Authors: Matilde Asensi
Mientras yo pasaba todas las fotografías, datos y documentos a un disco compacto, mi colega se marchó a su habitación para volver a ducharse y cambiarse de ropa. El único movimiento de Lola era el que hacía con su pulgar derecho para cambiar de canal con el mando a distancia. Cuando cogí el aro de piedra para meterlo en la caja fuerte junto con el CD recién grabado, observé que, en la parte posterior tenía un agujero muy extraño, un vaciado en forma de triángulo con dos lados iguales y, el tercero, más corto y un poco curvado hacia afuera, como un quesito en porciones. Pensé enseñárselo a Lola, pero estaba seguro de que si lo hacía me mordería, de modo que no me entretuve y lo guardé sin más contemplaciones.
Justo antes de salir del hotel,
Jabba
propuso que llamáramos a Marta. Poco a poco nos íbamos recuperando y volvíamos a ser personas, pero seguíamos negando todo lo que había sucedido en las catacumbas de Taipikala.
—No vamos a llamarla hoy —repuse—. Mañana será otro día.
—Pero está esperando. Llámala al menos para decirle que hablaremos mañana.
—Deja de marear.
—¿Quién tiene el número de teléfono? —insistió, cabezota.
—Lo tengo yo —dijo
Proxi
—, y no voy a dártelo. Opino como
Root
mañana será otro día. Ahora vamos a cenar en el mejor restaurante de La Paz. Necesito aire contaminado, alta cocina, y mucha gente y tráfico a mi alrededor.
—Me apunto —dije, avanzando hacia la calle mientras el portero nos franqueaba el paso.
Pero
Jabba
no cejó en su empeño. Estuvo dando la paliza mientras caminábamos de un lado a otro disfrutando de la zona moderna de La Paz, con sus altos edificios, sus calles atestadas de vehículos, sus semáforos —a los que, por cierto, nadie hacía caso—, sus luces urbanas que se encendieron al poco de iniciar nuestro paseo, sus gentes hablando por teléfonos
celulares
, sus letreros publicitarios luminosos centelleando desde los tejados... En fin, de las maravillas de la civilización. Pero, claro, mi colega no podía consentir que Marta Torrent estuviera esperando nuestra llamada y que ésta no se produjera. A mí, mencionar a Marta no sólo me tele transportaba a la pirámide del Viajero sino también al cabreo por lo de Daniel, así que se me revolvían las tripas cada vez que aquel pesado volvía a sacar el tema. Pero, por fin, desesperado por hacerle callar, saqué mi móvil y, entre plato y plato de exquisita comida europea, marqué el número que había en la nota que Lola me pasó por encima de la mesa. Me contestó la voz de un hombre con fuerte acento boliviano, quien, en seguida, en cuanto me identifiqué y pregunté por Marta, me pasó con ella. Era todo muy surrealista. Apenas hacía unas horas que nos habíamos separado de aquella mujer y la situación resultaba incómoda porque había pasado de aborrecerla con toda mi alma a sentirme culpable frente a ella, con el desagradable añadido de que la experiencia que habíamos vivido juntos había creado unos extraños lazos de familiaridad que para nada me parecían reales en aquel momento. Era como llamar a una antigua novia con la que terminaste a matar y, de pronto, tienes que encontrarte con ella para algún asunto urgente.
—¿Dónde están, Arnau? —fue su primera frase. La voz ya me alteró los nervios.
—Cenando en un restaurante —respondí, quitándome la servilleta de las piernas y dejándola momentáneamente sobre la mesa para sentarme con más comodidad.
—¿En cuál?
—En La Suisse.
—¡Ah, pero si están aquí mismo, en Sopocachi!
—Pues, sí. Cenando.
—¿Les apetecería tomar un café en casa de unos amigos míos cuando terminen?
Tentado estuve de decirle que no con rudeza, pero me controlé. Pulsé la tecla de silencio, miré a mis colegas y les transmití la proposición:
—Marta Torrent nos invita a tomar un café después de cenar. ¿Qué os parece?
—¿Dónde? —preguntó Marc;
Proxi
sólo puso cara de angustia y dijo repetidamente que no con la cabeza.
—En casa de unos amigos.
—Por mí, vale —repuso el gusano que estaba poniéndose ciego de quesos suizos—. ¿Tú qué dices,
Proxi
?
—Llevo una hora diciendo que no. ¿No me has visto zarandear la cabeza?
—Bueno, pues nada. Dile que no,
Root
, que mañana.
Solté el botón de silencio y me pegué de nuevo el móvil a la oreja.
—¿La casa de sus amigos está muy lejos de aquí? —pregunté.
—¡Qué va! Al lado mismo de donde están cenando —repuso Marta.
Proxi
me miraba con un interrogante muy grande en la cara.
—Déme la dirección y estaremos allí dentro de una hora. —Miré el reloj—. A las diez y media en punto.
Cuando colgué tenía un cuchillo delante de mi nariz.
—¿No habíamos quedado que hasta mañana no haríamos nada? —inquirió
Proxi
con un brillo amenazador en los ojos negros.
Asentí lastimosamente.
—¿Entonces...? —Y el cuchillo se acercó unos milímetros más.
—Siento curiosidad —me justifiqué con torpeza—. Marc quería ir y yo quiero saber por qué la catedrática tenía tanto interés en quedar esta misma noche. He pensado que podía ser importante. Además —dije bajando la mirada hasta mi plato—, cuanto antes acabemos con esto, mejor. No podemos quedarnos a vivir en Bolivia y mi hermano sigue ingresado.
La mención a Daniel provocó un embarazoso silencio en la mesa.
—Si conseguimos... —balbució
Proxi
al cabo de unos instantes—. Si consiguiéramos...
—¿Curarle? —la ayudé a terminar.
—Sí —murmuró, mirándome a los ojos—. ¿Qué harás? ¿Cómo vas a plantear la situación?
—No tengo ni idea. Supongo que antes tendré que hablar con la catedrática para preguntarle qué va a hacer ella, si le abrirá expediente administrativo o alguna otra cosa por el estilo. Después, ya veremos. En estos momentos —titubeé— no lo sé, no puedo pensar en eso.
—A lo mejor, si entregas una importante cantidad económica a la facultad... —insinuó
Jabba
, —Marta Torrent no parece una persona que se deje comprar —le atajó
Proxi
.
No, no lo parecía en absoluto. Nos quedamos callados un rato más y, luego, charlamos de cosas intrascendentes hasta que salimos del restaurante. Fuimos paseando hasta la Plaza de Isabel la Católica y torcimos por la calle Pedro Salazar hasta llegar frente a la urbanización San Francisco, un conjunto de viviendas residenciales de estilo colonial que guardaban un cierto aire andaluz, con paredes blancas, ventanas enrejadas y plantas por todas partes.
Cuando llamamos al timbre, la luz de una cámara de circuito cerrado nos iluminó.
—Hola —dijo la catedrática—. Sigan la calle principal hasta el final y, a la derecha, verán la casa. Se llama «Los Jazmines».
La urbanización tenía el aspecto de estar habitada por gente acomodada. La pequeña avenida por la que circulábamos estaba limpia e iluminada y adornada con macizos de flores a ambos lados. La casa «Los Jazmines» era un pequeño chalet de dos pisos con tejados rojos y una gran puerta de madera de dos hojas, una de las cuales ya estaba abierta dejando ver a Marta con el rostro muy sonriente y una nueva imagen que hacía olvidar a la Indiana Jones de las excavaciones, con aquella blusa blanca llena de bordados rojos y una falda también roja y ceñida que la convertían otra vez en la catedrática de la Autónoma.
—Adelante —dijo con cordialidad—. ¿Cómo se encuentran? ¿Han descansado?
—No lo suficiente —replicó
Proxi
con una sonrisa afable (e hipócrita)—. ¿Y usted?
—¡Oh, yo estoy perfectamente! —comentó cediéndonos el paso. Tras ella, una pareja un tanto estrafalaria nos esperaba con las manos tendidas—. Voy a presentarles. Ella es la doctora Gertrude Bigelow y él es su marido, el arqueólogo Efraín Rolando Reyes, con quien trabajo en Tiwanacu desde hace casi veinte años, ¿verdad Efraín?
—¡O más! —se burló él—. Gusto en conocerles, amigos —añadió. Efraín Rolando era el tipo calvo con el que Marta había entrado en el restaurante de don Gastón el sábado anterior, cuando nos la encontramos por primera vez, aquel con gafas y barbita grisácea. Su mujer, la doctora Bigelow, era una norteamericana alta, flaca y desgarbada, de pelo pajizo y ondulado recogido en un moño y cubierta, porque no se podía decir que vestida, con un largo y veraniego sayo estampado de flores. Ambos llevaban sandalias de cuero.
—Gertrude —añadió Marta— es médico de verdad, de ahí lo de doctora. No como Efraín y yo, que somos doctores en disciplinas humanísticas.
Siempre me resultaba incómodo conocer gente nueva y tener que ser amable con desconocidos. Para mí constituía un auténtico misterio por qué el afán del mundo entero era salir por ahí y relacionarse con unos y con otros, con cuantos más mejor, y presumir de tener muchos amigos como si eso fuera un triunfo —y lo contrario un fracaso, claro—. Hice el esfuerzo habitual y estreché las manos del arqueólogo y de la doctora mientras Marta terminaba con las presentaciones. Luego, nos invitaron a pasar al salón, una amplia habitación abarrotada de extraños y feos objetos de arte tiwanacota. Sobre el largo sofá blanco, una gran fotografía enmarcada de las ruinas, tomada al atardecer y en blanco y negro, daba una idea clara de la pulsión que animaba al tal Efraín.
Nos sentamos en torno a una mesa baja y cuadrada de madera clara —como todos los muebles de aquel salón— y la doctora Bigelow, haciéndole un gesto a Marta para que se quedara con nosotros y no la siguiera, desapareció discretamente por la puerta.
—Voy a ponerles en antecedentes —dijo rápidamente la catedrática—. Efraín y Gertrude ya saben todo lo que hemos descubierto esta pasada noche. Efraín y yo hemos compartido durante muchos años el mismo interés por la cultura tiwanacota y sus grandes misterios, y hemos sido cómplices en esta investigación cuyos documentos, Arnau, encontró su hermano en mi despacho.
—A ese respecto, Marta... —empecé a decir, pero ella levantó una mano en el aire como un guardia de tráfico y me cortó.
—No vamos a discutir este asunto ahora, Arnau. Tiempo habrá para ello. En este momento las dos únicas cosas importantes son, por un lado, devolverle la salud a Daniel, y, por otro, continuar con las investigaciones desde el punto en el que nos encontramos ahora. Vamos a hacer tabla rasa y, puesto que tenemos intereses comunes, vamos a trabajar todos en colaboración, ¿les parece bien?
Asentimos sin despegar los labios aunque, curiosamente,
Jabba
,
Proxi
y yo aprovechamos la ocasión para cambiar de postura al mismo tiempo en nuestros asientos.
—No se sientan mal por lo de Daniel —dijo el arqueólogo—. Sobre todo usted, Arnau. Lo que Marta y yo quisiéramos es que todos laburáramos juntos, dejando este tema al margen. Es muy lindo opinar desde fuera, como hago yo, lo sé, pero les aseguro que recordar este asunto sólo puede enturbiar el proyecto. Mejor nos fijamos en lo importante, ¿les parece?
Volvimos a asentir y a cambiar de postura. En ese momento regresó la doctora Bigelow cargada con una pesada bandeja. Marta y Efraín se inclinaron para quitar de la mesa todos los cachivaches y revistas y los minutos siguientes transcurrieron con el reparto y la asignación de tazas, servilletas, cucharillas, café, leche y azúcar. Cuando por fin todos estuvimos servidos y cómodos, incluida la norteamericana, volvimos a la conversación:
—Este país —explicó la catedrática— está plagado de leyendas sobre civilizaciones antiguas que perviven ocultas en la jungla. La región amazónica ocupa siete millones de kilómetros cuadrados, lo que significa que Latinoamérica es selva casi en su totalidad y que sólo los bordes oceánicos están habitados, de modo que la inmensa mayoría de los países comparten estas mitologías. La existencia de grandes tesoros, de culturas milenarias, de monstruos prehistóricos, forma parte del folclore latinoamericano en general. Sin ir más lejos, no debemos olvidar la leyenda de El Dorado o Paitití, la famosa ciudad de oro, cuya supuesta localización se encuentra, de acuerdo con las nuevas fronteras, aquí, en Bolivia. Por supuesto, nadie cree realmente en estas cosas, no de manera oficial, pero lo cierto es que cada poco tiempo los gobiernos que comparten la jungla amazónica envían expediciones en busca de minas de oro y tribus de indios no contactados.
—¿Y tienen éxito? —pregunté con una sonrisa de ironía en los labios, sonrisa que se cortó en seco en cuanto di el primer sorbo a mi café... ¡En mi vida lo había probado tan fuerte y espeso! ¿Aquél era el maravilloso café de Bolivia o es que en aquella casa les gustaba el cianuro?
—Pues sí —me respondió la doctora Bigelow, sorprendiéndome porque hasta ese momento no había abierto la boca—. Sí tienen éxito. Yo misma he formado parte del equipo médico en un par de ellas y siempre hemos regresado con un material realmente interesante. En ambas se localizaron pequeños grupos de indios de tribus desconocidas que salieron huyendo en cuanto nos vieron tras dispararnos algunas flechas. No quieren contacto con el hombre blanco.
Hablaba con un fuerte acento norteamericano, muy nasal y suavizando mucho las erres, pero sin apenas traza de la dulce musicalidad y de los giros bolivianos. Quizá ambas cadencias fueran incompatibles en su boca a pesar de la fluidez con la que articulaba el castellano.
—Se supone que quedan casi un centenar de grupos de indios no contactados en la selva —nos aclaró el arqueólogo—. De hecho, Brasil, por ser el país que más jungla posee, tiene amplias reservas de territorios donde tanto los buscadores de oro, como las empresas madereras, las petroleras y los cazadores furtivos tienen prohibida la entrada porque se han realizado avistamientos casuales desde el aire de tribus desconocidas. La política actual es la de preservarles del contacto con la civilización para evitar su destrucción, porque, entre otras cosas, les contagiaríamos nuestras enfermedades y podríamos terminar con ellos.
—Bueno, Efraín —objetó su mujer, dejando la taza en la bandeja—, eso de que la creación de reservas consigue alejar a los indeseables no es cierto en absoluto.
—¡Ya lo sé, linda! —repuso él, sonriente—. Pero ésa es la teoría, ¿no es cierto?
La calva lustrosa del arqueólogo lanzaba destellos según movía la cabeza de un lado a otro. Yo todavía sentía en la garganta el amargor del espantoso café y notaba la boca llena de la arenilla que dejan los posos.
—Miren, amigos —continuó Efraín, pasándose la mano por la barba—, la gente, el mundo entero piensa que todo está descubierto, cartografiado y localizado, y nada más falso y alejado de la verdad. Todavía quedan lugares en la Tierra donde los satélites no llegan y donde no sabemos lo que hay, y las selvas amazónicas son parte importante de esos lugares. Vacío geográfico, lo llaman.