—Bueno, ésta es la ridícula historia de hoy —se mofó Amico en tono desenfadado—. Mañana haré que las cosas se agilicen un poco. Creen que se han librado de mí. Cuando vuelva a aparecer con la bolsa, estarán dispuestos a contarme sus vidas en diez volúmenes de magnífica poesía. Pero el barbero no ha abierto la boca. Lo sabía. ¡Cabrones! —Entonces preguntó con inquietud—: ¿Hay alguna prisa?
—Todo parece estar al día —dijo Hilaris con un dejo cauteloso.
De pronto Amico desvió su atención hacia mí.
—¡Falco! ¿Tienes un testigo de alguno de los asesinatos?
Me pregunté por qué quería saberlo.
—Del asesinato del britano, probablemente. ¿Quieres los detalles?
—No. Sólo quiero advertir a esos malvados mentirosos de que puedo obtener una corroboración.
Me daba un poco de miedo decirle a aquel profesional que me estaba valiendo de Cloris. De todos modos, por su propio bien sería mejor que no dijera su nombre.
Hilaris invitó a Amico a cenar con nosotros. Él rechazó la invitación con brusquedad. Por lo visto los torturadores prefieren no hacer vida social.
Aquella noche teníamos más invitados que en otras ocasiones; tuvo que hacerse un bufé en lugar de una cena formal en triclinios. Salimos del comedor y pasamos a ocupar el jardín, con la música del flautista de la familia de Hilaria y el arpista de Norbano. El flautista era excelente, debía de haber dedicado muchas horas a practicar allí, en la aburrida Britania; el arpista, presumiblemente formado en Roma donde había más distracciones, sólo era aceptable. La noche continuó tranquila. Cualquiera que esperara unas atléticas bailarinas medio desnudas esperó en vano.
Debido al rasgueo del arpa y al sonido de la doble flauta la conversación no prosperó. Norbano rondaba alrededor de Maya como de costumbre. No obstante, en un momento dado se acercó a mí con bastante parsimonia; yo estaba sentado con Helena y, al modo y manera antiguos, conversaba con mi mujer.
—Tendría que hablar contigo, Marco Didio. Sobre tu hermana… —Yo alcé una ceja. Su actitud era abierta, amistosa, incluso sincera. Se las arregló para no comportarse como un rastrero, y aunque era un hombre de negocios, claramente acostumbrado a hacer la mayoría de las cosas a su manera, fue escrupulosamente educado al tratar aquel asunto—. Seguramente habrás advertido que me gusta mucho estar en compañía de Maya. Pero si mis atenciones te ofenden, en ese caso, por supuesto, me retiraré. (Su triste sonrisa, dijo después Helena, fue un toque delicado.)
Le dije a Norbano con aspereza que mi hermana tomaba sus propias decisiones. Pareció complacido, como si le hubiese concedido el derecho de embarque. En realidad yo creía que la única manera de que ella le descubriera el juego era si nadie interfería. Pero claro, ya había hecho antes esa ridícula suposición con el cerdo de Anácrites.
Norbano Murena regresó con mi hermana, que me estaba mirando a distancia con recelo. Yo lo observé a él y mantuve una expresión neutral en mi rostro; era apuesto, seguro de sí mismo y, tal como las mujeres no dejaban de repetir, parecía buena persona. Vi que Maya lo encontraba una compañía grata. No la estaba avasallando. Tal vez ese tipo de hombre cortés, con dinero, que ha alcanzado su posición gracias a sus propios esfuerzos fuera precisamente lo que ella necesitaba.
En su recorrido por los senderos de grava hacia el asiento en el que Maya se había acomodado, Norbano había pasado por delante de Popilio. Probablemente ya se habían conocido la noche anterior, cuando el abogado se presentó por primera vez en la residencia (mientras yo estaba fuera y mis puntos débiles eran puestos a prueba por la querida Cloris). Ahora los dos hombres intercambiaron un leve saludo con la cabeza. No hablaron. Parecían meros conocidos.
Popilio se comportaba como el típico abogado fuera de servicio. Mientras alternaba alegremente ignoraba el hecho de que sus dos clientes seguían encarcelados en aquella misma casa. Esa noche Frontino y él habían estado charlando como si su disputa sobre Piro y Ensambles nunca hubiera ocurrido. Al día siguiente Popilio volvería al ataque, en tanto que Frontino resistiría los embates del abogado con tanto encarecimiento como si no hubiese sido nunca el jovial anfitrión aquella noche.
Yo detestaba esa clase de hipocresía. Helena decía que en una provincia con un círculo social reducido era inevitable. Estaba justificando el sistema, aunque me daba cuenta de que en el fondo se mostraba de acuerdo conmigo. A ella la habían educado en un ambiente distinguido, pero como su padre, Camilo Vero, nunca había tratado de obtener un cargo público, éste había conseguido evitar tener abiertas las puertas de su casa. Privados de dinero y aislados, los Camilos reservaban su hospitalidad para la familia y los amigos.
—La vida con tus tíos puede que sea muy confortable —dije—, pero no me acostumbro a estos constantes ágapes diplomáticos.
Helena sonrió, luego se mostró repentinamente alarmada cuando fuimos interrumpidos por un niño que gritó en la distancia:
—¡Julia tiene una abeja! —Oímos el sonido de otros niños que se largaban corriendo. Todos, menos los adolescentes, deberían de estar ya en la cama. Me levanté con calma, me excusé y fui a ver qué pasaba.
Mi hija mayor, que había quedado abandonada cuando los otros salieron corriendo, estaba completamente desnuda, salvo por sus pequeñas sandalias, en cuclillas junto a un estanque. En algún momento también había estado dentro del mismo. Tenía la piel fría y los oscuros rizos pegados en húmedos manojos. Tragué saliva al imaginar los peligros que corría una niña pequeña a la que le encantaba chapotear, pero que no sabía nadar.
La abeja, un ejemplar grande, parecía estar muerta. Estaba ahí en medio, sin moverse, mientras que mi hijita de dos años la miraba fijamente a unos centímetros de distancia. Hacía una noche magnífica y clara y todavía no había necesidad de encender las lámparas; me di cuenta de por qué se les habían escapado los niños al personal de la guardería. Empecé a reprenderla débilmente diciendo que el agua estaba en zona prohibida. Julia señaló con su dedo diminuto y dijo con firmeza:
—¡Abeja!
—Sí, cariño. No se encuentra muy bien —me agaché con diligencia y eché un vistazo. Sus sacos polínicos estaban repletos; había quedado agotada por el calor.
Julia agitó el puño hacia el insecto mientras yo trataba de apartarla suavemente del peligro del aguijón.
—¡Pobre abeja! —gritó.
Había llegado el momento de inculcarle el sentido de la amabilidad a mi hija, pues podía llegar a ser violenta. Lo probé poniendo agua en una hoja doblada. La abeja mostró cierto interés, pero estaba demasiado débil para beber. La hubiese dejado allí para que los jardineros la barrieran al día siguiente; sin duda para entonces ya estaría definitivamente muerta. Julia se apoyó en mí alborozada y confiaba en que sacara a la abeja de su apuro. Le dejé que sostuviera la hoja con cuidado cerca de la cabeza de la abeja mientras regresaba a las mesas de la comida. Busqué a Helena con la mirada, pero se había esfumado en alguna parte. Metí una cuchara para aceitunas en la miel que había sobre un banco con el equipo del camarero que servía el vino, y luego volví con Julia.
En cuanto puse la cuchara cerca de la abeja, ésta reaccionó. Julia y yo observamos embelesados cómo su larga y negra probóscide se desenrollaba y se hundía en la miel. Con una mano sujeté la cuchara para que no se moviera mientras que con el otro brazo mantenía a Julia bajo control. Estar alimentando a una abeja proporcionaba una sensación muy hermosa. Reviviendo visiblemente ante nuestros ojos, empezó a agitar sus pesadas alas. Nos apartamos y nos sentamos. La abeja avanzó lentamente, probando sus patas; revoloteó una o dos veces. Entonces, levantó el vuelo de repente y se alejó zumbando con un vuelo potente, alzándose por encima del jardín.
—Ahora se ha ido a casa, a su cuna. ¡Y tú te vas a ir a la tuya!
Tomé a Julia en brazos y me levanté. Cuando me volví hacia la casa vi que Helena estaba en el balcón del piso de arriba. Había alguien con ella de pie entre las sombras, una persona discreta, cubierta con un velo: una mujer. Julia y yo las saludamos agitando la mano.
Mi hija se empeñó en que fuera yo quien la metiera en la cama. Logré evitar tener que contarle un cuento; por lo visto, el rescate de una abeja era suficiente por esa noche. Le eché un rápido vistazo a Favonia, que dormía profundamente. Luego salí corriendo a buscar a Helena. Volvía a estar en la fiesta, sola entonces. Hablamos en voz baja.
—¿Te vi con…?
—Amazonia.
El arpista ciego se había ido acercando demasiado y nos daba la serenata con insistencia. Le hice un gesto al chico que le hacía de lazarillo para que se lo llevara a otra parte. Los músicos siempre me han irritado.
—¿Dónde está?
—Se ha ido a casa.
—Me habría gustado hablar con ella.
—Te vio actuar como un buen padre —murmuró Helena—. Tal vez eso la desconcertó.
Por alguna razón me sentí incómodo. Los informantes somos hombres duros; en general no andamos por ahí rescatando abejorros cansados: somos famosos por hacer que las mujeres nos abandonen y por esperar que nuestros hijos sean educados como extraños. De todos modos, haciéndolo a mi manera, nunca me ocurriría que una desconocida quinceañera que se hubiese peleado con mamá se presentara ante mi puerta con su equipaje y sus malas costumbres. Julia y Favonia se pelearían directamente conmigo.
—¿Y bien? ¿Qué tenía que decir Cloris?
—Ha prestado declaración —dijo Helena en voz baja—. Luego le he mostrado a los visitantes. No ha servido de nada. No pudo reconocer al hombre que discutía con Verovolco en el bar.
Así, pues, no era Norbano, ni Popilio, ni ninguno de los empresarios que habían llegado a Londinium y se habían puesto en contacto con el gobernador. Aunque eso encajaba con lo que yo había dicho desde el primer momento, que los jefes principales tratarían de pasar desapercibidos, ahora no teníamos ni idea de quiénes podrían ser, ni de dónde buscarlos.
Parecía una noche tranquila, tal como había dicho antes Hilaris. Demasiado tranquila.
Me llamaron y tuve que salir. En una oficina privada encontré a Lucio Petronio esperándome.
—¡Vaya! ¿Vienes a dar el parte?
—Hago de enlace, vago engreído.
—El maestro del encanto, como siempre.
—¡Cállate, Falco! Deja de hacer el tonto. He encontrado un almacén donde creo que debieron de atacar al panadero.
—¡Por todos los dioses del Olimpo! De entre todos los cientos de…
—¡Buscamos bastante! —dijo Petro con sentimiento—. Firmo y los chicos de la aduana ayudaron a reducir la búsqueda. Hay sangre en el suelo y fuera unas duelas ensangrentadas, e incluso un cinturón, escondidos de modo rudimentario.
—¡Maldita negligencia! ¿Qué había en el almacén?
—No gran cosa. Ahora Firmo y sus ayudantes vigilarán el lugar. La gente de los alrededores dice que el almacén se ha venido utilizando regularmente…, unas cajas extrañas que se llevaban en barco cada día.
—¿Dinero? No habrá mucho durante una temporada, con Piro y Ensambles bajo custodia.
—No estés tan seguro. —Petronio era pesimista—. La banda ya los ha sustituido. Presencié una discusión en El Cisne que casi seguro era por los pagos. Creo que al propietario de ese lugar nunca le había hecho demasiada gracia el asunto. Ahora que sabe que los recaudadores están en la cárcel puede que haya tratado de evadir sus desembolsos.
—¿Qué ocurrió?
—Alguien le recordó su plan de financiación. El proxeneta de ese burdel, La Anciana Vecina. Le he estado vigilando. La Anciana Vecina forma parte del imperio de Júpiter, ¿sabes?
—¿Cómo es eso?
—Cuando Zeus cortejaba a Semele, su celosa esposa Hera se disfrazó de anciana vecina para poder así aconsejar a la chica que le hiciera preguntas al dios sobre su verdadera identidad.
—Menos mal que no le pasa a todo el mundo –comenté secamente—. Aborrezco estas majaderías míticas. ¿Qué te parece si detenemos al proxeneta?
—No me entusiasma mucho la idea, Falco. Si también lo ponemos fuera de circulación puede que no reconozcamos al próximo sustituto. —Petro adoptó un aspecto meditabundo—. Me recuerda a alguien. Pero todavía no sé a quién.
—Alguien debería seguirlo, averiguar adónde manda el dinero.
—Ya sabemos adónde va a parar. Primero a un almacén, luego se lo llevan en un bote y lo mandan por barco hasta Roma.
Nos dejamos de discusiones y nos quedamos pensando.
—No me gusta todo esto —confesé.
—Muy inteligente.
—Escucha, el gobernador está utilizando a su torturador. Amico se está tomando su tiempo con las tenazas al rojo vivo; a mí me da la impresión de que todo va muy despacio. Tú y yo podríamos hacer que las cosas fueran mucho más deprisa con un pequeño interrogatorio bien hecho.
—Déjalo que juegue —me calmó Petronio—. Nosotros ya tenemos bastante que hacer… A propósito, un abogado vino a inspeccionar el cadáver. Dijo que lo mandabas tú.
—Popilio. Se encuentra aquí esta noche. Creo probable que sea uno de los integrantes de la banda. Pero si es inocente, lo que le hicieron a Epafrodito quizá provoque su abandono. Asegura estar representando a Piro y a Ensambles… o lo hará cuando el gobernador le deje hablar con ellos.
Petronio pareció intrigado.
—¿Quién le paga?
—Se niega a decirlo.
—Hay que vigilarlo —dijo Petro rápidamente—. Dile a Frontino que le prepare una relación de visitas.
—Díselo tú mismo. Ven y come con nosotros. Frontino e Hilari saben lo que estás haciendo en su provincia. Apuesto a que incluso la banda se ha percatado de tu buena presencia. Ya podrías dejar de merodear por ahí con esa túnica sucia.
Se unió al grupo, aunque no quiso cambiarse de ropa, cosa que provocó el inmediato comentario por parte de mi hermana cuando lo vio salir al jardín conmigo.
—Es un atuendo vergonzoso. Pareces un bulto que haya vomitado con la marea.
—Por debajo voy limpio —la tranquilizó Petronio, al tiempo que le echaba una astuta ojeada a Norbano acompañada de una mirada lasciva para enfatizar que él y Maya eran viejos amigos.— He estado trabajando en unos baños públicos. ¿Quieres comprobarlo? —le propuso, haciendo ver que se levantaba la túnica.
—No. Ya tengo bastantes críos que inspeccionar a la hora del baño —replicó Maya.
—No nos conocemos. —Norbano se presentó él mismo—. Lucio Norbano Murena. Trabajo en el negocio inmobiliario.