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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (6 page)

BOOK: El oro del rey
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—Asistí a tu incidente con ése. Yo estaba detrás, entre la gente —me estudiaba reflexivo, como si calculara los cambios que se habían operado en mí desde la última vez—… Veo que sigues siendo puntilloso en asuntos de honra.

—He estado en Flandes —no pude menos que decir—. Con el capitán.

Movió la cabeza. Ahora había unas pocas canas, observé, en su bigote y en las patillas que asomaban bajo las alas negras del sombrero. También arrugas nuevas, o cicatrices, en su cara. Los años pasan para todos, pensé. Incluso para los espadachines malvados.

—Sé dónde estuviste —dijo—. Pero Flandes mediante o no, sería bueno que recordaras algo: la honra siempre resulta complicada de adquirir, difícil de conservar y peligrosa de llevar… Pregúntaselo, si no, a tu amigo Alatriste.

Lo encaré con cuanta dureza pude mostrar.

—Vaya y pregúnteselo vuestra merced, si tiene hígados.

A Malatesta le resbaló el sarcasmo sobre la expresión imperturbable.

—Yo conozco ya la respuesta —dijo, ecuánime—. Son otros negocios menos retóricos los que tengo pendientes con él.

Seguía mirando pensativo en dirección a los guardias de la puerta. Al cabo rió muy entre dientes, como de una broma que no estuviese dispuesto a compartir con nadie.

—Hay menguados —dijo de pronto— que no aprenden nada; como ese imbécil que levantaba su mano sin cuidarse de las tuyas —los ojos de serpiente, negros y duros, volvieron a clavarse en mí—… Yo nunca te habría dado ocasión de sacar esa daga, rapaz.

Me volví a observar al sargento de la guardia. Se pavoneaba entre sus soldados mientras volvían a cerrarse las puertas de los Reales Alcázares. Y era cierto: aquel tipo ignoraba lo cerca que había estado de que le metieran un palmo de hierro en las entrañas. Y de que a mí me ahorcaran por su culpa.

—Recuérdalo la próxima vez —dijo el italiano.

Cuando me giré de nuevo, Gualterio Malatesta ya no estaba allí. Había desaparecido entre la gente y sólo pude ver una sombra negra alejándose entre los naranjos, bajo el campanario de la catedral.

III. ALGUACILES Y CORCHETES

Aquella velada había de resultar agitada y toledana; pero antes de llegar a ello tuvimos cena e interesante plática. También hubo la imprevista aparición de un amigo: Don Francisco de Quevedo no le había dicho al capitán Alatriste que la persona con la que iba a entrevistarse por la noche era su amigo Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Para sorpresa de Alatriste, y también mía, el conde apareció en la hostería de Becerra apenas se puso el sol, tan desenvuelto y cordial como siempre, abrazando al capitán, dedicándome una cariñosa cachetada, y reclamando a voces vino de calidad, una cena en condiciones y un cuarto cómodo para charlar con sus amigos.

—Vive Dios que tenéis que contarme lo de Breda.

Vestía muy a premática del Rey nuestro señor, salvo el coleto de ante. El resto era ropa de precio aunque discreta, sin bordados ni cosa de oro, botas militares, guantes de ámbar, sombrero y capa larga; y bajo el cinto, amén de espada y daga, cargaba un par de pistoletes. Conociendo a Don Álvaro, era obvio que su noche iba a prolongarse más allá de nuestra entrevista, y que hacia la madrugada algún marido o abadesa tendrían motivos para dormir con un ojo abierto. Recordé lo que había comentado Quevedo sobre su papel de acompañante en las correrías del Rey.

—Te veo muy bien, Alatriste.

—Tampoco a vuestra merced se le ve mal.

—Psché. Me cuido. Pero no te engañes, amigo mío. En la Corte, no trabajar da muchísimo trabajo.

Seguía siendo el mismo: apuesto, galán, con modales exquisitos que no estaban reñidos con aquella amable espontaneidad, algo ruda y casi a lo soldado, que siempre mantuvo con mi amo desde que éste salvó su vida cuando el desastre de las Querquenes. Brindó por Breda, por Alatriste y hasta por mí, discutió con Don Francisco sobre los consonantes de un soneto, despachó con excelente apetito el cordero a la miel servido en vajilla de buena loza trianera, pidió una pipa de barro, tabaco, y entre volutas de humo se recostó en su silla, desabrochado el coleto y el aire satisfecho.

—Hablemos de asuntos serios —dijo.

Luego, entre chupadas a la pipa y tientos al vino de Aracena, me observó un instante para establecer si yo debía escuchar lo que estaba a punto de decir, y por fin nos puso sin más rodeos al corriente. Empezó explicando que el sistema de flotas para traer el oro y la plata, el monopolio comercial de Sevilla y el control estricto de quienes viajaban a las Indias, tenían por objeto impedir la injerencia extranjera y el contrabando, y mantener engrasada la descomunal máquina de impuestos, aranceles y tasas de la que se nutría la monarquía y cuantos parásitos albergaba. Ésa era la razón del almojarifazgo: el cordón aduanero en torno a Sevilla, Cádiz y su bahía, puerta exclusiva de las Indias. De ahí sacaban las arcas reales linda copia de rentas; con la particularidad de que, en una administración corrupta como la española, ajustaba más que los gestores y responsables pagasen a la Corona una cantidad fija por sus cargos, y de puertas adentro se las apañaran para su capa, robando a mansalva. Sin que eso fuese obstáculo, en tiempos de vacas flacas, para que el Rey ordenase a veces un escarmiento, o la incautación de tesoros de particulares que venían con las flotas.

—El problema —apuntó entre dos chupadas a la pipa— es que todos esos impuestos, destinados a costear la defensa del comercio con las Indias, devoran lo que dicen defender. Hace falta mucho oro y plata para sostener la guerra en Flandes, la corrupción y la apatía nacionales. Así que los comerciantes deben elegir entre dos males: verse desangrados por la hacienda real, o la ilegalidad del contrabando… Todo eso alumbra una abundante picaresca —miró a Quevedo, sonriente, poniéndolo por testigo—… ¿No es cierto, Don Francisco?

—Aquí —asintió el poeta— hasta el más menguado hace encaje de bolillos.

—O se mete oro en la bolsa.

—Cierto —Quevedo bebió un largo trago, secándose la boca con el dorso de la mano—. A fin de cuentas, poderoso caballero es Don Dinero.

Guadalmedina lo miró, admirado.

—Buena definición, pardiez. Debería vuestra merced escribir algo sobre eso.

—Ya lo hice.

—Vaya. Me alegro.

—«
Nace en las Indias honrado…
» —recitó Don Francisco, la jarra de nuevo en los labios y ahuecándole la voz.

—Ah, era eso —el conde le guiñó un ojo a Alatriste—. Lo creía de Góngora.

Al poeta se le atragantó el vino a medio sorbo.

—Voto a Dios y a Cristo vivo.

—Bueno, amigo mío.

—Ni bueno ni malo, por Belcebú. Esa afrenta de vuestra merced no se diera ni entre luteranos… ¿Qué tengo que ver yo con esos cagarripios de oh, qué lindico, que después de haber sido judíos y moros se meten a pastores?

—Sólo era una chanza.

—Por tales chanzas suelo batirme, señor conde.

—Pues conmigo, ni soñarlo —el aristócrata sonreía, conciliador y bonachón, acariciándose el bigote rizado y la perilla—. Aún recuerdo la lección de esgrima que vuestra merced le dio a Pacheco de Narváez —alzó con gracia la diestra, destocándose con mucha política un sombrero imaginario—… Os presento mis excusas, Don Francisco.

—Hum.

—¿Cómo que
hum
?… Soy grande de España, cuerpo de tal. Tened la bondad de apreciarme el gesto.

—Hum.

Sosegados pese a todo los ánimos del poeta, Guadalmedina siguió aportando detalles que el capitán Alatriste escuchaba atento, su jarra de vino en la mano, medio iluminado el perfil rojizo por la llama de las velas que ardían sobre la mesa. La guerra es limpia, había dicho una vez, tiempo atrás. Y en ese momento yo comprendí bien a qué se refería. En cuanto a los extranjeros, estaba diciendo Guadalmedina, para esquivar el monopolio utilizaban a intermediarios locales como terceros —se les llamaba
metedores
, con lo que todo estaba dicho—, desviando así las mercancías, el oro y la plata que nunca habrían podido conseguir directamente. Pero además, que los galeones salieran de Sevilla y volvieran a ella era una ficción legal: casi siempre se quedaban en Cádiz, El Puerto de Santa María o la barra de Sanlúcar, donde transbordaban. Todo eso animaba a muchos comerciantes a instalarse en esa zona, donde era más fácil eludir la vigilancia.

—Han llegado a construir barcos con un tonelaje oficial declarado, y otro que es el auténtico. Todo el mundo sabe que se confiesan cinco y se transportan diez; pero el soborno y la corrupción mantienen las bocas cerradas y las voluntades abiertas. Demasiados han hecho así fortuna —estudió la cazoleta de la pipa, como si algo allí atrajera su atención—… Eso incluye a altos funcionarios reales.

Álvaro de la Marca prosiguió su relato. Aletargada por los beneficios del comercio ultramarino, Sevilla, como el resto de España, era incapaz de sostener industria propia. Muchos naturales de otros países habían logrado establecerse, y con su tenacidad y su trabajo eran ahora imprescindibles. Eso les daba una situación de privilegio como intermediarios entre España y toda la Europa contra la que nos hallábamos en guerra. La paradoja era que mientras se combatía a Inglaterra, a Francia, a Dinamarca, al Turco y a las provincias rebeldes, se les compraba al mismo tiempo, mediante terceros, mercaderías, jarcia, alquitrán, velas y otros géneros necesarios tanto en la Península como al otro lado del Atlántico. El oro de las Indias escapaba así para financiar ejércitos y naves que nos combatían. Era un secreto a voces, pero nadie cortaba aquel tráfico porque todos se beneficiaban. Incluso el Rey.

—El resultado salta a la vista: España se va al diablo. Todos roban, trampean, mienten y ninguno paga lo que debe.

—Y además se jactan de ello —apuntó Quevedo.

—Además.

En ese panorama, prosiguió Guadalmedina, el contrabando de oro y de plata era decisivo. Los tesoros importados por particulares solían declararse en la mitad de su valor, merced a la complicidad de los aduaneros y empleados de la Casa de Contratación. Con cada flota llegaba una fortuna que se perdía en bolsillos privados o terminaba en Londres, Ámsterdam, París o Génova. Ese contrabando lo practicaban con entusiasmo extranjeros y españoles, comerciantes, funcionarios, generales de flotas, almirantes, pasajeros, marineros, militares y eclesiásticos. Era ilustrativo el escándalo del obispo Pérez de Espinosa, quien al fallecer un par de años antes en Sevilla había dejado quinientos mil reales y sesenta y dos lingotes de oro, que fueron embargados por la Corona al averiguarse que procedían de las Indias sin pasar aduana.

—Aparte de mercancías diversas —añadió el aristócrata—, se calcula que la flota que está a punto de llegar trae veinte millones de reales en plata de Zacatecas y Potosí, entre el tesoro del Rey y de los particulares… Y también ochenta quintales de oro en barras.

—Es sólo la cantidad oficial —precisó Quevedo.

—Así es. De la plata se calcula que una cuarta parte más viene de contrabando. En cuanto al oro, casi todo pertenece al tesoro real… Pero uno de los galeones trae una carga clandestina de lingotes. Una carga que nadie ha declarado.

Se detuvo Álvaro de la Marca y bebió un largo trago para dejar espacio a que el capitán Alatriste asumiera bien la idea. Quevedo había sacado una cajita de tabaco en polvo, del que aspiró una pizca por la nariz. Luego de estornudar discretamente, se limpió con un pañizuelo arrugado que extrajo de una manga.

—El barco se llama
Virgen de Regla
—continuó al fin Guadalmedina—. Es un galeón de dieciséis cañones, propiedad del duque de Medina Sidonia y fletado por un comerciante genovés de Sevilla que se llama Jerónimo Garaffa… A la ida transporta mercancías diversas, azogue de Almadén para las minas de plata y bulas papales; y a la vuelta, todo cuanto pueden meterle dentro. Y puede meterse mucho, entre otras cosas porque está averiguado que su desplazamiento oficial es de novecientos toneles de a veintisiete arrobas, cuando en realidad los trucos de su construcción le dan una capacidad de mil cuatrocientos…

El
Virgen de Regla
, prosiguió, venía con la flota, y su carga declarada incluía ámbar líquido, cochinilla, lana y cueros con destino a los comerciantes de Cádiz y Sevilla. También cinco millones de reales de plata acuñados —dos tercios eran propiedad de particulares —, y mil quinientos lingotes de oro destinados al tesoro real.

—Buen botín para piratas —apuntó Quevedo.

—Sobre todo si consideramos que en la flota de este año vienen otras cuatro naves con cargas parecidas —Guadalmedina miró al capitán entre el humo de su pipa—… ¿Comprendes por qué los ingleses estaban interesados en Cádiz?

—¿Y cómo lo saben los ingleses?

—Diablos, Alatriste. ¿No lo sabemos nosotros?… Si con dinero puede comprarse hasta la salvación del alma, imagínate el resto. Te veo algo ingenuo esta noche. ¿Dónde has estado los últimos años?… ¿En Flandes, o en el limbo?

Alatriste se sirvió más vino y no dijo nada. Sus ojos se posaron en Quevedo, que amagó una sonrisa y encogió los hombros. Es lo que hay, decía el gesto. Y nunca hubo otra cosa.

—En cualquier caso —estaba diciendo Guadalmedina—, importa poco lo que el galeón traiga declarado. Sabemos que carga más plata de contrabando, por un valor aproximado de un millón de reales; aunque en este caso también la plata es lo de menos. Lo importante es que el
Virgen de Regla
trae en sus bodegas otras dos mil barras de oro sin declarar —apuntó al capitán con el caño de la pipa—… ¿Sabes lo que esa carga clandestina vale, tirando muy por lo bajo?

—No tengo la menor idea.

—Pues vale doscientos mil escudos de oro.

El capitán se miró las manos inmóviles sobre la mesa. Calculaba en silencio.

—Cien millones de maravedís —murmuró.

—Exacto —Guadalmedina se reía—. Todos sabemos lo que vale un escudo.

Alatriste alzó la cabeza para observar con fijeza al aristócrata.

—Vuestra merced se equivoca —dijo—… No todos lo saben como lo sé yo.

Guadalmedina abrió la boca, sin duda para una nueva chanza, pero la expresión helada de mi amo pareció disuadirlo en el acto. Conocíamos que el capitán Alatriste había matado hombres por la diez milésima parte de tal cantidad. Sin duda en ese momento imaginaba, igual que yo mismo, cuántos ejércitos podían comprarse con semejante suma. Cuántos arcabuces, cuántas vidas y cuántos muertos. Cuántas voluntades y cuántas conciencias.

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