El oro del rey (15 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El oro del rey
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—Morir es un trámite, señores —repetía de vez en cuando, con mucho cuajo.

El capitán Alatriste, que entendía bien de la tecla, fue a presentarse a Ganzúa y la compaña con mucha política, transmitiendo saludos de Juan Jaqueta, a quien su situación en el corral de los Naranjos, dijo, impedía darse el gusto de acompañar esa noche al camarada. Le correspondió con la misma cortesía el escarramán, invitándonos a tomar asiento entre la concurrencia, lo que hizo Alatriste tras saludar a algunos conocidos que allí pastaban. Ginesillo el Lindo, un atildado jaque rubio de mirada afable y sonrisa peligrosa, que llevaba el pelo a la milanesa, largo y sedoso hasta los hombros, lo acogió con mucha amistad, holgándose de verlo bueno y por Sevilla. Como todos sabían, el tal Ginesillo era ahembrado —quiero decir con poca afición al acto venéreo—; pero en cuestión de hígados no tenía que envidiar a nadie, y resultaba tan peligroso como un alacrán doctorado en esgrima. Otros de su misma condición no tenían tanta suerte, eran detenidos por la Justicia al menor pretexto, y tratados por todos, hasta por los demás presos de las cárceles, con una crueldad extrema que sólo concluía en la leña del quemadero. Que en aquella España tan a menudo hipócrita y ruin, podía uno yacer con su hermana, con sus hijas o con su abuela, y nada pasaba; pero el pecado nefando aparejaba la hoguera. Matar, robar, corromper, sobornar, no era grave. Lo otro, sí. Como lo era blasfemar, o la herejía.

El caso es que ocupé un taburete, caté la jarra, comí unas alcaparras y estuve atento a la conversación, y a las graves razones que unos y otros aportaban a modo de consuelo o de ánimo a Nicasio Ganzúa. Más matan los médicos que el verdugo, dijo alguien. Un compadre apuntó que, a pleito malo, por amiga la lima sorda, es decir el escribano. Otro, que morir era enojoso pero inevitable incluso para los duques y para los papas. El de más allá maldecía de la casta de los abogados, cuya ralea no se viera, afirmaba, ni entre turcos o luteranos. Dénos Dios favor de juez, decía otro, y al menguado que la quisiere, justicia. Y el de más allá lamentaba sentencia como aquélla, que privaba al mundo de tan ilustre punto de la germanía.

—Pesadumbre me da —dijo un preso que también acompañaba al velado— que no esté firmada mi sentencia, que la espero de un día para otro… Y malhaya el diablo que no me llegue hoy mismo, porque con gusto acompañaría mañana a voacé.

Todos encontraron muy en sazón de buen camarada el apunte, alabando lo oportuno y haciendo ver a Ganzúa lo apreciado que era de sus amigos y lo muy honrados que estaban de hacerle corro en el trance, como se lo harían al día siguiente, los que pudieran pasear sin recaudo de alguaciles, en la plaza de San Francisco. Que hoy por uno y mañana por todos, y a bravo que padece, amigos le quedan.

—Bien hace uced de encarar el trago con las mismas asaduras con que encaró la vida —opinó un cariacuchillado de guedejas tan grasientas como el cuello de su valona, al que llamaban el Bravo de los Galeones y era fino bellaco, tinto en lana, y de Chipiona.

—Por el siglo de mi abuelo, que gran verdad es ésa —repuso Ganzúa, sereno—. Que ninguno me la hizo que no me la pagase. Y si alguno queda, el día de la resurrección de la carne, cuando yo pise de nuevo tierra, darésela a él hasta el ánima.

Asintieron solemnes los germanes, que así hablaban los hidalgos, y todos sabían que en el trance del día siguiente no había de volver el rostro ni predicar; que para algo era muchísimo hombre y vástago de Sevilla, resultaba público que La Heria no paría cobardes, y otros antes que él gustaron sin ascos aquella conserva. Con acento lusitano argumentó otro, como consuelo, que al menos era la justicia real, o como quien dice el Rey en persona, quien sacaba del mundo a Ganzúa, y no un cualquiera. Que en tan ilustre bravo fuera deshonra verse despachado por un Don nadie. Esta última filosofía resultó muy celebrada por la concurrencia, y el propio interesado se atusó el bigote, complacido por tan justa consideración del asunto. El concepto correspondía a un valentón con coleto hasta las rodillas, escurrido de carnes y de pelo, que era cano, abundante y rizado en torno a un respetable cráneo tostado por el sol. Había sido teólogo en Coimbra, se contaba, hasta que un mal lance púsolo en el camino de la jacarandina. Todos lo tenían por hombre de leyes y letras amén de toledana, era conocido como Saramago el Portugués, tenía el aire hidalgo y mesurado, y se decía de él que despachaba almas por necesidad, ahorrando como un hebreo para imprimir, a su costa, un interminable poema épico en el que trabajaba desde hacía veinte años, contando cómo la península Ibérica se separaba de Europa y quedaba flotando a la deriva como una balsa en el océano, tripulada por ciegos. O algo así.

—Sólo lo siento por mi Maripizca —dijo Ganzúa, entre vino y vino.

Maripizca la Aliviosa era la coima del jaque, a la que su ejecución dejaba sola en el mundo, a juicio del velado. Había estado a visitarlo por la tarde con mucho grito y alboroto: a ver la luz de mis ojos y el sentenciado de mi alma, etcétera, desmayándose cada cinco pasos en los brazos de veinte bergantes camaradas del reo; y según se contaba en tierno coloquio póstumo, Ganzúa le había encomendado el alma, es decir unas misas —confesarse no lo hacía un bravo ni camino del patíbulo, por tener a poca honra berrearle a Dios lo que no soltaba en el potro— y concertarse de obra o dineros con el verdugo para que al día siguiente todo fuera honorable y bien llevado, y él no diera mala estampa luego de verse con la canal maestra anudada en San Francisco, donde iba a estar mucho conocido mirando. Habíase despedido al fin la cantonera con mucho garbo, encareciendo los hígados de su jayán, y con un «tan sano y tan gallardo le quiero ver en el otro mundo, valeroso». Era la Aliviosa, dijo Ganzúa a sus contertulios, mujer buena y diligente trabajadora, muy limpia en aseo y en ganancias, a la que sólo había que sacudirle la estera de vez en cuando, y no era menester encarecerla más por ser bien conocida de los presentes, de toda Sevilla y de media España. Y en cuanto a la marca de navaja de la cara, precisó, eso era algo que no la afeaba demasiado y que tampoco debía tenerse muy en cuenta, porque el día que se la hizo, Ganzúa andaba cargado delantero con oloroso de Sanlúcar. Y además, pardiez, también las parejas solían tener sus más y sus menos sin que eso fuese otra cosa que lo corriente. Amén que un jiferazo a tiempo en la cara también era saludable muestra de cariño; y la prueba era que a él mismo se le arrasaban de lágrimas los ojos cada vez que se veía en la obligación de molerla a palos. Encima, la Aliviosa había demostrado ser piadosa mujer y fiel hembra socorriéndolo en la cárcel con buenos dineros ganados con unos trabajos que iban en descuento de sus pecados, si es que pecado era velar por que nada faltase al hombre de sus entretelas. Y no había que decir más. Emocionóse un poco, aunque a lo viril, en ese punto el rufo; sorbióse los mocos disimulando dignamente con otro tiento al jarro, y terciaron varias voces tranquilizándolo. Esté sosegado voacé, que nadie le dará pesadumbre y de mi cuenta corre, dijo uno. O de la mía, apuntó otro. Para eso están los camaradas, sugirió un tercero. Templado por dejarla en tan buenas manos, seguía menudeando del jarro Ganzúa mientras Ginesillo el Lindo acompañaba con seguidillas el recuerdo de la coima.

—En cuanto al fuelle de mi fragua —dijo en ésas Ganzúa—, tampoco digo a vuacedes más.

Otro coro de protestas acogió sus palabras. Por descontado que el soplón que había puesto al señor Ganzúa en tan mal trance sería aligerado de su resuello en la primera ocasión; que eso y mucho más debían al reo sus amigos. Amén que el peor delito entre la gente profesa en germanía era alargar lengua sobre los camaradas; que todo jaque de hígados, incluso aunque mediase ofensa o daño, tenía a infamia delatar ante la Justicia, y prefería callar y vengarse.

—A ser posible, y si no es mucha molestia, despachen también al corchete Mojarrilla, que me puso mano con muy malos modos y poca consideración.

Podía contar Ganzúa con ello, lo tranquilizaron los jaques. Pese a diez y a Dios que Mojarrilla podía irse dando por sacramentado.

—Tampoco estaría de más —se acordó el rufián tras pensar un rato— saludar de mi parte al platero.

Quedó incluido el platero en la relación. Y ya puestos, se convino que si al día siguiente el verdugo no resultaba lo bastante bien templado por la Aliviosa y se propasaba al hacer su oficio, no dándole las vueltas del garrote con la limpieza y decoro requeridos, también tocaría su astilla en el reparto. Que una cosa era ajusticiar —y cada cual a fin de cuentas hacía su oficio—, y otra muy distinta, de traidores y ahembrados, no guardarle las formas a un hombre de honra, etcétera. Hubo un sinfín de razones más sobre la materia, de modo que Ganzúa quedó muy satisfecho y confortado. Al cabo miró a Alatriste, con gratitud para quien de tal modo le hacía buena compaña.

—No tengo el gusto de conocer a vuacé.

—Algunos de estos señores sí me conocen —respondió el capitán en su mismo tono—. Y me huelga mucho acompañar a vuestra merced en nombre de los amigos que no pueden hacerlo.

—No se diga más —Ganzúa me observaba, amable, tras sus enormes bigotazos—. ¿Os acompaña el mozo?

El capitán dijo que sí, y yo asentí a mi vez, con un saludo de cabeza que me salió muy cortés y motivó gestos de aprobación de los asistentes; que nadie aprecia tanto la modestia y la buena crianza en los jóvenes como la gente de la carda.

—Buena planta tiene —dijo el jaque—. Que tarde mucho en verse en éstas.

—Amén —rubricó Alatriste.

Terció Saramago el Portugués para alabar mi presencia allí. Que es edificante para la mocedad, dijo arrastrando mucho las eses con su acento lusitano, ver cómo se despide de este mundo la gente de hígados y de honra, y más en estos tiempos cuitados en que todo son desvergüenza y malas costumbres. Pues dejando aparte la fortuna de nacer en Portugal —que no estaba al alcance de todos, por desgracia— nada instruía tanto como ver bien morir, tratar a hombres sabios, conocer tierras y la lección continua de buenos libros.

—Así —concluyó, poético— con Virgilio dirá el rapaciño
Arma virumque cano
, y
Plus quam civilia campos
con Lucano.

Hubo luego prolija parla y buen menudeo del jarro. Antojósele en ésas un rentoy a Ganzúa, a modo de últimas manos con los camaradas; y Guzmán Ramírez, un jaque silencioso y de cara sombría, extrajo una grasienta desencuadernada del jubón y la puso en la mesa. Diéronse hojas del libro real, jugaron unos ocho, miraron otros y bebimos todos. Echábanse dineros y, fuese por suerte o porque los camaradas le daban cuartel, Ganzúa fue teniendo buenas rachas.

—Seis granos juego, y va mi vida.

—Alce vuacé por la mano.

—Yo la doy.

—Matantes tengo.

—Pues a mí, que las vendo.

En ésas andaban cuando oyéronse pasos en el corredor, y entraron, negros como cuervos, el escribano de la Justicia, el alcaide con alguaciles y el capellán de la cárcel para leer la última sentencia. Y salvo que Ginesillo el Lindo dejó de tocar la guitarra, nadie hizo ademán de apercibirse, ni el reo principal mudó el semblante; sino que más bien siguieron todos menudeando alpiste, cada uno con sus tres cartas en la mano y atentos a la muestra, que era el dos de oros. Se aclaró la garganta el escribano y leyó que por justicia del Rey a tantos de tantos y por tal y cual, denegada la apelación, el llamado Nicasio Ganzúa sería ejecutado mañana, etcétera. Oíalo recitar el mentado sin inmutarse, atento a sus naipes, y sólo cuando acabó de leerse la sentencia despegó los labios para mirar al compañero de juego y hacer un gesto con las cejas.

—Envido —dijo.

Siguió el juego como si tal cosa. Saramago el Portugués jugó una sota de bastos, otro camarada jugó un Rey, y otro un as de copas.

—La puta de oros —anunció uno al que llamaban el Rojo Carmona, poniendo su sota en la mesa.

—Malilla —dijo otro, jugándola.

Ganzúa estaba de mucha suerte aquella noche, porque dijo tener borrego, que ganaba a la malilla, y lo probó con hechos tirando el cuatro de oros sobre la mesa con una sola mano y el otro brazo en jarra, apoyada la mano sobre la cadera con mucho garbo. Y sólo entonces, mientras recogía las monedas juntándolas en su montón, levantó la vista al escribano.

—¿Podría vuacé repetirme lo último, que no estaba muy atento?

Picóse el escribano, diciendo que las cosas sólo se leían una vez, y que allá Ganzúa si apagaba candela sin enterarse muy bien de qué trataba el negocio.

—A un hombre de mis hígados —repondió el reo con mucha flema—, que nunca derrotó más que para comulgar, y eso de mozo, y luego ha tenido quinientos desafíos, dado otros tantos antuviones y reñido mil veces en ayunas, los pormenores se le dan lo que a vuacé un pastel de a cuatro… Lo que quiero saber es si hay esparto, o no.

—Lo hay. A las ocho en punto.

—¿Y quién firma esa sentencia?

—El juez Fonseca.

Miró el reo a sus compañeros de modo significativo, y le respondió un círculo de guiños y mudos asentimientos. A ser posible, el soplón, el corchete y el platero no iban a hacer el viaje solos.

—Bien puede el mentado juez —dijo Ganzúa al escribano, el aire filosófico— darme sentencia como lo que es, y quitarme la vida con ella… Pero que él sea tan honrado que salga a reñir conmigo espada en mano, y veremos quién le quita la vida a quién.

Hubo más asentimientos solemnes en el corro de jaques. Aquello estaba muy puesto en razón y era el Evangelio. El escribano se encogió de hombros. El fraile, un agustino de aire manso y uñas sucias, se acercó a Ganzúa.

—¿Quieres confesión?

El reo lo observó mientras barajaba los naipes.

—No querrá su paternidad que lo que no bramé en las primeras ansias vaya a pregonarlo en la postrera.

—Me refería a tu alma.

El rufo se tocó el rosario y las medallas que llevaba al cuello.

—De mi alma me ocupo yo —dijo con mucha pausa—. Ya tendré mañana en el otro barrio unas palabras con quien sea menester.

Los marrajos del corro movieron cabezas, aprobando las palabras del bravo. Algunos habían conocido a Gonzalo Barba, un famoso valentón que al iniciar confesión con ocho muertos de un golpe y escandalizarse el cura, que era joven y chapetón, levantóse diciendo: «Comenzaba yo por lo menudillo, y ya pone ascos… Si de los primeros ocho hace tamaño espanto, ni yo soy para su reverencia ni su reverencia es para mí»… Y al insistirle el sacerdote, remató: «Quédese con Dios, padre, que anteayer lo hicieron cura, y ya quiere confesar a un hombre que ha matado a medio mundo».

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