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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (2 page)

BOOK: El oro del rey
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Fue en ese viaje donde asistí a mi primer combate naval, cuando pasado el canal entre Escocia y las Shetland, pocas leguas al oeste de una isla llamada Foula, o Foul, negra e inhóspita como todas aquellas tierras de cielo gris, dimos sobre una gran flotilla de esos pesqueros de arenque que los holandeses llaman
buizen
, escoltada por cuatro naves de guerra luteranas, entre ellas una urca grande y de buen porte. Y mientras nuestros mercantes quedaban aparte, voltejeando a barlovento, los corsarios vascos y flamencos se lanzaron como buitres sobre los pesqueros, y el
Virgen del Azogue
, que así se llamaba nuestra capitana, nos condujo al resto contra los navíos de guerra holandeses. Quisieron los herejes, como acostumbran, jugar de la artillería tirando de lejos con sus cañones de cuarenta libras y con las culebrinas, merced a la pericia en las maniobras de sus tripulaciones, más hechas al mar que los españoles; habilidad en la que —como demostró el desastre de la Gran Armada— ingleses y holandeses nos aventajaban siempre, pues sus soberanos y gobernantes alentaron la ciencia náutica y cuidaron a sus marinos, pagándolos bien; mientras que España, cuyo inmenso imperio dependía del mar, vivió de espaldas a éste, habituada a tener en más al soldado que al navegante. Que cuando hasta las meretrices de los puertos blasonaban de Guzmanes y Mendozas, la milicia teníase aquí por cosa hidalga, y a la gente de mar, por oficio bajo. Con el resultado de que el enemigo sumaba buenos artilleros, tripulantes hábiles y experimentados capitanes de mar y guerra; y nosotros, pese a contar con buenos almirantes y pilotos y aún mejores barcos, teníamos muy valiente infantería embarcada y poco más. De cualquier manera, lo cierto es que en aquel tiempo los españoles todavía éramos muy temidos en el cuerpo a cuerpo; y ésa era la causa de que los combates navales consistieran siempre en el intento de holandeses e ingleses por mantenerse lejos, desarbolarnos con su fuego y arrasar nuestras cubiertas para matarnos mucha gente hasta rendirnos, procurando nosotros, al contrario, acercarnos lo bastante para pasar al abordaje, que era donde la infantería española daba lo mejor de sí misma y solía mostrarse cruel e imbatible.

De ese modo transcurrió el combate de la isla Foula, intentando los nuestros acortar distancia, como acostumbrábamos, y procurando estorbarlo con muchos tiros el enemigo, como él también usaba. Pero el
Azogue
, pese al castigo que le dejó parte de la jarcia suelta y la cubierta encharcada de sangre, logró entrar muy gallardamente en mitad de los herejes, tan junto a la capitana que las velas de su cebadera barrían el combés del holandés; y por allí arrojaron arpeos de abordaje y empezó a meterse mucha infantería española en la urca entre fogonazos de mosquetería y blandir de picas y hachas. Y a poco, nosotros, que a bordo del
Jesús Nazareno
nos sotaventeábamos arcabuceando la otra banda del enemigo, vimos cómo los nuestros llegaban al alcázar de la capitana holandesa y se cobraban muy en crudo cuanto los otros les habían tirado de lejos. Y baste, en resumen, apuntar que los más afortunados entre los herejes fueron quienes se echaron al agua gélida con tal de escapar al degüello. De esa manera les tomamos dos urcas y hundimos una tercera, escapando la cuarta bien maltrecha, mientras los corsarios —nuestros flamencos católicos de Dunquerque no se quedaron atrás en la faena— saquearon e incendiaron muy a su gusto veintidós arenqueros, que navegaban dando bordos desesperados en todas direcciones como gallinas a las que se les cuelan raposas en el gallinero. Y al anochecer, que en la latitud de aquellos mares llega cuando en España apenas es media tarde, dimos vela al sudoeste dejando en el horizonte un paisaje de incendios, náufragos y desolación.

Ya no hubo más incidentes salvo las incomodidades propias del viaje, si descontamos tres días de temporal a medio camino entre Irlanda y el cabo Finisterre que nos tuvieron a todos zarandeados bajo cubierta con el paternóster y el avemaría en la boca —un cañón suelto aplastó como chinches a unos cuantos contra los mamparos, antes de que pudiéramos trincarlo de nuevo— y dejaron maltrecho el galeón
San Lorenzo
, que al cabo terminaría separándose de nosotros para resguardarse en Vigo. Luego vino la noticia de que el inglés había ido otra vez sobre Cádiz, lo que conocimos con gran alarma en Lisboa; de modo que mientras algunos buques de la guardia de la carrera de Indias salían rumbo a las islas Azores, al encuentro de la flota del tesoro para reforzarla y prevenirla, nosotros desplegamos vela para ir a Cádiz en buena hora; con ocasión, como dije, de ver las espaldas a los ingleses.

Todo aquel tiempo, en fin, lo utilicé en leer con mucho deleite y provecho el libro de Mateo Alemán, y otros que el capitán Alatriste había traído, o pudo conseguir a bordo —que fueron, si no recuerdo mal, la
Vida del Escudero Marcos de Obregón
, un Suetonio y la segunda parte de
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
—. También el viaje tuvo para mí un aspecto práctico que con el tiempo sería utilísimo; y fue que tras mi experiencia de Flandes, donde ya me había hecho con todas las mañas relacionadas con la guerra, el capitán Alatriste y sus camaradas me ejercitaron en la verdadera destreza de las armas. Yo iba camino de los dieciséis como por la posta, mi cuerpo alcanzaba buenas proporciones, y las fatigas flamencas habíanme endurecido los miembros, asentado el temple y cuajado el ánimo. Diego Alatriste conocía mejor que nadie que una hoja de acero iguala al hombre humilde con el más alto monarca; y que cuando los naipes vienen malos, meter mano a la toledana es recurso mejor que otros para ganarse el pan, o defenderlo. Por eso, a fin de completar mi educación por el lado áspero iniciado en Flandes, decidió hacerme plático en los secretos de la esgrima; y de ese modo, a diario, buscábamos un lugar desembarazado de la cubierta donde los camaradas nos dejaban espacio, e incluso hacían corros para mirar con ojo experto y menudear opiniones y consejos, adobándolos con hazañas y lances a veces más inventados que reales. En aquel ambiente de gente conocedora —no hay mejor maestro, dije una vez, que el bien acuchillado—, el capitán Alatriste y yo practicábamos estocadas, fintas, alcances y retiradas, golpes de uñas arriba y uñas abajo con heridas de punta o por los filos, y todos los etcéteras que componen la panoplia de un esgrimidor profesional. Así aprendí a reñir a lo bravo, a sujetar la espada del contrario y entrarle recto por los pechos, a salir cortándole el rostro de revés, a herir de tajo y dar estocadas con la espada y la daga, a cegar con la luz de un farol, o con el sol, a ayudarme sin empacho con puntapiés y codazos, o las mil tretas para embarazar la hoja del contrario con la capa y matar en un válgame Dios. Aquello, en suma, que suponía destreza de espadachín. Y aunque estábamos lejos de sospecharlo, muy pronto tendría ocasión de ponerlo en práctica; pues una carta nos esperaba en Cádiz, un amigo en Sevilla, y una increíble aventura en la barra del Guadalquivir. Todo lo cual, y cada cosa a su tiempo, me propongo contar despacio a vuestras mercedes.

Querido capitán Alatriste:

Quizá os sorprendan estas letras, que sirven en primer lugar para daros la bienvenida por vuestro retorno a España, que espero hayáis concluido con toda felicidad.

Gracias a las noticias que me remitisteis desde Amberes, donde pálido os vio el Escalda, buen soldado, he podido seguir vuestros pasos; y espero que sigáis sano y bueno, como nuestro querido Íñigo, pese a las añagazas del cruel Neptuno. De ser así, creed que llegáis en el momento justo. Porque en caso de que a vuestro arribo a Cádiz todavía no haya venido la flota de Indias, debo rogaros que acudáis de inmediato a Sevilla por los medios más adecuados. En la ciudad del Betis está el Rey Nuestro Señor, que visita Andalucía con Su Majestad la Reina; y puesto que mi favor cerca de Philipo Cuarto y de su Atlante el conde duque sigue en grata privanza (aunque ayer se fue, mañana no ha llegado, y un soneto o un epigrama inoportunos pueden costarme otro destierro a mi Ponto Euxino de la Torre de Juan Abad), estoy aquí en su ilustre compañía, haciendo un poco de todo, y en apariencia mucho de nada; al menos de forma oficial. En cuanto a lo oficioso, eso os lo referiré con detalle cuando tenga el gusto de abrazaros en Sevilla. Hasta entonces no puedo decir más. Sólo que, teniendo que ver con vuestra merced, se trata (naturalmente) de un asunto de espada.

Os mando mi afectuoso abrazo, y el saludo del conde de Guadalmedina; que también anda por aquí, tan lindo de talle como acostumbra, seduciendo sevillanas.

Vuestro amigo, siempre

Fran.
co
de Quevedo Villegas

Diego Alatriste guardó la carta en el jubón y subió al esquife, acomodándose a mi lado entre los fardos de nuestro equipaje. Sonaron las voces de los barqueros al inclinarse sobre los remos, chapotearon éstos, y el
Jesús Nazareno
fue quedando atrás, inmóvil en el agua quieta junto a los otros galeones, imponentes sus altos costados negros de calafate, con la pintura roja y los dorados reluciendo en la claridad del día y la arboladura elevándose al cielo entre su jarcia enmarañada. A poco estábamos en tierra, sintiendo el suelo oscilar bajo nuestros pies inseguros. Caminábamos aturdidos entre la gente, con tanto espacio para movernos tras demasiado tiempo en la cubierta de un buque. Nos deleitábamos con la comida expuesta a la puerta de las tiendas: las naranjas, los limones, las pasas, las ciruelas, el olor de las especias, las salazones y el pan blanco de las tahonas, las voces familiares que pregonaban géneros y mercancías singulares como papel de Génova, cera de Berbería, vinos de Sanlúcar, Jerez y El Puerto, azúcar de Motril… El capitán se hizo afeitar y arreglar el pelo y el mostacho a la puerta de una barbería; y permanecí a su lado, mirando complacido alrededor. En aquel tiempo Cádiz todavía no desplazaba a Sevilla en la carrera de Indias, y la ciudad era pequeña, con cuatro o cinco posadas y mesones; pero las calles, frecuentadas por genoveses, portugueses, esclavos negros y moros, estaban bañadas de luz cegadora y el aire era transparente, y todo era alegre y muy distinto a Flandes. Apenas había traza del reciente combate, aunque se veían por todas partes soldados y vecinos armados; y la plaza de la Iglesia Mayor, hasta la que nos llegamos tras lo del barbero, hormigueaba de gente que iba a dar gracias por haberse librado la ciudad del saqueo y del incendio. El mensajero, un negro liberto enviado por Don Francisco de Quevedo, nos aguardaba allí según lo convenido; y mientras nos refrescábamos en un bodegón y comíamos unas tajadas de atún con pan candeal y bajocas hervidas rociadas con aceite, el mulato nos puso al corriente de la situación. Todas las caballerías estaban requisadas a causa del rebato de los ingleses, explicó, y el medio más seguro de ir a Sevilla era cruzar hasta El Puerto de Santa María, donde fondeaban las galeras del Rey, y embarcar en una que se disponía a subir por el Guadalquivir. El negro tenía preparado un botecillo con un patrón y cuatro marineros; así que volvimos al puerto, y de camino nos entregó unos documentos refrendados con la firma del duque de Fernandina, que eran pasaporte para que a Diego Alatriste y Tenorio, soldado del Rey con licencia de Flandes, y a su criado Íñigo Balboa Aguirre, se les facilitase libre tránsito y embarque hasta Sevilla.

En el puerto, donde se amontonaban fardos de equipajes y enseres de soldados, nos despedimos de algunos camaradas que por allí andaban, tan engolfados en el juego como en las busconas de medio manto que aprovechaban el desembarco para hacer buena presa. Cuando le dijimos adiós, Curro Garrote ya estaba pie a tierra, acuclillado junto a una tabla de juego con más trampas y flores que mayo, dándole a la desencuadernada como si le fuera la vida en ello, desabotonada la ropilla y la mejor mano que tenía apoyada en el pomo de la vizcaína por si las moscas, jugando con la otra entre menudeos a un jarro de vino y a los naipes que iban y venían entre blasfemias, porvidas y votos a tal, viendo ya en dedos ajenos la mitad de su bolsa. Pese a todo, el malagueño interrumpió el negocio para desearnos suerte, con la apostilla de que nos veríamos en cualquier parte, aquí o allá.

—Lo más tarde, en el infierno —concluyó.

Después de Garrote nos despedimos de Sebastián Copons, que como recordarán vuestras mercedes era de Huesca y soldado viejo, pequeño, seco, duro y todavía menos dado a palabras que el propio capitán Alatriste. Copons dijo que pensaba disfrutar un par de días de su licencia en la ciudad, y luego subiría también hasta Sevilla. Contaba cincuenta años, muchas campañas a la espalda y demasiadas costuras en el cuerpo —la última, la del molino Ruyter, le cruzaba una sien hasta la oreja—; y tal vez era tiempo, comentó, de pensar en Cillas de Ansó, el pueblecito donde había nacido. Una mujer moza y un poco de tierra propia haríanle buen acomodo, si es que lograba acostumbrarse a destripar terrones en vez de luteranos. Mi amo y él quedaron en verse en Sevilla, donde la hostería de Becerra. Y al despedirse observé que se abrazaban en silencio, sin aspavientos pero con una firmeza que les cuadraba mucho a ambos.

Sentí separarme de Copons y de Garrote; incluso del último, que pese a lo vivido juntos nunca había llegado a caerme simpático, con su pelo ensortijado, su pendiente de oro y sus peligrosas maneras de rufián del Perchel. Pero ocurría que ésos eran los únicos camaradas de nuestra vieja escuadra de Breda que nos acompañaban hasta Cádiz. El resto se había ido quedando por aquí y por allá: el mallorquín Llop y el gallego Rivas bajo dos palmos de tierra flamenca, uno en el molino Ruyter y otro en el cuartel de Terheyden. El vizcaíno Mendieta, si es que aún podía contarlo, seguiría postrado por el vómito negro en un siniestro hospital para soldados de Bruselas; y los hermanos Olivares, llevándose como mochilero a mi amigo Jaime Correas, habíanse reenganchado para una nueva campaña en el tercio de infantería española de Don Francisco de Medina, después de que el nuestro de Cartagena, que tanto había sufrido en el largo asedio de Breda, quedase temporalmente reformado. La guerra de Flandes iba para largo; y se decía que, tras los esfuerzos en dinero y vidas de los últimos años, el conde duque de Olivares, valido y ministro de nuestro Rey Don Felipe Cuarto, había decidido poner al ejército de allá arriba en actitud defensiva, para combatir de forma económica, reduciendo las tropas de choque a lo indispensable. Lo cierto es que seis mil soldados se habían visto licenciados de grado o por fuerza; y de este modo volvían a España en el
Jesús Nazareno
muchos veteranos, viejos y enfermos unos, ajustados otros con sus pagas, cumplido el tiempo reglamentario de servicio o con destino a diferentes tercios y agrupaciones en la Península o el Mediterráneo. Cansados muchos, en fin, de la guerra y sus peligros; y que podían decir, como aquel personaje de Lope:

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