El origen perdido (29 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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Pero allí estábamos. En Tiwanacu. O, mejor aún, en Taipikala, «La piedra central», un lugar que habíamos investigado tanto que nos parecía conocerlo como nuestra propia casa. Las montañas nevadas seguían rodeándonos, con cumbres inverosímiles entre las que destacaba la del Illimani, un monte sagrado de más de seis mil metros de altitud. Me faltaba la costumbre de mirar a través de espacios tan amplios, ya que, en la ciudad, los edificios limitan agradablemente la vista y, en el trabajo, lo hacen las pantallas de los ordenadores, así que tanta cima blanca en la distancia y tanto cielo despejado me aturdieron un poco. Nuestro taxista, que ostentaba el pomposo nombre de Yonson Ricardo, nos dejó al pie de la entrada principal del recinto y prometió volver por nosotros a la hora de comer; él pasaría la mañana en el cercano pueblito de Tiahuanaco, construido en su mayoría con piedras extraídas de las ruinas.

Agradeciendo el tibio calor del sol en aquella mañana helada, iniciamos el suave ascenso hacia Taipikala. Una barrera de alambre de espino protegía todo el recinto arqueológico hasta donde la vista se perdía. Iba a ser difícil colarse en aquel lugar fuera de las horas de visita. Saqué la cartera para pagar el tíquet de entrada y, entonces, súbitamente, caí en la cuenta de un pequeño detalle:

—¿Y si nos encontramos de narices con la catedrática? —pregunté, volviéndome hacia
Jabba
y
Proxi
, que, bajo la atenta mirada de los dos guardias de seguridad que vigilaban apostados tras la verja, intentaban reunir las monedas para los quince bolivianos por cabeza que costaba el boleto.

Me miraron desconcertados un par de segundos y, luego,
Jabba
se encogió de hombros y
Proxi
, más pragmática, descolgó de un expositor de ventas un sombrero panamá y me lo encasquetó en la cabeza. En aquella cabina de boletos, como rezaba el letrero que había sobre la ventanilla, tenían toda clase de artículos chocantes a disposición de los turistas, desde gorras y gafas para el sol hasta paraguas y bastones que se convertían en sillas plegables.

—Arreglado —dijo—. Recógete la melena y ocúltala bajo el sombrero. No creo que te reconozca si está por aquí.

—No, claro —repuse, cabreado—. Y menos aún si me corto las piernas y mido medio metro menos.

—¡Pero,
Root
, que hoy es sábado y los sábados no se trabaja! Estará en La Paz, tranquilízate.

—Pero, ¿y si está por aquí y me la tropiezo? —insistí.

—Pues la saludas si te da la gana y si no, no —dijo
Jabba
.

—Pero se dará cuenta de que hemos venido buscando lo mismo que ella —objeté, cabezón. El hombre de la taquilla empezaba a impacientarse.

—¡No seas pesado y compra la entrada de una vez! —me gritó
Jabba
—. Ella sólo te conoce a ti y, como nosotros la hemos visto en foto, podemos descubrirla antes de que te vea.

Más calmado por esta idea, pagué y crucé el umbral que daba paso a Tiwanacu. Al instante olvidé todo cuanto hubiera podido pasarme por la cabeza desde el día de mi nacimiento. Taipikala era grandiosa, inmensa, impresionante... No, en realidad era mucho más que eso: era increíblemente hermosa. El viento discurría libremente por aquellos ilimitados espacios cubiertos de ruinas. Frente a nosotros, un camino serpenteante llevaba hacia el Templete semisubterráneo, que se veía como un agujero cuadrado en el suelo de tierra, a la derecha del cual, con unas dimensiones inconcebibles, se encontraba la plataforma elevada del templo de Kalasasaya, del que podíamos distinguir, pese a la distancia, sus bloques de más de cinco metros de altura y cien toneladas de peso. Todo allí era colosal y rezumaba grandeza y energía, y la hierba silvestre que lo cubría no le quitaba ni un ápice de majestuosidad.

—Estoy sufriendo alucinaciones —murmuró la mercenaria mientras caminábamos hacia el Templete—. Me parece estar viendo a los yatiris.

—No eres la única —musité.

Sin hablar, recorrimos la hondonada del Templete, de unos dos metros de profundidad, observando las extrañas cabezas clavas que sobresalían de la pared.
Jabba
fue el primero en detectar algo extraño:

—A ver... —exclamó a pleno pulmón—. ¿Eso que veo ahí no es la cabeza de un chino?

—¡Venga ya! —se burló
Proxi
.

Pero yo estaba mirando en la dirección que señalaba
Jabba
y, sí, aquella cabeza era claramente la de un oriental, con unos ojos oblicuos incuestionables. Dos o tres cabezas más arriba había otra que mostraba rasgos inequívocamente africanos: nariz ancha, labios gruesos... Después de un rato de dar vueltas mirando arriba y abajo, ya no nos cupo la menor duda de que, entre las ciento setenta y cinco cabezas que el librito informativo que habíamos comprado decía que había, se encontraban representadas todas las razas del mundo: pómulos salientes, labios gruesos y finos, frentes anchas y estrechas, ojos saltones, redondos, rasgados, hundidos...

—¿Qué dice la guía de esto? —quise saber.

—Da varias interpretaciones —leyó
Proxi
, que se había apoderado del libro—. Dice que, probablemente, era costumbre de los guerreros tiwanacotas exhibir aquí las cabezas cortadas de los enemigos después de los enfrentamientos bélicos y que, con el paso del tiempo, debieron de hacerlas en piedra para que duraran. También que este lugar podía ser una especie de facultad de medicina donde se enseñaba a diagnosticar las enfermedades que, supuestamente, están representadas en estas caras. Pero, en fin, como no hay pruebas ni de una cosa ni de la otra, acaba diciendo que, lo más probable es que se trate de una simple muestra del contacto de Tiwanacu con diferentes culturas y razas del mundo.

—¿Con los negros y los chinos? —se extrañó
Jabba
.

—Eso ni lo menciona.

—Hijo mío... —dije poniendo una mano paternal en el hombro a mi amigo—, sobre esta ciudad misteriosa no tienen ni puñetera idea, así que tonto el último en dar su versión de los hechos. Ni caso. Nosotros, a lo nuestro.

Era una lástima, pensé, que Bolivia no dispusiera de suficiente dinero para emprender unas excavaciones a fondo en Tiwanacu y era una vergüenza que los organismos internacionales no aportaran los fondos necesarios para ayudar al país en esta tarea. ¿Acaso nadie estaba interesado en descubrir qué se ocultaba en aquella extraña ciudad?

—¿Y el tipo éste con barba? —insistió
Jabba
señalando con el dedo a una de las tres estelas de piedra que se erguían en el centro del recinto. Era la más alta y tenía tallada la imagen de un hombre de ojos enormes y redondos con un gran bigote y una hermosa perilla. Iba vestido con un largo manto y, a ambos lados, se distinguían las siluetas de un par de serpientes que se alzaban desde el suelo hasta los hombros.

—La guía dice que es un rey o un sacerdote principal.

—¡Imaginación al poder! ¿No podrían variar de argumento? Empiezo a aburrirme.

—También dice que lleva esas serpientes porque son el símbolo del conocimiento y la sabiduría en la cultura tiwanacota.

—Entonces, eso es lo que quiere decir el reptil cornudo del interior de la cámara de Lakaqullu.

—Vámonos de aquí —ordené, dando los primeros pasos hacia la escalera para dirigirme hacia Kalasasaya. Éramos cuatro gatos y medio recorriendo las ruinas, más un grupo de escolares que visitaban Tiwanacu acompañados por sus profesores y que armaban un jaleo tremendo a corta distancia de nosotros. Ante tal soledad humana, mi temor a encontrarnos con la catedrática se agudizó: si tantos recursos políticos tenía aquella mujer en Bolivia, con una simple llamada a la policía acusándonos de ladrones de piezas arqueológicas le sobraba para quitarnos de en medio, impidiendo que llegásemos a la cámara antes que ella. Y sería su palabra contra la nuestra.

Subiendo con cautela la gran escalinata de Kalasasaya, fue apareciendo poco a poco frente a nuestros ojos una figura familiar y majestuosa que resultó ser el Monolito Ponce, llamado así por el arqueólogo que lo descubrió, Carlos Ponce Sanjinés. Sin embargo, a pesar de su imponente presencia, que parecía dominar la inmensa explanada del Kalasasaya, nuestras miradas y pasos se dirigieron de manera automática y directa hacia el lejano lindero del templo donde, a la derecha, se divisaba la forma inconfundible de la Puerta del Sol. Toda la historia había comenzado allí, en los relieves de aquella puerta, con la copia hecha a mano por Daniel de la pirámide de tres pisos que servía de soporte al Dios de los Báculos. En aquel momento, sin dejar de caminar y sin poder evitarlo, sentí que se me formaba un nudo en la garganta. ¡Cuánto habría disfrutado mi hermano viendo sus ideas puestas en marcha y sus hallazgos a punto de confirmarse! Casi podía notarlo a mi lado, callado, silencioso, pero con una sonrisa de satisfacción de oreja a oreja. Él había trabajado como un negro para desvelar el secreto de los yatiris y, cuando estaba a punto de conseguirlo, había caído prisionero de sus propios descubrimientos. Algún día, cuando se curase, haría de nuevo aquel viaje con él.

Seguimos avanzando hacia la gran Puerta y, conforme los metros que nos separaban de ella fueron reduciéndose, los tres entramos en una especie de campo magnético que nos atraía con la misma fuerza con que la gravedad nos pegaba al suelo. A la vista de aquella silueta recortada contra el cielo, mi mente dio un salto hasta la noche anterior a nuestro viaje, poco después de pedirle a Núria que nos reservara los vuelos y el hotel. Como aún teníamos tiempo para trabajar un rato antes de la hora de la cena y de que
Jabba
y
Proxi
se marcharan a su casa para hacer los equipajes, reemprendimos la búsqueda de la información sobre la Puerta, que era lo único de Tiwanacu que nos faltaba por investigar. Marc se dedicó a buscar imágenes y a imprimirlas, Lola a investigar al misterioso Dios de los Báculos y yo a recopilar toda la información existente sobre el monumento.

La catedrática me había dicho que la Puerta pesaba más de trece toneladas y así parecían confirmarlo las páginas de internet que hablaban sobre el tema. Las dimensiones ya eran más variadas, aunque, por regla general, rondaban los tres metros de alto por cuatro de largo. Sobre la anchura no encontré discusión: medio metro de forma unánime.

La Puerta del Sol representaba el paso entre ninguna parte y la nada. Su ubicación era absolutamente ficticia y nadie parecía saber su procedencia real: unos decían, por su lejano parecido, que era la cuarta puerta de Puma Punku, la que faltaba, otros que venía de algún monumento desaparecido, otros que de la Pirámide de Akapana... Nadie estaba seguro, pero lo que resultaba un verdadero misterio era cómo una piedra de trece toneladas había podido ser movida de su sitio y dejada caer, boca abajo, en aquel recinto de Kalasasaya en el que hoy se encontraba. El monumento presentaba una grieta ancha y profunda desde la esquina superior derecha del vano hacia arriba, en diagonal, partiendo el friso en dos. La leyenda decía que un rayo era el causante de aquel destrozo pero, aunque las tormentas eléctricas eran frecuentes en el altiplano, difícilmente tal fenómeno hubiera podido ocasionar en un bloque de durísima traquita una resquebrajadura semejante. Lo más probable era que, al caer boca abajo, se hubiera partido, pero tampoco estaba claro.

En la parte posterior de la puerta había cornisas y hornacinas tan perfectamente trabajadas que era difícil comprender cómo podían haber sido hechas sin la ayuda de maquinaria moderna y lo mismo podía decirse del friso de la fachada principal, con su impresionante Dios de los Báculos en el centro. El dios era asunto de
Proxi
, pero, a la hora de leer las descripciones de la Puerta, costaba mucho separar lo que se decía del dios de todo lo demás. De ese modo descubrí que la práctica totalidad de los documentos afirmaba que la figurilla sin piernas representaba a Viracocha, el dios inca, lo que me llevó a plantearme de nuevo la absoluta desinformación que existía sobre la materia. La mayoría de expertos había desechado esta teoría desde hacía tiempo, según me había contado la catedrática, y, sin embargo, pocos eran los que se daban por enterados. El Dios de los Báculos seguiría siendo Viracocha durante mucho tiempo y las cuarenta y ocho figurillas que lo flanqueaban —veinticuatro a cada lado, en tres filas de ocho cada una— continuarían siendo cuarenta y ocho querubines por el mero hecho de tener alas y una rodilla doblada en actitud de carrera o de reverencia. Daba igual que algunas de ellas lucieran hermosas cabezas de cóndor sobre cuerpos humanos: mientras nadie demostrara lo contrario, muchos seguirían viendo en aquellos personajes zoomorfos unos geniecillos alados equiparables en todo a los ángeles.

Algunos de los más reconocidos arqueólogos exponían, sin el menor recato, la extraña teoría de que el friso era un calendario agrícola y de que los personajes del friso no simbolizaban otra cosa que los treinta días del mes, los doce meses del año, los dos solsticios y los dos equinoccios. Quizá fuera verdad, pero había que tener mucha imaginación —o, seguramente, mejores conocimientos que los míos— para aventurar semejante propuesta, sobre todo porque algunos de tales expertos aseguraban también que el calendario de la Puerta del Sol, además de agrícola, podía ser venusino, con doscientos noventa días distribuidos en diez meses.

No obstante, en el momento en que mi escepticismo y mi desconfianza rozaban los límites de lo soportable, me llevé una sorpresa mayúscula. Estaba yo leyendo tan tranquilo cuando tropecé con una afirmación que me chocó. Un investigador llamado Graham Hancock había descubierto que en la Puerta del Sol aparecían representados un par de animales supuestamente extinguidos muchos miles de años atrás, en una época en la que, según la ciencia oficial, Tiwanacu aún no existía. Por lo visto, en la parte inferior del friso, en una cuarta banda de adornos que no me había llamado la atención, podían distinguirse con toda claridad las cabezas de dos Cuvieronius, una en cada extremo de los cuatro metros del dintel y, en algún otro lado, una cabeza de toxodonte. Lo increíble de esto era que ambas especies habían desaparecido de la superficie del planeta —junto con otras muchas en todo el mundo— entre diez mil y doce mil años atrás, al final del período glacial, sin que nadie supiera explicar por qué.

Me levanté de mi asiento y cogí todas las ampliaciones fotográficas de la Puerta del Sol que
Jabba
estaba sacando por la impresora láser. A pesar de distinguir la cuarta banda, no pude ver sino ciertas formas imprecisas de relieves, así que, después de pensar un momento, me dirigí hacia la habitación de mi abuela con la esperanza de encontrar alguna de sus gafas para leer y tuve suerte porque, en la mesilla de noche, tenía dos dentro de sus fundas. De vuelta al estudio con las improvisadas lupas, le pasé una de ellas a
Jabba
, que ya me seguía la pista como un setter que ha olfateado la presa. Al toxodonte, un herbívoro muy parecido al rinoceronte aunque sin cuerno en la nariz, no lo encontramos por ningún lado, quizá porque no supimos verlo, pero a los Cuvieronius, que eran idénticos a los elefantes actuales, los localizamos en seguida, inconfundibles con sus grandes orejas, sus trompas y sus colmillos. Estaban, efectivamente, bajo las columnas tercera y cuarta de geniecillos alados, contado desde los márgenes. Resultaba asombroso contemplarlos, confirmando sin discusión que la Puerta del Sol tenía más de diez mil años de antigüedad ya que era imposible que los artistas tiwanacotas hubieran llegado a ver un elefante en toda su vida porque nunca habían existido en Sudamérica; sólo podía tratarse del Cuvieronius, un mastodonte antediluviano cuyos restos fósiles sí atestiguaban su presencia en el continente hasta su repentina e inexplicable desaparición diez mil o doce mil años atrás.

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