Me puse derecho y me acerqué al barquero, que todavía estaba impresionado.
—¿Qué has visto?
—Nada. Tan sólo noté que algo se enredaba en la embarcación. Imaginé que nos habíamos topado con un ahogado; volví remando con cuidado y Firmo me ayudó a soltarlo.
—He visto muchos, pero nunca había visto… —su voz se apagó debido a la consternación.
—¿Ibas hacia el otro lado con algún pasajero?
Se le abrieron los ojos.
En voz baja le dije:
—Si se trata del hombretón que se aloja en la posada, puedes hablar. —Yo ya sabía que Petronio Longo debía de haber visto el cadáver en algún momento; el mensaje de Firmo daba a entender que era él quien había aconsejado que me fueran a buscar—. No pasa nada. Él y yo formamos un dúo.
Firmo había estado escuchando.
—Ha regresado allí —intervino.
Le dije al barquero que sería mejor que continuara trabajando y lo convencí para que me llevara al otro lado del Támesis. Mientras cruzábamos serpenteando lentamente, virando primero arriba y volviendo después empujados por la corriente, miré hacia el ancho río gris y tuve aciagos pensamientos.
El gran río señalaba una frontera geográfica. Hasta el clima parecía diferente; cuando desembarcamos en la orilla sur, el calor que habíamos padecido en la ciudad era menos sofocante. Pero claro, entonces ya era última hora de la tarde.
La posada se encontraba muy cerca de las islas cuyas orillas estaban llenas de juncos, en la bifurcación de la gran calzada romana. Ésta era una vía militar como es debido, de anchura completa, que, como yo bien sabía, se adentraba hacia el oeste más allá de las colinas calcáreas y llegaba hasta el puerto de entrada en Rutupiae. Había sido la primera ruta que prepararon las fuerzas invasoras y por ella llegaban todavía fuerzas armadas; asimismo, por ella aún se transportaba la mayor parte de la mercancía que llegaba a Londinium por tierra. La posada era un establecimiento nuevo; parecía no tener más de un año. Un letrero advertía a la gente: LA ÚLTIMA COPA DECENTES ANTES DE LA COLONIA. Encontré a Petro degustando con tristeza aquel brebaje.
El posadero se mostró muy reservado, pero debían de haberle advertido de que yo iba a venir. Fui conducido a una discreta mesa situada en un jardín trasero donde ya había dispuesta una segunda copa. Petro la llenó rápidamente para mí.
—¡Gracias! Me hace falta un trago.
—Te aviso, Falco, no servirá de nada.
Apuré la copa y empecé con otra, pero en esa ocasión le añadí agua.
—Eso fue un desastre. —La carne hecha papilla del panadero no dejaba de acosarme la memoria. Dejé mi taza en la mesa cuando me amenazó la náusea.
—¿Te suena?
—Me ha recordado enseguida a la banda de Balbino.
Petronio soltó un gruñido. Tenía un panecillo al lado. Había conseguido darle un par de bocados de forma automática. Ahora simplemente estaba ahí encima. Lo iba a desperdiciar.
—¡Qué tiempos aquellos! —Lo dijo con amargura—. Has tardado en venir.
—He tenido un día muy ajetreado. Tuve que visitar a un abogado malnacido, para empezar. De todos modos, estoy en la residencia. Puedes mandar un mensaje que llegue allí en pocos minutos. Luego los esclavos lo retienen según su capricho. Decir que es urgente sólo sirve para que se lo tomen con más calma.
Petro perdió el interés sobre aquello.
—Esto es macabro, Falco. —Debía de haberse pasado horas pensando. Entonces abordó el asunto—: Con tu hombre, el britano ahogado, el asunto parece claro: su pelea pudo haber sido cosa del momento. Hubo un altercado y él salió malparado. Fin de la historia.
—No, estaba planeado —interrumpí—. Te lo cuento ahora mismo. Sigue.
—Esta muerte ha sido una tortura lenta y deliberada. Su propósito no es otro que el de aterrorizar a toda la comunidad de forma sistemática.
—¿Y la intención era que se encontrara el cuerpo?
—¡Quién sabe! Si lo que querían era mantenerlo en secreto deberían haberlo hundido con un lastre. Tendrían que haberse deshecho de él en un punto más alejado, río abajo, lejos de los lugares habitados. No, lo que quieren es que parezca que se han desembarazado de él como si fuera basura. Quieren que las próximas víctimas a las que presionen sepan todo esto… ¿Has hablado con el barquero?
—Está conmocionado.
—Bueno, me dijo que la marea estaba cambiando. Parecía como si el cuerpo hubiera sido arrojado por la borda para que fuera río abajo durante un trecho, pero volvió flotando inesperadamente.
—Arrojado por la borda… ¿desde dónde? —inquirí.
—Una embarcación se dirigió río abajo. El transbordador había tenido que esperar a que pasara mientras venía a buscarme.
—¿Por qué no utilizaste el puente? —pregunté.
—Por la misma razón que tú, Falco. Hilaris me advirtió de que no se ocupaban del mantenimiento.
Sonreí, pero enseguida recuperé mi gravedad.
—Cuando le pregunté, el barquero negó haber visto nada.
—¿Lo culpas por ello? Supón que se trata de la batida de Balbino. ¿Tú saltarías con algo como: .¡Oficial! He visto la embarcación desde la que arrojaron a esa persona.? Te cerrarían los ojos para siempre.
—¿Y dónde te encontrabas tú en el momento crucial, Petro? ¿Viste tú el barco lanzándolo al agua?
—Vi el barco —admitió Petronio, enojado—. El típico fallo del testigo, Falco … No estaba prestando atención. En ese momento no pensé que fuera importante.
—¿Era una embarcación grande o pequeña? –Teníamos que arrancárselo de la memoria mientras pudiésemos. Petronio cooperó con abatimiento. Se sentía contrariado porque él, el profesional, no se había fijado en una escena decisiva.
—Tirando a pequeña. Elegante, una embarcación fluvial privada…, de recreo, no comercial.
—¿De vela o de remos?
Se llevó la ancha palma de la mano a la frente.
—De remos. —Hizo una pausa—. También tenía una vela pequeña.
—¿Tenía nombre? ¿Banderas? ¿Una proa interesante?
Se esforzó mucho.
—Nada que se me quedara grabado.
—¿Se veía a alguien?
—No sabría decirte.
—¿Oíste algún ruido sospechoso de algo al caer al agua?
Hizo una mueca.
—¡No seas memo! Si lo hubiera oído habría prestado atención, ¿no? —Se le ocurrió algo— ¡Había alguien en la proa!
—Bien… ¿qué me dices de esa persona?
Se le había ido de la cabeza.
—No lo sé… nada.
Fruncí el ceno.
—¿Por qué te diste cuenta de la presencia de la embarcación? ¿Y por qué tuvo que esperar el transbordador? El río es lo suficientemente ancho.
Petronio pensó.
—El barco estuvo detenido un rato. A la deriva —Puso mala cara—. Mientras lo arrojaban al agua, quizá. Podrían haberlo deslizado por uno de los lados, por el que yo no podía ver.
—¡Por el Hades… qué estupidez… justo al lado del puente y del lugar por donde cruza el transbordador!
—Fue al despuntar el día, pero has dado en el clavo: fue una estupidez. Cualquiera hubiese podido verlos. A esos villanos no les importa.
—¿Había alguien más por ahí?
—Sólo yo. Empiezo pronto. Estaba aquí, de cuclillas en el embarcadero.
—¿Podrían haberte oído haciendo señales para llamar al transbordador?
—No. No me molesto en hacerlo. Estaba sentado tranquilamente, escuchando a las aves de los pantanos y pensando en… —Se detuvo. En las hijas que había perdido. Le puse una mano en el antebrazo, pero se la sacudió de encima—. Tengo acordado que de forma rutinaria me pasen a recoger con la primera luz del día. El transbordador aún estaba amarrado en el otro lado. Si la gente que había en la embarcación estaba absorta en deshacerse del cuerpo, tal vez no se percataran de que yo estaba mirando.
—De todas formas fueron muy descuidados. —Pensé en algunas cosas. La vida daba asco—. Sigo diciendo que el río es lo bastante ancho. ¿Por qué aguardó el barquero?
Petro vio adónde quería ir a parar.
—¿Te estás preguntando si sabe de quién es ese barco?
—¿Querría evitarse un encontronazo? ¿Estaba asustado entonces?… De acuerdo, ¿y qué me dices del cadáver?
—Chocó contra nosotros cuando cruzábamos. El barquero lo hubiera apartado de un empujón con la esperanza de que se hundiera. Yo le obligué a que lo pescara.
—¿Sabía de antemano que se trataba de una muerte violenta?
—Yo pensé que lo único que quería era evitarse problemas. Se quedó petrificado cuando vio que habíamos sacado del agua un cadáver en esas condiciones.
—¿Y Firmo? ¿Estaba allí por casualidad?
Sí . Vomitó en la bebida.
Nos quedamos un rato sentados en silencio. Estaba anocheciendo; si quería regresar al otro lado del río iba a tener que moverme. Me hubiera gustado quedarme y consolar a Petronio.
—Me siento mal marchándome. No me gusta que te quedes solo aquí.
—Estoy bien. Tengo cosas que hacer, muchacho. He de reparar algunas injusticias… atrapar villanos —me aseguró con un apagado tono de voz. Petronio nunca había sido un héroe piadoso. Era demasiado buena persona.
Antes de irme le conté las circunstancias de la muerte de Verovolco, de las que me había enterado aquel mismo día.
—Está claro que lo hicieron Piro y Ensambles… pero ojalá supiera de qué estaban hablando con Verovolco en el bar.
—Y quién era el hombre que les dio las órdenes. ¿Qué vas a hacer? —preguntó Petro.
—Informar de todo al gobernador, creo.
—¿Y qué hará él? —consiguió no parecer escéptico.
—Lo que yo le diga, espero. Ahora tengo que decidir qué es lo que tendría que hacer.
—¿A ti qué te parece? —Sabía que se moría de ganas de sugerirme la solución. Cuando éramos unos muchachos allí en Britania se hubiera entrometido y hubiese asumido el control, de haber podido. Pero ya éramos adultos. Ambos estábamos más tristes y cansados, por no decir que éramos más sensatos. Se contuvo y dejó que yo tomara la iniciativa en lo referente a mi caso.
—Creo que es hora de que arrestemos a Ensambles y a Piro. ¿Estás contento? ¿Eso te afectará a ti?
Petro pensó rápidamente y luego movió la cabeza en señal de negación.
—No. Ya es hora de aclarar las cosas. Siempre y cuando sepa lo que va a ocurrir. Pero ten cuidado —me advirtió—. Tal vez estés arrancando un soporte que haga que todo el maldito edificio se nos caiga encima.
—Me doy cuenta de ello.
Petro trataba de predecir la situación.
Si eliminas a sus principales recaudadores, entonces el grupo se verá obligado a reorganizarse. Tendrán que hacerlo rápido, o los lugareños empezarán a disfrutar de su libertad. En este lugar los malhechores se encuentran muy alejados de sus recursos habituales. Si pierden a un agente de crucial importancia será dificil que puedan reemplazarlo. Puede que cometan errores, que se hagan demasiado visibles. Además, estarán preocupados por lo que Ensambles y Piro puedan confesar.
—Nada en absoluto, créeme. —Era realista.
—Todo el mundo tiene un punto débil. Todo el mundo se puede comprar. —El dolor por la pérdida de unos seres queridos, o alguna otra cosa, estaban poniendo sentimental a Petronio. Los matones de los bandidos han de ser los hombres más duros de los bajos fondos delictivos, y si Ensambles y Piro habían venido desde Roma es que eran los peores de su especie—. Esto es el fin del mundo. Son las reglas de la frontera —insistió Petro—. Frontino podría hundirlos en una ciénaga y nadie haría preguntas. Si sus patrones les pagan la fianza sabremos exactamente quiénes son. De manera que podría ser que los abandonaran. Saben que pueden ser sustituidos; siempre hay algún individuo vendido que se ofrece para ser el nuevo recaudador. Piro y Ensambles lo saben, Falco: para ellos ésta será una ciudad muerta si las cosas se ponen mal.
—¡Oh, sí! ¡Estoy tomando notas —me mofé— para cuando interroguemos a esas criaturas! Los cuentos de cuna tendrían que hacerles morirse de miedo. Quienquiera que fuese el que dejó molido a Epafrodito está claro que es un tipo nervioso…
Petronio suspiró.
—¿Entonces… qué sugieres?
—¿Qué puedo decir? Arrestar a Ensambles y a Piro y luego esperar, a ver qué pasa. No puedo hacer nada más, igual que tú.
—Es patético —dijo sombríamente.
—Sí.
Ambos sabíamos que eso era lo único con lo que contábamos.
Antes de marcharme para ir a ver al gobernador, le dije: —Pregúntame quién me contó lo de la muerte de Verovolco.
—¿Quién te lo contó? —inquirió Petronio, obediente.
—Una de esas chicas gladiadoras.
—¡Ah, ésas! —Petronio soltó una breve carcajada burlona.
Se había olvidado temporalmente de que vio cómo se me llevaban las luchadoras con vestido—. De modo que te capturaron a la puerta del burdel. Y ahora estás aquí, ileso. ¿Cómo escapaste de sus garras, afortunado de ti?
—Llegó Helena Justina y me llevó a casa sin ningún percance.
Volvió a reírse, aunque pudo leer la preocupación en mi cara.
—¿Y cuál de ellas fue la que cantó?
—Se hace llamar Amazonia, pero nosotros sabemos que no es así. ¿Recuerdas a Cloris?
Puso cara de perplejidad, aunque no durante mucho tiempo. Dejó escapar un grito.
—¡Bromeas! ¿Esa Cloris? ¿Cloris? —se estremeció ligeramente—. ¿Lo sabe Helena?
Moví la cabeza en señal de afirmación. Entonces, como los dos chicos que habíamos sido hacía años en Britania, ambos nos sorbimos los dientes e hicimos una mueca de dolor.
Una calle soleada. No es exactamente una calle según los criterios romanos, pero recuerda un poco la misma forma. Es por la mañana, aunque no temprano. Lo que va suceder ha tenido que ser aprobado, planeado y controlado.
Un bar de un callejón trasero tiene un retrato con un Ganimedes de piernas cortas y cara de gamberro, el cual ofrece su torcida copa de ambrosía a algún invisible Júpiter loco por el sexo. Los camareros del Ganimedes se encuentran en medio de la calle, conversando con un camarero de otro local, El Cisne. Su cartel pintado muestra un enorme pato lujurioso inmovilizando a una chica desnuda. Todos los camareros hablan sobre un panadero muerto. Hoy en las calles todo el mundo habla de él. Mañana ya no será noticia, pero hoy, en esta espléndida mañana, su nefasta suerte es el tema de conversación principal.
Aun así, la mañana es resplandeciente. No hay una viva sensación de amenaza, sólo un débil mugido que proviene de un establo en alguna parte, el aroma de huevos fritos, un perro de suave pelaje y hocico alargado que se rasca. Entre los tejados de los destartalados inmuebles se entrevé un despejado cielo azul, ligeramente más tenue que los cielos azules de Italia.