La hamaca en la que estaba tendido despedía humedad de su delgado armazón. Había estado almacenada hasta que aquella ola de calor se asentó, como si la gente temiera que el buen tiempo fuera efímero. El mobiliario de jardín tenía que ser portátil en Britania; cuando salió alguien para instalarse entre los arriates de abajo oí el sonido de las patas de las sillas al ser arrastradas por la grava, cuando se trajeron el equipo y se acomodaron.
Eran Maya y Elia Camila. Hubiera entrado en casa sin que me vieran, pero oí que habían estado hablando sobre cómo encontró Maya a Petronio para comunicarle la muerte de sus hijas. Tal vez fuera eso lo que había contribuido a mejorar su relación; aquel día mi hermana y la mujer del procurador chismorreaban con más franqueza que antes. Sus voces se elevaban con claridad hasta donde yo estaba sentado. Me negué a que me remordiera la conciencia por escuchar a escondidas, deberían haber sido más discretas.
—Era un mal momento, Maya (toma un cojín, querida), no lo culpes por mostrarse brusco.
—No, no lo hago. Es sólo que da la impresión de que le resulta más fácil tratar con mis hijos que conmigo.
—Quizá debiera preocuparte que acaso la única manera en que le sea posible tratar contigo sea a través de tus hijos.
—Sí. Bueno, eso es lo que soy… ¡una madre! —La seca réplica de Maya resonó en el cerrado jardín. Su voz se apagó —Es de la única manera que todo el mundo espera que se me trate.
—Ha hablado una noble matrona. —Sonó como si Elia Camila hubiese sonreído con tristeza—. En cuanto tenemos hijos… Claro que, para una recién casada por vez primera, al menos hay un período en el que te relacionas con el otro satisfactoriamente. Eso nunca lo pierdes del todo.
Elia Camila ya tenía entonces bastantes hijos; había por lo menos un par de gemelos. Maya debió de hacer un cálculo, porque preguntó con socarronería:
—Tu primer bebé tardó mucho en llegar, ¿verdad?
—Flavia. Sí. Esperamos unos cuantos años hasta ser bendecidos con Flavia.
—Y no supiste por qué…
—Parecía inexplicable —asintió Elia Camila. Allí ocurría algo.
—Así, pues, ¿te cercioraste de que querías tenerlos? –Mi hermana podía ser tan directa que rayaba la grosería.
Para mi sorpresa, la esposa del procurador se lo tomó bien.
—¡Maya Favonia, no me acuses de prácticas arteras! —Pareció que le hacía gracia.
—¡Pero si no lo he hecho! —Maya también se reía—. Aunque me estoy preguntando… ¿Lo sabe Gayo Flavio?
—No esperarás que te responda a eso. —Elia Camila era una mujer inteligente. Sus modales educados la hacían parecer un tanto adusta, aunque yo siempre había pensado que era sólo una fachada. Al fin y al cabo era hermana del padre de Helena, y Décimo era una persona que me caía bien. Su retraimiento también escondía una aguda inteligencia. Educada en nuestra familia, Maya poseía un don de gentes más rudimentario: entrometimiento, insultos, acusaciones, peroratas y el eterno favorito: enfurruñarse y marcharse indignada.
—¿Y qué me dices de ti?—inquirió sin rodeos la mujer del procurador—. Tu primer hijo…
—Mi primer hijo murió.
—
Al igual que la mayoría de madres que habían perdido a un hijo, Maya nunca lo olvidó y nunca se había recuperado por completo de ello—. Supongo que por eso me dio tanta pena la situación de Petronio… Estaba embarazada cuando me casé. Era muy joven. Demasiado joven. Me cogió desprevenida.
Se quedaron un rato en silencio. Una señal de punto y aparte en la conversación.
—Y ahora tienes cuatro y eres viuda —resumió Elia Camila—. Tus hijos no están desamparados. Creo que puedes elegir. Podrías ser independiente, conseguir tiempo para ti misma de la manera en que no pudiste hacerlo de jovencita. Eres muy atractiva, estás rodeada de hombres que quieren hacerse cargo de ti… pero, Maya, no les corresponde a ellos elegir.
—¿Plantarlos a todos quieres decir? —Maya se rió. Yo empecé a darme cuenta que tras la muerte de Famia debía de haberse sentido muy sola. Él era un inútil en muchos sentidos, pero gozaba de una gran presencia. Desde que murió, puede que ni siquiera Helena hubiera hablado con Maya de esa forma. Tal vez mi madre le hubiera dado buenos consejos, pero ¿qué chica escucha a su madre en materia de hombres?—. Norbano es muy atento —pensó en voz alta mi hermana. Imposible saber si se alegraba de ello.
—¿Vas a visitar su villa?
—No lo he decidido.
—Podrías llevarte la embarcación fluvial de mi marido. —Maya debió de poner cara de desconcierto, porque Elia Camila añadió de forma harto significativa—: De ese modo, si quisieras marcharte, tendrías tu propio medio de transporte.
—¡Ah! Todavía no estoy segura de si ir o no, pero gracias… Ha habido otros que me han rondado. Una vez me metí en un buen lío, allí en casa. —Oí que la voz de Maya se apagaba. Se estaba refiriendo a Anácrites.
Elia Camila no dio muestras de entender que aquélla era una referencia al hecho de que Maya fue acosada por el jefe de los Servicios Secretos. Podía estar perfectamente enterada del asunto. Yo no me hacía ilusiones. Cualquier persona de mi rango que llegara a una nueva provincia iría precedida de un informe del servicio de inteligencia. Por lo que yo sabía, el mismo Anácrites había contribuido al mío. Mi hermana, al haber suscitado su afán de venganza, también debía de ser una viajera de categoría especial.
Elia Camila hablaba entonces de su marido.
—Gayo y yo tuvimos problemas en una ocasión. No digo que nos separásemos públicamente, pero fui muy desdichada durante una temporada.
—Ahora nadie lo diría —comentó Maya—. ¿Estabais muy lejos de casa?
—Sí, y yo sentía un vacío muy grande entre nosotros.
—¿Qué ocurrió?
—Lo típico… Gayo pasaba demasiado tiempo fuera.
—¿Dónde? ¿En los bares o en los Juegos?
—Bueno, yo sabía que allí no había ninguna de las dos cosas.
—¡Vaya, decía que tenía mucho trabajo! —Maya, que se reía con ganas, ya sabía de qué iba todo aquello por Famia.
—Era cierto. —Elia Camila fue leal—. Tenía que recorrer grandes distancias, en busca de yacimientos de minerales preciosos.
—¿Cómo lo solucionaste? Porque deduzco que lo solucionaste, ¿no?
—De forma drástica. Le obligué a darse cuenta de que el problema existía: le dije que quería el divorcio.
—¡Qué arriesgado! ¿Hilaris no lo aceptó?
—No. Y yo tampoco, Maya. Nuestro matrimonio había sido concertado por familiares nuestros, pero fue un acierto. Estábamos enamorados. A veces más, a veces menos; pero se nota, ¿no? Cuando algo está bien.
—¿Qué tratas de decirme con eso, Camila?
—Pues que deberías decir lo que piensas. No puedes confiar en que un hombre afronte las cosas, ya sabes. Maya, podrías perderlo antes de empezar siquiera. Hay mucho que perder si te dejas llevar por las circunstancias, pensando que todo el mundo comprende a los demás.
Un dejo pícaro se sumó a la voz de mi hermana:
—¿Estás hablando de Norbano Murena?
Elia Camila se rió entre dientes.
—No. —dijo—. Hablo de otra persona… y tú lo sabes.
Maya no le preguntó a quién se refería.
El arpista de Norbano se unió a ellas. Su tañido hubiera ahogado el ruido de la conversación de todos modos, pero ambas dejaron de chismorrear. Estaba claro que no iban a hablar de Norbano Murena; cualquier otro varón era también un tema prohibido. Si se suponía que el concertista tenía que volver con información para su señor, aquella perspicaz pareja ya lo tenía calado. Además, les había aguado la fiesta.
Helena llegó poco después. La oí plantar una silla entre los miembros del grupo del jardín. Se podía notar su irritación al arrastrar las patas.
—¿Dónde está nuestro muchacho? —se mofó Maya inmediatamente—. ¡Creía que estabas vigilando a mi hermano todo el día!
—Se encontró con una persona amiga suya.
—¿Alguien conocido?
Helena no respondió.
Yo aguardé un poco y entonces me levanté. Los demás estaban de espaldas a mí, pero Helena levantó la vista y me vio cuando bostezaba y me balanceaba, dejando claro que hacía horas que estaba en el balcón. Tal vez se sintiera culpable por dudar de mí. Pero tal vez no.
Me dirigí a nuestra habitación y ella vino casi al instante. No se dijo nada desagradable y de inmediato le narré todo lo que Cloris me había contado.
—He conseguido una testigo, pero no la puedo utilizar. De todos modos, si hace una declaración formal, puede que con ello empuje a Frontino a efectuar algún arresto. Quizá, si se filtra la noticia de que los culpables se hallan bajo custodia, aparezcan otras personas que se sientan lo bastante seguras como para prestar testimonio.
—El rey Togidubno querrá saber el motivo de esa pelea en el bar.
—Yo también quiero saberlo. Si Piro y Ensambles fingen que mantuvieron una discusión sobre la cuenta del vino, con eso no basta. Quiero relacionar el asesinato de Verovolco con la extorsión. Entonces Frontino podrá acabar con el chanchullo.
Helena frunció el ceño.
—Frontino te apoyará, ¿no?
—Sí, pero no olvides que su primera reacción fue minimizar el problema. Tengo que probar, más allá de cualquier duda, cuanto está ocurriendo.
—¿Y Petronio está trabajando en la misma línea?
—Sí… pero Frontino no debe saberlo. Si se entera, Petro se verá metido en un buen lío.
—¡Vaya dos! —se burló—. ¿Por qué nunca podéis hacer nada de una manera sencilla?
Sonreí abiertamente.
—Ven aquí.
—No juegues conmigo, Falco. —Sonó como si estuviera lidiando con Cloris.
—No, ven aquí. —La agarré. Estaba demasiado interesada en la historia de Verovolco para oponer resistencia. La sujeté con su nariz pegada a la mía. Entonces nos hallábamos conformes el uno con el otro—. Te quiero mucho, ya lo sabes.
—No cambies de tema —dijo Helena Justina con dureza, pero para entonces ya la estaba besando.
Me tomé mi tiempo. Lector, ve y lee detenidamente un pergamino muy largo sobre filosofía durante una hora. Está clarísimo que no necesitas saber qué está ocurriendo.
Bueno, ahora ya puedes regresar. Lo que pasó fue muy satisfactorio para un hombre que había estado luchando contra los celos durante toda la noche y la mañana… pero lo que podría haber ocurrido nunca sucedió. En lugar de eso, fuimos interrumpidos por un cauteloso esclavo del procurador que llamó a la puerta del dormitorio con muchísima timidez, buscándome. No quedó claro si esperaba encontrar una salvaje tempestad conyugal o pornografia a gran escala.
—¿Qué deseas? —pregunté con amabilidad. Estaba completamente vestido y casi no me ruboricé. Por supuesto, me había pasado la juventud siendo sorprendido con las manos en la masa por mi madre. Podía poner cara de inocente en un abrir y cerrar de ojos. Cloris podía dar fe de ello.
Olvidémonos de Cloris. (En aquellos momentos lo estaba intentando seriamente.)
—Un mensaje. —El esclavo me entregó la tablilla y salió corriendo.
Era del oficial de aduanas, Firmo. Quería que me dirigiera al transbordador enseguida. Alguien, venía a decir el mensaje, había sugerido que yo querría saber que habían encontrado otro cadáver.
El cuerpo aún estaba tendido en la cubierta. Me estaban esperando antes de moverlo: Firmo, un par de sus subalternos y un hombre a los remos que llevaba el transbordador de un lado a otro cuando se lo pedían. Se hizo el silencio mientras yo asimilaba aquella visión. Los demás, como ya lo habían visto una vez, se quedaron mirándome a mí más que al espantoso cadáver.
Lo habían sacado del río aquella mañana, dijo Firmo. Sin embargo, ninguno de nosotros creyó que el hombre se hubiese ahogado. Eso me sorprendió. De alguna manera, después de Verovolco, había esperado encontrarme con una pauta. Pero no existía ningún paralelismo con el asesinato del pozo: a aquel hombre lo habían apaleado hasta matarlo. Alguien lo había agredido con una crueldad metódica. A juzgar por las enormes heridas que había sufrido, la cosa habría durado mucho. Podría ser que la paliza hubiese continuado incluso una vez muerto. No tenía espuma alrededor de los labios, aunque al estar en el río tal vez el agua se la había quitado. Miré en el interior de su boca y seguí sin encontrar ningún indicio que sugiriera que todavía estaba vivo cuando lo tiraron al agua. A Firmo y al barquero les pareció un consuelo.
El cuerpo se había enredado en el transbordador; yo creía que aquello había ocurrido poco después de que lo metieran en el Támesis. La muerte, también, debió de haber tenido lugar hacía muy poco. Tal vez esa misma mañana, por lo fresco que estaba el cadáver. No había tenido tiempo de hundirse del todo y tampoco había llegado al punto de abotargarse, lleno de gases. Aunque de aquella manera no era tan horrible, al barquero le afectó más el hecho de pensar que le había faltado muy poco para ver a los asesinos deshaciéndose del cuerpo.
La última vez que vi a alguien asesinado con tamaña ferocidad fue en Roma. Unos rufianes le infligieron una paliza a uno de los suyos.
Este muerto tenía unos cincuenta o sesenta años. No os puedo describir sus facciones; tenía el rostro terriblemente dañado. De complexión pequeña en casi todos los sentidos, poseía unos brazos y hombros bastante fuertes. Presentaba la piel rojiza y no había suciedad en sus manos, cuyas uñas y cutículas estaban bastante limpias. A lo largo de la parte interior de los dos brazos aparecían unas marcas de viejas cicatrices que tenían el aspecto de ser quemaduras de poca monta, como las que te haces si te rozas con una trébede o con el borde de un horno. Vestía ropas britanas, con la solapa en el cuello, tan común en las provincias del norte. Bajo la sangre había un leve rastro de algo, un fino lodo gris que se había pegado a las costuras y ribetes de su túnica marrón. No llevaba cinturón. Imaginé que sus torturadores se lo habrían quitado y lo habrían utilizado como un recurso más para golpearlo, y que la hebilla causó algunos de los pequeños cortes que se destacaban entre sus abundantes moretones.
—¿Lo conoces, Falco?
—No lo había visto nunca… —Tuve que aclararme la garganta—. Aunque me atrevería a decir quién podría ser. Si este asqueroso poso que tiene por todas partes fue una vez polvo de harina, eso es una pista. Un panadero llamado Epafrodito desapareció, y su tienda quedó reducida a cenizas la otra noche. Está claro que había molestado a alguien. A alguien que debió de pensar que privarlo de su medio de vida no era suficiente castigo para él… o no bastaba para asustar a otras personas.