El oro del rey (12 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El oro del rey
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Todo estaba ahora más parejo. Copons, al que conocí por su baja estatura, estrechaba a un adversario al que oí jurar de modo atroz entre tajo y tajo, y que de pronto cambió los juramentos por gemidos de dolor. Don Francisco de Quevedo cojeaba de aquí para allá entre dos adversarios que no le daban la talla, batiéndose tan bien como solía. Y el capitán Alatriste, que había buscado a Malatesta en mitad de la refriega, se enfrentaba con éste algo más lejos, junto a una de las fuentes de piedra. El espejeo de la luna en el agua recortaba sus siluetas y sus aceros, metiendo pies y rompiendo distancia, con tretas y fintas y espantosas estocadas. Observé que el italiano había dejado a un lado su locuacidad y su maldito silbido. La noche no estaba para perder resuello en gollerías.

Una sombra se interpuso. El brazo me dolía de tanto moverlo, y empezaba a acusar la fatiga. Comenzaron a llover estocadas de punta y de tajo, y retrocedí cubriéndome lo mejor que supe, que no fue malo. Mi recelo era dar con los pies en uno de los estanques que yo sabía cerca y a mi espalda, aunque siempre era más saludable un remojón que una mojada. Pero me vi desembarazado del dilema cuando Sebastián Copons, libre de su adversario, se vino sobre el mío, obligándolo a atender dos frentes a la vez. El aragonés se batía como una máquina, estrechando al otro y forzándolo a prestarle más atención que a mí. Eso me resolvió a deslizarme a su costado e intentar acuchillarlo con el siguiente golpe de Copons. E iba a hacerlo, cuando por el hospital del Amor de Dios, más allá de las columnas de piedra, asomaron luces y voces de ténganse a fe, ténganse a la Justicia del Rey.

—¡Gurullada habemos! —masculló Quevedo entre dos estocadas.

El primero que puso pies en polvorosa fue el acosado por Copons y por mí, y en un
ite misa est
también Don Francisco se vio solo. De los contrarios quedaban tres en el suelo, y un cuarto se alejaba gimiendo dolorido, arrastrándose entre los arbustos. Fuimos hacia el capitán, y al llegar junto a la fuente lo vimos inmóvil, el acero todavía en la mano, mirando las sombras por donde se había desvanecido Gualterio Malatesta.

—Vámonos —dijo Quevedo.

Las luces y las voces de los alguaciles estaban cada vez más cerca. Seguían apellidando al Rey y a la Justicia; pero venían sin prisas, recelando de malos encuentros.

—¿E Íñigo? —preguntó el capitán, aún vuelto hacia donde había huido su enemigo.

—Íñigo está bien.

Fue entonces cuando Alatriste se giró a mirarme. Creí advertir sus ojos fijos en mí con el tenue resplandor de la luna.

—Nunca más hagas eso —dijo.

Juré que nunca más lo haría. Luego recogimos nuestros sombreros y capas, y echamos a correr bajo los olmos.

Han pasado muchos años desde entonces. Con el tiempo, cada vez que vuelvo a Sevilla encamino mis pasos a aquella Alameda —que permanece casi igual a como la conocí—, y allí me dejo, una y otra vez, envolver por los recuerdos. Hay lugares que marcan la geografía de la vida de un hombre; y ése fue uno de ellos, como lo fueron el portillo de las Ánimas, las cárceles de Toledo, las llanuras de Breda o los campos de Rocroi. Entre todos, la Alameda de Hércules ocupa un lugar especial. Sin advertirlo, yo había cuajado en Flandes; pero no lo supe hasta aquella noche, en Sevilla, cuando me vi solo frente al italiano y sus esbirros, empuñando una espada. Angélica de Alquézar y Gualterio Malatesta, sin proponérselo, me hicieron la merced de que tomara conciencia de eso. Y de tal modo aprendí que es fácil batirse cuando están cerca los camaradas, o cuando te observan los ojos de la mujer a la que amas, dándote vigor y coraje. Lo difícil es pelear solo en la oscuridad, sin más testigo que tu honra y tu conciencia. Sin premio y sin esperanza.

Ha sido un largo camino, pardiez. Todos los personajes de esta historia, el capitán, Quevedo, Gualterio Malatesta, Angélica de Alquézar, murieron hace mucho; y sólo en estas páginas puedo hacerlos vivir de nuevo, recobrándolos tal y como fueron. Sus sombras, entrañables unas y destestadas otras, permanecen intactas en mi memoria, con aquella época bronca, violenta y fascinante que para mí será siempre la España de mi mocedad, y la España del capitán Alatriste. Ahora tengo el pelo gris, y una memoria tan agridulce como lo es toda memoria lúcida, y comparto el singular cansancio que todos ellos parecían arrastrar consigo. Con el paso de los años también yo aprendí que la lucidez se paga con la desesperanza, y que la vida del español fue siempre un lento camino hacia ninguna parte. Recorriendo mi espacio de ese camino perdí muchas cosas, y gané algunas otras. Ahora, en este viaje que para mí sigue siendo interminable —a veces rozo la sospecha de que Íñigo Balboa no morirá nunca—, poseo la resignación de los recuerdos y los silencios. Y al fin comprendo por qué todos los héroes que admiré en aquel tiempo eran héroes cansados.

Apenas dormí esa noche. Tumbado en mi jergón, oía la respiración pausada del capitán mientras veía la luna ocultarse en un ángulo de la ventana abierta. La frente me ardía como si tuviera cuartanas, y el sudor empapaba las sábanas alrededor de mi cuerpo. De la mancebía cercana llegaba a veces una risa de mujer o las notas sueltas de una guitarra.

Destemplado, incapaz de conciliar el sueño, me levanté descalzo y fui hasta la ventana, acodándome en el alféizar. La luna daba a los tejados una apariencia irreal, y la ropa tendida en las terrazas pendía inmóvil como blancos sudarios. Naturalmente, pensaba en Angélica.

No oí al capitán Alatriste hasta que estuvo a mi lado. Iba en camisa, descalzo como yo. Se quedó también mirando la noche sin decir nada, y observé de soslayo su nariz aquilina, los ojos claros absortos en la extraña luz de afuera, el frondoso mostacho que acentuaba su perfil formidable de soldado.

—Ella es fiel a los suyos —dijo al fin.

Ese
ella
en su boca me hizo estremecer. Luego asentí sin decir palabra. Con mis pocos años, habría discutido cualquier concepto sobre el particular, pero no aquel, tan inesperado. Yo podía comprender eso.

—Es natural —añadió.

No supe si se refería a Angélica o a mis propios y encontrados sentimientos. De pronto sentí una desazón que me subía por el pecho. Una extraña congoja.

—La amo —murmuré.

Tuve una intensa vergüenza apenas lo dije. Pero el capitán ni se burló de mí, ni hizo comentarios ociosos. Permanecía inmóvil, contemplando la noche.

—Todos amamos alguna vez —dijo—. O varias veces.

—¿Varias?

Mi pregunta pareció cogerlo a contrapié. Calló un momento, cual si considerase que era su obligación añadir algo más, pero no supiera muy bien qué. Carraspeó. Lo notaba moverse cerca, incómodo.

—Un día deja de ocurrir —añadió al fin—. Eso es todo.

—Yo la amaré siempre.

El capitán tardó un instante en responder.

—Claro —dijo.

Se quedó un rato callado y luego lo repitió en voz muy baja:

—Claro.

Sentí que alzaba la mano para ponérmela en el hombro, del mismo modo que había ocurrido en Flandes el día que Sebastián Copons degolló al holandés herido tras el combate del molino Ruyter. Pero esta vez dejó sin acabar el gesto.

—Tu padre…

También dejó esa frase en el aire, sin concluirla. Tal vez, pensé, buscaba decirme que a Lope Balboa, su amigo, le habría gustado verme aquella noche espada y daga en mano, solo frente a siete hombres, con dieciséis años apenas cumplidos. O escuchar a su hijo diciendo que estaba enamorado de una mujer.

—Estuviste bien antes, en la Alameda.

Me sonrojé de orgullo. En boca del capitán Alastriste, aquellas palabras valían el rescate de un genovés. El cubríos de un Rey.

—Sabía que era una trampa —dije.

Por nada del mundo estaba dispuesto a que creyera que había ido a meterme en la celada como un mochilero pardillo. El capitán movió la cabeza, tranquilizándome.

—Sé que lo sabías. Y sé que la trampa no era para ti.

—Angélica de Alquézar —dije, con cuanta firmeza pude— sólo es asunto mío.

Ahora se quedó callado mucho rato. Yo miraba por la ventana, el aire obstinado, y el capitán me observaba en silencio.

—Claro —volvió a decir al fin.

Las escenas recientes de aquella jornada se agolpaban en mi cabeza. Me toqué la boca, donde ella había apoyado sus labios. Podrás cobrar el resto de la deuda, había dicho. Si sobrevives. Luego palidecí al recordar las siete sombras saliendo de la oscuridad, bajo los árboles. Aún me dolía el hombro de la cuchillada que habían parado el coleto del capitán y mi juboncillo de estopa.

—Algún día —murmuré, casi pensando en voz alta— mataré a Gualterio Malatesta.

Oí reír a mi lado al capitán. No había burla de por medio, ni desdén por mi arrogancia de mozo. Era una risa contenida, en voz baja. Afectuosa y suave.

—Es posible —dijo—. Pero antes debo intentar matarlo yo.

Al día siguiente plantamos nuestra bandera imaginaria y empezamos la recluta. Lo hicimos sin enseñas ni redoble de cajas ni sargentos, sino con la mayor discreción del mundo. Y para el tipo de gente que el lance requería, Sevilla era lugar que ni pintado. Si hacemos cuenta que del hombre el primer padre fue ladrón, la primera madre mentirosa y el primer hijo asesino —¿qué hay ahora que antes no hubo?—, todo ello se confirmaba en aquella ciudad rica y turbulenta, donde de los diez mandamientos, el que no se quebrantaba era hendido a cuchilladas. Allí, en tabernas, mancebías y garitos, en el corral de los Naranjos de la Iglesia Mayor y en la misma cárcel real, que era con justo título capital del hampa de las Españas, abundaban los tratantes en pescuezos y mercaderes de estocadas; lo que resultaba cosa natural en una urbe poblada de gentilhombres de fortuna, hidalgos de rapiña y caballeros que vivían del milagro sin cuidado de abril ni recelo de mayo, profesos en la regla de Monipodio, donde jueces y alguaciles se acallaban con mordaza de plata. Un aula magna, en fin, de los mayores bellacos que Dios crió, llena de iglesias para acogerse en sagrado, donde se mataba al fiado por un ochavo, por una mujer o por una palabra.

Quien vio a Gonzalo Xeniz,

y a Gayoso y a Ahumada,

hendedores de personas

y pautadores de caras…

La cuestión era que en una Sevilla de aquella España donde todo se llevaba con fieros y poca vergüenza, entre tanto matarife profeso no pocos lo eran de boquilla, de esos mancebos de la carda que menudeaban en juramentos de valentía, y entre brindis y brindis despachaban de parola a veinte o treinta a caballo; voceadores de hombres que no mataron y de guerras donde no sirvieron, que alardeaban de liquidar lo mismo al natural que de cuchillada o de tajo, pavoneándose con sombreros injertos de guardasol, coletos de ante, zambos de piernas, mirar negro, barbas de gancho y bigotazos como gavilanes de daga, pero que a la hora de la verdad no eran capaces de afufar entre veinte a un corchete metido en uvas, y se derrotaban en el potro a la primera vuelta de cordel. De manera que resultaba preciso conocer el paño, como lo conocía el capitán Alatriste, para no dejarse encandilar por la flor de tanta sota de espadas. Así empezó la leva fiado en su buen ojo, por las tabernas del barrio de La Heria y de Triana, a la busca de viejos conocidos con pronta mano y poca lengua, bravos de verdad y no de entremés de comedia; de esos que mataban sin dar tiempo a confesión, para que no terciase soplo a la Justicia. Y que, puestos a las ansias del digan cuántos, apretados por el verdugo, daban por fiadores su garganta o sus espaldas, tornábanse mudos salvo para decir nones o Iglesia me llamo, y no daban información ni para recibir un hábito de Calatrava:

Maestro era de esgrima Alonso Fierro,

de espada y daga y diestro a maravilla;

rebanaba pescuezos en Sevilla

tarifando a doblón por cada entierro.

Precisamente en lo de llamarse a iglesia, o antana, para quedar a salvo de la Justicia, Sevilla contaba con el más famoso refugio del mundo en el corral de los Naranjos de la catedral, cuyo renombre y utilidad quedan meridianos con aquello otro de:

Salí de Córdoba huyendo,

llegué a Sevilla cansado.

Híceme allí jardinero

del corral de los Naranjos.

Era el patio de la Iglesia Mayor el de la antigua mezquita árabe, del mismo modo que la torre de la Giralda correspondía al antiguo minarete de los moros. Espacioso y ameno por su fuente central y los naranjos que lo poblaban y le daban nombre, el famoso corral se abría por su puerta principal al embaldosado de mármol que, cerrado con cadenas, se alzaba en gradas alrededor del templo, y que durante el día era lugar de paseo para la vida ociosa y malandrina, y mentidero de la ciudad al modo de las gradas de San Felipe de Madrid. El corral, por su carácter de recinto sagrado, era lugar elegido como asilo por rufianes, valentones y malhechores retraídos de la Justicia, que allí hacían vida libre campando a sus anchas, visitados por sus coimas y camaradas tanto de día como de noche, y no aventurándose por la ciudad los más reclamados sino en cuadrilla numerosa, de manera que ni los mismos alguaciles osaban hacerles frente. El lugar fue descrito por las plumas mejor cortadas de las letras españolas, desde el gran Don Miguel de Cervantes al mismo Don Francisco de Quevedo; así que excuso abundar en la materia. No hay novela de pícaros, relación de soldado ni jácara que no mencione Sevilla y el corral de los Naranjos. Sólo traten de imaginar vuestras mercedes el ambiente que se barajaba en ese lugar legendario, tan próximo a las Alcaicerías y a la Lonja, con los retraídos, y el mundo del hampa que allí se amontonaba como chinches en costura.

Acompañé al capitán en su recluta, y nos llegamos al corral de día y con buena luz, cuando era fácil reconocer las caras. En las gradas de la entrada principal latía el pulso de aquella Sevilla variopinta y a ratos feroz. A esa hora las gradas hormigueaban de ociosos, mercaderes de baratillo, paseantes, pícaros, tapadas de medio ojo, niñas del agarro encubiertas con vieja y pajecillo, murciadores diestros en la presa, mendigos y oficiales de la hoja. Entre la gente, un ciego vendía pliegos de cordel voceando la relación de la muerte de Escamilla:

Era el bravo Escamilla

prez y honra de Sevilla…

Media docena de valentones congregados bajo el arco de la puerta principal asentían aprobadores al oír los turbulentos detalles sobre el legendario matachín, nata de la jácara local. Pasamos junto a ellos al entrar al patio, y no se me escapó la mirada curiosa que el grupo dirigió al capitán Alatriste. En el interior, la sombra de los naranjos y la amena fuente cobijaban a una treintena de prójimos calcados a los de la puerta. Era aquélla lonja de aceros donde se descartaban hombres de palabra y se daban pólizas de vida al quitar. Allí, el que menos estaba retraído por abrirle a alguien una zanja de a palmo en la cara, o por aliviar almas de su corrupta materia. Cargaban más hierro que un espadero toledano, y todo eran coletos de cordobán, botas vueltas y sombreros de mucha falda, bigotazos y andares zambos. Por lo demás parecía campamento de gitanos, con fueguecillos para calentar pucheros, mantas por el suelo, hatillos, esteras donde dormitaban algunos, y un par de tablas de juego, una de naipes y otra de Juan Tarafe, donde varios menudeaban de un jarro mientras se jugaban hasta el alma que ya tenían empeñada al diablo cuando los destetaron. Algunos rufos se hallaban en estrecha conversación con sus hembras, jóvenes unas y otras no tanto, pero todas cortadas por el patrón del medio manto, carihartas y gananciosas que allí daban razón de los reales ganados con tantos trabajos por las esquinas sevillanas.

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