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Authors: Diane Wei Liang

Tags: #Policíaco, #Intriga

El ojo de jade (6 page)

BOOK: El ojo de jade
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Veinte minutos después, Tian Tian rindió el estrado a la señora regordeta del traje rosa. El novio llevaba ahora una larga túnica de seda de un azul profundo con bordados de oro. La novia llevaba un rojo vestido de novia chino y una esclavina adornada con piedras preciosas.

—¡Inclinaos ante el Cielo! —gritó la dientes de tiburón, con voz inesperadamente potente. La novia y el novio se inclinaron mirando hacia el norte, donde estaba el cartel de «doble felicidad»—. ¡Inclinaos ante la Tierra! —Se volvieron y se inclinaron mirando hacia el sur—. ¡Inclinaos ante los padres! —Hicieron lo que se les decía—. ¡Marido y mujer, inclinaos el uno ante el otro!

El novio levantó el velo rojo de la novia.

La multitud bramó:

—¡Que coman ciruelas secas, que coman cacahuetes! —gritaban.

Lu se sonrojó como una dulce joven de dieciocho años. Los invitados volvieron a gritar:

—¡Zao sheng zi!
¡Ciruelas secas y cacahuetes! —que simbolizaban el deseo de los invitados de que los recién casados fueran bendecidos muy pronto con hijos.

Fuera volvió a explotar una batería de petardos.

Por segunda vez, la pareja se ausentó para cambiarse.

El majestuoso piano fue empujado de nuevo al estrado. Garbosas camareras de ceñidos
qipao
condujeron a los invitados escaleras arriba hasta sus mesas. La directora y los encargados de patio gritaban. Jóvenes ayudantes iban y venían apilando las sillas y llevándoselas de allí. Trajeron dos grandes mesas de palo de rosa. En una de ellas se había colocado un gran cuenco de cristal lleno de sobres rojos repletos de dinero; en la otra, una variedad de regalos de diversos colores, formas y tamaños.

Se encendieron cigarrillos, cuyo humo se elevaba y llenaba la sala. Cuando todos estuvieron sentados, se sirvió el banquete: un espléndido despliegue de entremeses fríos, sopa de nido de golondrina, caballito de mar en adobo, medusa, carne de cangrejo servida en cocos, pescados trinchados en forma de ardilla, marisco picante y verduras verde jade.

El tío Chen se inclinó hacia delante y le dijo a Mamá:

—Qué estupenda comida, y también qué bonita boda.

—Ha resultado agradable, ¿verdad? —se iluminó Mamá—. Ha venido mucha gente a hacer los honores: el teniente de alcalde y todos los altos cargos, tu familia, la familia de Lining que ha venido de Canadá... Lu lo ha hecho bien.

—Se dice que más vale suerte que talento. Lu es una chica excepcional: guapa, inteligente y triunfadora por sí misma. Pero también es afortunada por haber hecho tan buena boda —el tío Chen sonrió con picardía.

Mamá también sonreía, ampliamente.

—¡Brindemos por la suerte de Lu y de la vieja Ling! —el tío Chen se levantó y alzó su aguardiente de arroz.

—¡Suerte! —gritaron todos los de su mesa, alzando los vasos.

—Suerte, suerte —Mamá se inclinó con una amplia sonrisa y vació su chupito de aguardiente.

El tío Chen volvió a sentarse.

—Tienes que estar muy orgullosa de ella —se rió—. Ahora ya puedes sentarte a disfrutar de tu buena suerte.

—Ojalá pudiera —suspiró Mamá—. Lo que quiero decir hoy es que Lu nunca me ha dado una preocupación. Siempre ha sido una niña lista, buena con la gente. Nuestros antepasados decían que en la vida hay dos objetivos: formar una familia y hacer carrera. Ella ya ha hecho las dos cosas.

El tío Chen asintió con aprobación. Habían traído langosta fría cortada en tiras, y estaba demasiado ocupado comiendo para hablar.

Mei decidió ignorar a Mamá, aunque entendía que su madre estaba hablando para ella. Mei no tenía interés en hacer
guanxi.
Creía en sí misma. Creía que triunfaría en la medida de su propia capacidad.

Los recién casados volvieron a aparecer. Lu se había puesto un traje de pantalón blanco y llevaba el pelo recogido atrás en un moño, luciendo un par de chispeantes zarcillos de brillantes. Desfilaba con su nuevo marido, vestido ahora con un elegante traje oscuro, brindando con los huéspedes distinguidos. Lu, que normalmente bebía poco, andaba por el estrado con una copa de champán en la mano. Lining la seguía feliz con un vaso de explosivo aguardiente chino de arroz. Mei sabía que después de esa ronda Lu volvería a cambiar de atuendo antes de continuar su recorrido escaleras arriba, presentando sus respetos a todos los invitados.

—¿Estás bien? —al parecer el tío Chen había advertido la cara larga de Mei.

Ella se encogió de hombros y trató de sonreír.

—Muy bien.

—No debe de ser fácil ser la hermana mayor soltera —dijo el tío Chen.

Por todas partes, Mei oía a la gente hablar alto, reírse, cantar y beber y el entrechocar de cuencos, palillos y fuentes. Había rostros sudorosos, humo de tabaco y olor a aguardiente de arroz. Algunos ojos la miraban con mirada inquisitiva; sonreían, y asentían con aire entendido.

—No dejes que eso te inquiete —oyó Mei que decía el tío Chen.

—Estoy bien. En realidad no me importa —mintió.

—No puedes impedir que la gente hable. Hay gente que se alimenta de eso: murmuran y juzgan a otros para poder sentirse superiores. Pero te diré una cosa —susurró el tío Chen—: tú siempre has sido mi preferida. No estoy diciendo que no me guste Lu, pero de ti pienso que eres distinta. Eres valiente. No persigues las cosas como todos los demás. Lu ahora está feliz, pero ¿por cuánto tiempo? Pronto habrá otra cosa que quiera, y luego otra.

—Bueno, por lo menos ya está casada —Mei frunció el ceño.

El tío Chen le dio palmaditas en el hombro:

—Tú también lo estarás.

En ese momento, una mujer espigada y bien vestida de unos cincuenta años se acercó a ellos tanteando, agachando la cabeza para ver mejor al tío Chen.

—¡Viejo Chen, ya me parecía que eras tú! —le señaló de inmediato con la mano derecha—. Estaba ahí sentada y he pensado: ese hombre se parece un montón a Chen Jitian.

El tío Chen contempló primero el rostro redondo de la mujer y luego su pequeña mano blanca, con la boca entreabierta como si esperara que las palabras le brotaran de las entrañas. Intentó levantarse. Con una violenta sacudida, la silla se le cayó encima, haciéndole dar con la panza en el borde de la mesa. Pero se recompuso para coger la mano de ella con una sonrisa en los ojos.

—Xiao Qing, qué sorpresa. ¿Cómo estás? ¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?

—Desde el trigésimo aniversario de nuestra universidad, en 1984. ¿Qué tal te va? ¿Sigues trabajando en la Agencia de Prensa Xinhua?

La señora Qing era de la misma estatura que el tío Chen pero, en contraste con su gordura y la línea recesiva de su frente, ella era delgada y lucía una moderna permanente.

—Sí, lo mismo de siempre —el tío Chen seguía sonriendo.

—Muy bien. Llámame la semana que viene y nos vemos —la señora Qing le tendió una tarjeta de visita. Los recién casados habían llegado a su mesa. Tenía que ir.

—Eso está hecho —el tío Chen sacudió la cabeza como un gallo.

La señora Qing ya se había dado media vuelta y se alejaba. Lo que había quedado de los platos de marisco fue retirado para hacer sitio a un gran pato tomatero trinchado y vuelto a componer sobre un lecho de col china. El tío Chen cogió una tortita fina como el papel y le puso encima salsa de trigo dulce, dos trozos de la mejor carne de pato y unas briznas de cebolleta. Hizo con ello un rollito para Mei.

—Gracias, pero estoy llena —dijo Mei, contemplando el gesto más amable que alguien había tenido con ella en todo el día.

—Hay que comer. La comida es uno de los grandes placeres de la vida —insistió el tío Chen, empujando el plato hacia ella.

Mei sonrió y tomó un bocado. Observó que el tío Chen no había probado el pato.

—¿Quién era? —le preguntó, señalando con la barbilla a la mesa de la señora Qing.

—Oh, una conocida mía de los tiempos de la universidad —dijo el tío Chen—. Iba un año por detrás de mí; ¡pero mira a qué se dedica ahora! —le pasó la tarjeta de visita.

Sra. Yun Qing, Presidenta, Jeep Pekín, Empresa asociada con Chrysler.

—Mei, déjame decirte una cosa. Haces bien en montar tu propia empresa. Ahora es el momento de hacerlo, de tomar las riendas de tu propia vida. No esperes a que sea demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde?

—Mírame a mí. He seguido siempre las directrices del Partido, he cumplido con mi deber y he esperado toda mi vida a que me tomaran en consideración. El año que viene cumplo sesenta y pronto me jubilaré. ¿Qué he conseguido? Quedarme atascado en la tierra de la desesperanza. Ya es tarde.

Mei nunca había visto al tío Chen tan descontento. Pensó que quizás había bebido demasiado.

Volvió a mirar a la multitud que comía, bebía y conversaba. Fuera explotaban los petardos. Mei se sintió atrapada, como si ella y todos los que la rodeaban estuvieran encerrados dentro de una ciudad sitiada. Los que estaban fuera querían entrar, y los que estaban dentro querían salir.

Capítulo 7

Habían pasado más de dieciocho meses desde la boda de Lu, y el tío Chen, como mucho, parecía haberse puesto aún más orondo.

—Te debes estar preguntando por qué estoy aquí —el tío Chen luchaba por asentar su ancho cuerpo en el sillón. Sonreía, pero se le veía torpe y cohibido—. Qué buenas estas galletas. «Fabricadas en Bélgica», ya veo.

Al parecer, comer le calmaba. Sus sonrisas se hicieron más sinceras y se revolvió en la silla con menos esfuerzo.

Gupin preparó té Wulong en una tetera de hierro fundido. Mei sirvió dos tazas, una para el tío Chen y otra para ella misma.

El tío Chen susurró:

—¿Tu ayudante es un hombre? ¿Y te hace el té?

—Sí —dijo Mei con aplomo. Estaba acostumbrada a que la gente le hiciera ese tipo de preguntas, como si hubiera algo raro en ella o en Gupin. Sin duda algunos sospechaban que ella era una jefa agresiva, una arpía. Y de Gupin, quizá sospecharan cosas peores.

—¿De dónde es? Tiene acento.

—De Henan. Es un trabajador de provincias, pero ha terminado los estudios secundarios. Sabe moverse en la ciudad y además es amable. Su madre está paralítica y él envía dinero a casa.

Mei se detuvo. Se dio cuenta de que estaba intentando justificarse por haber contratado a Gupin.

—Parece agradable —el tío Chen asintió educadamente.

Enseguida dejaron de hablar de Gupin.

—¿Por dónde debería empezar? —dijo el tío Chen—. Supongo que por el principio —se recostó en su asiento—. Era el invierno de 1968. Yo llevaba cuatro años trabajando para la Agencia de Prensa Xinhua. Acababa de cumplir los treinta. Cuesta creerlo, ¿eh? —el tío Chen agitó una galleta como si fuera una bandera y se rió desde el estómago como hacen los hombres fondones—. Pues sí, yo también tuve tu edad.

Mei le devolvió la sonrisa. Era bueno ver a un viejo amigo. El tío Chen, orondo y de aspecto amable, tenía a su alrededor una atmósfera de Buda feliz.

—Fue un invierno áspero, con mucha nieve y mucho caos y derramamiento de sangre. Los miembros de las Guardias Rojas luchaban entre ellos, cada facción se proclamaba la más leal y verdadera representante del maoísmo. Levantaron barricadas en las universidades, las fábricas y los recintos gubernamentales, y se machacaron los unos a los otros con ametralladoras. Bueno, tú ya sabes todo lo que pasó.

Pero Mei no estaba escuchando. La voz del tío Chen pasaba por sus oídos como el viento por un árbol hueco. En lugar de eso, estaba mirando atentamente al tío Chen. La edad se había llevado su pelo igual que el verano reclama la cosecha. Percibió el tinte: no era de los caros. Le había secado la cabeza, dejándosela como un campo agostado.

—Ahora todo el mundo sabe todo lo que pasó, pero en aquel entonces el gobierno central desconocía el alcance de lo que estaba ocurriendo en la calle. Los miembros de las Guardias Rojas y de las Juventudes del Partido habían destrozado todos los sistemas normales de comunicación. Así que la Agencia me envió a Luoyang para informar de lo que estuviera ocurriendo allí.

—¿Por qué a Luoyang? —Mei tomó un sorbo de té, atenta otra vez a la historia del tío Chen.

—Alguien tenía que ir allí, y me tocó a mí. ¿Sabías que Luoyang fue la última capital de la dinastía Han? El caso es que allí la situación no era distinta de la del resto del país. Las Guardias Rojas habían arramblado con todo, incluido el Museo de Luoyang. Primero destruyeron las reliquias, luego amontonaron las pinturas, los documentos y los registros y le prendieron fuego al museo. Así que, naturalmente, la gente dio por hecho que todo lo que había en el museo se lo habían tragado las llamas.

Mei le rellenó al tío Chen la taza de té.

—Gracias. Hace dos días, una vasija ritual que formaba parte de la colección del Museo de Luoyang apareció en Hong Kong. Ahora entiendes a dónde quiero llegar con esto, ¿verdad? Sí. Si la vasija sobrevivió, también podrían haberlo hecho otras piezas.

—¿Quieres decir que alguien las cogió antes de que se quemara el museo?

—¡Alguien las robó! —espetó el tío Chen—. Y el Museo de Luoyang tenía una pieza realmente muy especial. Sólo unas pocas personas del museo lo sabían, y por lo que yo sé murieron todas a manos de las Guardias Rojas o, más tarde, en los campos de trabajo. ¿Te gustaría escuchar la historia?

El tío Chen estaba ya como en su casa. Se estiró para coger otra galleta.

—El emperador Xian fue el último emperador de los Han. Sólo tenía quince años cuando las fuerzas rebeldes llegaron a Chang'an en el año 194. El ejército imperial llevaba semanas combatiendo a los rebeldes; estaba perdiendo la batalla. Comprendiendo que no se podía defender la Puerta de Poniente por más tiempo, el emperador Xian reunió a sus consejeros en palacio. Le recomendaron que evacuase la capital. Pero apareció una persona que se oponía a esa idea, diciendo que cubrirían de vergüenza a sus ancestros y al emperador fundador, Gao Zu, si abandonaban Chang'an. Se ofreció a comandar la Guardia Imperial en el combate. Ese hombre era el general Cao Cao.

—¿El rey Cao Cao de los Tres Reinos?

—Sí, el que luego sería el dirigente de China. Así que Cao Cao se retiró a su recinto para prepararse para la batalla. Como todos los demás, sabía que podía no vivir para ver un nuevo día. Al fin y al cabo, había sólo ocho mil soldados imperiales, aunque fueran los mejores y más valerosos, y las fuerzas rebeldes contaban con veinte mil.

»Antes de partir para la batalla, Cao Cao escribió dos cartas. Una de ellas se la dio a su asistente personal para que fuera entregada a su esposa, Ding, en Anhui. En aquel entonces, si uno era un rico aristócrata podía tener muchas mujeres y concubinas. Pero siempre estaba la esposa en gananciales, que era la esposa principal. Ding era la esposa en gananciales de Cao Cao. La otra carta que escribió era para la dama Cai Wenji.

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