El origen perdido (31 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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—No, no nos iremos —atajó ella, muy decidida—. Buscaremos las entradas a la cámara de Lakaqullu y organizaremos la manera de hacerlo, tal y como teníamos pensado, aunque estaremos muy pendientes de la gente que se nos acerque.

En el siguiente cruce de caminos de tierra torcimos hacia la izquierda, dirigiéndonos hacia Putuni, el Palacio de los Sepulcros. Según la guía, allí habían vivido los sacerdotes de Tiwanacu, en unas habitaciones de muros coloreados situadas junto a las extrañas oquedades del suelo. Esta información nos sorprendió bastante porque, según habíamos leído nosotros estando en Barcelona, la supuesta residencia de los Capacas y los yatiris había sido Kerikala, el edificio que íbamos a visitar a continuación. En fin, lo cierto es que tampoco quedaba mucho que ver, pues ni siquiera podía advertirse ya aquella supuesta puerta inexpugnable que confundió a los conquistadores haciéndoles creer que allí se escondían grandes tesoros.

Kerikala fue el penúltimo desengaño, aunque no debería llamarlo así porque, puestos a ser jueces del pasado, también la Acrópolis de Atenas podía considerarse un resto menospreciable de lo que fue en su época de esplendor. Sin embargo, lo que no podía negarse era que, entre conquistadores y oriundos, habían hecho un gran trabajo de sistemática y tenaz destrucción. Quizá el cercano pueblo de Tiahuanaco (especialmente su catedral) y la vía férrea Guaqui—La Paz fueran un motivo de orgullo nacional o tuvieran una función social realmente importante, pero nada justificaba la devastación que habían ocasionado en un lugar tan importante e irremplazable como Taipikala.

Y, por fin, arribamos a Lakaqullu, situado al norte de Kerikala. Apenas podíamos creernos que estuviésemos de verdad allí, aunque ese
allí
se resumiera en dos palabras: un montículo de tierra rojiza con cuatro escalones de piedra que daban a una puerta de andesita verdosa tan simple y falta de adornos que bien hubiera podido salir de cualquier fábrica moderna de ladrillos. A nuestro alrededor el campo aparecía cubierto por matorral alto justo hasta el vallado de espino que rodeaba Tiwanacu. Forzando un poco la vista, tras el cercado se distinguían camiones y autobuses circulando por la carretera.

—¿Esto es todo? —pregunté de mal humor. No sé qué había esperado, quizá algo más vistoso, más bello o, por el contrario, algo tan feo que llamara la atención. De todo lo que habíamos inspeccionado aquella mañana en Taipikala, Lakaqullu era lo más pobre y miserable. No había nada y, cuando digo nada, quiero decir literalmente nada.

Estábamos solos frente a los escalones. El resto de turistas que visitaban el lugar ni siquiera se dignaban acercarse: quedaba lejos del resto de ruinas y, realmente, no había mucho que ver.

—Oye,
Root
—me dijo
Proxi
, desafiante—, ¿tienes los pies en el suelo?

—Claro. ¿Quieres que flote?

—Pues debajo de tus zapatos está el secreto que puede devolverle la cordura a tu hermano.

Me quedé sin reacción.
Proxi
tenía razón: debajo de mis pies, a no se sabía qué profundidad, había una cámara sellada por los yatiris antes de marcharse al destierro y allí se escondía el secreto de su extraño lenguaje de programación. Si alguna esperanza tenía mi hermano de recuperar su vida se encontraba, como había dicho la mercenaria, debajo de mis zapatos. Aquél era un lugar sagrado, el lugar más importante de Taipikala. Los yatiris habían dejado allí muchas cosas valiosas a la espera de regresar algún día o para que sirvieran de ayuda a una humanidad en apuros. Y nadie lo sabía salvo nosotros y, quizá, la catedrática, que había anunciado a bombo y platillo que estaba dispuesta a demostrar al mundo que Lakaqullu era un lugar importante.

—Muy bien —empecé a decir, lleno de una nueva energía—. Vamos a dividirnos. Se supone que por aquí tienen que estar las señales que nos indicarán la entrada a las chimeneas.

—La Puerta es el centro —indicó
Jabba
subiendo los escalones y poniéndose frente a ella al tiempo que abría los brazos y tocaba las jambas con las manos—. Si la pirámide de tres pisos es cuadrada, como leímos, y las chimeneas son dos, como aparece reflejado en el pedestal del dios Thunupa, debemos suponer que la orientación la marca esta puerta. O sea que tú,
Root
, vete hacia la derecha —y con la mano derecha me señaló la dirección— y tú,
Proxi
, vete hacia la izquierda.

—Oye, guapo —protestó ella, poniendo los brazos en jarras—, ¿y qué se supone que vas a hacer tú?

—Vigilar por si viene la catedrática. ¡No querréis que nos pille!, ¿verdad?

—¡Vaya morro que tienes...! —exclamé muerto de risa mientras comenzaba a caminar en línea recta desde el lado derecho de la Puerta de la Luna, hacia el este.

—¡No lo sabes tú bien! —gritó
Proxi
, alejándose en dirección contraria.

Me interné en la maleza, que me llegaba hasta las rodillas, con una molesta sensación de aprensión. Mi hábitat natural era la ciudad, con su contaminación, su cemento y su ajetreo, y mi suelo habitual, el asfalto. El profundo silencio de fondo y el constante canto de las cigarras que atacaban mis oídos no me sentaban bien, como tampoco caminar por el campo pisoteando matojos en los que se advertía la alarmante presencia de bichos desconocidos. Nunca fui un niño que coleccionara escarabajos, gusanos de seda o lagartijas. En mi actual casa de Barcelona no entraba ni una mosca, ni una hormiga, ni ninguna otra clase de insecto, y eso a pesar del jardín, ya que Sergi llevaba buen cuidado en evitarlo. Yo era un urbanícola acostumbrado a respirar contaminación y aire acondicionado, a conducir un buen coche por calles atestadas y a comunicarme con el mundo a través de las tecnologías más avanzadas, de modo que la naturaleza en vivo no resultaba saludable para mi cuerpo. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, dijo Arquímedes; dadme a mí una pista de fibra óptica y un ordenador y desafiaré al mundo o lo cambiaré de arriba abajo, pero no me hagáis caminar por el campo como Heidi porque me sentiré enfermo.

Pues bien, allí estaba yo, arrastrándome entre hierbajos con el espinazo doblado como un esclavo recolector de algodón y separando los matorrales con las manos desnudas para poder examinar el suelo de tierra en busca de algo que se pareciera a un casco de guerrero, un animal extraterrestre o una nave espacial. Vaya tela.

—¡Te estás torciendo, Arnau! —me gritó
Jabba
—. ¡Gira un poco a la derecha!

—Ya podías estar tú aquí, capullo... —mascullé con los dientes apretados, haciendo lo que me decía.

Avanzaba paso a paso, muy despacio, esquivando los cantos de piedra que salpicaban el terreno y que se ocultaban en la maleza, intentando que las descomunales hormigas no me mordieran los dedos.

Habría recorrido apenas unos treinta metros cuando escuché una exclamación a mi espalda y me giré para ver como
Jabba
descendía velozmente los escalones y echaba a correr en dirección a
Proxi
. No lo pensé dos veces y también yo eché a correr como un loco con la esperanza de que a ella no le hubiera pasado nada y de que todo aquel alboroto estuviera motivado porque habíamos encontrado una de las entradas. Cuando les alcancé,
Proxi
estaba inclinada, con una rodilla en el suelo, limpiando con la mano lo que parecía una pequeña placa conmemorativa, una de esas que tienen un texto rimbombante grabado en la piedra.
Jabba
hincó también la rodilla en tierra y yo hice lo mismo, resoplando por el esfuerzo de la carrera. Allí estaba, en el centro de la plancha, nuestro casco de guerrero o nave espacial, el mismo dibujo que aparecía en la pirámide de tres pisos a los pies de Thunupa. Si no hubiéramos sabido que todo aquello obedecía a un propósito estratégicamente ideado quinientos o seiscientos años atrás, la placa nos hubiera parecido uno de tantos fragmentos de piedra de los que alfombraban Taipikala. Sin embargo, a pesar de sobresalir apenas del suelo y de estar oculta por la maleza y cubierta por tierra roja y broza, era, ni más ni menos, la cerradura que nos permitiría (o impediría) descender hasta la cámara de los yatiris.

—Bueno, y ahora ¿qué? —pregunté, limpiando también la piedra con la palma de la mano.

—¿Intentamos levantarla? —propuso
Jabba
.

—¿Y si nos ve alguien?


Proxi
, vigila.

—¿Por qué yo? —objetó ella, poniendo cara de mosqueo.

—Porque levantar piedras —le explicó
Jabba
, con un tono que sonaba paternal— es un trabajo de hombres.

Ella se incorporó despacio y, mientras se sacudía las manos en el pantalón, murmuró:

—Mira que sois idiotas.

Jabba
y yo empezamos a tirar de la placa hacia arriba, cada uno por un lado, pero aquel pedrusco, obviamente, no se alzó ni un milímetro.

—¿Idiotas...? —farfullé, cogiendo impulso de nuevo y estirando—. Idiotas, ¿por qué?

El segundo envite tampoco sirvió de nada, así que, los dos a una, empezamos a empujar hacia un lado, para ver si conseguíamos moverla ya que, a lo mejor, no era muy profunda.

—Porque una clave secreta puede descubrirse empleando la fuerza bruta, como hicimos con la clave del ordenador de Daniel, pero un código sólo puede entenderse usando la inteligencia. Y no necesito recordaros que los yatiris trabajaban con código, listillos. Se trata de un lenguaje, y los idiomas no se aprenden memorizando millones de palabras al azar pensando que, entre ellas, están las de la lengua que queremos aprender, que es lo que, en resumidas cuentas, estáis haciendo vosotros dos en este momento.

Un tanto deslomado, me incorporé para mirarla, llevándome las manos a los riñones.

—¿Qué quieres decir con todo ese rollo?

—Que dejéis de hacer el burro y empecéis a utilizar los cerebros.

Bueno, tenía sentido. Toda aquella historia era un juego de luces y sombras de modo que, efectivamente, emprenderla a lo bestia contra la placa podía no servir de nada.

—¿Y cómo la abrimos? —pregunté.
Jabba
se había sentado en el suelo con las piernas cruzadas, como un buda barrigón.

—No lo sé —murmuró
Proxi
, frunciendo el ceño y fotografiando la placa desde varios ángulos con su cámara—, pero todo está en la Puerta del Sol, así que sería buena idea que volviéramos a examinarla. Tiene muchos detalles a los que todavía no hemos prestado atención.

—El problema es que son casi las horas catorce —dije mirando mi reloj.

Los tres nos quedamos en silencio, pensativos.

—Y yo tengo un hambre terrible —anunció
Jabba
, como si eso fuera una novedad.

—Vámonos —resolvió
Proxi
—. Le diremos a Yonson Ricardo que nos lleve a comer a algún sitio cercano y volveremos esta tarde.

Me incliné para echar sobre la placa la tierra que habíamos quitado, con el fin de ocultarla, y Marc arregló la maleza a guantazos. Después emprendimos el camino hacia la salida.

—¿Os dais cuenta de que se va cumpliendo todo lo que descubrimos en Barcelona? —preguntó
Proxi
con un deje de íntima satisfacción mientras pasábamos frente a la taquilla de boletos.

No le respondimos. Tenía razón y era una sensación fantástica.

Allí mismo nos estaba esperando Yonson Ricardo, con una amplia sonrisa en la boca, apoyado contra una de las puertas de su radio—taxi. Desde luego podía estar contento porque, sin hacer prácticamente nada, ese día iba a ganar un montón de dinero. Así que, cuando le dijimos que nos llevara a comer cerca de allí porque queríamos regresar por la tarde, se le iluminó la cara.

Conduciendo como un loco, para variar, nos llevó hasta el pueblo de Tiahuanaco, a escasos minutos de las ruinas, y lo cruzó como una exhalación. El pueblo era bonito, de casas bajas y aspecto limpio y agradable. Las vendedoras aymaras, con sus voluminosas polleras multicolores, sus mantas con flecos y sus largas trenzas negras saliendo de debajo de sus bombines, menudeaban por las calles vendiendo ajíes secos, limones y papas moradas. Según nos explicó Yonson Ricardo, si las mujeres aymaras llevaban el bombín ladeado significaba que estaban solteras y si lo llevaban bien puesto sobre la cabeza era porque estaban casadas.

—¡La catedral de Tiahuanaco, señores! ¡San Pedro! —nos informó de pronto, mientras pasábamos frente a una pequeña iglesia de estilo colonial con muchas bicicletas aparcadas junto a su verja.

Naturalmente, apenas tuvimos tiempo de echar una ojeada porque, para cuando había terminado de gritar, ya estábamos a bastante distancia. Me hubiera gustado visitarla para comprobar si sus piedras guardaban restos de antiguas tallas tiwanacotas, pero Yonson Ricardo, levantando una gran polvareda de tierra, ya estaba deteniendo el auto frente a una casita color ocre que, con letras blancas pintadas en la fachada, se anunciaba como «Hotel Tiahuanacu». En el muro exterior, se exhibía un gran cartel de Taquiña Export, la cerveza más famosa de Bolivia.

—¡El mejor restaurant del pueblo!

Cruzando las miradas para comunicarnos discretamente las serias dudas que albergábamos al respecto, descendimos del coche y entramos en el local. Yonson Ricardo desapareció en la cocina del restaurante después de presentarnos a don Gastón Ríos, el propietario del hotel, quien, muy amablemente, nos acompañó hasta una mesa pequeña y nos recomendó la trucha a la plancha. El sol entraba por las ventanas y el salón-comedor estaba bastante lleno de gente que charlaba con mucha animación, produciendo un molesto ruido de fondo que nos obligaba a hablar a gritos.

—Parece que nuestro taxista saca su comisión en la cocina por traer aquí a los turistas —vociferó
Proxi
, con una sonrisa.

—En este país tienen que espabilarse —dije yo—. Son muy pobres.

—Los más pobres de toda Sudamérica —asintió ella—. Mientras estabais enfermos de soroche, estuve leyendo los periódicos y resulta que más del setenta por ciento de la población vive por debajo del umbral de la pobreza. Los gobiernos dictatoriales que tuvieron durante los años setenta dispararon la deuda externa por encima de los cuatro mil millones de dólares, pero lo más fuerte es que ese dinero no se destinó al país, sino que, según un tipo
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que salía en un artículo, casi las tres cuartas partes fueron depositadas en cuentas personales de bancos norteamericanos. Por lo tanto, desde entonces, los bolivianos pagan más impuestos, han perdido sus trabajos, apenas tienen cobertura sanitaria, no reciben educación, etc., y todo para devolver un dinero que se quedaron cuatro mangantes. Los más pobres de todos, los que viven en la miseria más extrema, son los indígenas, a los que no les queda más remedio que dedicarse al cultivo de la coca para sobrevivir.

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