El origen perdido (33 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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—¡Como si eso fuera tan fácil! —me sorprendí—. ¿Dónde demonios...? —Y, de repente, recordé—. ¡Los báculos que venden los yatiris en el Mercado de los Brujos de La Paz!

—Cruza los dedos para que mañana, domingo, funcione el dichoso mercado —refunfuñó
Jabba
.

—Entonces, vámonos —dije—. De todas formas, hoy sólo habíamos venido para examinar el terreno. No estamos preparados para entrar.

—Mañana tenemos mucho que hacer —confirmó
Proxi
, empezando a cruzar la explanada de Kalasasaya en dirección a la salida—, así que llama al celular de Yonson Ricardo y dile que venga a buscarnos.

El domingo por la mañana nos levantamos tarde y desayunamos tranquilamente antes de irnos al mercado que, por suerte, según nos informaron en el hotel, «se desempeñaba» todos los días. Así que nos dirigimos, paseando y disfrutando del sol, hacia la calle Linares, cerca de la iglesia de San Francisco, dispuestos a encontrarnos con los yatiris del siglo XXI, ajenos, al parecer, a su auténtico origen y sus ancestros. El mercado estaba tan abarrotado de gente que apenas podíamos hacer otra cosa que dejarnos llevar por la marea, una marea que, para nuestra desesperación, avanzaba con la lentitud de un glaciar. Tendrían que saber aquellos bolivianos lo que era una tarde de sábado en las Ramblas o en el passeig de Gràcia de Barcelona.

—¿Quiere que le vea su destino en las hojas de coca, señor? —me preguntó desde su tenderete una yatiri de cara redonda y mejillas como manzanas. No dejaba de llamarme la atención la normalidad y alegría con la que circulaba la coca por aquellos lugares. Tuve que recordarme a mí mismo que allí era un producto consumido desde hacía miles de años para evitar el hambre, el cansancio y el frío.

—No, muchas gracias —le respondí—. Pero, ¿tendría bastones de Viracocha?

La mujer me miró de una manera indescifrable.

—Eso son tonterías, señor —repuso; la corriente humana me alejaba—, recuerdos para turistas y yo soy una auténtica kallawaya... una yatiri —me aclaró, creyendo que mi cara de sorpresa obedecía a la ignorancia, cuando era por todo lo contrario: recordaba muy bien cómo la crónica de los yatiris de Taipikala explicaba que los Capacas que marcharon a Cuzco y conservaron su papel de médicos de la nobleza Orejona pasaron a ser conocidos como kallawayas—. Puedo ofrecerle cualquier medicina que usted necesite —siguió diciéndome—. Tengo las hierbas para sanar todos los males, hasta los del amor. Amuletos contra los espíritus malignos y ofrendas para la Pachamama.

—No, gracias —repetí—, sólo quiero bastones de Viracocha.

—Entonces vaya a la calle Sagárnaga —me dijo amablemente—. Allí los encontrará.

—¿Y qué calle es ésa? —le pregunté, doblando la cabeza hacia atrás para mirarla, pero ya no me oía, pendiente de otros posibles clientes que pasaban frente a su tenderete.

Las mesas de los puestos estaban cargadas de productos de lo más variopinto pero en todas abundaban los fetos de llama, que resultaban bastante repugnantes a la luz del sol. Eran como pollos momificados, aunque con cuatro patas y la piel negruzca por el secado o el ahumado. El caso es que se exhibían como trofeos, en grupos, y los puestos más grandes y ricos eran los que más tenían, colocados junto a bolsas de celofán que parecían contener caramelos envueltos en brillantes papeles de colores pero que no eran eso en absoluto, o al lado de botellas que imitaban a las de champán, con una capa de aluminio amarillo o rojo ocultando el tapón, y que resultaban ser de vino espumoso con extrañas mezclas de hierbas, o colgando de ganchos sobre cantidades ingentes de sobrecillos que daban la impresión de contener semillas para plantar flores pero que tampoco eran de semillas sino que escondían mejunjes para hacer hechizos o para escapar de los mismos. En fin, aquello había que verlo para creerlo. Y, al frente de cada puesto, una o un yatirikallawaya, feliz de sus conocimientos y de su lugar en el mundo, consciente del poder sagrado de sus productos.

Proxi
no paraba de tomar fotografías a diestro y siniestro: ahora era un niño aymara que vendía globos llenos de agua y, luego, una anciana que ofrecía tejidos multicolores con diseños muy parecidos, aunque no iguales, a los tocapus con los que antiguamente se comunicaban por escrito sus antepasados.
Jabba
, sin embargo, dispuesto a correr todos los riesgos, se metía en la boca cualquier cosa que le ofrecieran a probar, sin importarle la higiene ni los posibles efectos secundarios. No era probable que cayera enfermo porque tenía un estómago a prueba de bomba, pero yo no y sólo de verle chupetear huesecillos de origen desconocido y tragar pastas de colores inciertos ya me estaba poniendo malo. Por suerte, nada más doblar una esquina, empezamos a ver casetas con artículos diferentes, más de usar que de comer, tales como chullos de lana, muñecos de piernas cortas, collares, colonias baratas, unas figurillas femeninas muy raras...

—¿Has visto eso? —me preguntó
Jabba
, señalando con el dedo las diez o quince pequeñas estatuas que representaban a una mujer embarazada con grandes orejas y cabeza cónica—. ¡Oryana!

—¿Quieren una Madre Orejona? —nos preguntó rápidamente el vendedor, dándose cuenta de nuestro interés.

—¿Madre Orejona? —repetí.

—La diosa protectora del hogar, señor —explicó el yatiri levantando una de aquellas imágenes en el aire—. Cuida del hogar, de la familia y, especialmente, de las embarazadas y de las madres.

—Es increíble —farfulló
Jabba
en voz baja—. ¡Siguen adorando a Oryana después de miles de años!

—Sí, pero no saben quién es en realidad —repuse, haciéndole un gesto al vendedor con la mano para indicarle que me mostrara los muñecos de piernas cortas; uno de aquellos monstruos podía ser el regalo perfecto para Dani.

—¿Quiere el señor un Ekeko, el dios de la buena suerte?

Jabba
y yo nos miramos significativamente mientras el vendedor ponía en mis manos un monigote de plástico que representaba a un hombrecito de raza blanca, con bigote y unas piernas tan cortas como las del Viracocha de Tiwanacu. Y no era de extrañar, pues, según sabíamos, el Dios de los Báculos no era otro que Thunupa, el dios de la lluvia y el diluvio, que había cruzado los siglos convertido en Ekeko. El muñeco llevaba el típico gorro andino de lana, con forma de cono y orejeras, y una espantosa guitarra española entre las manos.

—No irás a comprar eso, ¿verdad? —se alarmó
Jabba
.

—Necesito un regalo para mi sobrino —le expliqué muy serio, pagándole al vendedor los veinticinco bolivianos que me pedía.

—Lo que necesitas es un psiquiatra. El pobre crío va a tener pesadillas durante años.

¿Pesadillas...? No es que el Ekeko tuviera mucha gracia, la verdad, pero estaba seguro de que Dani sabría apreciarlo en lo que valía y que disfrutaría de lo lindo destrozándolo.

—¡Aquí, aquí! —nos llamó de repente
Proxi
, señalando un puesto en el que se veían un montón de bastones de Viracocha.

Sobre la mesa de madera del tenderete, decenas de báculos acabados en cabezas de cóndores se exhibían para su venta y, con gran alegría del yatiri, adquirimos cinco, es decir, todos los que medían entre ochenta centímetros y un metro, ya que ésas eran, a ojo, las dimensiones del Thunupa de la Puerta y de sus báculos originales.

Comimos en un restaurante de la zona y seguimos deambulando como turistas el resto de la tarde, hasta la hora de volver al hotel. Teníamos mucho trabajo, de modo que pedimos que nos subieran la cena a la habitación de
Jabba
y
Proxi
, que era más grande, y nos concentramos en los aspectos prácticos de la tarea que llevaríamos a cabo al día siguiente. Pero antes me conecté a internet para bajar mi correo. Tenía veintiocho mailes, la mayoría de Núria, así que los leí todos y resumí en uno muy largo las múltiples respuestas. Mientras tanto,
Proxi
había enchufado la cámara digital al otro portátil y estaba descargando las fotografías que había tomado en Tiwanacu. Hizo una ampliación a tamaño real de la placa del suelo de Lakaqullu y la imprimió en fragmentos en la pequeña impresora de viaje.

En caso de tener suerte y de que realmente funcionara lo de clavar el báculo en la hendidura del casco de guerrero, lo que venía a continuación era un completo misterio pero, aun así, había ciertos detalles que teníamos claros: circularíamos por corredores que no habían sido pisados en quinientos años, careceríamos de iluminación, quizá nos toparíamos con alimañas o con trampas, y, lo más importante de todo, necesitaríamos llevar el «JoviLoom», porque, en caso de alcanzar la cámara del viajero, de nada nos serviría haber llegado hasta allí si no éramos capaces de leer las planchas de oro. Así que el traductor era imprescindible y, por lo tanto, todas las baterías del ordenador portátil (la original y las de repuesto) debían estar cargadas y listas.

Hicimos una lista con lo que tendríamos que comprar al día siguiente antes de salir hacia Tiwanacu, teniendo muy presente que el material debía ocupar el menor espacio posible para no despertar la curiosidad de los guardias de la puerta, a los que habíamos visto registrando ocasionalmente carteras y mochilas. Según decían las guías, era frecuente que algunos turistas poco escrupulosos intentaran llevarse piedras como recuerdo. La idea de colarnos por la noche, fuera del horario de visita, tal y como habíamos pensado hacer en un principio, la descartamos en seguida porque, después de haber estado allí, los tres coincidíamos en que resultaría un suicidio vagar a oscuras por aquel pedregoso terreno con el riesgo de herirnos o rompernos la crisma. De modo que lo haríamos por la tarde, con luz, aprovechando la soledad de Lakaqullu y la escasa seguridad del recinto.

A la mañana siguiente, recorrimos el centro de La Paz de un lado a otro así como los lujosos barrios residenciales de Sopocachi y Obrajes, en la parte baja de la ciudad, donde había centros comerciales, bancos, galerías de arte, cines... Allí, en tiendas distintas, adquirimos tres linternas frontales de leds marca Petzl, otras tres Mini—Maglite (finas como un bolígrafo y no más largas que la palma de la mano) , un par de delgados rollos de cuerda de espeleología, guantes antiabrasión, unos pequeños prismáticos Bushnell, una brújula Silva modelo Eclipse-99 y unas cuantas navajas multiusos Wenger. Podrá parecer un contrasentido que encontrásemos fácilmente estas marcas tan caras en un país tan pobre y endeudado pero, dejando al margen que Bolivia era un destino típico para alpinistas, resultaba que, por su cercanía con los Estados Unidos, disponía de los mejores y más modernos productos mucho antes, incluso, de que llegaran a España, y eso lo comprobamos con nuestros propios y atónitos ojos en las tiendas de informática de Sopocachi. Otra cosa distinta era que la mayoría de la población pudiera comprarlos —que no podía, obviamente—, pero allí estaban, a disposición de la gente adinerada del país y de los turistas con fondos.

A mediodía regresamos al hotel y llamamos a Yonson Ricardo para preguntarle si, esa tarde, podía volver a llevarnos a Tiwanacu.

—No, no voy a poder —nos dijo sin asomo de pena— porque hoy es feriado para mi equipo de taxis y podría buscarme problemas con el sindicato, pero los voy a dejar en buenas manos, en las de mi hijo Freddy, que les llevará con su coche particular y ustedes le abonan el mismo monto que me dieron a mí el otro día. ¿Les parece bien?

Muy justo no resultaba porque al padre le habíamos pagado por un día completo de trabajo y de aquel lunes ya había transcurrido casi la mitad y, además, Freddy no era taxista, pero no valía la pena complicarse la vida por minucias ni discutir por una cantidad de bolivianos que, en euros, salía ridícula, así que aceptamos.

Freddy resultó un conductor más temerario que su padre pero estábamos tan preocupados por lo que teníamos que hacer que casi nos daba lo mismo que se estrellara contra cualquier viejo vehículo cargado de animales o que nos sacara de la carretera dando vueltas de campana por el Altiplano. Afortunadamente, no ocurrió nada de todo esto y aterrizamos vivos en Taipikala, con nuestros bastones de Viracocha en las manos a modo de graciosos recuerdos, como visitantes que llegaban directamente del Mercado de los Brujos. Nadie nos detuvo ni nos registró las bolsas. Pagamos los boletos y entramos tan campantes, dispuestos, en primer lugar, a echar una mirada a la excavación de Puma Punku para comprobar si la catedrática andaba por allí. Y sí, estaba: pude verla con toda claridad a través de los prismáticos, sentada frente a una mesa, escribiendo en un gran cuaderno. De modo que nos encaminamos hacia Lakaqullu dando un largo rodeo por el Templete semisubterráneo para no ser descubiertos.

En cuanto dejamos atrás el palacio de Putuni, nos quedamos solos en la vasta extensión de terreno que nos separaba de nuestro objetivo. No se veía ni un alma y el viento frío se hizo más fuerte al no encontrar edificios que le impidieran el paso, zarandeando la maleza sin piedad en una dirección y en otra. Caminábamos en silencio, aturdidos por lo que se nos avecinaba, por lo que íbamos a hacer.
Jabba
y
Proxi
se cogieron de las manos; yo, me encerré más y más en mi interior, me hice pequeño dentro de mí mismo, como siempre que sentía miedo. No me asustaba saltarme alguna norma que otra en España, ni dejar mi
tag
en los lugares más protegidos y vedados, ni colarme con mi ordenador en sistemas oficiales para conseguir lo que me hubiera propuesto, pero jamás en la vida se me hubiera ocurrido invadir un monumento arqueológico con riesgo de dañarlo y, encima, en un país extranjero, como era el caso. No tenía ni idea de lo que podría pasar, sentía que no controlaba la situación, y eso me ponía nervioso y me asustaba, aunque no lo exteriorizase en absoluto porque mi paso seguía siendo firme y mis gestos decididos. Con sarcasmo pensé que, en eso, la catedrática y yo nos parecíamos bastante: ambos sabíamos ocultar nuestros verdaderos pensamientos.

La segunda placa con el casco de guerrero la encontramos a la misma distancia de la Puerta de la Luna que la primera, pero en dirección este. Pensamos que sería buena idea localizarla antes de empezar a clavar bastones por si acaso hacía falta hincarlos en las dos a la vez. Era exactamente igual que la otra, aunque mucho más estropeada, y, ya que estábamos, decidimos empezar allí mismo para no perder más tiempo.
Jabba
sujetó con fuerza el bastón más pequeño, el de ochenta centímetros, y lo incrustó despacio en el ojo del animal extraterrestre hasta que el borde de la circunferencia puso el límite y, entonces, la placa, junto con el metro cuadrado de maleza que estaba a su alrededor, empezó a hundirse lenta y silenciosamente con
Jabba
y uno de mis pies encima. Amedrentados, nos echamos hacia atrás de un salto para salir del pequeño ascensor que se perdía en las profundidades de la tierra mientras
Proxi
soltaba una exclamación de júbilo y se agachaba para mirar.

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