos en defensa de Eleanor Wraxford? No puedes pensar en serio que un espíritu robó la gargantilla de diamantes o se le enganchó el vestido en la armadura…
—No, tío… Pero alguna otra persona podría haberlo hecho. Imagina que Magnus estuviera envuelto en algún ritual satánico… y que sus cómplices se rebelaran contra él…
Un carbón estalló, sobresaltándome con un fuerte chasquido y una minúscula lluvia de chispas.
—Eso, realmente, querida, es aferrarse a la última esperanza. Tendrás pesadillas si no tienes cuidado. La gente no se disuelve en el aire. Por muy siniestro que pueda parecerte el asunto de la armadura, en la actualidad hay muchos caballeros ilustrados que están involucrados en ese mismo tipo de experimentos, la Sociedad para la Investigación Física, por ejemplo, y con evidentes buenos resultados. Y respecto a la insistencia de Magnus en que Nell le acompañara a la mansión, de nuevo te recuerdo que sólo contamos con la versión de los hechos según la propia Nell. No debes dejarte llevar por tu imaginación. Realmente el señor Montague hizo muy mal en enviarte estos papeles; estrictamente hablando, deberíamos entregárselos a la policía.
—Tío, me prometiste…
—Lo sé, lo sé… Y no tengo intención de hacerlo. Eso sería convertir nuestra vida en un circo. Pero debes ser consciente de que, al guardar silencio, estamos ocultando pruebas de un caso de asesinato. Si el señor Montague se suicidó, ésta es con seguridad la razón: él no estaba poniendo en tus manos solamente su reputación, sino su vida… a menos que su salud fuera peor de lo que estaba dispuesto a admitir en su carta.
—Me temo que así era —dije, recordando aquel mortecino matiz grisáceo en su piel.
Ya era completamente de noche en el exterior. Me levanté y corrí las cortinas; temblé con el frío que desprendían los cristales, regresé junto a la chimenea y aticé los carbones.
—Lo mejor que puedes hacer con estos papeles —dijo mi tío mientras yo utilizaba el atizador en la chimenea— es arrojarlos al fuego.
—Pero… tío… ¡jamás podría hacer eso! Se lo debo a la memoria del señor Montague y debo intentar descubrir qué ocurrió realmente en la mansión. —No me había dado cuenta realmente de lo que sentía hasta que no me oí decir aquellas precisas palabras—. Y tengo que saber qué fue de Nell y, además, jamás podría destruir sus diarios: podrían ser…
Me interrumpí de inmediato al ver el enojo en el rostro de mi tío. Levantó las manos en un gesto de falsa desesperación y no dijo ni una palabra más acerca del misterio de los Wraxford. A la mañana siguiente nos entregaron con el correo una carta remitida por el señor Craik.
18 Priory Road
,
Clapham SW
25 de enero de 1889
A la atención de la señorita C. M. Langton
Por medio de Montague y Craik, notarios públicos Wentworth Rd
.
Aldeburgh
Estimada señorita Langton
:
Le ruego que perdone esta intromisión por parte de un completo desconocido. Mi nombre es Edwin Rhys, y soy el único hijo del difunto Godwin Rhys (doctor en Medicina). Mi padre fue médico de Diana Bryant, que murió en Wraxford Hall en el otoño de 1868. Él certificó su muerte considerando que se debió a un paro cardiaco y, a pesar de la ausencia de pruebas en contra, se vio en la ruina debido a una campaña que se desató contra él, plagada de rumores e insidias. En el invierno de 1870, quebrados su salud y su ánimo, se quitó la vida
.
Yo siempre he creído en la inocencia de mi padre, y aún conservo el deseo de limpiar su nombre. De aquí, como usted habrá sospechado, esta carta. A partir del aviso que apareció ayer en
The Times,
entiendo que en breve entrará usted en posesión de las propiedades de los Wraxford. Mi esperanza es que entre los papeles de los Wraxford, o en la mansión, hayan subsistido pruebas que puedan borrar la mancha que recayó sobre la reputación de mi padre. Yo escribí en numerosas ocasiones a la señorita Augusta Wraxford, requiriéndole el favor de una entrevista, pero nunca recibí respuesta alguna. Me atrevo a esperar que usted lo entienda de un modo diferente. Si usted consintiera en hablar conmigo, cuando y donde mejor le conviniera, le estaría eternamente agradecido
.
Considéreme, señorita Langton, su seguro servidor
,
EDWIN RHYS
Edwin Rhys contestó a vuelta de correo a mi nota, agradeciéndomela calurosamente y, para inquietud de mi tío, aceptando mi invitación para tomar el té dos días después. Yo había dado por hecho que él debía de ser relativamente joven, pero el hombre al que hizo pasar Dora al salón no parecía que tuviera más de veinte años. Sólo era un par de dedos más alto que yo, ligeramente fornido, con una melena rubia peinada hacia atrás, la cara ovalada enmarcada por una fuerte mandíbula y una piel que muchas mujeres habrían envidiado.
—Ha sido muy amable por su parte aceptar verme, señorita Langton…
Su voz era grave y educada, y su indumentaria —una chaqueta de pana azul oscuro, pantalones grises de franela, una delicada camisa blanca y un pañuelo— era mucho más de lo que yo esperaba de un joven caballero procedente de Oxford o Cambridge. Sus botas aún estaban empapadas por la lluvia.
—Sentí mucho saber que su padre murió en… en semejantes circunstancias —dije, una vez que nos sentamos junto a la chimenea—. El misterio de los Wraxford ha arruinado muchas vidas.
—Así es, señorita Langton.
—Dice usted en su carta —proseguí— que toda su esperanza es poder limpiar el nombre de… Tal vez querría usted contarme algo más sobre su padre…
—Yo sólo tenía seis años cuando él murió… La mayor parte de lo que sé de mi padre procede de lo que me contaron mi madre y mi abuelo. Mi padre, como usted sabe, fue el médico personal de la señora Bryant, la cual, al parecer, fue una mujer decididamente desagradable. El papel de mi padre consistía básicamente en estar de acuerdo con la señora y consentir sus variopintos caprichos. Un colega mayor se la había presentado; al principio pareció una gran oportunidad, pero el hecho cierto es que aquel médico sólo quería librarse de ella, desde luego. Mi madre se encontró con ella una sola vez, y la detestaba.
—Lo entiendo perfectamente —dije.
Me lanzó una mirada de curiosidad, y entonces me di cuenta de que debía actuar con más cautela.
—Mi madre cree —prosiguió— que Magnus Wraxford apareció en escena alrededor de unos seis meses antes de la visita fatal a la mansión. Mi madre no lo conoció, pero mi padre estaba hechizado y en sus manos… como lo estaba la señora Bryant, por supuesto…
En esta ocasión me mordí el labio y no dije nada.
—… y estaba tan hechizado que no hablaba de nada salvo del doctor Wraxford, aunque su papel como médico era absolutamente superfluo: mi madre dice que igual podría haber sido el perrito faldero de la señora. —Recuerdo que Nell había utilizado exactamente aquella imagen en su diario—. La señora Bryant no ocultaba el hecho de que le había entregado al doctor Wraxford diez mil libras para su sanatorio, mucho antes de que ella hubiera visto la mansión. Él la sometía a sesiones de mesmerismo con regularidad, y me gustaría saber hasta qué punto ejerció su influencia sobre ella. La mayoría de los doctores de nuestros días consideran que el mesmerismo no es más que pura charlatanería.
»El error fatal de mi padre fue firmar aquel certificado de defunción, contra su propia voluntad y conocimiento. La autopsia no encontró nada anormal, pero el hijo de la señora Bryant estaba convencido de que mi padre había conspirado con los Wraxford y había envenenado a la señora por el dinero. Este hombre se había llegado a convencer a sí mismo de que su madre se había arrepentido de su donación de diez mil libras y le habría exigido que se las devolviera… si no hubiera muerto aquella noche. Y así fue como comenzaron a circular los rumores.
»Si mi padre hubiera tenido una consulta propia, podría haber capeado el temporal. Pero para un hombre sin pacientes fijos a los que recurrir, aquellas insidias resultaron fatales. Mi abuelo (por parte de mi madre) podría haberle ayudado, aunque se había opuesto al matrimonio de su hija, pero mi padre se las arregló para ocultar durante más de un año hasta dónde alcanzaban las deudas. Cuando no pudo satisfacer a los acreedores, se pegó un tiro. Tardó tres días en morir.
—Lo lamento mucho, de verdad… —repetí, pensando cuán absolutamente inapropiadas resultaban aquellas palabras—. Y… ¿qué hicieron entonces usted, su madre y su hermana?
—Mi abuelo nos llevó a vivir con él… pero… ¿puedo preguntarle, señorita Langton, cómo sabe usted que yo tengo una hermana?
De nuevo recordé que lo había leído en el diario de Nell.
—Yo… bueno… creo que el señor Montague, el abogado… se ahogó, ya sabe usted… fue muy trágico, hace quince días… debió de decírmelo él… Dígame, señor Rhys, ¿cómo cree usted que murió la señora Bryant?
—Yo no sé qué creer… Mi amigo y colega Vernon Raphael, a quien creo que usted conoce… ¿se encuentra usted indispuesta, señorita Langton?
—No, no… sólo ha sido una indisposición momentánea —oí mis palabras como un eco de las que dijera John Montague—. Por favor, dígame, ¿son ustedes colegas… en qué?
—Ambos somos miembros de la Sociedad para la Investigación Física. Discúlpeme, señorita Langton, pero realmente no parece que se encuentre usted bien…
—No es nada, no es nada… se lo aseguro… ¿Y el señor Raphael, por casualidad, puede explicar las circunstancias que nos interesan?
—No, desde luego —dijo Edwin Rhys, ruborizándose—, por supuesto que no. Sólo me dijo, cuando le conté que venía aquí, que usted y él se conocían…
Comprendí que sólo la verdad —o toda la parte de la verdad que pudiera atreverme a contarle— podría despejar el malentendido.
—No es lo que usted piensa, señor Rhys. Sólo he visto al señor Raphael en una ocasión, cuando asistí a una sesión de espiritismo con mi madre, que era… una ferviente espiritista. Mi hermana… en fin… mi hermana murió cuando era muy niña y mi madre nunca se recuperó de la conmoción de su muerte, y por eso…
—Lo comprendo, lo comprendo, señorita Langton —contestó, aún ruborizado—, y le aseguro que no pretendía dar a entender que…
Sólo Dora, que entró con el servicio de té, impidió que su embarazo llegara a más; la presencia de la criada nos permitió recobrar la compostura.
—Se ha referido usted al señor Raphael como su colega —dije—. ¿Trabaja usted en la Sociedad?
—No. Raphael es uno de los investigadores profesionales de la Sociedad. Yo trabajo para el señor Hargreaves, el arquitecto, como supervisor de las construcciones. Intenté ser médico, como mi padre, pero me temo que la mesa de disección era demasiado para mí… Me uní a la Sociedad hace tres años, con la esperanza de… pero quizá usted preferiría no hablar de eso…
—Hubo un tiempo en que no habría deseado hablar de eso, pero ahora… Mi madre se murió de pena, señor Rhys, no por asistir a las sesiones de espiritismo. La perdí mucho antes de que se muriera.
Realmente, no había pensado en ello de ese modo hasta aquel preciso momento, pero mientras decía aquellas palabras, y con la sensación de que me liberaba de un gran peso que me colgaba del cuello, me di cuenta de que eran completamente ciertas.
—¿Con la esperanza de…? —le pregunté de pronto.
—Bueno… con la esperanza de tener alguna comunicación con mi padre o, al menos, probar que una cosa semejante es posible…
Su voz se fue apagando, al tiempo que removía el té de su taza.
—¿Y lo consiguió usted?
—No, señorita Langton, no lo conseguí. El otro día, en una conferencia, el profesor Sidgwick remarcó que veinte años de intensa investigación le han dejado exactamente en el mismo estado de incertidumbre con el que comenzó, y ésa es en buena parte mi propia experiencia. En todo caso, Vernon Raphael es un perfecto escéptico; le he oído decir que la historia del espiritismo se compone únicamente de fraudes y autosugestión… Lo cual me recuerda precisamente lo que le iba a decir antes. El misterio de los Wraxford, me temo, es un motivo de discusión muy popular en el seno de la Sociedad… especialmente entre aquellos que piensan que hay algo sobrenatural en el fondo de todo el asunto, y los escépticos como Raphael que tienen el punto de vista opuesto. Sin embargo, incluso Raphael (ha estudiado profundamente el caso) ha dicho en alguna ocasión que si pudiera observarse alguna vez un fenómeno de ese tipo, Wraxford Hall sería el lugar ideal para llevar a cabo el experimento.
Temblé cuando recordé esas mismas palabras…
—Pero… ésas fueron exactamente las palabras de Magnus Wraxford.
—Sí, Raphael es muy consciente de ello… Ya veo que usted también ha estudiado a conciencia la declaración de mi padre.