El nombre del Único (26 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El nombre del Único
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Era por la tarde, a última hora, uno de los contados momentos de tranquilidad en la ajetreada vida de Alhana. Eran tiempos de agitación, ya que ella y sus fuerzas vivían en los bosques y sostenían una guerra de táctica relámpago contra los caballeros negros: ataques a campos de prisioneros, asaltos a barcos de suministros, osadas incursiones en la propia ciudad para rescatar a elfos en peligro. Sin embargo, en ese instante todo era paz. La cena ya había sido servida y los silvanestis bajo su mando se preparaban para pasar la noche. De momento nadie la necesitaba, nadie pedía que tomara decisiones que costarían más vidas elfas, que derramaran más sangre elfa. A veces Alhana soñaba que nadaba en un río de sangre, y de ese sueño nunca podía escapar, salvo ahogándose.

Algunos podrían opinar —de hecho había elfos que lo decían— que los caballeros negros le habían hecho un favor a Alhana Starbreeze. En el pasado se la juzgó como elfa oscura y fue exiliada de su patria por tener la osadía de intentar promover la paz entre los elfos de Silvanesti y sus parientes de Qualinesti, por tener el atrevimiento de contraer matrimonio con un qualinesti a fin de unificar sus dos reinos enzarzados en peleas.

Ahora, en el momento de mayor dificultad, su pueblo la había aceptado de nuevo. La sentencia de exilio había sido derogada formalmente por los Cabezas de las Casas que seguían vivos después de que los caballeros negros hubieran ocupado la capital, Silvanost. Ahora el pueblo de Alhana la abrazaba. De rodillas ante ella se habían lamentado vehementemente del «malentendido». No importaba que hubiesen intentado que la asesinaran. Y lo siguiente fue pedirle a voces:

—¡Salvadnos! ¡Reina Alhana, salvadnos!

Samar estaba encorajinado con ella, con su pueblo. Los silvanestis habían invitado a los caballeros negros a entrar en su ciudad y la rechazaron a ella. Apenas unas semanas antes, habían caído de hinojos ante la cabecilla de los caballeros negros, una chica humana llamada Mina. Se les advirtió de la traición de la muchacha, pero los milagros realizados por Mina en nombre del Único los habían cegado. Samar había sido uno de los que les advirtió, que les llamó necios por confiar en humanos, tanto si hacían milagros como si no. Los elfos se quedaron estupefactos, conmocionados y horrorizados cuando los caballeros negros la emprendieron contra ellos, crearon los campos de esclavos y las prisiones, y mataron a quienes se oponían.

Le producía una sombría satisfacción que los silvanestis hubiesen acabado venerando a Alhana Starbreeze, la única persona que se mantuvo leal a su pueblo y había combatido por ellos aun cuando la habían vilipendiado. Pero no le complacía tanto la respuesta de su soberana, que fue indulgente, magnánima, paciente. De ser por él, habrían tenido que arrastrarse y humillarse para obtener su favor.

—No puedo castigarlos, Samar —le dijo Alhana la tarde en que la sentencia de exilio se derogó, con lo que la reina era libre de regresar a su patria. Una patria sometida al dominio de los Caballeros de Neraka. Una patria por la que tendría que luchar para reclamarla como suya—. Y sabes el motivo.

Claro que lo sabía. Lo hacía todo por su hijo, Silvanoshei, que era rey de Silvanesti. Un hijo que no era digno de ello, en opinión de Samar. Silvanoshei era el responsable de admitir a los Caballeros de Neraka en la ciudad de Silvanost. Enamorado de la chica humana, Mina, Silvanoshei era la causa de la perdición de la nación silvanesti.

Aun así, la gente lo adoraba y seguía reivindicándolo como su rey. Seguían a su madre por él. Y por su causa Samar realizaba un viaje peligroso, obligado a dejar a su soberana en el momento más crítico de la larga historia de la nación silvanesti, obligado a rastrear todo Ansalon en busca de ese hijo. Aunque eran pocos los que lo sabían, el rey de Silvanesti había huido la misma noche en que Samar y otros elfos arriesgaron la vida para rescatarlo de los caballeros negros.

Que fueran contados quienes estaban enterados de la huida se debía a que Alhana se negaba a admitirlo, ni ante su pueblo ni ante sí misma. Lo sabían los elfos que habían acompañado a Samar la noche que Silvanoshei se marchó, pero la reina les había hecho jurar que mantendrían en secreto lo ocurrido. Leales desde hacía mucho tiempo, venerándola, habían accedido de buena gana, y ahora Alhana seguía fingiendo que Silvanoshei estaba enfermo y que tenía que permanecer aislado hasta que se curara.

Entretanto, estaba convencida de que regresaría.

—Se halla en algún lugar, enfurruñado —le había dicho a Samar—. Superará ese capricho pasajero y recobrará la sensatez. Volverá conmigo, con su pueblo.

Samar no compartía esa opinión. Trató de hacer notar a Alhana la evidencia de las huellas de cascos de caballo. Los elfos no habían llevado monturas. Ese animal era mágico y había sido enviado para Silvanoshei. El joven elfo no iba a regresar. Ni ahora ni nunca. Al principio, Alhana se había negado a escuchar sus razonamientos, le había prohibido hablar de ello, pero a medida que los días pasaban y Silvanoshei no regresaba no tuvo más remedio que admitir, con el corazón destrozado, que Samar podía tener razón.

Samar llevaba varias semanas ausente, y durante ese tiempo Alhana había seguido con la farsa de que Silvanoshei se encontraba con ellos, enfermo y recluido en su tienda. La reina llegó incluso a ocuparse del mantenimiento de la tienda, fingiendo que iba a visitarlo. Se quedaba sentada en la cama vacía y hablaba con él como si se encontrase allí. Su hijo volvería, y cuando lo hiciera, la encontraría esperándolo y con todo dispuesto, como si nunca se hubiera ausentado.

A solas en su refugio de la enramada, Alhana leyó y releyó el último mensaje de Samar, llevado por un halcón ya que estas aves actuaban como mensajeros entre los dos desde hacía mucho tiempo. La comunicación era breve —Samar era de los que no gastaba saliva en vano— y suscitó tanto alegría como pesadumbre en la preocupada madre, consternación y desánimo en la reina.

Por fin he dado con su rastro. Tomó un barco en Abanasinia que navegó al norte de Solamnia. Desde allí viajó a Solanthus en busca de esa chica, pero ella ya había partido hacia el este con su ejército. Silvanoshei la sigue.

Han llegado a mis oídos otras nuevas. La ciudad de Qualinost ha sido totalmente destruida. Ahora un lago de muerte cubre los despojos de la ciudad. Los caballeros negros saquean el campo, se apoderan de tierras y las ocupan como suyas. Hablé con un superviviente, que me aseguró que Lauralanthalasa murió en la batalla junto con muchos cientos de qualinestis, así como enanos de Thorbardin y algunos humanos que combatieron a su lado. Murieron como héroes. También pereció la maligna hembra Verde, Beryl.

Voy siguiendo la pista de vuestro hijo. Os informaré cuando pueda.

Vuestro leal servidor,

Samar

Alhana elevó una plegaria por el alma de Laurana y las de todos aquellos que habían muerto en la batalla. Fue una plegaria dirigida a los antiguos dioses, los dioses que se habían marchado y que ya no estaban allí para escucharla. Las bellas palabras aliviaron su dolor a pesar de que en el fondo de su corazón sabía que no tenían sentido. También oró por los qualinestis exiliados con la esperanza de que el rumor de su huida fuera cierto. Después, la preocupación por su hijo borró cualquier otro pensamiento de su cabeza.

—¿Qué maleficio te ha echado esa muchacha, hijo mío? —musitó mientras alisaba el pergamino sobre el que Samar había escrito su nota—. ¿Qué infame maleficio...?

Una voz pronunció su nombre fuera del refugio, llamándola. Era la voz de una de sus guardias personales, una mujer que la servía desde hacía mucho tiempo, a lo largo de numerosas dificultades y momentos de peligro. Alhana la tenía por una persona estoica, reservada, que jamás demostraba emoción alguna, así que la reina se sobresaltó, alarmada, al percibir un temblor en la voz de la mujer.

La asaltaron un tropel de miedos de todo tipo, y tuvo que armarse de valor para reaccionar con tranquilidad. Hizo una bola con el pergamino y lo guardó bajo la pechera de la camisola, tras lo cual pasó agachada bajo las ramas y enredaderas que formaban el cobijo. Vio que la mujer estaba acompañada por un elfo forastero, alguien desconocido.

¿O no era desconocido, sino que simplemente no lo recordaba? Alhana lo observó atentamente. Comprendió que conocía al joven, conocía los rasgos de la cara, conocía esos ojos que encerraban una tristeza, una preocupación y una abrumadora responsabilidad que eran reflejo de las suyas. No conseguía identificarlo, seguramente por el extraño atuendo que llevaba, los ropajes largos y envolventes de los bárbaros que vagaban por el desierto.

Miró a la mujer de la guardia buscando respuestas.

—Los exploradores se toparon con él, mi reina —dijo la mujer—. No quiso decir su nombre, pero afirma que es familiar vuestro por parte de vuestro honorable esposo, Porthios. Es un qualinesti, bajo todas esas capas de lana. No iba armado, y puesto que podía ser quien afirma, lo hemos traído ante vos.

—Os conozco, señor —dijo Alhana—. Perdonadme, pero no recuerdo vuestro nombre.

—Es comprensible —contestó él con una sonrisa—. Han pasado muchos años y han sido muchas las tribulaciones desde la última vez que nos vimos. Sin embargo —su voz adquirió un tono más suave y sus ojos brillaron con afecto y admiración—, yo os recuerdo, la gran dama tan injustamente retenida por su pueblo...

Alhana soltó un grito complacido y se arrojó en sus brazos. Mientras lo estrechaba contra sí recordó a la madre que el joven había perdido y que jamás lo rodearía con sus brazos. Lo besó tiernamente, por ella y por Laurana, y después retrocedió un paso para mirarlo.

—Esas tribulaciones de las que hablas te han envejecido más de lo que corresponde a tus años, Gilthas de la Casa Solostaran. Me alegra sobremanera verte sano y salvo, pues acabo de enterarme de la triste noticia sobre tu pueblo. Confiaba en que se tratara de un simple rumor y no fuera verdad, pero, ay, veo en tus ojos que sí es cierto.

—Si lo que habéis oído decir es que mi madre ha muerto y que Qualinost ha sido destruida, entonces es verdad lo que os han contado —repuso Gilthas.

—Lo lamento profundamente —dijo Alhana mientras le cogía la mano entre las suyas y se la apretaba—. Por favor, entra y ponte cómodo, porque veo que el agotamiento de muchas semanas de viaje te abruma. Haré que traigan comida y agua para ti.

Gilthas acompañó a Alhana al interior del refugio. Tomó la comida que le trajeron, si bien a la reina no le pasó inadvertido que lo hacía más por cortesía que porque tuviera hambre. En cambio bebió el agua con un placer que no pudo ocultar, a grandes tragos, como si nunca fuera a sentirse saciado.

—No os imagináis lo buena que me sabe esta agua —dijo Gilthas, sonriendo. Miró a su alrededor—. Pero ¿cuándo voy a tener ocasión de saludar a mi primo, Silvanoshei? Nunca nos hemos visto. Oímos el triste rumor de que lo habían matado unos ogros y nos alegramos al recibir la noticia de que no era cierto. Estoy deseando abrazarlo.

—Siento decir que Silvanoshei no se encuentra bien, Gilthas —repuso Alhana—. Recibió una brutal paliza a manos de los caballeros negros cuando lo prendieron y ha salido con vida del percance a duras penas. Está aislado en su tienda, con orden de los sanadores de que no reciba visitas.

Había contado la misma mentira tantas veces que ahora pudo decirla sin vacilar. Sostuvo la mirada del joven con firmeza. Él la creyó, ya que a su rostro asomó una expresión preocupada.

—Lamento oír eso. Por favor, aceptad mis deseos de una pronta recuperación.

Alhana sonrió y cambió de tema.

—Has viajado lejos y por caminos peligrosos. Tiene que haber sido un trayecto duro y azaroso. ¿En qué puedo ayudarte, sobrino? ¿Puedo llamarte así, aunque sólo sea tu tía por mi matrimonio?

—Me sentiré honrado —contestó Gilthas con tono afectuoso—. Sois la única familia que me queda ahora, vos y Silvanoshei.

Los ojos de Alhana se llenaron de lágrimas. El joven era la única familia que le quedaba a ella en ese momento, estando perdido Silvanoshei. Agarró las manos a Gilthas y las apretó entre las suyas. Le traía a la memoria a su padre, Tanis Semielfo. Era un recuerdo alentador, ya que cuando se conocieron corrían tiempos muy peligrosos, pero habían vencido a sus enemigos y después siguieron buscando la paz, aunque aquello durase muy poco.

—He venido a pediros un gran favor, tía Alhana —dijo. La miró fijamente—. Que acojáis a mi pueblo.

Alhana lo miró de hito en hito, perpleja, sin comprender. Gilthas hizo un gesto señalando hacia el oeste.

—A tres días de distancia, en la frontera de Silvanesti, mil exiliados de Qualinesti aguardan recibir vuestro permiso para entrar en la tierra de sus parientes. Nuestros hogares han sido destruidos y el enemigo ocupa nuestra patria. No somos suficientes para combatirles. Algún día —añadió, alzada la barbilla y con un brillo de orgullo en los ojos—, regresaremos y expulsaremos a los caballeros oscuros de nuestra tierra y reclamaremos lo que es nuestro.

»
Pero ese día no es hoy —siguió mientras el brillo se apagaba en sus pupilas—. Ni mañana. Hemos viajado a través de las Praderas de Arena. Habríamos muerto allí de no ser por la ayuda de las gentes que han hecho de esa tierra su hogar. Estamos débiles y desesperados. Nuestros niños se vuelven a nosotros en busca de bienestar y no tenemos nada que darles. Somos exiliados. No tenemos a donde ir. Acudimos humildemente a vos, que tuvisteis que ir al exilio hace tiempo, y también humildemente os pedimos que nos acojáis.

Alhana lo miró largamente. Las lágrimas que ardían en sus ojos se deslizaron por sus mejillas, incontenibles.

—Lloráis por nosotros —dijo Gilthas con voz entrecortada—. Siento haberos traído más problemas.

—Lloro por todos nosotros, Gilthas. Por el pueblo qualinesti, que ha perdido su patria, y por el silvanesti, que luchamos por la nuestra. No encontraréis paz ni refugio aquí, en estos bosques, mi pobre sobrino. Estamos en guerra, combatiendo por nuestra supervivencia. No lo sabías cuando os pusisteis en camino, ¿verdad?

Gilthas sacudió la cabeza.

—¿Te has enterado ahora?

—Lo supe después —contestó el joven monarca—. Me dieron la noticia los habitantes de las Praderas. Abrigaba la esperanza de que hubieran exagerado...

—Lo dudo. Son gentes que ven lejos y hablan sin rodeos. Te contaré lo que está ocurriendo y entonces podrás decidir si quieres unirte a nosotros.

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