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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (8 page)

BOOK: El oro del rey
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Soy pícaro y retozón,

soy mancebo y soy bellaco,

y si me enojan, me aplaco

con cualquier satisfacción.

La satisfacción, por supuesto, era una bolsa bien repleta. Y en torno al sitio menudeaba la chusma germanesca, jaques de los que juraban por el alma de Escamilla, rufianes, bravos del barrio de la Heria, tratantes en vidas y mercaderes de cuchilladas, olla pintoresca que se especiaba con aristócratas perdidos, peruleros golfos, burgueses con buena bolsa, clérigos disfrazados con ropa seglar, gariteros, pagotes, soplones de alguacil, virtuosos del gatazo y prójimos de toda laya; algunos tan pícaros que olían a un forastero a tiro de arcabuz, y a menudo inmunes a una Justicia de la que, ya metidos en versos, escribió el propio Don Francisco de Quevedo:

En Sevilla es chica y poca,

donde firman la sentencia

al semblante de la bolsa.

De ese modo, protegido por la autoridad, el Compás era cada noche discurrir de gente, y fiesta profana, y vino de lo mejor y más fino, y se entraba en cuadrilla y se salía convertido en racimo de uvas. Allí se bailaba la lasciva zarabanda, se templaban lo mismo primas que terceras, y cada cual hacía su avío. En la mancebía moraban más de treinta sirenas de respigón y bolsa, todas con aposento propio, a las que el sábado por la mañana —la gente de calidad iba al Compás los sábados por la noche— visitaba un alguacil para ver no estuvieran infestadas del mal francés y dejaran al cliente echando venablos, preguntándose por qué no le daba Dios al turco o al luterano donde a él le dio. Todo eso ponía, según cuentan, fuera de sí al arzobispo; ya que, como podía leerse en un memorial de aquellos días,
«lo que más en Sevilla hay son amancebados, testigos falsos, rufianes, asesinos, logreros… Pasan de 300 las casas de juego, y de 3.000 las rameras»
.

Pero volvamos a lo nuestro, que tampoco es ir muy lejos. El caso es que disponíase Álvaro de la Marca a decirnos adiós bajo el arquillo del Golpe, casi a la entrada de la mancebía, cuando la mala fortuna quiso que pasara por allí una ronda de corchetes y un alguacil con su vara. Como recordarán vuestras mercedes, el incidente del soldado ahorcado días atrás había roto hostilidades entre la Justicia y la soldadesca de las galeras, y unos y otros andaban buscándose las vueltas para hacer balance; de manera que ni durante el día se veía gurullada por la calle, ni de noche los soldados salían de Triana o pasaban puertas adentro a la ciudad.

—Vaya, vaya —dijo el alguacil al vernos.

Nos miramos Guadalmedina, Quevedo, el capitán y yo, con inicial desconcierto. También era mala ventura que, entre toda la gentuza que iba y venía por las sombras de la Laguna, aquel broche y sus alfileres fueran a prenderse precisamente en nosotros.

—A los señores fanfarrones les gusta tomar el fresco —añadió el alguacil, con mucha sorna.

La sorna y el talante se lo garantizaban sus cuatro hombres, que iban con espadas, rodelas y caras de muy malas pulgas, que la poca luz del sitio entenebrecía más. Entonces caí. A la luz del farolillo de la Virgen de Atocha, la indumentaria del capitán Alatriste y la de Guadalmedina, incluso la mía, tenían aires soldadescos. Hasta el coleto de ante de Álvaro de la Marca estaba prohibido en tiempo de paz —paradójicamente, barrunto que se lo puso esa noche para escoltar al Rey—, y bastaba echarle una ojeada al capitán Alatriste para olfatear milicia a la legua. Quevedo, rápido en el juicio como siempre, vio venir el nubarrón y quiso remediarlo.

—Disimule vuestra merced —le entró con mucha cortesía al alguacil—. Pero estos hidalgos son gente de honra.

Se acercaban curiosos a echar un vistazo, haciendo corro: un par de daifas de medio manto, algún jaque, un borracho con una garnacha del tamaño de un cirio pascual. El propio Garciposadas el Tostao asomó la gaita bajo el arco. Semejante concurrencia engalló al alguacil.

—¿Y quién le pide a vuestra merced que explique lo que nosotros podemos averiguar solos?

Oí chasquear la lengua a Guadalmedina, impaciente. «No se disminuyan vuacedes», animó una voz oculta entre las sombras y los curiosos. También sonaron risas. Bajo el arquillo se congregaba más gente. Unos tomaban partido por la Justicia y otros, los más, nos alentaban a una linda montería de porquerones.

—Ténganse presos en nombre del Rey.

Aquello no auguraba nada bueno. Guadalmedina y Quevedo cambiaron una mirada, y vi cómo el aristócrata terciaba la capa al hombro, descubriendo brazo y espada y aprovechando al tiempo para rebozarse el rostro.

—No es de bien nacidos sufrir este desafuero —dijo.

—Que vuestra merced lo sufra o no —expuso desabrido el alguacil—, se me da dos maravedís.

Con aquella fineza, el lance estaba servido. En cuanto a mi amo, seguía muy quieto y callado, mirando al de la vara y a los corchetes. Su perfil aquilino y el frondoso mostacho bajo las anchas alas del sombrero le daban un aspecto imponente en aquella penumbra. O al menos a mí, que lo conocía bien, así se me antojaba. Palpé el mango de mi daga de misericordia. Habría dado cualquier cosa por una espada, porque los otros eran cinco, y nosotros cuatro. Al instante rectifiqué, desconsolado. Con mis dos cuartas de acero sólo sumábamos tres y medio.

—Entreguen las espadas —dijo el alguacil— y hagan la merced de acompañarnos.

—Es gente principal —hizo el último intento Quevedo.

—Y yo soy el duque de Alba.

Resultaba claro que el alguacil estaba dispuesto a salirse con la suya, haciendo un quince con dos ochos. Eran sus pastos, y lo observaban sus parroquianos. Los cuatro porquerones sacaron las espadas y comenzaron a rodearnos en un semicírculo amplio.

—Si salimos bien y nadie nos identifica —susurró fríamente Guadalmedina, la voz sofocada por el embozo—, mañana habrá tierra sobre el asunto… Si no, señores, la iglesia más próxima es la de San Francisco.

Los de la gura estaban cada vez más cerca. Con sus ropajes negros, los corchetes parecían parte de las sombras. Bajo el arco, los curiosos animaban con palmas de chacota. «Dales lo suyo, Sánchez», le dijo alguien al alguacil, con mucha guasa. Sin prisas, muy seguro de sí y muy jaque, el tal Sánchez se metió la vara en el cinto, sacó la espada y empuñó en la zurda una pistola enorme.

—Cuento hasta tres —dijo, arrimándose más—. Uno…

Don Francisco de Quevedo me apartó con suavidad hacia atrás, interponiéndose entre los corchetes y yo. Guadalmedina observaba ahora el perfil del capitán Alatriste, que seguía en el mismo sitio, impasible, calculando las distancias y girando el cuerpo muy despacio para no perder la cara del corchete que estaba más cercano, sin descuidar de soslayo a los otros. Noté que Guadalmedina buscaba con los ojos al que mi amo miraba, y luego, desentendiéndose de él, iba a fijarse en otro, como si aquel trámite lo diera por resuelto.

—Dos…

Quevedo se desembarazó el herreruelo. «No queda sino etcétera», murmuraba entre dientes mientras soltaba el fiador para arrodelarse el paño en torno al brazo izquierdo. Por su parte, Álvaro de la Marca dispuso la capa al tercio, de modo que le protegiese medio torso de las cuchilladas que iban a llover como si granizara. Apartándome de Quevedo, me puse junto al capitán. Su mano diestra se acercaba a la cazoleta de la espada, y la izquierda rozaba el mango de la daga. Pude oír su respiración, muy recia y lenta. De pronto caí en la cuenta de que hacía varios meses, desde Breda, que no lo veía matar a un hombre.

—Tres —el alguacil alzó su pistola y volvió el rostro hacia los curiosos—. ¡En nombre del Rey, favor a la Justicia!

No había terminado de hablar cuando Guadalmedina le disparó a bocajarro uno de sus pistoletes, tirándolo para atrás como estaba, aún vuelto el rostro, con el fogonazo. Chilló una mujer bajo el arco, y un murmullo expectante corrió entre las sombras; que ver reñir al prójimo o acuchillarse entre sí fue siempre antigua costumbre española. Y entonces, al mismo tiempo, Quevedo, Alatriste y Guadalmedina metieron mano a la blanca, en la calle relucieron siete aceros desnudos, y todo ocurrió a un ritmo endiablado: cling, clang, herreruzas echando chispas, los corchetes gritando «en nombre del Rey, ténganse en nombre del Rey», y más gritos y murmullos entre los espectadores. Y yo, que también había desenvainado mi daga, me quedé allí mirando cómo, en menos de medio avemaría, Guadalmedina le pasaba el molledo del brazo a un corchete, Quevedo marcaba a otro en la cara dejándolo contra la pared, las manos sobre la herida y sangrando cual cochino por acecinar, y Alatriste, espada en una mano y daga en la otra, manejando ambas como relámpagos, le metía dos palmos de toledana en el pecho a un tercero que decía María Santísima antes de desclavarse y caer al suelo vomitando espadañadas de sangre que parecía tinta negra. Todo había ocurrido tan rápido que el cuarto porquerón no lo pensó dos veces y tomó las de Villadiego cuando vio a mi amo revolverse luego contra él. En ésas yo enfundé mi daga y fui sobre una de las espadas que había en el suelo, la del alguacil, alzándome con ella en el momento en que dos o tres curiosos, engañados por el inicio de la riña, se adelantaban a echar una mano a los corchetes; pero tan pronto fue resuelto todo, que los vi parar en seco apenas iniciado el ademán, mirándose unos a otros, y luego quedarse muy quietos y circunspectos observando al capitán Alatriste, Guadalmedina y Quevedo, que con las espadas desnudas se volvían dispuestos a proseguir la vendimia. Me puse junto a los míos, afirmándome en guardia; y la mano que sostenía el acero temblaba no de inquietud, sino de exaltación: habría dado mi alma por añadir una estocada propia a la reyerta. Pero a los espontáneos se les iban las ganas de terciar. Estuvieron allí con mucha prudencia, murmurando de lejos tal y cual, y aguarden vuestras mercedes que ya verán, etcétera, entre las chirigotas de los curiosos, mientras nosotros retrocedíamos sin dar la espalda y dejando el campo hecho una carnicería: un corchete muerto de fijo, el alguacil con su pistoletazo a cuestas, más muerto que vivo y sin resuello ni para pedir confesión, el del brazo traspasado taponándose la herida como podía, y el de la cara picada arrodillado junto a la pared, gimiendo bajo una máscara de sangre.

—¡En las galeras del Rey darán razón! —voceó Guadalmedina con el adecuado tono desafiante, mientras hacíamos cantonada tras la primera esquina. Lo que era hábil treta, que echaría a cuenta de soldados, como el infeliz alguacil se había empeñado en sostener bien a su costa, las estocadas en que tan pródiga había sido la noche.

Acudió la gurullada

a las voces y al reclamo.

Acepillé a los corchetes,

di de cenar a los diablos.

Por la calle de Harinas, camino de la puerta del Arenal, Don Francisco de Quevedo improvisaba versos festivos en jacarandina, buscando alegremente una taberna abierta donde remojar la palabra feriándonos con algo de lo fino. Álvaro de la Marca reía, encantado. «Buen lance» decía. «Buen lance y bien jugado, voto a tal y cual». En cuanto al capitán Alatriste, había limpiado la hoja de su toledana con un lienzo que guardó en la faltriquera, y luego de envainar caminaba en silencio, ocupado en pensamientos imposibles de penetrar.

Y yo iba a su lado, orgulloso como don Quijote, llevando en las manos la espada del alguacil.

IV. LA MENINA DE LA REINA

Diego Alatriste aguardaba recostado en la pared, a la sombra de un zaguán de la calle del Mesón del Moro, entre macetas de geranios y albahaca. Iba sin capa, con el sombrero puesto, la espada y la daga al cinto, abierto el jubón de paño sobre una camisa bien zurcida y limpia, y ponía mucha atención en vigilar la casa del genovés Garaffa. El sitio estaba casi a las puertas de la antigua judería de Sevilla, próximo a las Descalzas y al viejo corral de comedias de Doña Elvira; y a esas horas permanecía tranquilo, con pocos transeúntes y alguna mujer que barría y regaba los portales y las plantas. En otro tiempo, cuando servía al Rey como soldado de sus galeras, Alatriste había pisado muchas veces aquel barrio sin imaginar que más adelante, cuando regresó de Italia en el año dieciséis del siglo, iba a habitarlo una larga temporada, casi toda acogido entre jaques y gente ligera de espada en el famoso corral de los Naranjos, asilo de lo más florido de la valentía y la picaresca sevillana. Como tal vez recuerden vuestras mercedes, tras la represión contra los moriscos en Valencia el capitán había pedido licencia de su tercio para alistarse como soldado en Nápoles —«puesto a degollar infieles, al menos que puedan defenderse», fueron sus razones—, permaneciendo embarcado hasta la almogavaría naval del año quince, cuando después de asolar con cinco galeras y más de un millar de camaradas la costa turca, todos regresaron a Italia con ricos botines, y él diose muy buena vida en Nápoles. Todo eso terminó como en la juventud suelen terminar tales cosas: una mujer, un tercero, una marca en la cara para la mujer, una estocada para el hombre, y Diego Alatriste fugitivo de Nápoles gracias a su vieja amistad con el capitán Don Alonso de Contreras, que lo metió bajo mano en una galera con destino a Sanlúcar y Sevilla. Y de ese modo, antes de pasar a Madrid, el antiguo soldado había acabado ganándose la vida como espadachín a sueldo en una ciudad que era Babilonia y semillero de todos los vicios, entre bravos y rufianes, viviendo de día acogido al sagrado del famoso patio de la Iglesia Mayor, y saliendo de noche a hacer su oficio donde un hombre de hígados con buen acero, si tenía la suerte y la destreza suficientes, podía ganarse el pan con mucha holgura. Bravos legendarios como Gonzalo Xeniz, Gayoso, Ahumada y el gran Pedro Vázquez de Escamilla, que sólo llamaban majestad al Rey de la baraja, ya se habían ido por la posta, descosidos a cuchilladas o muertos por enfermedad de soga —que en tales trabajos, verse añudado el gaznate era achaque contagioso—. Pero en el corral de los Naranjos y en la cárcel real, que también habitó con regular frecuencia, Alatriste había conocido a muy dignos sucesores de tan históricos rufos, expertos en mojadas, tajos y chirlos, sin que él mismo, diestro en la estocada de Gayona y en muchas otras propias de su arte, quedase corto en méritos a la hora de hacerse un nombre en tan ilustre cofradía.

Recordaba todo eso ahora, con un punto de nostalgia que tal vez no era del pasado, sino de su perdida juventud; y lo hacía a poca distancia del mismo corral de comedias de Doña Elvira, donde en aquel momento de mocedad se había aficionado a las representaciones de Lope, Tirso de Molina y otros —allí vio por vez primera
El perro del hortelano
y
El vergonzoso en palacio—
, en noches que empezaban con versos y lances fingidos sobre el tablado, y terminaban de veras entre tabernas, vino, coimas complacientes, alegres compadres y cuchilladas. Aquella Sevilla peligrosa y fascinante seguía viva, y la diferencia no había que buscarla fuera, sino dentro de él mismo. El tiempo no pasa en vano, reflexionaba apoyado a la sombra del zaguán. Y los hombres envejecen también por dentro, a medida que lo hace su corazón.

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