El origen perdido (45 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: El origen perdido
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—Antes se decía
Terra Incognita
—apuntó Marta, dando un sorbo a su café. Me quedé esperando a que vomitara o hiciera algún gesto de asco, pero pareció encantarle.

—Intenten conseguir un mapa de la zona selvática de Bolivia —nos retó Efraín, que aparentaba unos cincuenta años, más o menos—. ¡No lo encontrarán! ¡Esos mapas no existen!

—Pues yo nunca he visto agujeros..., vacíos geográficos de esos de los que usted habla, en ningún atlas o mapamundi —declaró
Jabba
.

—Convencionalmente, se rellenan del color del territorio que los rodea —le aclaró el arqueólogo—. ¿Ha oído usted hablar de la larga búsqueda de las fuentes del Nilo en el siglo XIX?

—¡Claro! —repuso Marc—. He visto cantidad de películas y me he dejado los ojos en viejos videojuegos sobre el tema. Burton y Stanley y toda aquella gente, ¿verdad?

Pero el arqueólogo no respondió a su pregunta.

—¿Sabe usted que, al día de hoy, en pleno siglo XXI, en el Amazonas quedan un montón de ríos de los cuales todavía se desconocen sus fuentes, sus nacimientos? Sí, no se sorprenda. Ya le he dicho que los satélites no pueden verlo todo y si la jungla es muy espesa, como es en realidad, resulta imposible saber lo que hay debajo. ¡El mismo río Heath, sin ir más lejos, che! Nadie conoce su naciente y, sin embargo, es tan importante que dibuja la frontera entre Perú y Bolivia.

—Pero, bueno —objeté—, todo esto ¿a qué viene?

—Viene a sostener la hipótesis de que los yatiris existen —declaró Marta sin inmutarse—, de que es muy posible que realmente hayan sobrevivido durante todo este tiempo y que, por lo tanto, organizar nuestra propia expedición de búsqueda no es una locura al estilo de Lope de Aguirre
16
.

—Olvida usted un pequeño detalle, Marta —repuse con sorna—. No sabemos dónde están los yatiris, es decir, no sabemos si están en la selva amazónica. ¿No le parece un poco arriesgado dar por buena una suposición semejante? Quizá se escondieron en alguna cueva de los Andes o entre los habitantes de algún poblado. ¿Por qué no?

Ella me miró inexpresivamente durante unos segundos, como dudando entre hacerme comprender mi ignorancia y estupidez de una forma delicada o no. Por suerte, se controló.

—¡Qué mala memoria tiene, Arnau! ¿Acaso no recuerda usted el mapa de Sarmiento de Gamboa? —me preguntó con una sonrisilla irónica perfilada en los labios—. Trajo usted una copia a mi despacho, así que deduzco que lo habrá estudiado, ¿no es cierto? Yo encontré ese mapa, dibujado por Sarmiento sobre un lienzo que se rompió, en los archivos del Depósito Hidrográfico de Madrid hará unos seis años. ¿Recuerda el mensaje? «Camino de indios Yatiris. Dos meses por tierra. Digo yo, Pedro Sarmiento de Gamboa, que es verdad. En la Ciudad de los Reyes a veintidós de febrero de mil quinientos setenta cinco.» —Me quedé pasmado. Era cierto; mis indagaciones sobre aquel mapa lleno de marcas que parecían pisadas de hormigas me habían llevado hasta el Amazonas, aunque en aquel momento no me había parecido un dato importante porque no comprendía su significado—. Bastaba superponer el mapa roto sobre un plano de Bolivia —agregó Marta, arrellanándose en el sofá con toda comodidad— para descubrir que representaba el lago Titicaca, las ruinas de Tiwanacu y, partiendo desde allí, un camino que se internaba claramente en la selva amazónica. Estoy convencida de que resulta plenamente factible iniciar la búsqueda de los yatiris.

Lola, que, inusualmente en ella, había permanecido incluso más callada que la doctora Bigelow, se echó hacia adelante y dejó su taza sobre la mesa, sin probar el brebaje, al tiempo que ponía una cara de acusado cansancio:

—Eso ya lo pensamos estando dentro de la cámara del Viajero, Marta —recordó—, pero ahora, aquí, en la ciudad, tomando café, las cosas parecen distintas. Le recuerdo que el mapa que encontramos en la lámina de oro sólo era un dibujo hecho con rayas y puntos sobre la nada. Lo siento, pero creo que sí es una locura.

—Todavía no hemos estudiado a fondo ese mapa, Lola —le respondió ella, muy tranquila—. Todavía no hemos revisado todo el material gráfico que usted, acertadamente, tomó en la pirámide. Nosotros, y me refiero a Gertrude, a Efraín y a mí misma, estamos dispuestos a intentarlo. Efraín y yo porque llevamos toda la vida trabajando en este tema y Gertrude porque, como ella les ha contado, conoce el tema de los indios no contactados y conoce la selva, y está convencida de que podríamos encontrar a los yatiris. Si ustedes no quieren venir, les rogaría que nos entregaran todo el material del que disponen.

Me miraba a mí sin parpadear, fijamente, esperando una respuesta.

—A cambio —añadió, ante mi obstinado silencio—, yo olvidaría el asunto de Daniel, aunque, naturalmente dentro de unos límites. Pero podríamos negociar.

Ahora la reconocía. Ahora volvía a ser la Marta Torrent con la que tanto había intimado en su despacho de la universidad. Cuando se mostraba así de cínica me sentía bien, tranquilo, capaz de hablarle en los mismos términos y de compartir la palestra en igualdad de condiciones. Incluso el hecho de verla vestida de nuevo con falda y llevando pendientes y la ancha pulsera de plata que ya le había visto en Barcelona, me ayudaba a colocarla en su lugar.

—Espera, Marta —se me adelantó la doctora Bigelow—. Está bien que olvides lo de Daniel si así lo quieres, pero no les has dejado opinar sobre la expedición. Quizá no haga falta ningún tipo de negociación. ¿Qué dicen? —nos preguntó a los tres.

¿Estaban jugando al poli malo y al poli bueno para desconcertarnos? ¿O era de nuevo mi desconfianza hacia el ser humano en general?

—¿Qué dices tú, Arnau? —me preguntó Lola pero, de nuevo, Marc se me adelantó:

—Nosotros sólo queremos curar a Daniel de la dichosa maldición aymara. Si ustedes pretenden meterse en la selva, es su problema, pero podríamos darles la documentación a cambio de la cura, o sea, que si nos traen el remedio...

—Déjame a mí, Marc —le corté. Mi colega estaba lanzado y, en el fondo, quería evitar a toda costa que nos viéramos envueltos en un extraño viaje a la selva amazónica. Podía entenderle, pero no opinaba lo mismo—. Cuando hemos empezado esta conversación, Efraín y usted, Marta, nos han ofrecido trabajar en equipo. Nos han hablado de colaboración. Ahora veo que lo que querían en realidad era el material y alejarnos de esta historia.

—Eso no es cierto —dijo el arqueólogo—. Se los puedo asegurar. Ya saben cómo es Marta de impulsiva. A priori nunca puede confiar en nadie. ¿Está bueno, comadrita?

—Está bueno, Efraín —murmuró ella y, luego, añadió a modo de disculpa—. Me he precipitado. Lo lamento. Suelo adelantarme a los pensamientos de los demás y sé que para ustedes un viaje a la selva resulta impensable. Por eso he llegado a la conclusión de que iban a rechazar nuestra oferta de sumarse a la expedición y he sentido miedo de que se llevaran el material o de que se negaran a compartirlo con nosotros.

Relajé los músculos y me tranquilicé. Yo, en su lugar, hubiera pensado lo mismo. Sólo que no hubiera sido tan directo. Pero podía entender sus sospechas.

—Bueno, ¿qué dicen? —nos preguntó la doctora yanqui—. ¿Vienen con nosotros?

Jabba
abrió la boca de manera ostensible para decir algo pero, también ostensiblemente,
Proxi
le propinó un pisotón tremendo que me dolió incluso a mí. Mi amigo, claro, cerró la boca de golpe.

—Yo sí que voy —dije muy serio—. No me gusta en absoluto la idea pero creo que debo intentarlo. Es mi hermano quien necesita ayuda y, aunque estoy seguro de que ustedes harían todo lo posible por traer el remedio que necesita, yo no me podría quedar tranquilo esperando. Además, y perdónenme si soy demasiado sincero, si por casualidad no lo trajeran, siempre pensaría que fue porque yo no les acompañé, porque ustedes no pusieron el interés necesario o porque, al no ser su objetivo principal, lo dejaron pasar por alto sin darse cuenta. De modo que debo ir, pero no puedo hablar por boca de mis amigos porque ellos ya han hecho mucho y tienen que tomar su propia decisión. —Miré a Marc y a Lola y esperé.

Jabba
, con el ceño fruncido, permaneció mudo.

—¿Nos descontarías el tiempo de nuestras vacaciones? —me preguntó Lola, recelosa.

—¡Por supuesto que no! —respondí, ofendido—. No soy tan cabrón, ¿no es cierto?

—Perdona, Arnau, pero siempre hay que desconfiar de los jefes y mucho más de un jefe que también es amigo. Ésos son los peores.

—No sé de qué planeta vienes tú, hija mía —repuse muy molesto—, pero no creo que tengas motivos para quejarte de mí.

—No, si no los tengo —afirmó muy templada—. Pero mi madre me enseñó desde pequeña que toda precaución es poca y como experta en seguridad informática lo ratifico. Bueno, pues si no nos vas a descontar el tiempo de las vacaciones, entonces te acompañamos.

—¡Yo también tendré algo que decir, ¿no?! —protestó
Jabba
, imponiéndose a
Proxi
—. No estoy de acuerdo con esta decisión que se ha tomado en mi nombre. Yo no quiero ir a la selva. ¡Ni muerto pienso entrar en un lugar tan peligroso! Me gusta mucho la naturaleza, eso es verdad, pero siempre y cuando sea una naturaleza normal, europea... sin animales salvajes ni tribus de indios que disparan flechas al hombre blanco.

Proxi
y yo nos miramos.

—Arnau es más cobarde que tú —le animó ella— y va a ir sin protestar.

—Él tiene a su hermano enfermo y yo no.

—Está bien —dijo Lola, dándole de lado—, pues no vengas. Iremos
Root
y yo. Tú puedes volverte a Barcelona y esperarnos.

Eso pareció hacer mella en él. La idea de ser separado del grupo, marginado, devuelto a Barcelona como un paquete y, sobre todo, el hecho de que Lola vagabundeara por el mundo sin él, corriendo el riesgo de caer en brazos de otro (la selva, ya se sabe, es muy afrodisíaca y los salvajes, muy delgados y atractivos), era más de lo que podía soportar. Puso cara de huérfano arrepentido y una mirada perdida y lastimera.

—¿Cómo voy a dejar que vayas sin mí? —protestó débilmente—. ¿Y si te pasa algo?

—Alguien me echará una mano, no te preocupes.

Marta, Efraín y Gertrude nos miraban desconcertados. Todavía no estaban seguros de si la escena que tenía lugar ante sus ojos era un conflicto serio o una bobada normal. Con el tiempo llegarían a acostumbrarse y a no darle la menor importancia, pero en aquella primera entrevista se les notaba perdidos. Había que hacer algo. Tampoco era plan alargar una situación violenta para nuestros anfitriones.

—Bueno, deja de hacer el idiota, anda —le dije—. Te vienes y en paz. Ya sabes que Lola jamás admitirá que le da miedo ir sin ti.

—¡Qué! —se sorprendió ella—. Arnau, tú sí que eres idiota.

Le hice un significativo movimiento de cejas para que comprendiera mi maniobra, pero no pareció darse por enterada.

—Vale, iré —concedió Marc—. Pero tú corres con todos los gastos.

—Por supuesto.

Marta, que ya había tenido ocasión de conocer (un poco) a
Jabba
dentro de la pirámide, fue la primera en reaccionar:

—Muy bien. Entonces, decidido. Iremos los seis. ¿Les parece que quedemos aquí mañana para empezar a trabajar sobre el mapa de oro?

Yo asentí.

—Pero, ¿y sus excavaciones en Tiwanacu? —pregunté.

—Suspendidas hasta nuestro regreso por trámites burocráticos —dijo Efraín con una gran sonrisa en los labios—. Y, ahora, ¿les apetece un buen trago de aguardiente de Tarija? ¡No lo habrán probado mejor en sus vidas, se los prometo!

Cargados con todo nuestro equipo informático y con el material que sacamos de la pirámide (rosquilla incluida), cogimos al día siguiente una movilidad y nos presentamos a media mañana en casa de Efraín y Gertrude. Por lo visto, Marta se alojaba allí siempre que se encontraba en Bolivia, así que era como su segunda residencia pues, según nos contó, pasaba en Bolivia al menos seis meses al año. Yo me pregunté qué tipo de matrimonio era el suyo, con el marido viviendo en Filipinas y ella paseándose de un extremo a otro del mundo en la dirección contraria, pero, en fin, aquél no era asunto mío, aunque no por eso
Proxi
se abstuvo de especular abundantemente sobre el tema durante unos cuantos días.

Aquel miércoles, 12 de junio, salió fresco y otoñal así que no nos importó sacrificarlo trabajando en el dichoso plano cubista de la cámara. Teníamos que encontrarle un sentido y, para ello, Efraín había recurrido desde buena mañana a todos sus conocidos y amigos en los ministerios y en el ejército con el fin de encontrar la cartografía más detallada de Bolivia que existiera en ese momento. Un par de becarios de Tiwanacu y un conscripto
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la trajeron al poco de llegar nosotros y nos quedamos impresionados al ver la enorme cantidad de zonas del país —especialmente de la Amazonia boliviana— que aparecían vacías y con el rótulo «Sin datos». Aquéllos, por supuesto, no eran mapas de andar por casa ni mucho menos. Eran los mejores y más detallados mapas oficiales del país, de modo que no se andaban con chiquitas pintando de colorines los vacíos geográficos. Resultaban especialmente penosas las ampliaciones de las zonas selváticas que había pedido Efraín. Fue entonces, viendo aquellos agujeros blancos, cuando comprendí lo que él nos había dicho la noche anterior: el mundo no está totalmente explorado, ni totalmente cartografiado, ni los satélites lo vigilan todo desde el cielo por mucho que se empeñen en hacernos creer lo contrario.

Aumentamos tanto las imágenes del plano de la lámina de oro como las del plano de Sarmiento de Gamboa y para ello utilizamos también los ordenadores y las impresoras de Efraín y de Gertrude —y, de paso, les ajustamos un poco los sistemas operativos Windows, dejándoselos más estables y eficaces de manera que no les aparecieran las famosas pantallas azules de errores supuestamente graves—. El resultado de dichas ampliaciones fue un acoplamiento perfecto entre los puntos significativos de ambos mapas con la inesperada sorpresa de que, donde terminaba el de Sarmiento, terminaba también el de la plancha de oro, que mostraba apenas un poco más de camino pero sólo para concluir abruptamente en un triángulo idéntico al quesito en porciones de la parte posterior de la rosquilla. Rápidamente les conté mi descubrimiento del día anterior y saqué el aro de piedra de mi bolsa para mostrarlo.

—No entiendo qué relación puede tener —objetó Marta, abandonándolo con cuidado sobre la mesa después de examinarlo—. Debe de ser una especie de tarjeta de presentación. El final del camino significa que aquí es donde están los yatiris —y puso el dedo en la porción del mapa de oro—. Sólo tenemos que colocar este croquis sobre los planos del ejército y comprobar la ubicación del refugio.

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