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Authors: Diane Wei Liang

Tags: #Policíaco, #Intriga

El ojo de jade (7 page)

BOOK: El ojo de jade
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—¡La famosa poetisa! —exclamó Mei.

—Sí. Cao Cao pidió a uno de los capitanes en quienes más confiaba que escoltara a la dama Cai desde Chang'an hasta su lugar de origen. Se desató la banda de la cintura y se la dio con la carta al capitán.

Las galletas se habían volatilizado. El tío Chen estaba cada vez más animado.

—El capitán y sus hombres galoparon hacia la residencia de los Cai. Chang'an era un caos. Un millón de habitantes más cientos de miles de refugiados que habían huido hacia la ciudad por delante de las tropas rebeldes estaban desalojando. Iban a pie, a caballo, en carrozas y en carretas. En el recinto de los Cai, la dama Cai leyó la carta. Escondió la banda en una de sus anchas mangas y mandó quemar la carta. La dama Cai fue más tarde capturada por los rebeldes y vendida al rey de Mongolia del Sur. Vivió en las praderas mongolas durante los doce años siguientes, le dio al rey mongol dos hijos y escribió sus más célebres poemas sobre su anhelo de regresar a China.

»Contra todo pronóstico, Cao Cao venció a las fuerzas rebeldes y salvó la antigua ciudad de Chang'an. Pero no pudo salvar la dinastía Han, que pronto se desintegró en tres reinos. Cuando fue coronado rey del Reino de Wei, descubrió que la dama Cai estaba viva y prisionera en Mongolia. Envió allí a un delegado con un millón de piezas de oro para comprar su libertad. El rey mongol aceptó que la dama Cai se fuera, pero no sus hijos. La dama Cai eligió volver a casa.

—No me puedo creer que dejara a sus hijos —dijo Mei.

—La gente hace cosas asombrosas por amor —el tío Chen levantó las cejas.

—¿Quieres decir que la dama Cai y Cao Cao eran amantes?

El tío Chen asintió.

—La clave de una leyenda de casi dos mil años de antigüedad es lo que me ha traído aquí. ¿Adivinas ahora lo que había en el Museo de Luoyang?

—¿La banda?

—Chica lista. Casi casi. El museo estaba en posesión de lo que había dentro de la banda: el sello de jade de Cao Cao. En la dinastía Han, los altos funcionarios guardaban sus sellos en las bandas que se ataban a la cintura. Llevaban largas cintas de colores en la cintura para mostrar su rango. Por ejemplo, la banda del primer ministro era roja y de dos
zbang
de largo.

Mirando al tío Chen, que estaba tomando un largo trago de su té Wulong, Mei se preguntó cuál sería su conexión con ese tesoro y por qué había ido a verla en relación con aquello. Sabía que el tío Chen era amante del arte, pero algo tan valioso estaba sin duda fuera de su alcance.

El tío Chen se inclinó hacia delante, bajando la voz:

—Me gustaría que encontrases el sello de jade.

—Pero una cosa así tiene que ser un tesoro nacional —Mei frunció el ceño. Los tesoros nacionales pertenecían al país y no estaba permitido su comercio a particulares.

—Justamente —el tío Chen aplaudió—. Por eso no quiero utilizar informadores ni desde luego a la policía. Un paso en falso y el sello de jade estará de camino a Hong Kong antes de que te des cuenta.

Mei no se movió ni dijo una palabra. En lugar de eso contempló al tío Chen con ojos profundos como lagos de montaña.

—No te preocupes, no te estoy pidiendo que hagas nada ilegal. Un coleccionista chino que conozco está deseando pagar un montón de dinero por esa pieza de jade, en dólares contantes y sonantes, para mantenerla en China —se echó hacia atrás, hundiéndose en la silla, y sonrió—. ¿Te iba a poner el tío Chen en peligro? Es un asunto totalmente limpio, lo he comprobado. Confías en mí, ¿no?

—Claro —dijo Mei, incómoda.

—Eso está bien —asintió el tío Chen.

Se impulsó hacia arriba desde el agujero del sillón y sacó un trozo de papel cuidadosamente doblado. Era un recorte de periódico.

—Empieza por Pu Yan —dijo el tío Chen—. Trabaja en el Instituto de Investigación de Vestigios Culturales. Tiene además un tinglado privado, una asesoría sobre antigüedades, podríamos llamarlo. De vez en cuando hace tasaciones y trabajos de autentificación para marchantes. Si vas a verle, él te pondrá sobre la pista adecuada.

—¿Hasta dónde puedo contarle?

—Pu Yan es un viejo amigo. Puedes ser sincera con él.

El tío Chen se encaminó hacia la puerta.

—¿Recuerdas que cuando abriste esta agencia te dije que estabas haciendo lo correcto? Y así es, mi niña. Algún día tendrás fama y fortuna —el tío Chen sonreía resplandeciente, asintiendo como para felicitarse por su propia perspicacia—. Iré a ver a tu madre un día de éstos —dijo, mientras giraba el picaporte—. Pero preferiría que no le hables de nuestra pequeña reunión de hoy.

Capítulo 8

Después de la cena, Mei telefoneó a Pu Yan.

—Sí, me dijo el viejo Chen que llamarías —por el auricular llegaba una voz suave y con un ligero acento—. ¿Estás buscando una pieza de jade de la dinastía Han? No, no queda ninguna.

—Si usted pudiera darme una o dos indicaciones, y quizá decirme adónde ir y cómo buscar...

—Estaré encantado de responder a tus preguntas. Pero si me permites que te diga una cosa de corazón, es una búsqueda inútil —dijo Pu Yan con su voz cantarína. Mei sonrió.

—¿Cuándo sería buen momento para vernos?

—¿Cuándo te gustaría a ti?

—Cuanto antes, mejor.

—Es que hace un tiempo horrible.

Mei miró hacia fuera y le dio la razón.

—Hay una pista de hielo dentro del Mundo Chino —dijo Pu Yan—. ¿Sabes dónde está? Bien. Podemos vernos allí mañana a las seis de la tarde.

—¿Cómo le encontraré?

—Búscame en la cafetería que hay junto a la pista. Soy viejo: cincuenta y siete años.

Mei se preguntó de qué le iba a servir semejante descripción.

—No te va a costar nada encontrarme —dijo Pu Yan, como si le hubiera leído el pensamiento—. Allí apenas hay nadie mayor de treinta y cinco.

—Por si no pudiera encontrarle —dijo Mei—: yo tengo treinta años, la cara redonda y el pelo largo hasta los hombros. Tengo la nariz un poco afilada; la gente dice que me hace cara de enfadada. Llevaré un gorro de lana rojo.

La cafetería estaba llena cuando llegó Mei. Las sillas cercanas a la mampara de cristal se habían girado para que la gente pudiera mirar a los patinadores. Un grupo de ejecutivos con trajes oscuros estaba discutiendo con el encargado y con una camarera que parecía disgustada. Dos hombres occidentales conversaban tranquilamente en una mesa esquinera. Un grupito de jóvenes se quedó mirando a Mei cuando entraba en la cafetería. Debía de ser por el gorro, pensó ella. Se sentía como un gallo de cresta roja en plena exhibición. Miró alrededor buscando a Pu Yan pero no vio a nadie mayor de treinta y cinco, como él le había advertido.

Mei miró su reloj. Marcaba las seis y cinco. Encontró una mesa pequeña y se sentó a mirar a los patinadores.

El hielo era blanco como un delicioso caramelo. Una niña, de unos diez años quizá, patinaba vestida de rosa en el centro de la pista. Tan pronto despegaba del suelo volando cual urraca como empezaba a girar cual cisne de cuello largo. Aunque hacía como si no notara las miradas de los observadores, estaba claro que le encantaba impresionarles, y patinaba como si estuviera compitiendo en las Olimpiadas.

Mei parpadeó. Las luces eran demasiado fuertes: hacían que los ojos le dolieran.

Llegó un camarero. Mei pidió té Wulong y volvió a inspeccionar el lugar. Sólo vio juventud y alegría.

—¿Es usted la señorita Wang?

Mei se volvió. Habría jurado que no había nadie allí de pie cuando lo comprobó dos segundos antes.

—Soy Pu Yan —dijo el hombre. Era bajo y compacto y llevaba una bolsa de deportes.

Mei se levantó.

—¿Cómo está usted?

Pu Yan parecía más joven de lo que ella esperaba. Era de suaves facciones sureñas: tenues curvas alrededor de la boca, labios finos y sensibles. Llevaba varias capas debajo del abrigo abierto: una chaqueta oscura, un chaleco gris de punto, un jersey marrón y una camisa de cuellos abotonados. Eran típicos de lo que se encuentra en los grandes almacenes estatales, nada modernos, pero estaban cuidadosamente combinados. Cuando hablaba, las facciones de su rostro parecían suavizarse aún más. A Mei le cayó bien de inmediato.

Tomó asiento del otro lado de la mesa y señaló hacia la pista de hielo.

—Te he visto desde allí. ¿Ves a la niña de rosa? Es mi nieta. ¿Verdad que es estupenda? Está ya en el nivel de juveniles de la ciudad. Qué buen sitio éste para patinar: a ella le encanta que la miren.

Mei sonrió.

—¿Viene mucho aquí?

—Oh, no, por Dios. Normalmente se entrena en el Polideportivo Municipal Infantil. ¡Mira lo feliz que está en esta pista! Pobrecita, sus padres están divorciados. Su padre se ha ido a Inglaterra. Y apenas ve a su madre, porque mi hija trabaja muchísimo, en una empresa publicitaria de Hong Kong. Gana bastante dinero, a pesar de todo, así que de vez en cuando la traemos aquí para darle gusto. Nosotros vivimos cerca, en la Escuela Central de Artes y Oficios, justo del otro lado de la carretera de circunvalación. Mi mujer da clases allí.

Mei volvió a mirar y vio a la niña volando por la pista como una rosada visión.

El camarero les trajo té. Mei pidió ciruelas en conserva y pipas de girasol tostadas.

—¿Entiendes de jade? —le preguntó Pu Yan.

Mei negó con la cabeza.

—A los occidentales les gusta más el jade verde. Los mayas solían usarlo para hacer armas porque es una piedra fuerte, más fuerte que el acero. Pero en China se valora más el jade blanco: se le llama la Piedra Celestial. ¿Has oído hablar del jade blanco de Khotan? —Pu Yan buscó bajo la mesa y sacó de su bolsa dos pequeñas cajas de cartón—. Khotan es un lugar remoto que hay al final del desierto del Taklamakan, en la provincia del Turquestán chino. El jade blanco de Khotan procede de una cantera que hay en la ribera del río del Dragón de Jade, en Kashgar. El jade blanco es bastante raro hoy en día porque, después de miles de años de explotación, la cantera está agotada.

El camarero trajo los aperitivos y les sirvió a ambos el té. Pu Yan abrió las cajas y le tendió a Mei dos pequeñas piezas de jade. Eran del tamaño de una tarjeta de visita, y de unos dos centímetros de grosor. Al sostenerlas en las manos, Mei sintió el frescor de la piedra. Eran de un blanco cremoso y suave, y parecían emitir un resplandor. Una de las piezas estaba decorada con delicados relieves de nubes y un paisaje, y en la otra se había tallado una dama en atavío tradicional.

—Míralas a la luz —dijo Pu Yan—. Mira la suavidad y la transparencia del jade, y luego mira los relieves. El jade es un material duro, difícil de trabajar. Pero mira con qué detalle está tallado.

—¿Son nuevas? —Mei frotó las piezas de jade que tenía en las manos. Parecían puras.

—Por desgracia, sí. Hoy es casi imposible encontrar piezas antiguas de jade blanco de Khotan. Muchas fueron destruidas en la Revolución Cultural. Si saliera al mercado una sola pieza, se vendería por una fortuna. Incluso las nuevas son caras: éstas cuestan varios miles de yuanes.

Pu Yan hizo un gesto a Mei para que se las devolviera.

—Tengo que llevarlas de vuelta al Instituto de Investigación mañana —dijo despreocupadamente, devolviendo las piezas a sus cajas—. Háblame del jade que estás buscando. ¿Dices que es de la dinastía Han?

Mei le contó que se creía que era un sello que había pertenecido a Cao Cao.

—Eso ya sería algo importante, ¿no te parece? —exclamó Pu Yan.

Mei repitió la historia que le había contado el tío Chen y le enseñó a Pu Yan el artículo del periódico que le había dado el tío Chen sobre la vasija ritual.

Pu Yan estudió la foto de la vasija. Era una rústica cerámica marrón decorada con dibujos de caballos al galope y escenas de batalla. Luego leyó el artículo. Mei se bebió el té y se comió las ciruelas secas. Fuera, el altavoz atronaba con
Yesterday Once More
, de los Carpenters.

—¡Se ha vendido por sesenta mil dólares! —Pu Yan calculó entre dientes—: ¡Eso es más de medio millón de yuanes! —movió la cabeza como si estuviera tomando notas mentales—. He oído hablar de esa vasija ritual. Mira, a veces hago tasación de antigüedades. Los tasadores pertenecemos a un círculo muy reducido —le devolvió el recorte de periódico a Mei—. Creo que fue vendida a uno de los marchantes de Liulichang. Supongo que él o alguien asociado con él la pasó de contrabando a Hong Kong. Comerciar con tesoros nacionales y exportarlos es un delito penado con treinta años de cárcel. Pero la gente sigue haciéndolo, por dinero.

—¿Cuánto cree que pagó por ella el marchante?

—Yo diría que quizá treinta y cinco o cuarenta mil yuanes. Eso es mucho dinero para un chino, especialmente si el vendedor es de provincias.

—¿Sabe usted qué marchante compró la vasija?

—No. Pero puede que consigas averiguarlo. No será fácil hacer que la gente hable, pero todo tiene un precio; especialmente en estos tiempos. ¡Ah! —los ojos de Pu Yan se iluminaron. Agitó la mano derecha—. Aquí viene mi nieta.

Mei se volvió. La niña de rosa se acercaba con cuidado. Tenía las mejillas sonrojadas del calor del patinaje. Su tórax plano se movía rápidamente de arriba abajo. En cuanto vio a su abuelo con los brazos extendidos corrió hacia él, con su delgada cola de caballo ondeando tras ella.

—Hong Hong, ésta es la señorita Wang, la dama de quien te había hablado.

Hong Hong miró a Mei con sus grandes ojos.

—¿Te apetece una leche de coco? —susurró Pu Yan al oído de su nieta. La cola de caballo asintió.

Pu Yan llamó con la mano a una camarera que pasaba para pedir la bebida y le dijo a Hong Hong que se sentara junto a él.

—¿De qué conoces al viejo Chen? —preguntó Pu Yan, distendiéndose en su silla.

—Es un viejo amigo de mi madre. Fueron al mismo instituto en Shanghai —dijo Mei—. ¿De qué lo conoce usted?

—¿No te lo dijo él?

—No.

Pu Yan se incorporó y empujó su taza a un lado. Mei presintió que iba a contarle una larga historia. A la gente de la generación de su madre y el tío Chen le encantaba hablar del pasado.

—Chen Jitian y yo nos conocimos por las ovejas —dijo Pu Yan muy serio.

—¿Las ovejas?

—¿Has estado en Mongolia Interior?

—No —dijo Mei—. Aunque me gustaría ir algún día.

—Deberías ir. Es un hermoso lugar, en algunos aspectos un lugar desnudo, bueno para el alma. Yo estuve allí durante la Revolución Cultural. Por aquel entonces se nos tildó de apestosos intelectuales. El presidente Mao dijo que necesitábamos reformarnos, así que nos enviaron a campos de trabajo a trabajar con las manos, y con los pies.

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