El mozárabe (3 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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El ataque contra Santiago de Compostela tuvo lugar a finales del verano del año 997. Ibn Hayyán cuenta que las huestes de Almanzor «cruzaron el río Ulla, junto al cual se sitúa otro de los santuarios de Jacobo (la crónica se refiere al primitivo santuario compostelano de Santa María de Iria, actual Padrón) y que sigue en importancia al que encierra su sepultura…».

Ibn Idari nos dice que, cuando llegaron los musulmanes a la ciudad del santo, la encontraron totalmente desierta; sólo estaba sentado, al lado del sepulcro, un viejo clérigo que, según dijo al jefe andalusí, estaba «rezando a Santiago». Después de saquear la ciudad y obtener un sustancioso botín, los musulmanes destruyeron las murallas, los edificios y la iglesia. Sólo fue respetado aquel viejo sacerdote y el sepulcro del santo, ante el cual Almanzor apostó guardias.

Bebe con felicidad lo que te ofrece un hombre noble y lleno de gloria.

¡No se te resista el placer!

Te trajo un vino que se vistió la túnica de oro del crepúsculo, con orla de burbujas,

en un cáliz en el cual no se escancia sino a varones principales e ilustres.

No obró mal al escanciarte por su mano oro fundido en plata sólida.

¡Levántate obsequioso en honor suyo! ¡Bebe por que su recuerdo perdure siempre!...

Poema del Diwan del príncipe Abu Abd al-Malik Marwan,

apodado al-Sarif al-Taliq, o «el Príncipe Amnistiado».

Córdoba, año 978.

L'alba part umet mar atra sol,

poy pasa bigil, mira ciar tenebras...

[El alba trae al sol sobre el mar obscuro,

luego salva las colinas; mira, las tinieblas se aclaran...]

Dístico escrito en el siglo X, en una lengua

que ya no es latín pero no es aún lo que,

más tarde, será el catalán.

Capítulo 1

Córdoba, año 954

Antes de que el insigne Recemundo regresara de Francfort, corte del emperador de los sajones Otón el Grande, el taller de copia de la diócesis de Córdoba era un polvoriento cuchitril situado en los altos de una vieja casa del barrio cristiano. En aquella estrecha y desaseada habitación había luz suficiente, pero el ruidoso suelo de tablas se movía a cada pisada impidiendo la concentración en el minucioso trabajo de caligrafía e ilustración de los códices. Había pues que mantenerse durante horas en un silencio y una quietud casi de respiración contenida, a menos que alguien gritara «¡alto!», porque necesitaba desplazarse al armario a por algún frasco de tinta, alguna pluma, vitela o, sencillamente, porque precisaba aliviar la vejiga haciendo uso del bacín solicitado al mandadero que vivía en el bajo.

Asbag aben-Nabil había pasado en aquel lugar parte de su adolescencia, desde que su padre le llevó para ser aprendiz a las órdenes del maestro Isacio, un anciano monje del vecino monasterio de San Esteban, que por entonces dirigía las labores del taller por mandato del obispo. Al principio los aprendices se limitaban a observar mientras iban alternando las tareas más bajas del taller con el estudio del
trivium
y el
quadrivium
en la escuela del monasterio; luego dejaban la escoba y aprendían a manejar el pergamino, a utilizar las tintas y a mezclar las pinturas. Su iniciación en la copia y la miniatura solía coincidir con la recepción de las órdenes menores, el lectorado y acolitado, pues suponía la familiarización con los leccionarios y rituales. Más adelante, algunos optaban por establecerse en la cercana calle de los libreros o se ofrecían como escribientes públicos; y otros permanecían en el taller del obispo, consagrando su vida a satisfacer las demandas de códices por parte de las diócesis de Alándalus. A Asbag, cuyas habilidades fueron pronto ponderadas, se le propuso este segundo camino; y, familiarizado como estaba con el
ordo missae
a fuerza de copiar los misales, no le pareció mal recibir el diaconado primero y el presbiterado después. Pero siguió en el taller, aunque elevado a la condición de maestro auxiliar.

La vista del anciano monje Isacio terminó por ceder ante las largas horas de diminutas filigranas. El obispo de Córdoba recurrió entonces a Recemundo, un misterioso sacerdote cuya fama corría por toda Córdoba por haber prestado significativos servicios al califa Abderrahmen.

Asbag tenía entonces veinticinco años. En el taller se supo que el gran Recemundo llegaría acompañado del obispo de un momento a otro, y todo el personal se apresuró a adecentar aquel sucio y polvoriento lugar en la medida de lo posible, mientras un aprendiz montaba guardia en una de las ventanas que daban al patio de entrada. Era una mañana de primavera cuando vieron por primera vez al insigne presbítero. Al verle caminar a lo largo del estrecho paseo de naranjos en flor, reconocieron por su aspecto que se trataba de un hombre de mundo, llegado de lejos, de esas montañas de Galicia donde decían que proliferaban los monasterios nutridos por monjes venidos de todos los lugares de la cristiandad. Llevaba el peinado de los hombres del norte, con pequeños bucles plateados asomando sobre la frente desde la obscura gorra de piel fina; la barba peinada sencillamente y recortada en punta; el bigote escrupulosamente rasurado. Era alto y delgado, de aspecto austero; vestido con una basta túnica de lana parda, que sólo animaba un plateado medallón de filigrana calada que envolvía el crucifijo colgado sobre el pecho. Tenía la nariz recta y fina y los ojos muy vivos, escrutándolo todo.

El anciano prelado que le acompañaba, en cambio, vestía a la manera mozárabe; con hermosa y fina túnica grana, sobrepelliz, racional bordado en oro sobre los hombros y píleo rojo de fieltro cubriéndole la coronilla.

Recemundo y el obispo subieron las escaleras haciendo crujir los carcomidos peldaños de madera y se presentaron en el diminuto taller, donde el casi ciego monje Isacio, Asbag, un par de maestros y media docena de aprendices los recibieron con profundas reverencias, emocionados ante la presencia de tan renombrado personaje; y apretujados entre los pupitres, yacían los fardos de pergaminos, los tintes, los innumerables botes de pinturas y los manojos de plumas de ganso, en medio de los estantes repletos hasta el techo de enormes códices y nuevos y antiguos libros de todos los tamaños.

—Queridos hermanos —dijo el obispo—, os presento al gran Recemundo, presbítero de la Santa Iglesia y servidor del califa Abderrahmen; lo cual es un gran honor para la comunidad cristiana de Córdoba. Desde hoy, y en la medida en que se lo permitan sus importantes obligaciones en la cancillería real, se ofrecerá amablemente para dirigir este taller, aportando sus conocimientos y las modernas técnicas aprendidas en sus viajes por todo el orbe.

Asbag y sus compañeros se maravillaron ante aquella noticia. ¿Había algún cristiano en Córdoba que no hubiera oído hablar de Recemundo? Todo el mundo sabía que era cordobés de origen, llamado en árabe Rabí ben Zayd, de familia antigua de cristianos, buen conocedor del árabe y del latín, y celoso en la práctica de su religión; formado en San Esteban, como tantos otros presbíteros mozárabes. Fue enviado a Tuy por el anterior obispo de la comunidad para recibir las enseñanzas de la floreciente cristiandad de Galicia, de boca de los insignes maestros traídos por el famoso obispo Remigio, a cuyo servicio estuvo varios años. Recorrió el orbe cristiano, Occidente y Oriente, lo próximo y lo lejano: Toulouse, Tours, Narbona, Ravena, Roma y Constantinopla; había estado en el monasterio de Ratisbona en Bohemia y en el de Passau en Nórica; y, lo más importante, había conocido al papa Esteban VII en persona. Pero el destino o la Providencia quisieron que regresara a Córdoba. Y volvió como prisionero, cuando Abderrahmen al-Nasir emprendió una cruel campaña contra Galicia, y se trajo cautivos al obispo Remigio y a numerosos nobles y notables personajes de Tuy, entre los que estaban el propio Recemundo y el malogrado adolescente Pelayo, sobrino del obispo; un rubicundo y hermoso muchacho por cuya figura se sintió atraído el califa al-Nasir y a quien mató, según decían, con sus propias manos, por no querer doblegarse a sus deseos.

En su Córdoba natal Recemundo estuvo algún tiempo en la cárcel, hasta que un funcionario real descubrió su origen y sus vastos conocimientos acerca de los reinos que había visitado a lo largo del mundo que le permitían desenvolverse, además de en árabe y en latín, en las diversas lenguas cristianas. De esta manera pasó a ser esclavo directo de un alto dignatario y, más adelante, una vez conocidas sus singulares habilidades en la corte, fue destinado a la cancillería cordobesa. Se le encomendaron importantes misiones en Siria y Constantinopla, de las cuales regresó con fructíferos resultados; y, finalmente, fue enviado a la corte del emperador Otón el Grande, de donde acababa de volver igualmente distinguido por su habilidad diplomática. También sabía todo el mundo que era el único cristiano de Córdoba autorizado para entrar y salir por la puerta de Zahra. Incluso decían que trataba a al-Nasir cara a cara; pero él nunca habló de ello con nadie.

Aquella tarde, el famoso Recemundo se conformó con ojear los manuscritos del taller del obispo, ante las miradas atónitas y emocionadas de los maestros y aprendices.

—¡Bien! Comenzaremos por hacer algunos cambios —fue lo único que dijo.

A la mañana siguiente, se presentó puntualmente con las primeras luces del amanecer portando un gran fardo atado con cuerdas. Cortó con una navaja las ligaduras y extendió sobre la mesa un puñado de láminas de extraño material que crujía al manejarse.

—Esto es
paper
—dijo mostrándolo a los copistas—; así lo llaman en Levante. Pero… podéis llamarlo papel si os resulta más cómodo…

—¡Oh, papel! —exclamó el anciano fray Isacio. Se acercó y lo palpó con ansiedad, luego lo olió y aguzó cuanto pudo sus ojos casi ciegos para intentar verlo—. He oído hablar de él con frecuencia. Lo usan en Oriente, según creo. ¡Bah! Es útil para tomar anotaciones y para enviar misivas, pero para los libros… nada como la buena vitela. Ese material termina deshaciéndose o en boca de las polillas.

—No, no, no… —dijo Recemundo—. Con un buen tratamiento es mejor que el pergamino más refinado. En fin, aprenderemos a utilizarlo y… a fabricarlo. Ya veréis qué gran comodidad supone una vez que os familiaricéis con él.

El papel no fue la única novedad que Recemundo trajo al taller del obispo. Otra mañana, pocos días después, se presentó con la orden de trasladar el taller a otro lugar. Todo fue embalado con meticulosidad y dispuesto en una carreta que esperaba en la puerta. El nuevo taller era un hermoso y soleado caserón donado por una anciana viuda benefactora de la parroquia de San Zoilo, situado frente a la iglesia. Parte del edificio se destinó a escuela de catecúmenos y el resto a taller y biblioteca de la diócesis. El cambio no pudo ser más acertado. Desde aquel mismo día reinó en el taller una nueva manera de hacer las cosas, impuesta por el innovador Recemundo, que la había aprendido en sus visitas a las más afamadas copisterías del mundo. Junto al papel llegaron mejores plumas, tintas más brillantes, nuevos tipos de letras y otra comprensión del ejercicio de la paciencia, que exigía destruir todo aquello que no resultaba bien terminado, lo cual supuso no pocos sufrimientos para los viejos maestros acostumbrados a la antigua manera de hacer las cosas. Pero el tiempo y el trabajo bien hecho dieron su fruto y la llamada
Biblia Coturbensis,
las copias de los rituales del nuevo
ordo missae
y los ricos libros ilustrados por el taller del obispo de Córdoba fueron pronto conocidos en las demás diócesis de Alándalus, desde donde llegaron constantes demandas y sustanciosos estipendios para pagar los trabajos. El obispo no pudo estar más satisfecho.

Pero no sólo los cristianos se beneficiaron de la inteligencia y las habilidades del gran Recemundo. Durante todo aquel tiempo siguió prestando servicios a la cancillería del reino. Y el califa al-Nasir no encontró mejor forma de recompensarle que promoverlo a obispo de la sede vacante de Elvira, haciendo uso del derecho que ya se habían atribuido los antiguos emires dependientes de Bagdad.

Recemundo fue consagrado obispo, pero no para pastorear la diócesis de Elvira, sino para servir así mejor a los intereses del califa. Un prelado era un embajador privilegiado en cualquiera de los reinos cristianos; y al-Nasir estaba encaprichado con mantener singulares relaciones con la vieja Constantinopla, por lo que Recemundo fue enviado de nuevo a lejanas tierras.

Antes de marcharse, fue al taller a despedirse y dar las últimas recomendaciones. Luego, en presencia del obispo, mandó llamar a Asbag para conducirlo a una estancia contigua a la sala de copia. Una vez solos los tres, le dijo:

—Asbag, querido, he visto cómo trabajabas en silencio. He hablado de ello con el señor obispo aquí presente. Has aprendido mucho últimamente. Conoces bien los métodos y… eres algo más que un simple copista: trabajas con inteligencia… Por ello te he propuesto como maestro superior al frente del taller.

—Y yo he aceptado —dijo el obispo—. A partir de mañana dirigirás la escuela de catecúmenos, el taller y la biblioteca.

Asbag se quedó mudo; se dobló en una reverencia que podía leerse como un humilde gesto de aceptación, y se encontró al enderezarse con las complacientes sonrisas de ambos dignatarios eclesiásticos. Pero no hubo ninguna palabra más. Asbag sintió entonces, como le había ocurrido otras veces, cuánto le imponía la presencia de Recemundo. Hubiera deseado sobreponerse y preguntarle muchas cosas, pero aquel poste erguido, aquellos profundos ojos hechos a ver el mundo y aquella misteriosa sonrisa le dejaron sumido en sus propias incógnitas.

Capítulo 2

Córdoba, año 959

El joven Mohámed Abuámir se alojaba en una casa modesta del barrio viejo, perteneciente a su tío Aben-Bartal al-Balji, el magistrado miembro de la tribu de Temim, hermano de su madre, que se encontraba en paradero desconocido desde que emprendió su peregrinación a La Meca seis meses atrás. El barrio estaba honrando el aniversario del nacimiento del santo Sidi al-Muin, fundador de una minúscula mezquita que hacía esquina a la vecina calle de los palacios, donde residían los príncipes más notables. Las procesiones estuvieron desfilando desde la madrugada, y los tambores y las flautas no habían parado de sonar ni un momento.

Abuámir estaba sentado en una alfombrilla junto al pozo, leyendo el libro de crónicas antiguas, que tan sobado tenía, pues le apasionaban especialmente las aventuras de los ejércitos berberiscos que desembarcaron en Hispania con Taric al frente. Entre los pocos árabes que figuraban en tal empresa estaba su séptimo abuelo, Abdalmelic, que se había distinguido mandando la división que tomó Carteya, la primera ciudad hispanense que cayó en poder de los musulmanes.

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