El origen perdido (46 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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No era tan fácil de hacer como de decir. Los planos cartográficos del ejército eran grandes como sábanas y, en comparación, nuestras ampliaciones parecían servilletas, de modo que tuvimos que volver a imprimir a un tamaño superior, y por partes separadas, el boceto sacado de la lámina de la cámara para no volvernos locos ni quedarnos ciegos. Cuando, por fin, logramos nuestro objetivo, tuvimos que poner una lámpara en la parte inferior de la gran mesa de comedor, que tenía la superficie de cristal, para poder apreciar bien la ruta y dibujarla con un lápiz sobre el mapa militar. Claro que resultó mucho más sencillo, por la claridad, en cuanto entramos en una de las zonas blancas de vacío geográfico más grandes de Bolivia, porque se veía perfectamente la raya negra del boceto que avanzaba sin misericordia hacia el interior de aquella nada para ir a detenerse en el perfectamente visible triángulo abolsado; una pirámide minúscula en un desierto gigantesco.

—¿Qué territorio es éste? —pregunté, desalentado.

—¡Pero, hijo, Arnau! —me amonestó Lola—. ¿Es que no ves con suficiente claridad el aviso «Sin datos» que hay en el centro?

—Claro que lo veo —declaré—. Pero, aun así, esta zona del país recibirá algún nombre, ¿no es cierto?

—Bueno, claro —me respondió Efraín, calándose las gafas e inclinándose sobre la mesa—. Está al noroeste del país, entre las provincias de Abel Iturralde y Franz Tamayo.

—¿Es que aquí las provincias llevan nombres de personas? —se extrañó Marc.

—Muchas, sí —le aclaró Gertrude con una sonrisa—. Algunas fueron bautizadas a la fuerza durante la dictadura. Franz Tamayo era, hasta 1972, la famosa tierra de Caupolicán.

—¡Ah, carajo, ya lo veo claro! —exclamó de pronto el arqueólogo, incorporándose—. Nuestro camino de indios yatiris se interna en el parque nacional Madidi, una de las reservas naturales protegidas más importantes de toda Sudamérica.

—¿Entonces por qué está en blanco todo esto? —preguntó Lola señalando el enorme vacío geográfico—. Si se trata de un parque nacional, debería conocerse el interior.

—Se lo acabo de decir, Lola —insistió el arqueólogo—. Es una reserva natural protegida de unas dimensiones descomunales. Mire lo que pone aquí: diecinueve mil kilómetros cuadrados. ¿Sabe cuánto es eso? Muchísimo. Una cosa es que, sobre plano, se marquen límites figurados y otra muy distinta, que se haya puesto el pie allí. Además, no toda esta
Terra Incognita
forma parte del parque, observe que, a la fuerza, un parque nacional boliviano debería terminar en sus fronteras con otros países pero aquí se ve con toda claridad que el territorio desconocido se extiende también hacia el interior de Perú y Brasil. Y vea, fíjese en este fino ribete al comienzo del parque que se encuentra fuera del vacío geográfico. Esa zona sí se conoce.

—Ahí sólo se ve selva —objetó Marc.

—¿Y qué otra cosa quiere en un parque natural amazónico? —le respondió Marta señalando a continuación Tiwanacu sobre el mapa del ejército—. De modo que los yatiris se marcharon de Taipikala en torno a 1575, fecha en la que Sarmiento de Gamboa tiene acceso, no sabremos nunca como, a la información de su ruta de huida. Antes de eso, estaban muriendo a causa de las enfermedades que los españoles habíamos traído de Europa y vivían repartidos y ocultos en las comunidades agrícolas del Altiplano, confundiéndose con los campesinos. —El dedo de la catedrática fue perfilando con delicadeza la línea dibujada por el lápiz en el mapa del ejército—. Se marcharon en dirección a La Paz, pero no llegaron a entrar, encaminándose hacia los altos picos nevados de la cordillera Real y cruzándolos aprovechando la cañada formada por la cuenca del río Zongo hasta su desembocadura en el Coroico, que les llevó hasta las minas de oro de Guanay. Desde allí continuaron el descenso hacia la selva siguiendo el cauce del río Beni. Quizá utilizaron embarcaciones o quizá no, es difícil de saber, aunque la ruta, desde luego, está trazada siguiendo siempre cursos de agua.

—Pero los conquistadores hubieran descubierto fácilmente un grupo de barcos cargados de indios —comentó Lola.

—Sin duda —convino Marta, y tanto Efraín como Gertrude asintieron con la cabeza—. Por eso es difícil imaginar cómo pudieron hacerlo, si es que realmente lo hicieron. Además, recordemos la frase de Sarmiento de Gamboa:

«Dos meses por tierra.» Quizá se marcharon a pie, simulando una caravana comercial para justificar las llamas cargadas de bultos, o quizá lo hicieron en pequeños grupos, en pequeñas familias, aunque eso hubiera sido mucho más peligroso, sobre todo en el interior de la selva. Vean cómo la ruta abandona aquí el río Beni y se interna en plena jungla, en territorio desconocido.

—Toda esa zona está dentro del Parque Nacional Madidi —comenté yo—. ¿Se puede entrar allí?

—No —dijo tajantemente la doctora Bigelow—. Todos los parques tienen una normativa muy estricta respecto a ese punto. Para poder entrar se necesitan unos permisos especiales que sólo se consiguen por razones de estudio o investigación. Ahora están abriendo un poco la mano porque el ecoturismo y el turismo de aventura en estas zonas naturales empiezan a ser unas fuentes importantes de recursos incluso para las comunidades indígenas, pero los visitantes sólo pueden entrar con autorización y únicamente para recorrer unas rutas prefijadas que no se adentran demasiado en la jungla y que no presentan excesivos peligros.

—¿Qué tipo de peligros? —quiso saber Marc, con interés patológico.

—Caimanes, serpientes venenosas, jaguares, insectos... —enumeró Gertrude sin inmutarse—. ¡Ah, por cierto! Van a tener que vacunarse —dijo, mirándonos a los tres—. Deberían ir ahora mismo a una farmacia a comprar las jeringas y, luego, acercarse al Policlínico Internacional, que no está muy lejos, para que les pongan las vacunas contra la fiebre amarilla y el tétano.

—¿Tenemos que comprarnos las jeringuillas? —se asombró mi amigo.

—Bueno, las vacunas son gratuitas, pero las jeringas hay que llevarlas en mano.

—¿Y tenemos que ir ahora? —me desmoralicé.

—Sí —repuso Gertrude—. Cuanto antes, mejor. No sabemos cuándo tendremos que marcharnos, así que no conviene demorarnos. Yo les acompaño, si quieren. Estaremos de vuelta en treinta minutos.

Mientras recogíamos nuestras cosas y, conducidos por la doctora Bigelow, salíamos de la casa en dirección a una farmacia, me volví para mirar a Efraín y a la catedrática:

—Vayan pensando cómo demonios vamos a explicar la investigación que queremos hacer en el Parque Madidi para que nos den los permisos de entrada.

—Pues, se lo crea o no —me respondió el arqueólogo calvo—, eso era lo que tenía en mente.

Nos dejamos pinchar como benditos en el Policlínico Internacional, un sitio que me dio muy mala espina hasta que comprobé que las medidas higiénicas eran aceptables. Entonces estiré el brazo convencido de que no moriría de una infección o un absceso, aunque muy poco seguro respecto a los efectos secundarios de las vacunas. La del tétano ya me la había puesto un par de veces a lo largo de mi vida (aunque sólo la primera dosis), y no recordaba que me hubiera provocado reacción, pero la de la fiebre amarilla me preocupaba bastante, incluso después de saber que sólo podía causarnos un poco de dolor de cabeza y algunas décimas. De hecho, me sentí enfermo el resto del día, aunque debo admitir que sólo cuando lo pensaba.

Volvimos a casa de Gertrude y Efraín y, como ya era casi la hora de comer, fuimos a un restaurante cercano. Cuando ya íbamos por el segundo plato —carne de llama estofada—, volví a plantear el problema que me martilleaba la cabeza:

—¿Han pensado cómo vamos a obtener los permisos?

Marta y el arqueólogo se miraron de reojo antes de responder.

—No vamos a pedirlos —indicó él, dejando los cubiertos apoyados en el plato.

Fue su mujer, Gertrude, quien saltó como si la hubiera picado un escorpión:

—Pero... ¡Por Dios, Efraín! ¿Qué estás diciendo? ¡No se puede entrar sin permiso!

—Lo sé, linda, lo sé.

—¿Entonces...? —el tono de la doctora Bigelow era apremiante.

—No se ponga usted así, che —le respondió él, utilizando de pronto un extraño tratamiento de respeto que, en realidad, en Bolivia era la forma más cercana e íntima para dirigirse a un familiar—. Ya sabe que no nos los darían.

—¿Cómo que no? —objetó ella, utilizando la misma fórmula—. Sólo tiene que contar a sus amigos del ministerio la investigación sobre los yatiris.

—¿Y cuánto tiempo cree que tardaría en salir en la prensa? Usted sabe igual que yo cómo son las cosas aquí. Antes de que nosotros llegáramos a la entrada del parque, ya habría cien arqueólogos rastreando la zona y la historia de los yatiris sería portada en todos los periódicos.

—Pero, óigame, Efraín, no podemos meternos en la selva sin que nadie lo sepa. ¡Es una locura!

—Estoy de acuerdo contigo, Gertrude —apostilló Marta, interviniendo en la conversación—, y ya se lo he dicho a Efraín. Además, necesitaríamos guías indígenas que conocieran la jungla y ellos tres —e hizo un gesto con la barbilla hacia Marc, hacia Lola y hacia mí—, no han estado nunca allí, no saben lo que es el «Infierno verde». Nosotros podríamos defendernos, pero ellos no. Serían vulnerables a todo.

—No si les protegemos bien, comadrita—la cortó el arqueólogo, echándose hacia adelante para hablar más bajo—. Oigan, ¿acaso no se dan cuenta de lo importante que es esto? Cualquier filtración acabaría con nuestro trabajo y no sólo eso: ¿se imaginan que los conocimientos de los yatiris cayesen en manos de gentes sin escrúpulos? ¿Se han planteado que si esos sabios están de verdad en la selva su poder podría convertirse en un asunto de seguridad nacional o, aún peor, en una mercadería a la venta como las armas de destrucción masiva?

El arqueólogo me caía bien. Era un tipo que hablaba claro y que no se andaba por las ramas. Aquel mismo peligro lo había detectado yo estando en la Pirámide del Viajero, cuando creía que Marta tenía unos intereses distintos a los académicos en su búsqueda del poder de los yatiris de Taipikala. Efraín había llegado a una conclusión fría pero real: manejábamos material sensible, uranio enriquecido, y, si no llevábamos cuidado, podíamos provocar una situación catastrófica que escaparía sin remedio de nuestro control.

—Pero eso será lo que ocurra cuando nosotros les encontremos —dijo Marta, volviendo a la carne de llama que se enfriaba en su plato.

—¡No, porque nosotros lo daremos a conocer con el mayor respeto del mundo, desactivando la espoleta del peligro y a través de revistas científicas de difusión internacional! Si consentimos que este asunto se nos vaya de las manos, los yatiris podrían acabar en algún lugar terrible, como la base militar de Guantánamo, convertidos en cobayas de laboratorio y nosotros, los seis, desaparecidos en algún accidente misterioso. —Hizo el gesto en el aire de poner comillas a la palabra—. ¿Me entienden lo que les quiero decir o no? El poder de las palabras, del lenguaje, el control del cerebro humano a través de los sonidos es algo demasiado atractivo para cualquier gobierno. Y esto es un trabajo de investigación histórica y arqueológica, por eso debemos tomar todas las providencias posibles y no decírselo a nadie.

—No sé si estás exagerando, Efraín —murmuró Marta—, o si te acercas demasiado a la verdad. En cualquier caso, la prudencia me parece una buena medida siempre y cuando no suponga poner en peligro nuestras vidas.

—Lo más peligroso es la selva, comadrita —le dijo él afectuosamente—, ya lo sabes, y el único problema sería, si hacemos lo que yo digo, llevarlos a ellos tres al Infierno verde. Pero te repito lo que he dicho antes: podemos protegerles.

Sin embargo, yo no estaba muy seguro de eso. Por encima de todo quería ayudar a mi hermano, pero si hacerlo significaba convertirme en pienso para pumas, poco salíamos ganando él y yo.

—¿Y por qué no contratamos guías indígenas como ha dicho Marta? —pregunté, dando un largo trago a mi vaso de agua mineral. Tenía la garganta seca.

—Porque ninguno querría venir con nosotros si no tenemos los permisos oficiales —me explicó Efraín—. Piense que las comunidades indígenas de las zonas naturales son las que abastecen de guardaparques al Sernap, el Servicio Nacional de Áreas Protegidas. ¿Quién puede conocer mejor que los indios la selva que deben proteger? Cualquier guía que pudiésemos contratar sería el primo, el hermano, el tío o el vecino de un guardaparque del Madidi, así que no iríamos muy lejos, no le quepa duda. Además, son comunidades muy pequeñas, pueblos de unos pocos cientos de habitantes. En cuanto alguno de ellos se ausentase, todos sabrían adónde ha ido, con quién y para qué.

—¿Aunque los sobornásemos con una buena cantidad de dinero? —insistí.

—En ese caso sólo conseguiríamos a los guías menos dignos de confianza —apuntó Gertrude, hablando con mucha seguridad—, aquellos que nos abandonarían en la jungla el día menos pensado llevándose todo el material y los alimentos que pudieran cargar. No vale la pena intentarlo.

—Pero, no podemos ir sin guías, ¿verdad? —preguntó Marc angustiado—. Sería un suicidio.

—¡Pero si tenernos la mejor guía que podríamos desear! —exclamó Efraín muy ufano, echándose hacia atrás y sacando pecho—. ¿Tú qué dices, Marta?

La catedrática hizo un gesto de asentimiento al tiempo que miraba a la doctora Bigelow con una sonrisa, pero no me pareció que estuviera plenamente convencida de lo que afirmaba.

—¿Se te ocurre alguien mejor que ella? —insistió el arqueólogo.

Marta denegó repetidamente con la cabeza, pero yo seguí percibiendo una sombra de duda detrás de sus parcos gestos y sonrisas.

La doctora Bigelow, intentando justificar el entusiasmo de su marido, se volvió hacia nosotros y, con naturalidad nos explicó que había pasado los últimos quince años de su vida trabajando para Relief International, una ONG norteamericana que procuraba médicos itinerantes a las comunidades indígenas aisladas de todos los países del mundo. Ella, además de coordinar los equipos médicos que trabajaban con las comunidades rurales situadas en las estribaciones de los Andes, formaba parte de uno de ellos, viéndose obligada en multitud de ocasiones a internarse en los bosques tropicales para llegar hasta algún grupo indígena apartado. Por eso la Secretaría Nacional de Salud del Ministerio de Salud y Previsión Social había recurrido a sus servicios para las dos expediciones oficiales que el gobierno boliviano había enviado a la Amazonia en busca de indios no contactados dentro de sus fronteras.

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