El origen perdido (51 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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Me sentí como un auténtico imbécil colgando de la hamaca en una postura realmente ridícula, pero yo también me reí cuando puse los pies en el suelo y mi ritmo cardíaco volvió a la normalidad. El pobre animal había echado a correr tronco arriba tan rápido como un bólido en cuanto salté.

—¿Se han fijado que tenía dos colas? —comentó Efraín, encendiendo un nuevo fuego para preparar el desayuno.

—¡Era repugnante! —exclamó Lola con la grima pintada en la cara.

—Estos gecos suelen tener dos colas —nos explicó el arqueólogo mientras Marta ponía a calentar el agua— porque, como se les cae con mucha facilidad y les aparece otra en seguida, cualquier pequeño corte o rasgadura en la primera hace que les salga la segunda.

—¡Qué asco, por favor! —casi gritó Lola—. ¿Podemos cambiar de tema?

—Vaya manera de empezar el día —dije, solidarizándome.

Marc ya estaba masticando sus galletas de cereales con chocolate.

—Pues a mí me parecía bonito —farfulló—. Me hubiera gustado fotografiarlo para ponerlo de fondo de pantalla en mi ordenador del despacho.

Llevábamos nuestra cámara digital y Efraín había traído también la suya, pero si alguien hubiera sacado alguna de ellas de la mochila para satisfacer el insano deseo del gusano intergaláctico, hubiera sido capaz de matarlo. Las cámaras estaban reservadas para nuestro encuentro con los yatiris y no para fotografiar animales repugnantes.

—Tú no estás bien de la cabeza —le dije a Marc con desprecio—. Sobre tus piernas tenía que haber dormido el lagarto. Ya veríamos el gusto que te daba recordarlo cada mañana al encender el ordenador.

—Yo siempre guardo buen recuerdo de quienes han compartido mi cama —declaró, en broma.

—Sólo habla de mí —nos aclaró Lola, suspirando con aburrimiento.

Aquel día avanzamos a buen ritmo, de modo que completamos un total de veintidós kilómetros. Los dolores musculares desaparecían andando y las manos se iban cubriendo de callos allí donde antes había habido dolorosas ampollas. Mis uñas estaban rotas y negras y la tierra mezclada con el sudor empezaba a tiznarme la piel con un color pardo que ya no se iba ni con el agua de los ríos y lagunas sin nombre que encontrábamos a nuestro paso. Tampoco se notaban ya los pies hinchados dentro de las botas ni el peso inhumano de las mochilas en los riñones y los hombros. A todo se acostumbra uno.

El sábado, cuando, según nuestros cálculos, nos encontrábamos ya a pocas jornadas de la meta —habíamos recorrido más de sesenta kilómetros y estábamos en territorio inexplorado—, el paisaje se transformó de manera misteriosa: los árboles se hicieron mucho más grandes, alcanzando los treinta o treinta y cinco metros de altura, formando un toldo impenetrable que nos obligaba a caminar en una penumbra agobiante en la cual todo era frío y oscuro y en la que no había señales de vida animal, aunque era tanta la profusión de plantas trepadoras, lianas y enredaderas que apenas se distinguían los troncos, muchos de los cuales ya superaban los tres metros de diámetro en la base, es decir, que eran unos auténticos gigantes de la selva. Las flores desaparecieron, dejando un paisaje pintado exclusivamente con tonalidades de verde, y el suelo se cubrió con una alta y enmarañada maleza llena de espinos que nos rasgaban la piel y los pantalones, convirtiendo el tejido cortavientos HyVent y el forro antisudor en penosos jirones. Nos atamos pañuelos en las piernas para no herirnos, pero fue inútil, pues las agujas de aquellas plantas eran como hojas de bisturí. Todo adquirió el tono sombrío de una naturaleza a la que no parecían agradarle las visitas, si es que acaso, pensaba yo, se podía utilizar aquella comparación tan humana respecto a algo tan extraño como aquel entorno. Incluso el olor cambió, volviéndose mohoso y con aromas de vegetación corrompida.

El domingo todavía fue peor, puesto que los árboles parecían aproximarse entre ellos buscando la manera de cerrar los caminos. Llevábamos puesta toda la ropa que habíamos traído, e incluso las toallas las habíamos anudado alrededor de la cara, los brazos y, fundamentalmente, las piernas, pero resultaba imposible sustraerse a las heridas. Aquel bosque parecía estar expulsándonos, avisándonos de que nos convenía dar la vuelta y regresar por donde habíamos venido.

Esa noche, sentados en torno al fuego, cubiertos por pequeñas manchas de Betadine como si fuéramos una nueva especie de animal de piel moteada, comentábamos asombrados lo penoso que debía de haber resultado a los yatiris cruzar aquella espesura cargados con todas sus posesiones y acarreando a sus familias. Era casi imposible de imaginar una proeza semejante. Ninguno de nosotros podía explicárselo.

—Quizá nos estamos equivocando de camino —insinuó Marc, removiendo con una ramita verde las brasas de la hoguera. Habíamos trabajado duramente para despejar de maleza aquella pequeña zona de terreno y limpiarla de toda clase de insectos y víboras.

—Te aseguro que seguimos la ruta correcta —le garanticé, comprobando el GPS—. No nos hemos desviado en absoluto del itinerario trazado por el mapa de la Pirámide del Viajero.

Efraín, que todavía conservaba en las manos su plato con parte de la cena (arroz con verduras en conserva), sonrió ampliamente:

—¿Se dan cuenta de que mañana o pasado, a más tardar, nos vamos a encontrar con ellos?

A todos se nos dibujó un gesto de satisfacción en la cara.

—¿Habrán construido una ciudad como Taipikala en mitad de un sitio como éste? —preguntó Gertrude con los ojos brillantes.

—Estoy impaciente por averiguarlo —comentó Marta, dejándose caer cómodamente sobre su mochila—. Si lo han hecho debe de ser un lugar impresionante... y vivo —añadió, demostrando cierta emoción—. Sobre todo, vivo. Creo que sería la satisfacción más grande de mi vida entrar en una Tiwanacu habitada y rebosante de actividad. ¿Qué dices tú, eh, Efraín?

—No sé... —repuso él con una sonrisa pueril en el rostro—. Sí, creo que yo también me sentiría como el rey del mundo: ¡El primer arqueólogo en tener la oportunidad de hacer un viaje en el tiempo! Tiwanacu vivo... No sé, la verdad. La idea me sobrepasa.

—No quiero ser aguafiestas —les interrumpió Lola desatándose los cordones de sus botas—, pero, ¿han pensado cómo hubieran podido traer hasta aquí piedras de cien toneladas? No es por nada, pero dudo mucho que haya canteras de andesita por esta zona.

—Tampoco las hay cerca de Tiwanacu —protestó Marta—. Para construir aquel lugar en el Altiplano tuvieron que transportarlas desde muchos kilómetros de distancia.

—Sí, pero, ¿y la selva? —insistió mi amiga, tozuda—. ¿Y los conquistadores? Alguien hubiera visto pedruscos de dimensiones imposibles internándose en la espesura, sin contar con que tenían que traerlos por sitios como éste.

—Un colega mío —dijo Efraín—, famoso arqueólogo boliviano, expuso una muy buena teoría sobre cómo consiguieron los tiwanacotas mover esas impresionantes rocas. Según los estudios realizados por él, dos mil seiscientos veinte obreros podrían arrastrar una pieza de andesita de diez toneladas utilizando largas cuerdas de cuero fabricadas con no recuerdo cuántas pieles de vicuña y haciéndolas deslizarse sobre un suelo cubierto por unos cuantos millones de metros cúbicos de arcilla.

—¡Ah, bueno! —dejó escapar mi colega Marc, exagerando el alivio que le había producido la noticia—. ¡Entonces todo resuelto! Cogemos a todas las vicuñas del Altiplano, las matamos para obtener el cuero necesario para fabricar larguísimas y recias cuerdas a las que puedan agarrarse dos mil seiscientas veinte personas, que, además, tienen que transportar también arcilla suficiente como para cubrir el monte Illimani más los miles de litros de agua que hacen falta para ir humedeciéndola y, caminando sobre ese barro resbaladizo, arrastran, durante ochenta o cien kilómetros, una roca de diez toneladas de peso, de las cuales había, no una, sino miles en Tiwanacu. —Suspiró y siguió removiendo pacíficamente la hoguera—. Bien, sin problemas. Ahora lo entiendo.

—Esa imagen me recuerda a las películas de Hollywood —dije yo— en las que miles de esclavos judíos arrastraban a golpe de látigo los pedruscos para construir las pirámides de Egipto.

—Bueno, eso es falso —comentó Efraín—. Los descubrimientos más recientes afirman que en Egipto no existió la esclavitud.

Me quedé sin reacción al oír a Efraín. Todavía recordaba a Charlton Heston haciendo de Moisés en
Los Diez Mandamientos
y arrancándole de las manos el látigo al capataz egipcio que golpeaba a los esclavos judíos.

—Pero esas cuentas de los dos mil seiscientos obreros no sirven para las piedras de cien toneladas de Tiwanacu, ¿verdad? —preguntó Lola, insegura.

—No, claro que no —repuso Marta—. Esas cuentas no explican cómo pudieron transportarse ni las de cien toneladas ni las de ciento veinte. Ni siquiera las de cincuenta o treinta. Es sólo una teoría, pero la más aceptada a falta de otra mejor. Aunque no se sostiene mucho.

—Por lo tanto —prosiguió la mercenaria, pensativa—, si realmente nadie sabe cómo las movieron, quizá pudieron traerlas a la selva.

—Bueno, lo cierto es que eso esperamos —convino Marta sonriente.

—Habrá que verlo —murmuré, disimulando un bostezo.

—Ya no queda mucho, compadre —me dijo Efraín con gran convicción.

Y no quedaba. Tras un domingo y un lunes de pelea a brazo partido con los matorrales y los tallos leñosos y flexibles de las plantas trepadoras que unían los árboles entre sí en un abrazo siniestro, el martes a media mañana, repentinamente, el sotobosque se hizo menos denso y los troncos se distanciaron lo suficiente como para dejarnos avanzar sin utilizar el machete. Hasta el sol parecía colarse con facilidad entre las altas copas, tocando el suelo con sus largos y delgados brazos bajo los cuales nos encantaba pasar. Parecían dibujarse caminos frente a nosotros, unos caminos que, aunque nos parecieron anchos y despejados desde el principio, no dejaban de ser estrechas sendas que se fueron engrosando, dirigiéndonos hacia un bosque cada vez más claro.

De repente, tropecé con algo. Extendí los brazos en el aire para mantener el equilibrio y terminé apoyándome en la espalda de Efraín.

—¡Arnau! —exclamó Marta, sujetándome velozmente por las correas de la mochila.

—Casi me mato —gruñí, mirando el lugar donde había perdido pie. El agudo pico de una piedra claramente tallada por mano humana sobresalía del suelo. Todos se agacharon para examinarlo.

—Estamos muy cerca —remachó Efraín.

Apenas cincuenta metros después nos topamos con una muralla baja cubierta por un tupido musgo verde y fabricada con grandes piedras acopladas unas con otras de manera similar a las piedras de Tiwanacu. Los gritos de una familia de monos aulladores nos sobresaltaron.

—Hemos llegado —anunció Lola, adelantándose para colocarse junto a mí.

—¿Y los yatiris? —preguntó Marc.

No se oían otros ruidos que los de la selva y, por descontado, ninguna otra voz humana aparte de las nuestras. Tampoco se veía a nadie; sólo aquella muralla verde derrumbada en alguno de sus puntos. Un negro presagio empezó a rondarme la cabeza.

—Sigamos —masculló el arqueólogo, tomando la senda hacia la derecha.

—Un momento, Efraín —exclamó Gertrude, que había dejado caer su mochila al suelo y la estaba abriendo con gestos hábiles y rápidos—. Espere, por favor.

—¿Qué pasa ahorita? —masculló aquél, con gesto de impaciencia.

Gertrude no le contestó, pero extrajo de su mochila algo parecido a una tarjeta de crédito y la izó en el aire para que la viéramos.

—Pase lo que pase —dijo muy seria—, tengo que grabar las voces de los yatiris.

Y, diciendo esto, se sacó del pantalón un extremo de la camisa y se adhirió la diminuta grabadora gris a la piel lechosa del vientre. Parecía uno de esos parches para dejar de fumar que se ponen los adictos a la nicotina para desengancharse, sólo que un poco más grande.

—Por si no se dejan, ¿verdad? —comentó Lola.

—Exactamente. No quiero correr riesgos. Necesito sus voces para poder estudiarlas.

—Pero, ¿graba con buena calidad?

—Es digital —le explicó Gertrude—, y sí, graba con muy buena calidad. El problema son las pilas, que sólo duran tres horas. Pero con eso tendré bastante.

A pocos metros de distancia encontramos una entrada. Tres puertas idénticas a la Puerta de la Luna de Lakaqullu se unían formando un pórtico de tamaño verdaderamente ciclópeo que se mantenía en perfecto estado. En la parte superior del vano del centro, el más grande —de unos cuatro metros de altura—, podía adivinarse un tocapu a modo de escudo nobiliario, pero el musgo que lo cubría no permitió que ni Marta ni Efraín pudieran identificarlo. El lugar estaba completamente abandonado. Los yatiris se habían marchado de allí hacía mucho tiempo, pero sólo Gertrude se atrevió a expresarlo en voz alta:

—No están —dijo, y fue suficiente para que todos aceptáramos aquella verdad que nos estaba torturando el cerebro.

—Ya puedes guardar la grabadora —murmuró Efraín, contrariado.

No, los yatiris no estaban. La extraña ciudad que se adivinaba al otro lado de la entrada —de factura claramente tiwanacota— era una completa ruina, comida por la vegetación y devastada por el abandono. Sin embargo, pese a saber que en ella no íbamos a encontrar nada, cruzamos la entrada y seguimos avanzando en silencio por una especie de calle a cuyos lados todavía se erguían casas de dos pisos construidas con grandes bloques perfectamente unidos sin argamasa. Muchas estaban desplomadas pero otras conservaban incluso los tejados, fabricados con losas de piedra. Y todo de color verde, un verde brillante que relumbraba bajo la luz del sol por las gotas de humedad.

Seguirnos calle abajo hasta llegar a una plaza cuadrada de grandes dimensiones, construida, probablemente, a imitación del templo Kalasasaya. En el centro, un enorme monolito apoyado sobre un pedestal de roca negra reproducía al típico gigante barbudo de Tiwanacu. En esta ocasión, sin embargo, advertimos un mayor parecido con el Viajero que descansaba en la cámara secreta de la pirámide de Lakaqullu: más de tres metros de altura, ojos felinos, grandes orejas adornadas con las piezas circulares y planas que los aymaras y los incas se insertaban en los lóbulos y cabeza en cono provocada por la deformación frontoccipital. Los yatiris habían estado allí, de eso no cabía la menor duda, y habían pasado el tiempo suficiente como para levantar una nueva y hermosa ciudad al estilo de la que abandonaron en el Altiplano. Estelas de piedra como las de Tiwanacu se distinguían también diseminadas por la plaza, mostrando en relieve imágenes de seres antropomorfos con barba que miraban hacia las cuatro calles que se abrían en los ángulos de la plaza, siendo una de ellas por la que nosotros habíamos entrado.

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