El Mono Desnudo (15 page)

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Authors: Desmond Morris

BOOK: El Mono Desnudo
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Durante sus períodos de vigilia, el niño recién nacido se mueve relativamente poco. A diferencia de otras especies de primates, está muscularmente poco desarrollado. El joven mono puede agarrarse fuertemente a su madre desde el momento de nacer. Incluso puede agarrarse a los pelos de la madre durante el alumbramiento. En cambio, en nuestra especie el recién nacido es totalmente impotente y sólo puede hacer triviales movimientos con los brazos y las piernas. Sólo a la edad de un mes consigue levantar la barbilla del suelo sin ayuda, si está echado de bruces. A los dos meses, puede levantar el pecho del suelo. A los tres meses, puede alargar el brazo hacia un objeto suspendido. A los cuatro, puede sentarse, con ayuda de su madre. A los cinco, puede sentarse en la falda de su madre y asir objetos con la mano. A los seis, puede sentarse en una silla y agarrar objetos colgantes. A los siete, puede sentarse solo y sin ayuda. A los ocho, puede levantarse con ayuda de la madre. A los nueve, puede levantarse agarrándose a los muebles. A los diez, puede arrastrarse por el suelo, sobre las manos y las rodillas. A los once, puede andar, si el padre o la madre lo llevan de la mano. A los doce, puede levantarse con ayuda de objetos sólidos. A los trece, puede trepar por un tramo de escalera. A los catorce, puede levantarse por sí solo y sin apoyarse en objetos sólidos. A los quince meses llega, por fin, el momento en que puede andar solo y sin ayuda de nadie. (Estas son, naturalmente, las cifras corrientes, pero pueden servir para darnos una buena idea aproximada del ritmo de desarrollo posicional y locomotor de nuestra especie.)

Aproximadamente en el mismo momento en que el niño empieza a andar sin ayuda, comienza también a pronunciar sus primeras palabras, muy pocas y sencillas al principio; pero pronto crece su vocabulario con asombrosa rapidez. A los dos años, el niño corriente puede pronunciar unas 300 palabras. A los tres, ha triplicado esta cifra, a los cuatro, logra decir unas 1.600, y, a los cinco, alcanza las 2.100. Este asombroso ritmo de aprendizaje, en el campo de la imitación vocal, es exclusivo de nuestra especie y debe ser considerado como uno de nuestros grandes logros. Es algo relacionado, según hemos visto en el capítulo primero, con la apremiante necesidad de una comunicación más precisa y eficaz, en conexión con las actividades de la caza cooperativa. No hay nada como esto, nada que se le parezca lo más mínimo, en otras especies actuales de primates próximamente emparentadas con nosotros. Los chimpancés son, como nosotros, muy hábiles y rápidos en la imitación manipuladora, pero no pueden expresar imitaciones vocales. Una vez se realizó un serio y laborioso intento de enseñar a hablar a un joven chimpancé, pero el éxito fue sumamente limitado. El animal fue criado en una casa, en condiciones idénticas a las de un niño de nuestra especie. Combinando premios en comida con manipulaciones en sus labios, se intentó reiteradamente hacerle pronunciar palabras sencillas. A los dos años y medio, el animal sabía decir «mamá», «papá» y «
cup
»
1
. En definitiva, logró pronunciarlas en el momento debido, murmurando
cup
cuando quería un trago de agua. Prosiguió la difícil instrucción, pero a los seis años (cuando un niño de nuestra especie habría conocido y pronunciado más de dos mil palabras), su vocabulario total constó únicamente de siete palabras.

Esta diferencia es cuestión de cerebro, no de voz. El chimpancé posee un aparato vocal perfectamente capaz, por su estructura, de producir gran variedad de sonidos. No hay ningún defecto que pueda explicar su torpe comportamiento. Su único defecto reside en el cerebro.

A diferencia de los chimpancés, existen pájaros que tienen sorprendentes facultades de imitación vocal. Los loros, los cotorras, los cuervos y otras varias especies pueden recitar frases enteras sin pestañear; pero, desgraciadamente, tienen cerebro de pájaro y no pueden sacar provecho de su habilidad. Se limitan a remedar las complejas series de sonidos que se les enseña, y que repiten automáticamente por el orden prefijado y sin ninguna relación con los sucesos exteriores. A pesar de todo, es sorprendente que los chimpancés, y, a fin de cuentas, los demás monos, no pueden lograr hacerlo mejor. Incluso unas pocas y sencillas palabras, culturalmente determinadas, les ayudarían tanto en su medio natural que resulta difícil comprender cómo no han evolucionado.

Volviendo de nuevo a nuestra propia especie, los sonidos que compartimos con otros primates, no son eliminados por nuestra recién conquistada habilidad verbal. Nuestras señales sonoras innatas permanecen y conservan sus importantes papeles. No sólo proporcionan los cimientos vocales sobre los que construiremos nuestro rascacielos verbal, sino que existen también por su propio derecho, como aparatos de comunicación típicos de la especie. A diferencia de los signos verbales, surgen espontáneamente y significan lo mismo en todas las civilizaciones. El grito, el sollozo, la risa, el rugido, el gemido y el llanto rítmico transmiten los mismos mensajes a todos y en todas partes. Como los sonidos de otros animales, están relacionados con los estados emocionales básicos y nos dan una impresión inmediata del estado motivador del que vocaliza. De igual manera hemos conservado nuestras expresiones instintivas: la sonrisa, la mueca, la mirada fija, la cara de pánico y el rostro iracundo. También éstas son comunes a todas las sociedades, y persisten a pesar de la adquisición de muchos gestos culturales.

Es curioso observar cómo se originan estos sonidos y estos gestos básicos de la especie durante los primeros tiempos de nuestro desarrollo. Las reacciones rítmicas de llanto se manifiestan (como todos sabemos muy bien) desde el momento de nacer. La sonrisa llega más tarde, aproximadamente a las cinco semanas. La risa y los berrinches no aparecen hasta el tercer o cuarto mes. Vale la pena estudiar más atentamente estos hábitos.

El llanto es no sólo la primera señal que damos de nuestro estado de ánimo, sino también la más fundamental. La sonrisa y la risa son señales únicas y bastante especializadas; en cambio, el llanto la compartimos con millares de otras especies. Virtualmente, todos los mamíferos (por no hablar de los pájaros) emiten agudos gritos, chillidos o lamentos cuando están asustados o cuando sufren. En los mamíferos superiores, cuyas expresiones faciales han evolucionado como sistemas de señales visuales, estos mensajes de alarma van acompañados de las características «caras de miedo». Estas reacciones, tanto en los animales jóvenes como en los adultos, indican que algo anda realmente mal. Los jóvenes avisan a sus padres; los adultos avisan a otros miembros de su grupo social.

Cuando somos niños, hay muchas cosas que nos hacen llorar. Lloramos si nos duele algo, si tenemos hambre, si nos dejan solos, si chocamos con un estímulo extraño y fuera de lo corriente, si perdemos de pronto nuestro punto físico de apoyo, si nos vemos constreñidos a alcanzar una finalidad urgente. Estas categorías se resumen en dos factores importantes: dolor físico y la falta de seguridad. En ambos casos, cuando se da la señal, ésta produce (o debería producir) reacciones protectoras por parte de los padres. Si el niño se encuentra separado del padre en el momento de dar la señal, ésta produce el efecto inmediato de reducir la distancia entre ellos, hasta que el niño es tomado en brazos para mecerle, acariciarle o pegarle. Si el niño está ya en contacto con su progenitor, o si el llanto persiste después de establecer el contacto, se procede al examen de su cuerpo, en busca de las posibles causas del dolor. La reacción paternal continúa hasta que cesa la señal (y, en este aspecto, difiere esencialmente de los supuestos de la sonrisa y de la risa.)

La acción de llorar consiste en una tensión muscular acompañada de un enrojecimiento de la cabeza, de una humedad en los ojos, con apertura de la boca y distensión de los labios, y con una respiración exagerada y de espiraciones intensas y, desde luego, con agudas y roncas vocalizaciones. Los niños mayores corren también hacia sus padres y se agarran a ellos.

He descrito este hábito con cierto detalle, a pesar de ser tan corriente, porque de él evolucionaron nuestras señales especializadas de la risa. Cuando se dice que alguien «lloraba de tanto reír», se expresa esta relación; pero, en términos de evolución, debería decirse al revés: reímos de tanto llorar. ¿Cómo se produjo esto? Ante todo, es interesante observar lo mucho que, como hábitos de reacción, se parecen el llanto y la risa. Tendemos a olvidarlo, porque ambas acciones responden a estados de ánimo muy diferentes. La risa, como el llanto, requiere una tensión muscular, abrir la boca, distender los labios y respirar exageradamente, con intensas espiraciones. En grados de alta intensidad, incluye también el enrojecimiento de la faz y el humedecimiento de los ojos. Pero las vocalizaciones son menos roncas y no tan agudas. Sobre todo, son más breves y se suceden con mayor rapidez. Es como si el prolongado gemido del niño que llora se fraccionara, cortado en pequeños pedazos, y al propio tiempo se hiciera más suave y más grave.

Parece como si la reacción de la risa fuese una evolución de la del llanto, como señal secundaria producida subsiguientemente. Ya he dicho que el llanto se presenta en el momento de nacer; en cambio, la risa no aparece hasta el tercer o cuarto mes. Esta aparición coincide con el desarrollo del reconocimiento de los padres. El niño inteligente puede reconocer a su padre, pero es el niño que ríe el que reconoce a su madre. Antes de aprender a identificar la cara de su madre y a distinguir a ésta de los otros adultos, el niño puede murmurar y emitir sonidos inarticulados, pero no ríe nunca. Cuando empieza a distinguir a su propia madre, empieza también a tener miedo de los otros adultos, de los extraños. A los dos meses, cualquier cara vieja le da lo mismo; todos los adultos complacientes son bien venidos. En cambio, ahora empieza a madurar el miedo al mundo circundante, y cualquier rostro desconocido es capaz de trastornarle y de provocar su llanto. (Más adelante, aprenderá que otros adultos pueden serle simpáticos, y dejará de temerlos; pero lo hará de una manera selectiva, sobre la base de conocimiento personal.) Como resultado de este proceso de fijación en la madre, el niño puede encontrarse situado en un extraño conflicto. Si la madre hace algo que no le asusta, le da ella misma dos clases de señales opuestas. Una de ellas dice: «Soy tu madre, tu protectora personal; no tienes nada que temer.» Y la otra: «Mira, aquí hay algo que da miedo.» Este conflicto no podría presentarse antes de que la madre fuese conocida como individuo, porque, si hubiese hecho entonces algo susceptible de producir temor, habría dado simplemente origen a un estímulo momentáneo de miedo, y nada más. En cambio, ahora puede dar la doble señal: «Hay peligro, pero no hay que temer.» O, por decirlo de otro modo: «Puede parecer que hay peligro, pero como éste procede de mí no tienes pro qué tomarlo en serio.» Resultado de esto es que el niño da una respuesta que es, en parte, reacción de llanto, y, en parte, murmullo de reconocimiento de la madre. Esta mágica combinación produce la risa. (O mejor dicho, la produjo en los lejanos tiempos de la evolución. Posteriormente, se fijó y se desarrolló plenamente, como respuesta, distinta y separada por derecho propio.)

Así, pues, la risa dice: «Reconozco que el peligro no es real», y transmite este mensaje a la madre. Entonces, la madre puede jugar vigorosamente con el niño, sin hacerle llorar. En los niños, las primeras causas de la risa con los juegos infantiles de los padres: palmoteos, saltos rítmicos sobre las rodillas y elevaciones en el aire. Más tarde, las cosquillas desempeñan un papel principal; pero no antes del sexto mes. Todos estos estímulos son violentos, pero realizados por el protector «seguro». Los niños aprenden muy pronto a provocarlos; por ejemplo, escondiéndose, con lo cual experimentarán la «impresión» de ser descubiertos o jugando a escapar, para ser alcanzados.

Por consiguiente, la risa se convierte en señal de juego, una señal susceptible de ser fomentada y desarrollada por la progresiva interacción entre el niño y sus progenitores. Si ésta produce excesivo espanto o dolor, la reacción derivará hacia el llanto y provocará inmediatamente una respuesta protectora. Este sistema permite al niño desarrollar la exploración de sus capacidades corporales y de las propiedades físicas del mundo que le rodea.

También otros animales tienen señales especiales de juego, pero, comparadas con las nuestras, son insignificantes. Por ejemplo, el chimpancé tiene una característica cara de juego y un suave gruñido juguetón, que equivale a nuestra risa. En su origen, estas señales poseen la misma clase de ambivalencia. Cuando saluda, el joven chimpancé saca los labios y los dilata hasta el máximo. Cuando está asustado los contrae, abre la boca y enseña los dientes. La cara de juego, motivada por ambos sentimientos de bienvenida y de miedo, es una mezcla de estos dos. Las mandíbulas se abren de par en par, como en expresión de miedo, pero los labios se estiran y cubren los dientes. El suave gruñido está a medio camino entre el «u-u-u» de salutación y el grito de miedo. Si el juego se hace demasiado violento, los labios se retraen y el gruñido se convierte en un breve y agudo chillido. Si es demasiado sosegado, las mandíbulas se cierran y el chimpancé saca los labios con su mueca característica. En el fondo, la situación es la misma; pero el suave gruñido juguetón es una íntima señal comparado con nuestro propia risa vigorosa y pletórica. Cuando el chimpancé crece, la significación de la señal de juego mengua todavía más, en tanto que la nuestra se desarrolla y adquiere mayor importancia en la vida cotidiana. El mono desnudo, incluso en su edad adulta, es un mono juguetón. Esto es consecuencia de su naturaleza curiosa. Está llevando constantemente las cosas a su límite, tratando de sorprenderse a sí mismo, de impresionarse a sí mismo sin hacerse daño, y cuando lo consigue demuestra su alivio con el estruendo de sus contagiosas carcajadas.

El reírse
de alguien
puede llegar a ser, también, una poderosa arma social entre los niños mayores y los adultos. Es un acto doblemente insultante, ya que indica que el individuo objeto de la risa es espantosamente extraño y, al mismo tiempo, indigno de ser tomado en serio. El comediante profesional asume deliberadamente este papel social y recibe grandes cantidades de dinero de un público que goza al comprobar la normalidad de su grupo en contraste con su fingida anormalidad.

La reacción de los adolescentes ante sus ídolos es en esto muy significativa. Se divierten, como público que son, pero no lo manifiestan con explosiones de risa, sino con fuertes gritos. Y no sólo chillan, sino que se dan manotazos y los dan a los otros, se retuercen, gimen, se tapan la cara y se tiran de los pelos. Todo esto son señales clásicas de dolor o miedo intensos, pero han sido deliberadamente estabilizadas. Su nivel ha sido artificialmente reducido. Ya no son gritos de socorro, sino señales entre los componentes del público de que son capaces de experimentar una reacción emocional ante los ídolos sexuales, una reacción tan intensa, que, como todos los estímulos de insoportable intensidad, pasa al campo del puro dolor. Si una adolescente se encontrase de pronto sola, en presencia de uno de sus ídolos, nunca se le ocurriría ponerse a chillar. Sus gritos no se dirigirían, pues, a él, sino a las otras muchachas del público. De esta manera, las jóvenes pueden afirmar mutuamente el desarrollo de su susceptibilidad emocional.

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