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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (4 page)

BOOK: El oro del rey
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—Nunca —me dijo Diego Alatriste en un aparte— dejes que te traigan aquí vivo.

Sus ojos claros y fríos, inexpresivos, miraban bogar a aquellos desgraciados. Ya dije que mi amo conocía bien ese mundo, pues había servido como soldado en las galeras del tercio de Nápoles cuando La Goleta y las Querquenes, y tras luchar contra venecianos y berberiscos él mismo estuvo, en el año trece, a punto de verse encadenado en una galera turca. Más tarde, cuando fui soldado del Rey, yo también navegué a bordo de esas naves por el Mediterráneo; y puedo asegurar que pocas cosas se inventaron sobre el mar tan semejantes al infierno. Que para señalar cuán cruel era la vida al remo, baste decir que aun los peores crímenes castigados a bogallas no purgaban más allá de diez años, pues se calculaba lo máximo que un hombre podía soportar sin dejar la salud, la razón o la existencia entre penalidades y azotes:

Si la camisa les quitas

y lavas sus carnes bellas,

verás las firmas en ellas

de letra tan larga escritas.

El caso es que de ese modo, a golpe de silbato y remo, Guadalquivir arriba, habíamos llegado a la ciudad que era la más fascinante urbe, casa de contratación y mercado del mundo, galeón de oro y de plata anclado entre la gloria y la miseria, la opulencia y el derroche, capital de la mar océana y de las riquezas que por ella entraban con las flotas anuales de Indias, ciudad poblada por nobles, comerciantes, clérigos, pícaros y mujeres hermosas, tan rica, pudiente y bella que ni Tiro ni Alejandría en sus días la igualaron. Patria común, dehesa franca, globo sin fin, madre de huérfanos y capa de pecadores, como la misma España de aquel tiempo magnífico y miserable a la vez, donde todo era necesidad, y sin embargo ninguno que supiera buscarse la vida la sufría. Donde todo era riqueza, y —también como la vida misma— a poco que uno se descuidara, la perdía.

Seguimos largo rato de parla en la hostería, sin cambiar palabra con el contador Olmedilla; pero cuando éste se levantó, Quevedo dijo de ir tras él, acompañándolo de lejos. Era bueno, apuntó, que el capitán Alatriste se familiarizara con el personaje. Salimos por la calle de Tintores, admirando la cantidad de extranjeros que frecuentaban sus posadas; tomamos luego el camino de la plaza de San Francisco y la Iglesia Mayor, y de allí por la calle del Aceite nos llegamos a la Casa de la Moneda, cercana a la Torre del Oro, donde Olmedilla tenía ciertas diligencias. Yo, como pueden suponer vuestras mercedes, iba mirándolo todo con los ojos muy abiertos: los portales recién barridos donde las mujeres echaban agua de los lebrillos y aderezaban macetas, las tiendas de jabón, de especias, de joyas, de espadas, los cajones de las fruteras, las relucientes bacías colgadas en el dintel de cada barbería, los regatones que vendían por las esquinas, las señoras acompañadas de sus dueñas, los hombres que discutían negocios, los graves canónigos montados en sus mulas, los esclavos moros y negros, las casas pintadas de almagre y cal, las iglesias con tejados de azulejos, los palacios, los naranjos, los limoneros, las cruces en las calles para recordar alguna muerte violenta o impedir que los transeúntes hicieran sus necesidades en los rincones… Y todo aquello, pese a ser invierno, relucía bajo un sol espléndido que hacía a mi amo y a Don Francisco llevar la capa doblada en tercio al hombro o el herreruelo recogido, sueltas las presillas y botones del jubón. A la natural belleza de tan famosa urbe se añadía que los reyes estaban allí, y Sevilla y sus más de cien mil habitantes bullían de animación y festejos. Ese año, de modo excepcional, nuestro señor Don Felipe Cuarto se disponía a celebrar con su augusta presencia la llegada de la flota de Indias, cuyo arribo suponía un caudal de oro y de plata que desde allí se distribuía —más por nuestra desgracia que por nuestra ventura— al resto de la Europa y al mundo. El imperio ultramarino creado un siglo antes por Cortés, Pizarro y otros aventureros de pocos escrúpulos y muchos hígados, sin nada que perder salvo la vida y con todo por ganar, era ahora un flujo de riquezas que permitía a España sostener las guerras que, por defender su hegemonía militar y la verdadera religión, la empeñaban contra medio orbe; dinero más necesario aún, si cabe, en una tierra como la nuestra, donde —como ya apunté alguna vez— todo cristo se daba aires, el trabajo estaba mal visto, el comercio carecía de buena fama, y el sueño del último villano era conseguir una ejecutoria de hidalgo, vivir sin pagar impuestos y no trabajar nunca; de modo que los jóvenes preferían probar fortuna en las Indias o Flandes a languidecer en campos yermos a merced de un clero ocioso, de una aristocracia ignorante y envilecida, y de unos funcionarios corruptos que chupaban la sangre y la vida: que muy cierta llega la asolación de la república el día que los vicios se vuelven costumbre; pues deja de tenerse por infame al vicioso y toda bajeza se vuelve natural. Así, gracias a los ricos yacimientos americanos, España mantuvo durante mucho tiempo un imperio basado en la abundancia de oro y plata, y en la calidad de su moneda, que servía lo mismo para pagar ejércitos —cuando se les pagaba— que para importar mercancías y manufacturas ajenas. Porque si bien podíamos enviar a las Indias harina, aceite, vinagre y vino, en todo lo demás se dependía del extranjero. Eso obligaba a buscar fuera los abastos, y para ello nuestros doblones de oro y los famosos reales de a ocho de plata, que eran muy apreciados, jugaron la carta principal. Nos sosteníamos así gracias a la ingente cantidad de monedas y barras que de Méjico y el Perú viajaba a Sevilla, desde donde se esparcía luego a todos los países de Europa e incluso a Oriente, para acabar hasta en la India y China. Pero lo cierto es que aquella riqueza terminó aprovechando a todo el mundo menos a los españoles: con una Corona siempre endeudada, se gastaba antes de llegar; de manera que apenas desembarcado, el oro salía de España para dilapidarse en las zonas de guerra, en los bancos genoveses y portugueses que eran nuestros acreedores, e incluso en manos de los enemigos, como bien contó el propio Don Francisco de Quevedo en su inmortal letrilla:

Nace en las Indias honrado

donde el mundo le acompaña;

viene a morir en España,

y es en Génova enterrado.

Y pues quien le trae al lado

es hermoso, aunque sea fiero,

poderoso caballero

es Don Dinero.

El cordón umbilical que mantenía el aliento de la pobre España —paradójicamente rica— era la flota de la carrera de Indias, tan amenazada en el mar por los huracanes como por los piratas. Por eso su llegada a Sevilla era una fiesta indescriptible, ya que además del oro y la plata del Rey y de los particulares venían con ella la cochinilla, el añil, el palo campeche, el palo brasil, lana, algodón, cueros, azúcar, tabaco y especias, sin olvidar el ají, el jengibre y la seda china traída de Filipinas por Acapulco. De ese modo, nuestros galeones navegaban en convoy desde Nueva España y Tierra Firme, tras reunirse en Cuba hasta formar una flota gigantesca. Y ha de reconocerse, pese a las carencias y los problemas y los desastres, que durante todo ese tiempo los marinos españoles hicieron con mucho pundonor su trabajo. Incluso en los peores momentos —sólo una vez los holandeses nos tomaron una flota completa —, nuestras naves siguieron cruzando el mar con mucho esfuerzo y sacrificio; y siempre pudo tenerse a raya, salvo en ciertas ocasiones desgraciadas, la amenaza de los piratas franceses, holandeses e ingleses, en aquella lucha que España libró sola contra tres poderosas naciones resueltas a repartirse sus despojos.

—Hay poca gurullada —observó Alatriste.

Era cierto. La flota estaba a punto de llegar, el Rey en persona honraba Sevilla, se preparaban actos religiosos y celebraciones públicas, y sin embargo apenas se veían alguaciles ni corchetes por las calles. Los pocos que cruzamos iban todos en grupo, con más hierro encima que una fundición vizcaína, armados hasta los dientes y recelando de su sombra.

—Hubo un incidente hace cuatro días —explicó Quevedo—. La Justicia quiso prender a un soldado de las galeras que están amarradas en Triana, acudieron soldados y mozos en su socorro, y hubo cuchilladas hasta para la sota de copas… Al fin los corchetes pudieron traérselo, pero los soldados cercaron la cárcel y amenazaron pegarle fuego si no les devolvían al camarada.

—¿Y cómo terminó la cosa?

—El preso había despachado a un alguacil, así que lo ahorcaron en la reja antes de entregarlo —el poeta se reía bajito al contar aquello —… De modo que ahora los soldados quieren hacer montería de corchetes, y la Justicia sólo se atreve a salir en cuadrilla y con mucho tiento.

—¿Y qué dice el Rey de todo eso?

Estábamos a la sombra del postigo del Carbón, justo debajo de la Torre de la Plata, mientras el tal Olmedilla resolvía sus asuntos en la Casa de la Moneda. Quevedo señaló las murallas del antiguo castillo árabe que se prolongaban hacia el altísimo campanario de la Iglesia Mayor. Los uniformes amarillos y rojos de la guardia española —no podíamos imaginar que muchos años después iba a vestirlo yo mismo— animaban sus almenas adornadas con las armas de Su Majestad. Otros centinelas con alabardas y arcabuces vigilaban la puerta principal.

—La católica, sacra y real majestad no se entera sino de lo que le cuentan —dijo Quevedo—. El gran Philipo está alojado en el Alcázar, y sólo sale de allí para ir de caza, de fiestas o para visitar de noche algún convento… Nuestro amigo Guadalmedina, por cierto, le hace de escolta. Se han vuelto íntimos.

Pronunciada de aquel modo, la palabra
convento
me traía funestos recuerdos; y no pude evitar un escalofrío acordándome de la pobre Elvira de la Cruz y de lo cerca que yo mismo había estado de tostarme en una hoguera. Ahora Don Francisco observaba a una señora de buen ver, seguida por su dueña y una esclava morisca cargada con cestas y paquetes, que descubría los chapines al recogerse el ruedo de la falda para eludir un enorme rastro de boñigas de caballerías que alfombraba la calle. Cuando la dama pasó por nuestro lado, camino de un coche con dos mulas que aguardaba algo más lejos, el poeta se ajustó los espejuelos y después quitóse el sombrero, muy cortés. «Lisi», murmuró con sonrisa melancólica. La dama correspondió con una leve inclinación de cabeza antes de cubrirse un poco más con el manto. Detrás, la dueña, añeja y enlutada con sus tocas de cuervo y el rosario largo de quince dieces, lo fulminó con la mirada, y Quevedo le sacó la lengua. Viéndolas irse, sonrió con tristeza y volvióse a nosotros sin decir nada. Vestía el poeta con la sobriedad de siempre: zapatos con hebilla de plata y medias de seda negra, traje gris muy oscuro y sombrero de lo mismo con pluma blanca, la cruz de Santiago bordada en rojo bajo el herreruelo recogido en un hombro.

—Los conventos son su especialidad —añadió tras aquella breve pausa, soñador, los ojos aún fijos en la dama y su cortejo.

—¿De Guadalmedina o del Rey?

Ahora era Alatriste quien sonreía bajo su mostacho soldadesco. Quevedo tardó en responder, y antes suspiró hondo.

—De los dos.

Me puse al lado del poeta, sin mirarlo.

—¿Y la reina?

Lo pregunté en tono casual, respetuoso e irreprochable. La curiosidad de un chico. Don Francisco se volvió a observarme con mucha penetración.

—Tan bella como siempre —repuso—. Ya habla un poco mejor la lengua de España —miró a Alatriste, y volvió a mirarme a mí; sus ojos chispeaban divertidos tras los cristales de los lentes—. Practica con sus damas, y sus azafatas… Y sus meninas.

El corazón me latió tan fuerte que temí no poder ocultarlo.

—¿Todas la acompañan en el viaje?

—Todas.

La calle me daba vueltas.
Ella
estaba en esa ciudad fascinante. Miré alrededor, hacia el descampado Arenal que se extendía entre la ciudad y el Guadalquivir, y era uno de los lugares más pintorescos de la ciudad, con Triana al otro lado, las velas de las carabelas de la sardina y los camaroneros, y toda clase de barquitos yendo y viniendo entre las orillas, las galeras del Rey atracadas en la banda trianera, cubriéndola hasta el puente de barcas, el Altozano y el siniestro castillo de la Inquisición que allí se alzaba, y la gran copia de grandes naos en el lado de acá: un bosque de mástiles, vergas, antenas, velas y banderas, con el gentío, los puestos de comerciantes, los fardos de mercancías, el martilleo de los carpinteros de ribera, el humo de los calafates y las poleas de la machina naval con la que se despalmaban naves en la boca del Tagarete:

Hierro trae el vizcaíno,

el cuartón, el tiro, el pino,

el indiano, el ámbar gris,

la perla, el oro, la plata,

palo de Campeche, cueros.

Toda esta arena es dineros.

El recuerdo de la comedia
El arenal de Sevilla
, que había visto en el corral del Príncipe cuando apenas era un niño, con Alatriste, el día famoso en que Buckingham y el príncipe de Gales se batieron a su lado, permanecía grabado en mi memoria. Y de pronto, aquel lugar, aquella ciudad que ya era de natural espléndida, se tornaba mágica, maravillosa. Angélica de Alquézar estaba allí, y tal vez podría verla. Miré de soslayo a mi amo, temeroso de que la turbulencia que me estallaba dentro quedase a la vista. Por suerte, otras inquietudes ocupaban los pensamientos de Diego Alatriste. Observaba al contador Olmedilla, que había concluido su negocio y caminaba hacia nosotros con la misma cordialidad que si le lleváramos la extremaunción: serio, enlutado hasta la gola, sombrero negro de ala corta y sin plumas, y aquella curiosa barbita rala que acentuaba su aspecto ratonil y gris; su aire antipático, de humores ácidos y mala digestión.

—¿Para qué nos necesita semejante estafermo? —murmuró el capitán, mirándolo acercarse.

Quevedo encogió los hombros.

—Está aquí con una misión… El propio conde duque mueve los hilos. Y su trabajo incomodará a más de uno.

Saludó Olmedilla con una seca inclinación de cabeza y echamos a andar tras él hacia la puerta de Triana. Alatriste le hablaba a Quevedo a media voz:

—¿Cuál es su trabajo?

El poeta respondió en el mismo tono.

—Pues eso: contador. Experto en llevar cuentas… Un sujeto que sabe mucho de números, y de aranceles aduaneros, y cosas de ésas. Da sopas con honda a Juan de Leganés.

—¿Alguien ha robado más de lo normal?

—Siempre hay alguien que roba más de lo normal.

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