Read El ojo de jade Online

Authors: Diane Wei Liang

Tags: #Policíaco, #Intriga

El ojo de jade (9 page)

BOOK: El ojo de jade
5.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Mei inspeccionó largamente al viejo. Tenía el pelo escaso y seco como hierba desenraizada; en la cara, una expresión de disculpa perpetua. Regentaba una tienda excesiva llena de cosas que nadie tenía interés en comprar. Aun así, continuaba amontonando más, en la esperanza de que algo le hiciera rico y la gente de altos vuelos tuviera que mirarle con otros ojos. Mei consideró la elaborada forma en que le había regateado el dinero que sostenía en la mano. He aquí un buscavidas con pretensiones, pensó. Hablaba de «conductos» y de «mercancía caliente». A juzgar por su aspecto y el de su tienda, no tenía ni medios ni arrestos para tanto.

—Francamente, no le creí —dijo el viejo—. Ya no quedan antigüedades valiosas de verdad. Mi familia lleva tres generaciones en Liulichang. En los años cincuenta, ellos venían y compraban todo lo que había de valor en las tiendas. Luego la Revolución Cultural se encargó de lo que hubiera quedado —al decir «Revolución Cultural» dejó de frotarse las manos, y por un instante bajó los ojos.

—¿Quiénes son «ellos»?

—El gobierno: museos, universidades, bibliotecas, como quieras llamarlo —dijo—. Hoy en día sólo hay dos formas de conseguir cosas de auténtico valor: ser un ladrón de tumbas afortunado o un ojeador ambulante de antigüedades con suerte. El tipo no era ninguna de las dos cosas.

—¿Cómo lo sabe?

—Los ladrones de tumbas no trabajan solos y normalmente tienen varias cosas que vender. Aquel tipo estaba solo y no tenía más que una pieza. Tampoco era un ojeador. No sabía nada de antigüedades. Lo comprobé: era un profano total.

—¿Sabe usted su nombre o el de su hotel?

El viejo sacudió la cabeza.

—Sólo dijo que era de Luoyang.

—¿Puede decirme qué aspecto tenía?

—Veamos... estatura media, fuerte. Grandes brazos: un obrero, sin duda, de una fábrica quizá. No era mal parecido, salvo por la cicatriz.

—¿Dónde tenía esa cicatriz?

—En el lado izquierdo de la frente, justo encima del ojo. Parecía que alguien le había hecho un buen corte.

El viejo tendió la mano hacia el dinero.

—Una cosa más —dijo Mei—. ¿A quién cree usted que le vendió la vasija?

—No lo sé.

Mei no se movió.

—Está bien; hay un personaje oscuro llamado Wu el Padrino en ese caserón que hay calle abajo. No es buen marchante, pero parece que le está yendo muy bien. Si quieres saber mi opinión, tiene un algo sospechoso.

Capítulo 10

Wu el Padrino estaba de pie en el zaguán de su espaciosa tienda, equilibrando su peso hacia el punto intermedio entre sus dos pies. Contempló a Mei con la mirada vacía. No era un hombre grande, pero sí fuerte de la cabeza a los pies; bien afeitado y con el pelo a cepillo. Mei le echó unos cuarenta y tantos años, aunque era difícil decir si cuarenta y muchos o pocos. No le preguntó quién la enviaba ni por qué; se quedó allí contemplándola despectivamente con una mirada helada.

Ella le había dicho que trabajaba para un rico coleccionista y que quería hablarle de una de sus últimas adquisiciones; luego le enseñó la misma foto que les había mostrado a los otros marchantes.

Wu el Padrino echó una ojeada rápida a la foto y miró a Mei con indiferencia. La amistosa expectación hacia una cliente más se desvaneció en el oscuro vano de detrás de sus ojos.

Mei contempló cómo se acercaba a un joven que estaba detrás de un par de réplicas de jarrones Ming azules. Con las cabezas juntas, la miraron mientras hablaban. Un poco después, los dos hombres se alejaron en distintas direcciones: Wu el Padrino desapareció en la trastienda y el joven se fue derecho hacia Mei. Ella apretó los labios. Sabía que no podía hacer gran cosa para obligarla a irse. A fin de cuentas, era una mujer, bien vestida y poco amenazadora. Pero también sabía que no le quedaba nada que hacer allí, así que se fue.

Del otro lado de la calle había un bazar que vendía cosas pequeñas, como sellos de piedra y joyas antiguas, en bandejas. Los mostradores estaban dispuestos en forma de rectángulos cerrados, dentro de los cuales los vendedores se sentaban en altos taburetes o en sillas plegables.

Mei se quitó el abrigo y se soltó el pelo. Fingió que estaba interesada en comprar litografías, y mientras tanto no le quitaba el ojo a la entrada del sitio de Wu el Padrino.

Era un caserón de dos plantas con una entrada elevada, flanqueada por largas ventanas y un balcón en el primer piso. Las barandillas de las ventanas y del balcón estaban hechas de finos listones de madera, conformando delicados dibujos geométricos que recordaban a los caracteres chinos.

Al cabo de veinte minutos Mei vio salir a Wu el Padrino, vestido con una chupa negra de cuero con el cuello levantado. Se detuvo en lo alto de la escalera y se encendió un pitillo con ademanes lentos y calculados. Mientras lo fumaba, ojeó la calle en ambos sentidos; luego bajó los escalones, volvió a comprobar la calle, escupió entre sus propios pies y giró hacia la derecha.

Mei aprovechó la ocasión, incorporándose a la riada de compradores que derivaban hacia la parte sur de la calle Xinhua, sin despegar la vista de Wu el Padrino.

Un taxi rojo dio un giro de ciento ochenta grados y se paró en la entrada de la zona peatonal. Su luz se apagó y emergieron una mujer china y un hombre blanco. Wu el Padrino agitó el pitillo que llevaba emparedado entre los dedos, haciendo señas al conductor para que diera la vuelta con el taxi. Cuando éste se hubo detenido, Wu el Padrino tiró el pitillo al suelo de un golpe de muñeca y se metió dentro. La luz del taxi se encendió. Con un carraspeo de humo negro arrancó en dirección a la Puerta de la Paz.

Mei corrió hacia su coche.

Los escalones que llevaban a la entrada del Centro Lufthansa estaban invadidos de compradores y bolsas con compras. Por todas partes había confusión: amigos que buscaban a sus amigos, familias que discutían cómo volver a casa. Un hombre zigzagueaba entre la multitud vendiendo los relojes que llevaba en el forro del abrigo. De vez en cuando, un coche de lujo se detenía frente al centro comercial para verter a una chica guapa y su
Dakuan
: su Potentado.

Wu el Padrino se apeó del taxi y subió despacio los escalones, mirando alrededor. Parecía estar buscando algo o a alguien.

Mei continuó hasta el aparcamiento y apagó el motor. En lo alto de la escalera, Wu el Padrino se detuvo. Encendió un pitillo.

Desde un kiosco, un altavoz arrojaba publicidad de la última edición de una guía de la programación televisiva. Los taxistas se disputaban a los pasajeros. Los coches particulares se disputaban las plazas de aparcamiento.

No pasó mucho tiempo hasta que Wu el Padrino se puso en movimiento. Machacó el pitillo con el tacón y en dos zancadas bajó a recibir a un gran coche negro que acababa de detenerse. La puerta del coche se abrió. Un hombre alto con una lustrosa chaqueta deportiva salió de él, seguido de una joven patilarga de la misma estatura.

Los dos hombres se dieron la mano y conversaron. La chica fue presentada. La gente se volvía a mirar a la guapa pareja. El chófer señaló hacia un sitio cercano a la entrada y le dijo algo al hombre, probablemente indicando que esperaría allí. Mientras el coche se iba, Mei se fijó en que era un Audi, y en que tenía matrícula de Pekín.

Wu el Padrino y la guapa pareja entraron en el centro comercial.

Mei salió de su coche para seguirlos.

Capítulo 11

La soledad es lo que nos acompaña hasta el final, pensó Ling Bai, mientras su cuerpo golpeaba el suelo. Oyó el ruido de la porcelana al romperse, primero un sonoro estallido, luego un leve tintineo. La «sopa de flores de tofu» estaba ahora por todo el suelo: blancos pedazos gelatinosos que temblaban encima de un espeso caldo oscuro. Dos panes al vapor cayeron rodando hacia la estantería. Súbitamente el cuarto se llenó de olor a comida.

Ling Bai estiró la mano tratando de agarrar la pata de la mesa, para tirar de ella y acercar el cuerpo al teléfono rojo cubierto con un paño que había en la mesita del vestíbulo. Sentía ya cómo se amortiguaba el dolor en el lado izquierdo de su cuerpo y supo que en unos segundos ya no sería capaz de moverse en absoluto. El corazón le batía con fuerza. Boqueó y boqueó, pero no podía respirar. Se debatió como una mujer que se ahoga pidiendo ayuda.

Yacía con la cabeza sobre el frío suelo. Recordó la primavera que entraba por la ventana de su cocina, abertura de un metro cuadrado en una caja de cerillas de seis pisos. Pensó en la pintura inacabada que tenía en su estudio; era un tema tradicional: un gato jugando con una pelota en un jardín de rocas. Ante ella estaba, contemplando la composición, mientras los panes rellenos de carne se cocían al vapor en el hornillo.

La luz del sol se había colado en la salita. Ahora el día era transparente y ligero. Ling Bai sintió su cuerpo flotar hacia la claridad y la paz del más allá. Cerró los ojos y dejó de luchar.

Sin embargo el dolor, terrenal y pesado, empezó a tirar de ella hacia abajo, para recordarle la oscuridad de la muerte. Ling Bai se contrajo involuntariamente y gimió. No le importaba morir, pero no quería irse antes de ser perdonada.

Capítulo 12

Cuando Mei llegaba a lo alto de las escaleras, su móvil sonó, sorprendiéndola. En lugar de cogerlo empujó la puerta de cristal para entrar en el blanco vestíbulo de una perfumería. Frente a ella, magníficos carteles de Shiseido y Dior. Las vendedoras con su maquillaje perfecto hablaban en murmullos de cremas y carmines. No había ni rastro de Wu el Padrino y sus amigos. Mei miró alrededor con irritación, preguntándose cómo habían podido desaparecer tan rápido y por dónde debería empezar a buscar. Su móvil sonó otra vez.

Esta vez lo cogió, intentando mantener la voz en un susurro:

—¿Quién es?

Era Gupin, gritando. Tenía más acento de lo habitual.

—Cálmate. No entiendo lo que estás diciendo.

—¡Rápido, Mei! A tu madre le ha ocurrido algo.

Veinte minutos más tarde, Mei machacaba el acelerador por las concurridas calles de Chaoyang en su Mitsubishi rojo. A la entrada de la carretera de circunvalación se detuvo, bloqueada en un atasco de taxis y coches particulares que pugnaban por meterse en la autopista. Mei dio un bocinazo largo y ruidoso.

La carretera de circunvalación se abrió como una navaja relampagueante bajo el cielo azul. Mei pasó el Puente de los Tres Principios y otros lugares que recordaba bien de camino al apartamento de su madre.

Años antes, cuando estaba en los últimos cursos de la universidad, hizo una excursión en bici por la costa Este. Había respondido a un anuncio de un tablón del recinto universitario que decía: «Tres estudiantes de doctorado de Ciencias Políticas buscan tres chicas que vayan con ellos en bicicleta para asistir al aniversario del terremoto de Tangshan. Que sean divertidas y aventureras».

Doscientas mil personas habían muerto en aquel terremoto de 1976. Diversión y aventura no eran exactamente las palabras que venían al pensamiento. Pero Mei respondió al reclamo de todas formas. Aquel viaje los llevó a los seis más allá de Tangshan. Tres semanas y ochocientos kilómetros más tarde, dos de las bicicletas estaban para el desguace. Las chicas estaban agotadas. Haciendo señas, detuvieron un camión para que los llevara en el último tramo de su recorrido y llegaron al Puente de los Tres Principios de Pekín cubiertos de picaduras de mosquito y arañazos menores. Ella todavía tenía una foto de los seis, sonriendo triunfantes en el puente, las bicicletas amontonadas en la acera como pura chatarra.

Aquél solía ser para Mei el camino de vuelta a casa. En aquellos tiempos era el símbolo de la recién hallada prosperidad pekinesa. Todavía quedaban campos verdes al norte de la carretera. «¿Dónde está mi casa ahora?», se preguntó Mei. Ella y Lu se habían marchado del apartamento de su madre hacía mucho tiempo. A medida que se construían más alturas, el paisaje que bordeaba la carretera fue adquiriendo formas nuevas e irreconocibles. Lo mismo que sus vidas.

Mei no había conseguido enterarse de qué le había ocurrido exactamente a Mamá. La asistenta, que había telefoneado a la oficina de Mei, estaba histérica. Mei había llamado de inmediato una ambulancia para que fuera al apartamento de su madre; luego marcó el número de la tía Zhao. Ella y el tío Zhao eran vecinos suyos desde hacía casi veinte años.

Pocas palabras se cruzaron cuando la tía Zhao volvió a llamar para contarle a Mei que había llegado la ambulancia y que se iba con ella al hospital.

—Te veré allí —dijo Mei, y colgó.

Salió de la carretera de circunvalación por el Jardín de Poniente y enseguida quedó atrapada en las lentas y estrechas calles del barrio de Haidian. Había tiendas y tenderetes a ambos lados del camino. Centenares de bicicletas se apretaban hacia el centro, llenando a veces por completo los espacios entre los autobuses y los coches. Los carros de caballos se movían despacio, por más que el paisano hiciera chasquear el látigo y gritara «Arre, arre».

Pasado el Palacio de Verano, aparecieron los montes de Poniente. El Gran Canal, guarnecido de blancos álamos, fluía despreocupadamente al pie de la montaña. Ya sin construcciones delirantes ni tiendas abarrotadas. Ya sin la uniformidad de la ciudad. El aire estaba más nuevo y más fresco.

En aquella tranquila ribera, en lo hondo de la sombra de los álamos, recordó Mei a una niñita de unos diez años enfrascada en la búsqueda de setas blancas que habían brotado tras una lluvia cálida.

—Mamá, ¿son éstas las buenas? —corrió hacia su madre, que andaba unos metros por delante, sacudiendo agitada las trenzas, bien abiertos los ojos.

—Son exactamente del tipo que estamos buscando —dijo su madre, guardando las setas con una honda inspiración. Madre e hija tenían un parecido asombroso: la forma de curvar las comisuras de la boca cuando hablaban, la rectitud de la nariz (un punto demasiado afilada, según algunos)...

¡Cómo le sonreía su madre! ¡Qué joven era, qué jóvenes eran las dos! La respiración de Mei se acortó, sus latidos se aceleraron. Apenas podía sujetar el volante. Sentía que las entrañas se le iban a escapar del cuerpo. Le rodaron lágrimas por la cara. Aquellos días felices se desenfocaron en su imaginación.

El Hospital nº 309 era uno de los cuatro hospitales militares de Pekín. Una recepcionista malencarada volvió la vista con reticencia cuando Mei le preguntó dónde estaba la sala de urgencias.

—Primer piso —respondió bruscamente.

BOOK: El ojo de jade
5.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Half of Paradise by James Lee Burke
Pandaemonium by Macallan, Ben
Rabbit at rest by John Updike
Bullfighting by Roddy Doyle
A Series of Murders by Simon Brett
Parker 01 - The Hunter by Richard Stark
Out of Time by John Marsden
The Alpine Betrayal by Mary Daheim