El origen perdido (25 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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Y eso era todo. Daniel ya no había añadido nada más. Buscamos y rebuscamos en el disco duro por si quedaba más información, pero no encontramos ningún otro documento significativo. Ni siquiera dimos con la transcripción de la maldición hecha por «JoviLoom», lo cual nos sorprendió bastante.

—¿Sabéis lo que me explicaba mi madre cuando yo era pequeño? —nos preguntó
Jabba
a
Proxi
(que seguía a lo suyo) y a mí—. Que nosotros no habíamos sido tan bestias con los indios de Sudamérica como los ingleses con los de Norteamérica; que lo único que habíamos hecho era tener hijos mestizos y que, por eso, en el norte, que los mataban, no quedaban más que unos pocos en las reservas mientras que en el sur vivían felizmente como buenos cristianos en sus propios países.

Aunque la madre de
Jabba
era madrileña, la mía también me había contado la misma película cuando yo tenía pocos años. Esa peregrina idea de nuestras madres era, sin duda, el resultado de los planteamientos hispanistas y católicos de la época franquista. Debía de haber sido un argumento repetido hasta la saciedad durante mucho tiempo para acallar nuestras conciencias. Si los ingleses eran peores que nosotros, entonces los españoles no éramos tan malos; podíamos, incluso, y por comparación, ser hasta buenos y haberlo hecho de maravilla. Cataluña no participó junto a Castilla en la conquista de América —el reino de Castilla, lógicamente, quería toda la riqueza, ya que había descubierto el continente—, pero desde el principio, desde el segundo viaje de Colón, los catalanes, aragoneses y valencianos viajamos a las Indias y nos establecimos allí.

—¿Qué dices de toda esta historia de los yatiris,
Jabba
? —le pregunté, alisándome la perilla con la mano.

—No sé, no sé, es... —Se quedó pensativo un momento y, luego, enarcó las cejas, asustado—. ¡Un momento! ¿No tendremos que ir a Tiwanacu para buscar la Pirámide del Viajero, verdad?

A mí ni se me había pasado por la cabeza.

—Pues, ahora que lo dices... —repuse.

Su rostro se ensombreció. La perspectiva de coger un avión le paralizaba. Volaba, desde luego; viajaba a cualquier parte del mundo sin negarse ni poner trabas, pero con el absoluto convencimiento de que iba a morir, de que no volvería a pisar tierra firme. Para él, cada viaje en avión era una aceptación resignada de la muerte.

—Deberíamos estudiar a fondo Tiwanacu —propuso— y localizar la Pirámide del Viajero. ¡Lo mismo la abrieron hace siglos y hoy ya no contiene nada!

—Lo mismo.

Proxi
carraspeó de forma sonora y contundente.

—¿Cuántos mapas de Tiwanacu queréis? —dijo.

—¿Cuántos tienes? —le pregunté, inclinándome sobre el teclado de mi ordenador.
Jabba
hizo lo mismo con otra de las máquinas.

—Tres o cuatro bastante aceptables. El resto no vale nada.

—Lánzalos por la impresora.

—Deja que primero los retoque un poco. Son bastante pequeños y de baja resolución.

—Yo leeré todo lo que haya sobre Tiwanacu —le indiqué a
Jabba
—. Tú busca por Tiahuanacu, Tiahuanaco y el resto de variaciones posibles.

—Yo os ayudaré —apuntó la mercenaria.

La impresora láser estaba escupiendo los pedazos del segundo mapa cuando Magdalena nos avisó de que la comida estaba lista. Llevábamos un par de días frenéticos y todavía teníamos un trabajo impresionante por hacer: la búsqueda de Tiwanacu en internet me había proporcionado más de tres mil trescientos documentos para revisar y
Jabba
y
Proxi
no habían tenido mejor suerte. O empezábamos a aplicar filtros o nos haríamos viejos en el intento. Pero, antes que cualquier otra cosa, había que comer.

Con el café ardiendo en las tazas volvimos al estudio, sabiendo que nos esperaba una tarde muy larga por delante. Regresamos a nuestros años de colegio haciendo trabajos manuales para recomponer los mapas con pegamento y cinta adhesiva y, una vez restaurados, los sujetamos con chinchetas a las paredes para hacernos una mejor idea de lo que era el conjunto arqueológico. Apiñados en el centro, con el norte hacia arriba y el sur hacia abajo, había tres monumentos principales: el más importante del recinto, el más colosal y majestuoso, era Akapana, una gigantesca pirámide de siete escalones con una base de cerca de doscientos metros de largo y algo menos de ancho, de la que actualmente no quedaba casi nada, apenas el diez por ciento de las piedras originales. Según los expertos, había servido como depósito de agua y materiales, y también para celebrar ritos de carácter religioso, aunque en otros lugares leímos que su función principal fue la de observatorio astronómico. Recientemente, los arqueólogos habían descubierto en su interior una compleja red de extraños canales zigzagueantes que habían sido definidos como vulgares cañerías, aunque, claro, volvía a ser sólo una hipótesis. En un primer momento creímos que Akapana podía querer decir Viajero, pero nos llevamos un chasco porque su traducción literal podía significar tanto «Desde aquí se mide» como «Aquí hay un pato silvestre blanco».

—¡Ojalá tuviésemos a Daniel para echarnos una mano! —suspiró
Proxi
.

—Si tuviésemos a Daniel, no estaríamos haciendo todo esto —repuso
Jabba
, y yo asentí.

Sobre Akapana, al norte, se veían dos edificaciones más: una, la de la derecha, muy pequeña, que resultó ser el Templete semisubterráneo —aquel que tenía las paredes llenas de cabezas clavas—, y otra, mucho más grande, que era Kalasasaya, un templo ceremonial a cielo abierto construido con arenisca roja y andesita verdosa, de ciento y pico metros de largo por ciento y pico metros de ancho, edificado a modo de plataforma sobre el suelo y encerrado por un muro de contención en cuyo interior existía un gran patio rectangular al que se llegaba bajando una escalinata de seis peldaños tallada en una sola roca. Por lo visto, este enorme templo estaba construido con bloques de más de cinco metros de altura y cien toneladas de peso, los cuales, según decía la página oficial del Museo de Tiwanaku, habían sido acarreados desde distancias de hasta trescientos kilómetros.

—¡Uf...! ¿Cómo pudieron...? ¡Pero si no conocían la rueda!

—Olvídalo,
Proxi
—le exigí—. No tenemos tiempo para resolver tantos misterios.

—Pues a mí todo esto me suena a las pirámides de Egipto —comentó
Jabba
—. Las mismas piedras ciclópeas, el mismo misterio sobre la forma de moverlas, el mismo tipo de construcción, el desconocimiento de la rueda...

—Y la sangre sagrada —dije, burlándome—. No te olvides de la sangre sagrada. Los faraones egipcios se casaban con sus hermanas porque también tenían que preservar la pureza de la sangre y también se creían hijos del sol. ¿Cómo se llamaba? ¿Atón...? ¿Ra...?

—¡Eso, tú ríete! ¡Pero quien ríe el último ríe mejor!

—Pues escuchad esto... —murmuró
Proxi
, que miraba fijamente su pantalla.

—¿Alguna otra cosa rara? —pregunté.

—He encontrado información sobre un tal Arthur Posnansky, un ingeniero naval, cartógrafo y arqueólogo que escribió más de cien obras sobre Tiwanacu durante la primera mitad del siglo XX. Este arqueólogo estudió las ruinas a lo largo de toda su vida y llegó a la conclusión de que fue construida por una civilización con tecnología y conocimientos muy avanzados respecto a nosotros. Después de medir, cartografíar y analizar todo el recinto, aplicando complicados cálculos y utilizando el cambio en la posición de la tierra respecto a su órbita con el sol, llegó a la conclusión de que Tiwanacu había sido construida catorce mil años atrás, lo que encajaría con la historia de los yatiris.

—Supongo que la arqueología académica rechaza de plano esa teoría —comenté.

—¡Naturalmente! La arqueología académica no puede aceptar que hubiera una cultura superior hace diez mil años, cuando se supone que el hombre vestía con pieles y vivía en cuevas para protegerse del frío de la última era glacial. Pero hay un gran sector de arqueólogos que no sólo la acepta como buena sino que la sostiene contra viento y marea. Por lo visto, el tal Posnansky, que murió hace mucho tiempo, sigue siendo toda una celebridad en Bolivia.

—¿Podría haber sido construida hace catorce mil años? —se asombró
Jabba
.

—Vete a saber... —repuse—. En Tiwanacu todo es muy extraño.

Una vez bajada la escalinata del templo Kalasasaya, se cruzaba una gran puerta de roca maciza y, muy al fondo, a la derecha, se podía divisar la silueta de la Puerta del Sol, con el relieve del Dios de los Báculos y del supuesto plano de la cámara de los sonidos naturales, pero, por unanimidad, decidimos posponer su examen hasta que conociéramos al dedillo los demás restos arqueológicos y, así, andar sobre seguro. Pues bien, bajando la escalinata, en el centro mismo del patio de Kalasasaya, había una extraña escultura humana llamada Monolito Ponce, de unos dos metros de altura, que representaba a un extraño ser de ojos cuadrados. Ciertos arqueólogos, bastante categóricos en su interpretación, afirmaban que era la imagen de un monarca o de un sacerdote, pero lo cierto era que no se sabía. En el patio existían, asimismo, unas curiosas estatuas de hombres, de una etnia desconocida, con grandes mostachos y perillas muy parecidas a la mía.

—Pero, ¿Kalasasaya quiere decir viajero o no? —se impacientó
Jabba
.

—No —le respondió
Proxi
—. Acabo de leer que significa «Los pilares derechos».

—Vaya, hombre.

También el pequeño Templete semisubterráneo, situado al este de Kalasasaya, tenía estelas de hombres con barba.

—Empiezo a pensar —comentó
Jabba
— que hay demasiado barbudo por aquí y, sin embargo, los indios de América no tienen pelo en la cara, ¿verdad?

—Verdad —repuse.

—¡Pues nadie lo diría viendo Tiwanacu!

Pegado al templo Kalasasaya, a la izquierda, había otra pequeña construcción de tamaño similar al Templete semisubterráneo. Era Putuni, «El sitio adecuado», un palacio cuadrangular del que sólo se conservaban algunos sillares de la fachada y el portalón de la entrada que, en el pasado, quedaba sellado por una gran piedra que lo convertía en inexpugnable. Los conquistadores, viendo semejante protección, creyeron que allí se escondían grandes tesoros y provocaron importantes desperfectos sin encontrar absolutamente nada, ya que lo único que había era un montón de oquedades, en forma de cajas de piedra, de un metro treinta centímetros de ancho por uno cuarenta de largo y uno de alto. A pesar de la forma casi cuadrada y del tamaño, los españoles creyeron que eran sepulcros, y Putuni fue conocido desde entonces como el Palacio de los Sepulcros, sin que hubiera pruebas a favor o en contra de tal suposición. Se dio por hecho que, en cada uno de aquellos huecos, había habido una momia con todos los enseres necesarios para su tránsito por el más allá, puesto que los aymaras creían que la muerte era una especie de viaje con billete de ida y vuelta a la vida, algo parecido a la reencarnación. Para ellos, un muerto era sólo un
sariri
, un viajero.

—¡Lo tenemos! —vociferé.

—¡No seas idiota, Arnau! —me espetó
Proxi
con un bufido—. No tenemos nada. Putuni no es una pirámide, ¿vale?

—¿Y el viajero, qué?

—¡
Jabba
, por favor, dile que se calle, anda!

—Cállate,
Root
.

La Pirámide de Akapana, el Templete semisubterráneo, el Templo de Kalasasaya y el Palacio Putuni formaban un núcleo compacto de edificaciones en el centro del área excavada de Tiwanacu pero, dispersas a su alrededor y en mejor o peor estado de conservación, había otras muchas, la mayoría de las cuales ni siquiera aparecían citadas en las páginas sobre el complejo arqueológico ni, por descontado, reflejadas en los planos y mapas. Sin embargo, los nombres de cuatro de aquellos lugares surgían, por aquí y por allá, con alguna frecuencia: Kantatallita, Quirikala, Puma Punku y Lakaqullu. Con desánimo pensamos que, si tampoco alguno de ellos se correspondía con la descripción dada por Daniel en sus delirios, íbamos a tener un grave problema, pues excavar en Tiwanacu era algo que quedaba fuera de nuestras posibilidades, tanto legales, como económicas y de tiempo.

De Kantatallita, o «Luz del amanecer», no quedaba nada, tan sólo algunos vestigios desperdigados por el lugar donde debió de levantarse pero, entre ellos, había una curiosa puerta culminada en arco. Las diversas fuentes afirmaban que Kantatallita había sido un edificio de cuatro paredes orientadas a los cuatro puntos cardinales, con un patio central en el cual, según unos, se encontraba el taller donde trabajaban los arquitectos de Tiwanacu —se habían encontrado maquetas de algunos palacios, adornos y elementos de construcción—, y, según otros, se celebraban ceremonias en honor a Venus, el astro más brillante del cielo después del sol y la luna, conocido también como Lucero del Alba por ser muy visible a esas horas, lo que armonizaba con el nombre del lugar. Además, para confirmar esta segunda teoría, entre los elementos ornamentales allí encontrados destacaban y abundaban los motivos alegóricos a Venus. En fin, quizá servía como templo y como taller a la vez. Nadie podía confirmar una u otra cosa.

Quirikala, o Kerikala, «El horno de piedra», era, supuestamente, el palacio-residencia de los sacerdotes tiwanacotas. Apenas había sido investigado y sólo subsistían algunos muros bastante estropeados que no decían nada. Como muchas de las piedras del resto de los edificios de Tiwanacu, las de Quirikala habían sido utilizadas para construir antiguos edificios en La Paz y en otras ciudades cercanas y, las más pesadas, fueron voladas en pedazos por los barrenos para emplearlas como cascotes en las obras de la vía férrea Guaqui-La Paz (así desaparecieron Putuni, Kalasasaya y la mayoría de las estatuas).

Puma Punku ya era otra cosa. No es que quedara mucho en pie, para variar, pero daba la impresión de haber sido un lugar importante. Puma Punku («La Puerta del Puma») aparecía definida como el segundo templo en importancia después de Kalasasaya, aunque la mayoría de las informaciones la describían como una pirámide idéntica a la de Akapana, igual de gigantesca y majestuosa, con la que formaría una especie de pareja en la distancia porque entre ambas había un kilómetro de separación, con Puma Punku al sudoeste. Según las prospecciones arqueológicas, la pirámide seguía casi entera bajo tierra y, por tanto, susceptible de ser recuperada algún día, cuando hubiera dinero para sacarla. También Puma Punku habría tenido siete terrazas coloreadas alternativamente en rojo, verde, blanco y azul, y, a su alrededor, habría existido un amplio recinto al que se accedía a través de cuatro pórticos, parecidos a la Puerta del Sol, de los que sólo quedaban tres y destrozados, que presentaban relieves con motivos solares. Entre los escombros y fragmentos que, sin orden ni concierto, se esparcían por el lugar, podían verse todavía algunos de los sillares de piedra que habían formado parte del suelo del recinto y que alcanzaban tranquilamente las ciento treinta toneladas de peso, siendo los bloques más colosales extraídos de las canteras de toda Sudamérica. Pero «La Puerta del Puma» albergaba otros secretos que alegraron a
Proxi
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